Cuando la revolución de 1917 derrocó al zar Nicolás II, desaparecieron con él más de mil años de tradición histórica rusa y una dinastía, la de los Romanov, que había gobernado Rusia con mano de hierro en los últimos tres siglos. A lo largo de tan largo periodo, Kiev primero, y luego Moscú, habían desempeñado el papel de centros espirituales del mundo eslavo y de capitales del Estado más extenso que ha conocido Europa.
El principado de Moscú, base del posterior imperio zarista, no inició su andadura hasta el siglo XIII. Pero Rusia, no sólo en su concepto geográfico sino como unidad histórica y cultural, remonta sus orígenes a la época de las invasiones vikingas, a los tiempos de Carlomagno y de Otón el Grande, soberanos ambos del Sacro Imperio Romano Germánico en los siglos IX y X, respectivamente, y que pusieron las piedras angulares que constituyen los cimientos de la moderna Europa.
Rusia es un país inmenso a caballo entre Europa y Asia; síntesis de los legados culturales de los vikingos o varegos y de los pueblos nómadas procedentes de las estepas de Asia central. Heredera de la tradición milenaria de Bizancio tras la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453, y guía espiritual del mundo eslavo y de los cristianos de Oriente desde entonces. Rusia e
s también un país de inmensas llanuras abiertas a las influencias de Oriente y de Occidente, rico en recursos naturales, y dotado de una extensa red de vías fluviales navegables. La Rusia medieval fue un crisol de civilizaciones del que surgió una entidad cultural y humana única, pero muy diversa, destinada a servir de puente entre dos continentes, entre dos mundos que estaban geográficamente separados por los Urales y el Cáucaso.
Rusia habría de vivir bajo el peso de tan dispares influencias, desarrollando su asombrosa expansión imperial, única en la Historia, entre Europa y Asia. Su contribución es por ello múltiple, y encuentra su fundamento en la tenacidad de un pueblo pobre y sufrido, capaz de superar todas las penalidades, de asimilar las experiencias de su propia existencia y de acometer gestas que, como la colonización de Siberia, figuran entre las más ambiciosas metas que Imperio alguno se haya trazado, a excepción del Imperio español en el siglo XVI. De hecho, ambos Imperios acabarían encontrándose en Alaska a finales del siglo XVIII, en tiempos de Carlos III.
El ruso fue, básicamente, un imperio eslavo. Los primeros pobladores de su territorio fueron las tribus eslavas, aunque a sus tierras se asomaron gran cantidad de pueblos: griegos y romanos en la región de mal Negro, el antiguo Ponto Euxino; escitas, godos y hunos cazaron en las fértiles llanuras ucranianas. Finalmente, los varegos suecos, en el decurso de la gran expansión vikinga, se extendieron por los cursos fluviales del país, sometiendo a los eslavos y creando una floreciente cultura comercial en muchas de sus ciudades: Kiev, Nóvgorod, Riazán, Vladimir, etcétera.
Como suele suceder, la minoría conquistadora terminó asimilándose a la mayoría eslava y así surgió el Reino de Kiev que, tras someter a los nómadas del sur, unificó la Rusia europea. Sus soberanos, los rurikidas, se esforzaron por desempeñar un papel de primer orden en la Europa oriental y abrieron el país a la influencia bizantina. La conversión de la población rusa al cristianismo, a finales del siglo X, convirtió a Kiev en el segundo centro religioso y cultural de los eslavos, por detrás sólo de Constantinopla. El primer Estado ruso, minado por las divisiones internas, desapareció en el siglo XIII, víctima del avance arrollador de las hordas mongolas de Gengis Kan. Pero la cultura eslavo-escandinava subsistió en los pequeños feudos tributarios de los tártaros, así como en la poderosa república comercial de Nóvgorod, uno de cuyos dirigentes, Alexander Nevski, derrotó a suecos, alemanes y mongoles y dio un gran impulso a la reconquista de los antiguos territorios del primigenio Reino de la Rus.
Pero fue en el pequeño principado de Moscú donde comenzó a fraguarse la recuperación política del país. Mediante una hábil política que combinaba la resistencia nacional contra el invasor asiático con la conquista de los principados vecinos, grandes caudillos como Iván Kalita o Dimitri Donskoi aumentaron paulatinamente sus dominios. En 1328, el metropolitano de la Iglesia ortodoxa rusa trasladó su sede a Moscú y cuando, un siglo después, Constantinopla cayó en poder de los otomanos, los príncipes moscovitas pudieron proclamar orgullosos que su capital era la «Tercera Roma», capital espiritual del mundo eslavo y heredera por derecho del ideal de un Imperio cristiano que había encarnado Bizancio durante mil años.
Con el reinado de Pedro III el Grande y, sobre todo, con el de Iván IV el Terrible, Moscú se convirtió en Rusia y sus príncipes en zares o césares. Los límites del Imperio traspasaron los Urales. Polacos, suecos, tártaros y turcos sufrieron las acometidas de la nueva potencia emergente cuyo dinamismo en el siglo XVI sólo tenía parangón con el de los españoles. A finales del siglo XVII los rusos se habían extendido por las tierras circundantes, conquistando Siberia y asomándose al Pacífico. Kiev, la antigua capital, les fue arrebatada a los polacos y comenzó la lenta penetración en China y el Asia central.
Hasta el siglo XVIII, el Imperio ruso vivió de espaldas a Europa y a Occidente, anclado en un modo de vida medieval y apartado de las corrientes del progreso científico y técnico. Pedro I el Grande se esforzó por remediar esta situación y no reparó en los medios empleados para ello. Su conversión en cabeza de la Iglesia rusa y el triunfo sobre los poderosos boyardos (señores feudales) reforzaron su poder autocrático. La introducción del mercantilismo y de algunas técnicas occidentales facilitó la modernización del Estado. Sus sucesoras, sobre todo las zarinas Ana y Catalina II, acentuaron esta tendencia que asimilaba al Estado con el propio monarca y desarrollaron una política de adquisiciones territoriales en Europa que convirtió a Rusia en una de las grandes potencias continentales.
Pero estos cambios estructurales eran claramente insuficientes y ello quedó patente cuando, después de las guerras napoleónicas, el Imperio estuvo en disposición de jugar un papel hegemónico en la política europea durante el Congreso de Viena de 1815. Rusia se cerró a las corrientes liberales que triunfaban en otros países. La aristocracia, que había asimilado numerosos rasgos de la cultura occidental, rechazaba su liberalismo que amenazaba los cimientos de la Monarquía y su dominio, casi absoluto, sobre los siervos y el campesinado. Éstos, que componían la inmensa mayoría de la población rusa, permanecían en la más completa ignorancia, sometidos a unas condiciones de vida parecidas a la esclavitud. Aunque, justo es decirlo, la situación de los obreros fabriles en la liberal Inglaterra, o en la republicana Francia, no diferían tanto de las duras condiciones que soportaban los campesinos rusos.
La casi inexistente burguesía rusa permanecía en una dependencia casi servil del zar y de la nobleza. Un ejército férreamente controlado y una temible policía política garantizaban a los zares la obediencia de sus súbditos, que se convertía en reverencia religiosa entre los más humildes.
A lo largo del siglo XIX y hasta 1917, cualquier reforma estuvo abocada al fracaso. El zar Alejandro II potenció las comunas rurales y emancipó a los siervos, pero con ello no hizo sino empeorar sus condiciones de vida, y la misma suerte corrió la tímida reforma administrativa del Estado. Una acelerada industrialización del país en la segunda mitad del siglo XIX, no consiguió mejorar las condiciones de vida de los obreros y campesinos, y se convirtió en el caldo de cultivo donde se fraguó la Revolución bolchevique.
A comienzos del siglo XX, el Imperio ruso alcanzó su máxima extensión, pero fue derrotado y humillado por Japón en la guerra de Manchuria. Entonces se produjo una asombrosa convulsión social. Tras la derrota, la Revolución de 1905 demostró que en la sociedad rusa dormitaban hasta entonces fuerzas capaces de destruir el sistema autocrático. Y sería otra catástrofe militar la que provocaría la ruina definitiva de la Monarquía rusa que, en pleno apogeo de su poderío, había demostrado ser un gigante con los pies de barro. De sus ruinas, los revolucionarios bolcheviques levantarían un nuevo Imperio, diferente a todos los conocidos hasta entonces pero que, indudablemente, nacía impregnado del espíritu milenario de una Rusia que se negaba a desaparecer y que, de hecho, resurgiría de las cenizas del socialismo soviético a partir de 1991.
Iván IV Vasílievich el Terrbible, zar de Rusia de 1547 a 1584 |
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