Caía la tarde sobre el pueblo de Salem cuando el
joven Goodman Brown salió a la calle; pero, una vez cruzado el zaguán, volvió
la cabeza para intercambiar con su joven esposa un beso de despedida. Y Fe, pues
éste era su nombre —por cierto que muy adecuado—, asomó su linda cabeza a la
calle, dejando que el viento jugara con las cintas color rosa de su gorrito
mientras llamaba a Goodman Brown.
—Corazón mío —murmuró ella con dulzura no exenta
de tristeza, cuando sus labios hubieron rozado sus oídos—, te suplico que
aplaces tu viaje hasta el amanecer y que duermas esta noche en tu cama. Una
mujer sola se ve asaltada por tales sueños y pensamientos que a veces siente
miedo de sí misma. Te ruego, querido esposo, que te quedes conmigo esta noche, sólo ésta entre todas las del año.
—Mi amor, mi Fe —replicó el joven Goodman
Brown—, de todas las noches del año, ésta es la única en que debo separarme de
ti. Mi viaje, como tú lo llamas, es decir, la ida y la vuelta, debo realizarlo
entre estos momentos y el amanecer. ¿Cómo dudas de mí, mi dulce y bella esposa,
si apenas hace tres meses que nos hemos casado?
—Entonces, que Dios te bendiga —dijo Fe, con sus
rosadas cintas al aire—. Y ojalá que encuentres todo bien a tu regreso.
—¡Amén! —exclamó Goodman Brown—. Reza tus
oraciones, querida Fe, y acuéstate al anochecer, que nadie te hará daño alguno.
Separáronse entonces; y el joven Goodman Brown
prosiguió su camino hasta que, al ir a doblar la esquina a la altura de la iglesia,
miró hacia atrás y se dio cuenta de que Fe le estaba siguiendo con la mirada; a
pesar de sus cintas rosas, su aspecto era ciertamente melancólico.
—Pobrecita Fe —pensó él con el corazón
afligido—. ¡Cuán despreciable soy abandonándola para semejante cometido! Me ha
hablado de sus sueños y, al hacerlo, me ha parecido que la amargura se pintaba
en su rostro, como si un sueño le hubiese avisado de lo que va a acontecer esta
noche. Pero no, no es posible, sólo el pensarlo la mataría. Bien, ella es un ángel
bendito venido a este mundo y, después de esta noche, me pegaré a sus faldas y
no dejaré de seguirla hasta llegar al cielo.
Con tan inmejorables propósitos para el futuro,
Goodman Brown se sintió justificado para acelerar el paso rumbo a su infame
objetivo de la hora presente. Había tomado un camino sórdido, ensombrecido por
los árboles más tenebrosos del bosque que, apenas apartados para poder pasar,
ya se habían cerrado tras él de inmediato. El paraje no podía ser más
solitario. Hay algo muy peculiar en esta soledad, y es que el viajero ignora lo
que pueden ocultar los innumerables troncos y el espeso follaje que se alza
ante él; así que en su solitario caminar puede ir acompañado de una multitud
invisible.
—Puede haber un indio salvaje detrás de cada
árbol —se dijo Goodman Brown; y, mirando temerosamente hacia atrás, añadió—, ¿y
si estuviera a un paso del mismísimo diablo?
Al llegar a una curva del camino volvió la vista
atrás, y cuando miró nuevamente al frente, se topó con la silueta de un hombre,
severa y pulcramente ataviado, sentado al pie de un viejo árbol. Al acercársele
Goodman Brown, se levantó y echó a andar, codo con codo, a su lado.
—Llegas tarde, Goodman Brown —dijo—. Cuando pasé
por Boston, el reloj de Old South estaba dando las campanadas y de eso hace un
buen cuarto de hora.
—Fe me entretuvo un rato —replicó el joven, con
la voz temblorosa a causa de la repentina, aunque no del todo inesperada,
aparición de su compañero.
Era ya noche cerrada en el bosque; sobre todo,
en la zona que atravesaban nuestros dos personajes. Por lo poco que podía
apreciarse, el segundo viajero tenía unos cincuenta años y parecía pertenecer a
la misma clase social que Goodman Brown, con el que guardaba un notable
parecido, aunque tal vez más por la expresión que por los rasgos. No obstante,
podrían fácilmente pasar por padre e hijo. Y, sin embargo, aunque el traje y
los modales del de mayor edad eran igual de sencillos que los del más joven, el
primero tenía ese aire indescriptible de alguien que conoce el mundo, y que no
se sentiría avergonzado sentado a la mesa del gobernador ni en la del rey Guillermo,
si sus asuntos le llevaran hasta allí. Pero lo único que llamaba la atención en
él era su bastón, que tenía el aspecto de una gran serpiente negra, tan
ingeniosamente labrada que se curvaba y contorsionaba como una serpiente de
verdad. Naturalmente, esto bien podía ser una ilusión óptica, a la que
contribuiría la escasa luz reinante.
—Vamos, Goodman Brown —exclamó su compañero de
viaje—. Paso muy cansino es éste para estar al principio de la caminata; ya que
tan pronto te fatigas, toma mi bastón.
—Querido amigo —dijo el otro trocando su lento caminar
por una detención absoluta—, hemos convenido encontrarnos aquí, mas ahora es
mi propósito regresar por donde he venido, pues siento escrúpulos respecto al
asunto que nos concierne.
—¿Conque con ésas vienes? —replicó el de la serpiente,
disimulando una sonrisa maliciosa—. Sigamos, empero, hablando mientras caminamos: y si te
convenzo no has de volver atrás. Apenas nos hemos internado un poco en el bosque.
—Para mí es ya demasiado... ¡Demasiado lejos!
—exclamó el buen hombre, echando a andar de nuevo sin darse cuenta—. Mi padre
jamás se aventuró en el bosque en una correría de esta índole, ni tampoco el
padre de mi padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido una casta de
hombres honestos y buenos cristianos; y sería yo el primero de los Brown que
tomase este camino y lo siguiera.
—Con semejante compañía, ibas a decir —observó
el de mayor edad interpretando su pausa—. ¡Muy bien dicho, Goodman Brown, he
sido tan amigo de tu familia como de muchos otros puritanos, lo cual no es
decir poco. Ayudé a tu abuelo, el policía, cuando azotaba tan cruelmente a
aquella cuáquera por las calles de Salem, y fui yo quien alcanzó a tu padre la
tea de pino encendida en mi propio hogar con la que pegó fuego al poblado indio
durante la guerra contra el rey Felipe de España. Ambos eran buenos amigos
míos; han sido muchos los animados paseos que hemos dado juntos por este
camino, tantos como nuestros alegres regresos pasada la medianoche. Será para
mí un placer que, en memoria suya, tú y yo seamos amigos.
—Si fuera como dices —replicó Goodman Brown—
mucho me asombra que nunca me hablasen de tales asuntos; o, a decir verdad, no
me sorprende, pues el menor rumor de ese género les habría llevado a ser
expulsados de Nueva Inglaterra. Somos gentes de oración y buenas obras, además,
y no nos dedicamos a semejantes infamias.
—Infamias o no —dijo el viajero del bastón
retorcido—, tengo muchas amistades aquí en Nueva Inglaterra, los diáconos de
muchas iglesias han bebido conmigo el vino de la comunión; los notables de
varias ciudades me han hecho su presidente; y casi todos los miembros del Gran
Consejo General son firmes defensores de mis intereses. El gobernador y yo
también pero… esto son secretos de Estado.
—¿Cómo puede ser eso? —exclamó Goodman Brown,
mirando con asombro a su inmutable compañero—. Sin embargo, nada tengo que ver
con el gobernador ni con el Consejo; ellos tienen sus propias costumbres, que
no pueden valer para un simple aldeano como yo. Pero, si os acompañara, ¿cómo
podría después mirar a la cara a ese venerable anciano, nuestro pastor del
pueblo de Salem? ¡Oh!, su voz me haría temblar los domingos y los días de
sermón.
Hasta entonces, el viajero de más edad había
escuchado con la debida seriedad, pero ahora rompió en irreprimibles
carcajadas, agitándose con tanta violencia que su serpenteante bastón parecía
contorsionarse al unísono, como por contagio.
—¡Ja, ja, ja! —reía una y otra vez. Luego
serenándose, dijo—: Ea, continúa, Goodman Brown, continúa; pero te lo ruego, no
me mates de risa.
—Bien, entonces, para acabar con este asunto
—dijo Goodman Brown, considerablemente irritado—, está Fe, mi mujer. Le
destrozaría su querido corazoncito; y antes que eso me arrancaría el mío.
—Nada, si es así — respondió el otro—, sigue tu
camino. Ni por veinte ancianas como la que renquea ante nosotros quisiera yo
que Fe sufriera daño alguno.
Diciendo esto, señaló con su bastón hacia una
silueta femenina que avanzaba por el sendero, en la que Goodman Brown reconoció
a una dama piadosísima y ejemplar, que le había enseñado el catecismo en su
juventud y que todavía seguía siendo su consejera moral y espiritual, junto con
el pastor y el diácono Gookin.
—Es realmente increíble que Goody Cloyse se
interne tanto en la espesura a la caída de la noche —dijo—. Pero con vuestra
venia, amigo, daré un rodeo a través de la arboleda hasta que hayamos dejado atrás
a esta cristiana mujer. Como no la conocéis podría preguntarme quién me
acompaña y adónde me dirijo.
—Sea como dices —dijo su compañero de viaje—. Ve
tú entre los árboles y deja que yo siga mi camino.
Así pues, el joven se apartó, pero teniendo
cuidado de no perder de vista a su compañero, que avanzó lentamente por el
camino hasta que hubo dado alcance a la anciana dama. Mientras tanto, la vieja
corría a toda prisa, con una presteza bien singular en una mujer tan entrada en
años, musitando al tiempo que caminaba palabras ininteligibles, sin duda una
plegaria. El viajero alzó su bastón y tocó su marchita nuca con lo que parecía
la cola de la serpiente.
—¡El diablo! —gritó la piadosa anciana.
—¡Así que Goody Cloyse reconoce a su viejo
amigo! —observó el viajero, encarándosele mientras se apoyaba en su
serpenteante bastón.
—¡Ah!, desde luego. ¿Así que es vuestra merced
en persona? —exclamó la buena señora—. Ah, sí que lo es, con la misma imagen de
mi viejo compadre, Goodman Brown, el abuelo del idiota de ahora. Pero, ¿querrá
creerlo vuestra merced?, mi escoba ha desaparecido sorprendentemente, robada,
sospecho, por Goody Coory, esa bruja a la que todavía no han colgado, y
precisamente, cuando estaba yo bien untada con el bálsamo de ojo de apio
silvestre, cincoenrama y acónito.
—Mezclado con harina de trigo y la grasa de un
niño recién nacido —dijo el doble del viejo Goodman Brown.
—¡Ah!, vuestra merced conoce la receta —exclamó
la anciana, lanzando una estruendosa carcajada—. Así pues, como iba diciendo,
preparada ya para la reunión y sin montura me hice a la idea de ir caminando,
pues me han dicho que esta noche comulga un guapo joven. Pero ahora vuestra
merced me dará su brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
—Eso no es posible —respondió su amigo—. No
puedo darle mi brazo, Goody Cloyse; pero aquí está mi bastón, si lo desea.
Diciendo esto, lo arrojó a sus pies, donde cobró
vida propia, pues era una de aquellas varas mágicas prestadas hace mucho tiempo
a los magos egipcios.
Sin embargo, Goodman Brown no pudo percatarse de
esto último. Había elevado sus ojos al cielo lleno de asombro y al volver a
bajarlos no vio a Goody Cloyse ni el bastón serpenteante, sino a su compañero
de viaje, que le esperaba solitario y tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido.
—Esa anciana fue la que me enseñó el catecismo
—dijo el joven; y en tan escueto comentario latía todo un mundo de
significaciones.
Prosiguieron su marcha, mientras el viajero de
más edad exhortaba a su compañero a apresurarse y a continuar la excursión a
buen paso, discurriendo tan acertadamente que se diría que sus argumentos
brotaban directamente del pecho de su interlocutor en vez de sugerirlos él
mismo. Mientras caminaban, cogió una rama de arce para utilizarla como bastón y
comenzó a arrancarle los brotes y retoños que estaban húmedos del rocío.
Nada más tocarlos con sus dedos se marchitaban
inexplicablemente, como si hubieran estado toda una semana secándose al sol.
Caminó así la pareja durante un rato hasta que de repente, al llegar a un siniestro
recodo del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a
seguir adelante.
—Amigo —dijo en tono obstinado—, estoy decidido.
No daré un paso más en esta empresa. ¿Qué me importa a mí que una despreciable
vieja haya optado por entregarse al diablo, cuando yo creía que iba derecha al
cielo? ¿Es ésa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y me vaya tras
ella?
—Será mejor que lo pienses dos veces —dijo su
acompañante sosegadamente—. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando decidas
volver a ponerte en marcha, aquí está mi bastón para que te apoyes en él.
Sin más palabras arrojó a su compañero el bastón
de arce, poniéndose, acto seguido, fuera del alcance de su vista, con tal
celeridad que parecía que se hubiera desvanecido en la creciente penumbra. El
joven permaneció sentado durante algunos momentos al borde del camino,
felicitándose a sí mismo y pensando que cuando se cruzase con el pastor durante
su paseo matinal tendría la conciencia bien limpia y no se avergonzaría ante la
mirada del diácono Gookin. ¡Y qué tranquilo sería su sueño esta misma noche que
iba a haber estado dedicada a cosas tan culpables, pero que ahora iba a ser tan
pura, tan dulce en los brazos de Fe!
En medio de tan placenteras y loables
meditaciones, Goodman Brown oyó un trote de caballos por el camino y consideró
aconsejable ocultarse entre el follaje, consciente del culpable propósito que
le había llevado hasta allí, aunque ahora lo hubiera felizmente abandonado. Ya
se aproximaban el ruido de los cascos y las voces de los jinetes, dos voces
graves, dos personas de edad, que conversaban reposadamente. Estos sonidos
entremezclados parecían producirse en el camino, a pocos metros del escondite
del joven; pero, debido sin duda a la considerable oscuridad presente en aquel
paraje, ni los jinetes ni sus caballos eran visibles. Aunque sus siluetas
rozaron al pasar las frágiles ramitas del camino, no se pudo ver que
interceptaban ni por un momento el débil resplandor que todavía iluminaba el
cielo bajo el que debieron pasar. A veces agachado, a veces de puntillas,
apartando el ramaje y estirando la cabeza todo lo que podía, Goodman Brown no
llegó a distinguir más que vagas sombras. Ello le irritó sobremanera, pues
hubiera jurado, caso de ser eso posible, haber reconocido las voces del pastor
y del diácono Gookin, cabalgando tranquilamente, como solían hacerlo cuando se
dirigían a una ordenación o a algún consejo eclesiástico. Todavía se les oía
cuando uno de los jinetes se detuvo para coger una varita.
—Si tuviera que elegir entre las dos cosas,
reverendo —dijo la que parecía la voz del diácono—, antes hubiera preferido
perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche. Me han dicho que
vendrán algunos miembros de nuestra comunidad de Falmouth, y aún de más lejos,
otros de Connecticut y Rhode Island, además de varios hechiceros indios,
quienes, a su manera, son tan entendidos en las cosas del diablo como los más
aventajados de entre nosotros. Por si fuera poco, se administrará la comunión a
una hermosa muchacha.
—Completamente de acuerdo, diácono Gookin
—replicó con solemne y familiar tono de voz el pastor—. Apresurémonos o vamos a
llegar tarde. Como bien sabéis, nada puede hacerse hasta que llegue yo.
Volvióse a oír el repiqueteo de los cascos; y
las voces, que tan misteriosamente hablaron en el vacío, se perdieron en aquel
bosque maldito donde jamás se congregó iglesia alguna ni nunca rezó un solo
cristiano.
—¿Adónde, pues, podrían dirigirse aquellos
santos varones que se adentraban en la pagana espesura? —el joven Goodman Brown
se agarró a un árbol para sujetarse, pues estaba a punto de desmayarse,
desfallecido y abrumado por el peso que acababa de caer en su corazón. Miró
hacia el cielo, dudando de si realmente habría uno sobre su cabeza. Y
efectivamente allí estaba la bóveda azul en la que brillaban las estrellas.
—¡Con el cielo arriba y Fe abajo, me mantendré
firme ante el diablo! —gritó Goodman Brown.
Todavía tenía la mirada clavada en la elevada
bóveda del firmamento y acababa de enlazar sus manos en oración, cuando una
nube, pese a no correr ningún viento, irrumpió en el cénit y ocultó las
resplandecientes estrellas.
El cielo azul era todavía visible, excepto en el
espacio que le cubría la cabeza, donde esa negra masa de nubes se deslizaba
velozmente hacia el norte. De las alturas, se diría que de las profundidades de
la nube, vino un confuso e incierto rumor de voces. Al principio, el que
escuchaba creyó distinguir el habla de las gentes de la aldea, de sus paisanos
y paisanas, los piadosos y los impíos: con muchos había compartido la comunión,
mientras que a otros los había visto entregándose al vicio en la taberna. Algo
más tarde, los sonidos se hicieron tan confusos que dudó si habría oído algo
que no fuera el murmullo de la vetusta arboleda, aunque no hubiera viento
alguno.
Luego, aquellos timbres familiares de voz, oídos
diariamente al amanecer en el pueblo de Salem, pero nunca hasta entonces
viniendo de una nube en plena noche, irrumpieron con mayor fuerza. Se oyó la
voz jadeante de una muchacha profiriendo lamentos, si bien su pesar era un
tanto ambiguo, pues al tiempo que se lamentaba, suplicaba el mismo tipo de
favor cuya obtención le deparara nuevas aflicciones; y toda aquella invisible
multitud, tanto justos como pecadores, parecía animarla a seguir adelante.
—¡Fe! —gritó Goodman Brown, con voz de angustia
y desesperación; y el eco del bosque se burlaba repitiendo: «¡Fe!, ¡Fe!», como
si fuesen muchos los desgraciados que la buscaban, perdidos en medio de la
espesura.
Todavía traspasaba la noche aquel grito de
dolor, ira y terror, y el desventurado marido contenía el aliento esperando una
respuesta, cuando se oyó un agudo chillido, ahogado inmediatamente por el rumor
de voces más fuertes, que se desvaneció después en lejanas carcajadas, mientras
se evaporaba la sombría nube.
Sobre Goodman Brown brillaba un cielo despejado
y silencioso. Pero algo bajó revoloteando levemente, algo que al final se quedó
prendido en la rama de un árbol. El joven lo tomó y vio que se trataba de una
cinta rosa.
—¡Mi Fe se ha ido! —gritó tras un momento de
estupefacción—. No existe el bien sobre la Tierra; y el pecado no es más que
una palabra; ven, diablo; tuyo es este mundo.
Y, prorrumpiendo en grandes y ruidosas
carcajadas, enloquecido de desesperación, Goodman Brown agarró su bastón y se
puso de nuevo en marcha, a tal velocidad que en vez de andar o correr se diría
que volaba por el camino del bosque.
El sendero se hizo más agreste y sombrío, de
contornos más indefinidos, que acabaron por desvanecerse completamente dejando
al joven en el centro de aquella siniestra soledad, corriendo todavía hacia
adelante con el instinto que guía a los mortales hacia el mal. Todo el bosque
estaba poblado de sonidos aterradores: el crujido de los árboles, el aullido de
las bestias salvajes, los gritos de los indios. A veces, el viento sonaba como
el tañido de la campana de una lejana iglesia, mientras que otras rugía
poderosamente en torno al viajero, como si la naturaleza se estuviese mofando
de él. Pero el mayor horror de esta escena era él mismo, y en absoluto
retrocedió ante los demás horrores.
—¡Ja, ja, ja! —rugía Goodman Brown mientras el
viento le hacía burla—. Veremos quién ríe el último. ¡No creas que vas a
asustarme con tus satánicas argucias! ¡Venid brujos, venid brujas, venid
hechiceros indios, y que venga el diablo en persona! ¡Aquí llega Goodman Brown!
¡Podéis temerle tanto como él os teme a vosotros!
En verdad, nada había en aquel bosque embrujado
que inspirase más terror que la estampa de Goodman Brown. Volaba entre los
negros pinos, blandiendo su bastón con gesto frenético, ora dando rienda suelta
a horribles blasfemias, ora emitiendo tales carcajadas que se diría que a su
alrededor todos los ecos del bosque rieran como demonios.
El diablo, cuando adopta su propia forma, no es
tan horrible como cuando desencadena su furia en el pecho del hombre. De este
modo prosiguió el endemoniado su vertiginosa carrera hasta que divisó ante sí,
oscilando entre los árboles, un resplandor rojizo, como si alguien hubiera
prendido fuego a troncos y ramas caídas que proyectasen su diabólico fulgor
sobre el cielo de la medianoche. Cuando la tempestad que le arrastraba bosque
adentro amainó, se detuvo; y entonces llegó hasta él la algarada de lo que
parecía ser un himno que resonase solemnemente en la distancia, con el clamor
de mil voces. Conocía la melodía; la cantaban habitualmente en el coro del
templo de su pueblo. La estrofa se extinguió roncamente, prolongada por un
coro, no de voces humanas, sino de todos los ruidos que la sonora maleza tañía
en horrísona armonía. Goodman Brown gritó, pero su grito le resultó inaudible
al confundirse con el fragor de la agreste naturaleza.
En el intervalo de silencio que siguió, Goodman
Brown avanzó sigilosamente hasta que el resplandor le dio de lleno en los ojos.
En un extremo de un claro cercado por la oscura frondosidad del bosque, se
alzaba una roca que guardaba alguna semejanza ruda y natural con un altar o un
púlpito, rodeada por cuatro refulgentes pinos, cual cirios de una misa
nocturna, las copas en llamas e incólumes los troncos. El follaje que coronaba
la cumbre de la roca ardía por los cuatro costados, encendiendo con fuerza la
noche e iluminando intermitentemente todo su entorno. Las ramas y los festones
de hojas arrojadas al fuego lanzaban chispas. Al compás de aquella luz carmesí,
una numerosa congregación resplandecía y desaparecía alternativamente entre las
sombras para refulgir nuevamente como si, emergiendo de las tinieblas, poblase
de un fogonazo las entrañas de aquellos solitarios bosques.
—He aquí una asamblea tan circunspecta como
sombría en su indumentaria —articuló para sus adentros Goodman Brown.
Y en verdad lo era. Entre ellos, oscilando una y
otra vez entre la luz y las tinieblas, se veían rostros que serían vistos al
día siguiente en el consejo de gobierno de la provincia y otros que, domingo
tras domingo, miraban devotamente al cielo y con benevolencia a los bancos de
los fieles, desde los más venerables púlpitos de la comarca.
Hay quien afirma que estaba allí la esposa del
gobernador, pero lo cierto es que había allí encumbradas damas que ella conocía
bien y esposas y maridos respetables y muchas viudas y solteronas, todas ellas
de excelente reputación, y encantadoras muchachas que temblaban de miedo de que
sus madres pudieran verlas. Goodman Brown, a no ser que los súbitos fulgores
que resplandecían sobre la oscuridad del campo lo hubieran deslumbrado, creyó
reconocer a una veintena de miembros de la Iglesia de Salem conocidos por su
especial santidad.
Gookin, el anciano y bondadoso diácono, había ya
llegado y esperaba pegado a las faldas de su reverenciado pastor, aquel santo
venerable. Pero, impíamente mezclados con tan sesudos, reputados y píos
personajes, esos patriarcas de la iglesia, aquellas castas damas y vírgenes
puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de dudosa reputación, granujas
abocados a todos los vicios mezquinos y despreciables, e incluso sospechosos de
horribles crímenes. Era extraño comprobar cómo los virtuosos no se amedrentaban
ante los malvados ni los pecadores sentían vergüenza alguna ante los santos.
Diseminados entre los rostros pálidos, sus enemigos, estaban los chamanes
indios, hechiceros, quienes no pocas veces habían sobresaltado sus bosques
nativos con encantamientos mucho más abominables que cualesquiera otros
conocidos por la brujería inglesa.
—¿Pero dónde está Fe? —se preguntó Goodman
Brown, y se estremeció al tiempo que la esperanza empezaba a infiltrarse en su
corazón.
Oyóse otra estrofa del himno, un compás lento y
lastimero, de esos que tanto gustan a las personas piadosas, pero sus palabras
expresaban todo lo que nuestra naturaleza pueda concebir de pecaminoso y,
misteriosamente, insinuaban algo peor. Insondables son para los simples
mortales los arcanos del Maligno. Una tras otra resonaban las estrofas, y el
selvático coro seguía aumentando en los intervalos como el tono más grave de un
potentísimo órgano. Y el acorde final de aquella infame antífona coincidió con
un clamor tal que se diría que el rugido del viento, el fragor de las
corrientes, el aullido de las bestias y todas las demás voces de la caótica
maleza, se mezclaban y armonizaban con la voz del hombre culpable, en homenaje
al príncipe de todos ellos. Los cuatro pinos encendidos elevaron sus poderosísimas
llamas mostrando tétricamente rostros y siluetas horripilantes entre las
volutas de humo que se alzaban sobre la pagana asamblea. En ese preciso
instante, el fuego que circundaba la roca arrojaba llamas aún más altas,
formando un arco de fuego sobre su base, en la que se hizo visible una figura.
Dicho sea con todo respeto, la tal figura no guardaba la menor semejanza, ni
por su porte ni por sus modales, con ninguno de los austeros doctores de las
iglesias de Nueva Inglaterra.
—Traed a los conversos —gritó una voz que
repercutió en el campo y se perdió en la maleza.
Al oír estas palabras, Goodman Brown salió de
entre las sombras de los árboles y se acercó a la congregación, con la que se
sentía repugnantemente hermanado por todo cuanto de perverso había en su
corazón. Hubiera jurado que no era sino su propio padre aquella figura que le
observaba desde una voluta de humo haciéndole señas para que avanzara, mientras
que una mujer, con difusos rasgos de desesperación, levantaba la mano para
detenerlo. ¿Sería su madre? Pero no tuvo fuerzas para dar un solo paso atrás,
ni para resistirse tan siquiera con la mente, cuando el pastor y aquel
bondadoso anciano, el diácono Gookin, le cogieron por los brazos y le
condujeron a la roca en llamas. Hacia el mismo lugar se dirigía la esbelta
figura de una mujer, cubierta por un velo y flanqueada por Goody Cloyse,
aquella piadosa catequista, y Martha Carrier, a quien el diablo había prometido
ser reina del infierno. Ella sí que era una verdadera bruja. Así fueron
llevados los dos prosélitos bajo el dosel de fuego.
—Bienvenidos hijos míos —dijo la tenebrosa
figura—, a la comunión de los de vuestra estirpe. Os habéis encontrado muy
jóvenes con vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad a vuestra
espalda!
Se dieron la vuelta y, como proyectados, por así
decirlo, en una sábana de fuego, vieron a los adoradores del diablo. Todos los
rostros se iluminaron con una siniestra sonrisa de bienvenida.
—Aquí, prosiguió la negra silueta, están todos
aquellos a quienes habéis respetado desde que erais niños. Los creíais más
virtuosos que vosotros mismos y os avergonzabais de vuestros pecados cuando os
comparabais con sus vidas rectas y entregadas a la oración y a la búsqueda del
cielo. Sin embargo, aquí están todos, en mi asamblea de adoradores. Esta noche
podréis conocer sus actos secretos. Sabréis cómo los venerables pastores de la
iglesia, de blancas barbas, susurraban palabras lascivas a las jóvenes
doncellas que servían en sus casas; cómo muchas mujeres, ansiando vestir las galas
de luto, han dado a sus maridos, antes de acostarse, la pócima que entre sus
brazos les conduciría a su último sueño; cómo algunos jóvenes imberbes se han
apresurado a heredar antes de tiempo las riquezas de sus padres. Y cómo bellas
damiselas —no os ruboricéis, dulces criaturas— han cavado diminutas tumbas en
su jardín, y sólo a mí han invitado al funeral de ese niño recién nacido.
Gracias a la afinidad de vuestros humanos corazones con el pecado, olfatearéis
todos los lugares —ya sea en la iglesia, en la alcoba, en la calle, en los
campos, en el bosque—, en donde se haya cometido un crimen y os regocijaréis al
comprobar que la Tierra entera no es sino una mancha de pecado, un inmenso
charco de sangre. Pero aún hay más. Podréis penetrar en cada pecho el profundo
enigma del pecado, la fuente de todas las artes perversas que inagotablemente
proporciona más impulsos malignos que los que ningún poder humano —ni siquiera
el mío en todo su apogeo— puede llevar a la práctica. Y ahora, hijos míos,
miraos el uno al otro.
Así lo hicieron; y, al resplandor de las
antorchas encendidas con el fuego del infierno, el infeliz marido contempló a
su Fe, y la esposa al marido temblando ante aquel sacrílego altar.
—Aquí estáis, hijos míos —dijo la figura en tono
grave y solemne, casi triste, en su horrenda desesperación, como si su anterior
naturaleza angélica todavía pudiera afligirse por nuestra desdichada especie—.
Confiabais mutuamente en vuestros corazones, abrigabais aún la esperanza de que
la virtud fuera algo más que un sueño. Ahora ya estáis desengañados. El mal es
la verdadera naturaleza del hombre. Sólo en el mal encontraréis la felicidad.
Una vez más, bienvenidos hijos míos a la comunión de los de vuestra estirpe.
—Bienvenidos —repitieron los adoradores del
diablo, con un grito de triunfo y desesperación.
Y ambos continuaban en pie, la única pareja que,
al parecer, todavía vacilaba al borde de la depravación en este mundo
tenebroso. En la roca había un pozo natural. ¿Contenía agua, enrojecida por
aquel fuego horrible?, ¿o acaso era sangre, o fuego líquido? En ella hundió su
mano Lucifer, disponiéndose a estampar la impronta del bautismo sobre sus
frentes, para hacerles partícipes del misterio del pecado, para que a partir de
entonces fueran más conscientes de las culpas secretas de los demás —de
pensamiento o de obra— que de las suyas propias. El marido clavó sus ojos en su
pálida esposa, y Fe los suyos en él. ¡Qué inmunda carroña contemplarían la
próxima vez que se mirasen, temblando al unísono ante lo que les sería dado
tanto descubrir como contemplar!
—¡Fe! ¡Fe! —gritó el marido—, ¡mira arriba,
hacia el cielo, y resiste al Maligno!
Si Fe le obedeció o no es cosa que nunca llegó a
saber. Apenas había hablado cuando se encontró en medio de la tranquila y
solitaria noche, escuchando el rugir del viento que se adentraba en la
floresta. Se agarró tambaleándose a la roca, sintiéndola fría y húmeda,
mientras que una rama, hace unos instantes en llamas, le salpicaba ahora las
mejillas con su gélido rocío.
A la mañana siguiente, el joven Goodman Brown
avanzó lentamente por las calles del pueblo de Salem, mirando a su alrededor,
presa del mayor desconcierto. El viejo y buen pastor estaba dando su
acostumbrado paseo por el cementerio para abrir el apetito y meditar sobre su
próximo sermón; a su paso, bendijo a Goodman Brown. Éste huyó del venerable
santo como de un anatema. El anciano diácono Gookin estaba rezando en familia,
y las sagradas palabras se oían a través de la ventana abierta. «¿A qué dios
estará rezando ese brujo?», se preguntó Goodman Brown.
Goody Cloyse, aquella vieja y excelente
cristiana, apoyada en su celosía, catequizaba al sol de la mañana a una niña
que le había traído una pinta de leche recién ordeñada. Goodman Brown le
arrebató violentamente a la niña, como si la arrancara de las garras del
diablo. Al doblar la esquina de la iglesia, divisó la cabeza de Fe, con sus
cintas rosas mirando ansiosamente en torno suyo y le dio tanta alegría verle
que corrió por toda la calle dando saltos, y poco faltó para que besara a su
marido delante de todo el pueblo. Pero Goodman Brown la miró fría y amargamente
y pasó de largo sin saludarla.
¿Se habría dormido en el bosque y sólo fue una
pesadilla aquel aquelarre?
Así es, si así os parece. Pero, ¡ay!, fue un
sueño de ominosos presagios para el joven Goodman Brown. Desde la noche de
aquel terrible sueño se convirtió en un hombre duro, meditabundo, receloso, por
no decir desesperado. El domingo cuando la congregación entonaba los sagrados
salmos no podía escucharlos, pues un pecaminoso motete le aturdía los oídos,
ahogando los beatíficos compases. Cuando el pastor, con su mano sobre la Biblia
abierta, hablaba desde el púlpito con energía y febril elocuencia de las
sagradas verdades de nuestra religión, de vidas santificadas y muertes
gloriosas y de las indescriptibles alegrías o sufrimientos futuros, entonces
Goodman Brown palidecía, temeroso de que el techo se derrumbara sobre el
encanecido blasfemo y sus oyentes. A menudo, despertándose súbitamente a media
noche, se apartaba del regazo de Fe; y por la mañana o a la caída de la tarde,
cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y mascullaba para
sus adentros, miraba severamente a su mujer y les daba la espalda. Y, tras una
larga vida, cuando llevaron a la tumba su marchito cuerpo, seguido de Fe, ya
anciana y de una nutrida procesión de hijos y nietos, aparte de no pocos
vecinos, no fue esperanzador el epitafio que grabaron sobre su lápida porque
tampoco murió con expectativas de alcanzar el cielo.
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