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miércoles, 23 de agosto de 2017

“El joven Goodman Brown” de Nathaniel Hawthorne

Caía la tarde sobre el pueblo de Salem cuando el joven Goodman Brown salió a la calle; pero, una vez cruzado el zaguán, volvió la cabeza para intercambiar con su joven esposa un beso de despedida. Y Fe, pues éste era su nombre —por cierto que muy adecuado—, asomó su linda cabeza a la calle, dejando que el viento jugara con las cintas color rosa de su gorrito mientras llamaba a Goodman Brown.
—Corazón mío —murmuró ella con dulzura no exenta de tristeza, cuando sus labios hubieron rozado sus oídos—, te suplico que aplaces tu viaje hasta el amanecer y que duermas esta noche en tu cama. Una mujer sola se ve asaltada por tales sueños y pensamientos que a veces siente miedo de sí misma. Te ruego, querido esposo, que te quedes conmigo esta noche, sólo ésta entre todas las del año.
—Mi amor, mi Fe —replicó el joven Goodman Brown—, de todas las noches del año, ésta es la única en que debo separarme de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, es decir, la ida y la vuelta, debo realizarlo entre estos momentos y el amanecer. ¿Cómo dudas de mí, mi dulce y bella esposa, si apenas hace tres meses que nos hemos casado?
—Entonces, que Dios te bendiga —dijo Fe, con sus rosadas cintas al aire—. Y ojalá que encuentres todo bien a tu regreso.
—¡Amén! —exclamó Goodman Brown—. Reza tus oraciones, querida Fe, y acuéstate al anochecer, que nadie te hará daño alguno.
Separáronse entonces; y el joven Goodman Brown prosiguió su camino hasta que, al ir a doblar la esquina a la altura de la iglesia, miró hacia atrás y se dio cuenta de que Fe le estaba siguiendo con la mirada; a pesar de sus cintas rosas, su aspecto era ciertamente melancólico.
—Pobrecita Fe —pensó él con el corazón afligido—. ¡Cuán despreciable soy abandonándola para semejante cometido! Me ha hablado de sus sueños y, al hacerlo, me ha parecido que la amargura se pintaba en su rostro, como si un sueño le hubiese avisado de lo que va a acontecer esta noche. Pero no, no es posible, sólo el pensarlo la mataría. Bien, ella es un ángel bendito venido a este mundo y, después de esta noche, me pegaré a sus faldas y no dejaré de seguirla hasta llegar al cielo.
Con tan inmejorables propósitos para el futuro, Goodman Brown se sintió justificado para acelerar el paso rumbo a su infame objetivo de la hora presente. Había tomado un camino sórdido, ensombrecido por los árboles más tenebrosos del bosque que, apenas apartados para poder pasar, ya se habían cerrado tras él de inmediato. El paraje no podía ser más solitario. Hay algo muy peculiar en esta soledad, y es que el viajero ignora lo que pueden ocultar los innumerables troncos y el espeso follaje que se alza ante él; así que en su solitario caminar puede ir acompañado de una multitud invisible.
—Puede haber un indio salvaje detrás de cada árbol —se dijo Goodman Brown; y, mirando temerosamente hacia atrás, añadió—, ¿y si estuviera a un paso del mismísimo diablo?
Al llegar a una curva del camino volvió la vista atrás, y cuando miró nuevamente al frente, se topó con la silueta de un hombre, severa y pulcramente ataviado, sentado al pie de un viejo árbol. Al acercársele Goodman Brown, se levantó y echó a andar, codo con codo, a su lado.
—Llegas tarde, Goodman Brown —dijo—. Cuando pasé por Boston, el reloj de Old South estaba dando las campanadas y de eso hace un buen cuarto de hora.
—Fe me entretuvo un rato —replicó el joven, con la voz temblorosa a causa de la repentina, aunque no del todo inesperada, aparición de su compañero.
Era ya noche cerrada en el bosque; sobre todo, en la zona que atravesaban nuestros dos personajes. Por lo poco que podía apreciarse, el segundo viajero tenía unos cincuenta años y parecía pertenecer a la misma clase social que Goodman Brown, con el que guardaba un notable parecido, aunque tal vez más por la expresión que por los rasgos. No obstante, podrían fácilmente pasar por padre e hijo. Y, sin embargo, aunque el traje y los modales del de mayor edad eran igual de sencillos que los del más joven, el primero tenía ese aire indescriptible de alguien que conoce el mundo, y que no se sentiría avergonzado sentado a la mesa del gobernador ni en la del rey Guillermo, si sus asuntos le llevaran hasta allí. Pero lo único que llamaba la atención en él era su bastón, que tenía el aspecto de una gran serpiente negra, tan ingeniosamente labrada que se curvaba y contorsionaba como una serpiente de verdad. Naturalmente, esto bien podía ser una ilusión óptica, a la que contribuiría la escasa luz reinante.
—Vamos, Goodman Brown —exclamó su compañero de viaje—. Paso muy cansino es éste para estar al principio de la caminata; ya que tan pronto te fatigas, toma mi bastón.
—Querido amigo —dijo el otro trocando su lento caminar por una detención absoluta—, hemos convenido encontrarnos aquí, mas ahora es mi propósito regresar por donde he venido, pues siento escrúpulos respecto al asunto que nos concierne.
—¿Conque con ésas vienes? —replicó el de la serpiente, disimulando una sonrisa maliciosa—. Sigamos, empero, hablando mientras caminamos: y si te convenzo no has de volver atrás. Apenas nos hemos internado un poco en el bosque.
—Para mí es ya demasiado... ¡Demasiado lejos! —exclamó el buen hombre, echando a andar de nuevo sin darse cuenta—. Mi padre jamás se aventuró en el bosque en una correría de esta índole, ni tampoco el padre de mi padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido una casta de hombres honestos y buenos cristianos; y sería yo el primero de los Brown que tomase este camino y lo siguiera.
—Con semejante compañía, ibas a decir —observó el de mayor edad interpretando su pausa—. ¡Muy bien dicho, Goodman Brown, he sido tan amigo de tu familia como de muchos otros puritanos, lo cual no es decir poco. Ayudé a tu abuelo, el policía, cuando azotaba tan cruelmente a aquella cuáquera por las calles de Salem, y fui yo quien alcanzó a tu padre la tea de pino encendida en mi propio hogar con la que pegó fuego al poblado indio durante la guerra contra el rey Felipe de España. Ambos eran buenos amigos míos; han sido muchos los animados paseos que hemos dado juntos por este camino, tantos como nuestros alegres regresos pasada la medianoche. Será para mí un placer que, en memoria suya, tú y yo seamos amigos.
—Si fuera como dices —replicó Goodman Brown— mucho me asombra que nunca me hablasen de tales asuntos; o, a decir verdad, no me sorprende, pues el menor rumor de ese género les habría llevado a ser expulsados de Nueva Inglaterra. Somos gentes de oración y buenas obras, además, y no nos dedicamos a semejantes infamias.
—Infamias o no —dijo el viajero del bastón retorcido—, tengo muchas amistades aquí en Nueva Inglaterra, los diáconos de muchas iglesias han bebido conmigo el vino de la comunión; los notables de varias ciudades me han hecho su presidente; y casi todos los miembros del Gran Consejo General son firmes defensores de mis intereses. El gobernador y yo también pero… esto son secretos de Estado.
—¿Cómo puede ser eso? —exclamó Goodman Brown, mirando con asombro a su inmutable compañero—. Sin embargo, nada tengo que ver con el gobernador ni con el Consejo; ellos tienen sus propias costumbres, que no pueden valer para un simple aldeano como yo. Pero, si os acompañara, ¿cómo podría después mirar a la cara a ese venerable anciano, nuestro pastor del pueblo de Salem? ¡Oh!, su voz me haría temblar los domingos y los días de sermón.
Hasta entonces, el viajero de más edad había escuchado con la debida seriedad, pero ahora rompió en irreprimibles carcajadas, agitándose con tanta violencia que su serpenteante bastón parecía contorsionarse al unísono, como por contagio.
—¡Ja, ja, ja! —reía una y otra vez. Luego serenándose, dijo—: Ea, continúa, Goodman Brown, continúa; pero te lo ruego, no me mates de risa.
—Bien, entonces, para acabar con este asunto —dijo Goodman Brown, considerablemente irritado—, está Fe, mi mujer. Le destrozaría su querido corazoncito; y antes que eso me arrancaría el mío.
—Nada, si es así — respondió el otro—, sigue tu camino. Ni por veinte ancianas como la que renquea ante nosotros quisiera yo que Fe sufriera daño alguno.
Diciendo esto, señaló con su bastón hacia una silueta femenina que avanzaba por el sendero, en la que Goodman Brown reconoció a una dama piadosísima y ejemplar, que le había enseñado el catecismo en su juventud y que todavía seguía siendo su consejera moral y espiritual, junto con el pastor y el diácono Gookin.
—Es realmente increíble que Goody Cloyse se interne tanto en la espesura a la caída de la noche —dijo—. Pero con vuestra venia, amigo, daré un rodeo a través de la arboleda hasta que hayamos dejado atrás a esta cristiana mujer. Como no la conocéis podría preguntarme quién me acompaña y adónde me dirijo.
—Sea como dices —dijo su compañero de viaje—. Ve tú entre los árboles y deja que yo siga mi camino.
Así pues, el joven se apartó, pero teniendo cuidado de no perder de vista a su compañero, que avanzó lentamente por el camino hasta que hubo dado alcance a la anciana dama. Mientras tanto, la vieja corría a toda prisa, con una presteza bien singular en una mujer tan entrada en años, musitando al tiempo que caminaba palabras ininteligibles, sin duda una plegaria. El viajero alzó su bastón y tocó su marchita nuca con lo que parecía la cola de la serpiente.
—¡El diablo! —gritó la piadosa anciana.
—¡Así que Goody Cloyse reconoce a su viejo amigo! —observó el viajero, encarándosele mientras se apoyaba en su serpenteante bastón.
—¡Ah!, desde luego. ¿Así que es vuestra merced en persona? —exclamó la buena señora—. Ah, sí que lo es, con la misma imagen de mi viejo compadre, Goodman Brown, el abuelo del idiota de ahora. Pero, ¿querrá creerlo vuestra merced?, mi escoba ha desaparecido sorprendentemente, robada, sospecho, por Goody Coory, esa bruja a la que todavía no han colgado, y precisamente, cuando estaba yo bien untada con el bálsamo de ojo de apio silvestre, cincoenrama y acónito.
—Mezclado con harina de trigo y la grasa de un niño recién nacido —dijo el doble del viejo Goodman Brown.
—¡Ah!, vuestra merced conoce la receta —exclamó la anciana, lanzando una estruendosa carcajada—. Así pues, como iba diciendo, preparada ya para la reunión y sin montura me hice a la idea de ir caminando, pues me han dicho que esta noche comulga un guapo joven. Pero ahora vuestra merced me dará su brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
—Eso no es posible —respondió su amigo—. No puedo darle mi brazo, Goody Cloyse; pero aquí está mi bastón, si lo desea.
Diciendo esto, lo arrojó a sus pies, donde cobró vida propia, pues era una de aquellas varas mágicas prestadas hace mucho tiempo a los magos egipcios.
Sin embargo, Goodman Brown no pudo percatarse de esto último. Había elevado sus ojos al cielo lleno de asombro y al volver a bajarlos no vio a Goody Cloyse ni el bastón serpenteante, sino a su compañero de viaje, que le esperaba solitario y tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido.
—Esa anciana fue la que me enseñó el catecismo —dijo el joven; y en tan escueto comentario latía todo un mundo de significaciones.
Prosiguieron su marcha, mientras el viajero de más edad exhortaba a su compañero a apresurarse y a continuar la excursión a buen paso, discurriendo tan acertadamente que se diría que sus argumentos brotaban directamente del pecho de su interlocutor en vez de sugerirlos él mismo. Mientras caminaban, cogió una rama de arce para utilizarla como bastón y comenzó a arrancarle los brotes y retoños que estaban húmedos del rocío.
Nada más tocarlos con sus dedos se marchitaban inexplicablemente, como si hubieran estado toda una semana secándose al sol. Caminó así la pareja durante un rato hasta que de repente, al llegar a un siniestro recodo del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
—Amigo —dijo en tono obstinado—, estoy decidido. No daré un paso más en esta empresa. ¿Qué me importa a mí que una despreciable vieja haya optado por entregarse al diablo, cuando yo creía que iba derecha al cielo? ¿Es ésa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y me vaya tras ella?
—Será mejor que lo pienses dos veces —dijo su acompañante sosegadamente—. Siéntate aquí y descansa un rato; y cuando decidas volver a ponerte en marcha, aquí está mi bastón para que te apoyes en él.
Sin más palabras arrojó a su compañero el bastón de arce, poniéndose, acto seguido, fuera del alcance de su vista, con tal celeridad que parecía que se hubiera desvanecido en la creciente penumbra. El joven permaneció sentado durante algunos momentos al borde del camino, felicitándose a sí mismo y pensando que cuando se cruzase con el pastor durante su paseo matinal tendría la conciencia bien limpia y no se avergonzaría ante la mirada del diácono Gookin. ¡Y qué tranquilo sería su sueño esta misma noche que iba a haber estado dedicada a cosas tan culpables, pero que ahora iba a ser tan pura, tan dulce en los brazos de Fe!
En medio de tan placenteras y loables meditaciones, Goodman Brown oyó un trote de caballos por el camino y consideró aconsejable ocultarse entre el follaje, consciente del culpable propósito que le había llevado hasta allí, aunque ahora lo hubiera felizmente abandonado. Ya se aproximaban el ruido de los cascos y las voces de los jinetes, dos voces graves, dos personas de edad, que conversaban reposadamente. Estos sonidos entremezclados parecían producirse en el camino, a pocos metros del escondite del joven; pero, debido sin duda a la considerable oscuridad presente en aquel paraje, ni los jinetes ni sus caballos eran visibles. Aunque sus siluetas rozaron al pasar las frágiles ramitas del camino, no se pudo ver que interceptaban ni por un momento el débil resplandor que todavía iluminaba el cielo bajo el que debieron pasar. A veces agachado, a veces de puntillas, apartando el ramaje y estirando la cabeza todo lo que podía, Goodman Brown no llegó a distinguir más que vagas sombras. Ello le irritó sobremanera, pues hubiera jurado, caso de ser eso posible, haber reconocido las voces del pastor y del diácono Gookin, cabalgando tranquilamente, como solían hacerlo cuando se dirigían a una ordenación o a algún consejo eclesiástico. Todavía se les oía cuando uno de los jinetes se detuvo para coger una varita.
—Si tuviera que elegir entre las dos cosas, reverendo —dijo la que parecía la voz del diácono—, antes hubiera preferido perderme una cena de ordenación que la reunión de esta noche. Me han dicho que vendrán algunos miembros de nuestra comunidad de Falmouth, y aún de más lejos, otros de Connecticut y Rhode Island, además de varios hechiceros indios, quienes, a su manera, son tan entendidos en las cosas del diablo como los más aventajados de entre nosotros. Por si fuera poco, se administrará la comunión a una hermosa muchacha.
—Completamente de acuerdo, diácono Gookin —replicó con solemne y familiar tono de voz el pastor—. Apresurémonos o vamos a llegar tarde. Como bien sabéis, nada puede hacerse hasta que llegue yo.
Volvióse a oír el repiqueteo de los cascos; y las voces, que tan misteriosamente hablaron en el vacío, se perdieron en aquel bosque maldito donde jamás se congregó iglesia alguna ni nunca rezó un solo cristiano.
—¿Adónde, pues, podrían dirigirse aquellos santos varones que se adentraban en la pagana espesura? —el joven Goodman Brown se agarró a un árbol para sujetarse, pues estaba a punto de desmayarse, desfallecido y abrumado por el peso que acababa de caer en su corazón. Miró hacia el cielo, dudando de si realmente habría uno sobre su cabeza. Y efectivamente allí estaba la bóveda azul en la que brillaban las estrellas.
—¡Con el cielo arriba y Fe abajo, me mantendré firme ante el diablo! —gritó Goodman Brown.
Todavía tenía la mirada clavada en la elevada bóveda del firmamento y acababa de enlazar sus manos en oración, cuando una nube, pese a no correr ningún viento, irrumpió en el cénit y ocultó las resplandecientes estrellas.
El cielo azul era todavía visible, excepto en el espacio que le cubría la cabeza, donde esa negra masa de nubes se deslizaba velozmente hacia el norte. De las alturas, se diría que de las profundidades de la nube, vino un confuso e incierto rumor de voces. Al principio, el que escuchaba creyó distinguir el habla de las gentes de la aldea, de sus paisanos y paisanas, los piadosos y los impíos: con muchos había compartido la comunión, mientras que a otros los había visto entregándose al vicio en la taberna. Algo más tarde, los sonidos se hicieron tan confusos que dudó si habría oído algo que no fuera el murmullo de la vetusta arboleda, aunque no hubiera viento alguno.
Luego, aquellos timbres familiares de voz, oídos diariamente al amanecer en el pueblo de Salem, pero nunca hasta entonces viniendo de una nube en plena noche, irrumpieron con mayor fuerza. Se oyó la voz jadeante de una muchacha profiriendo lamentos, si bien su pesar era un tanto ambiguo, pues al tiempo que se lamentaba, suplicaba el mismo tipo de favor cuya obtención le deparara nuevas aflicciones; y toda aquella invisible multitud, tanto justos como pecadores, parecía animarla a seguir adelante.
—¡Fe! —gritó Goodman Brown, con voz de angustia y desesperación; y el eco del bosque se burlaba repitiendo: «¡Fe!, ¡Fe!», como si fuesen muchos los desgraciados que la buscaban, perdidos en medio de la espesura.
Todavía traspasaba la noche aquel grito de dolor, ira y terror, y el desventurado marido contenía el aliento esperando una respuesta, cuando se oyó un agudo chillido, ahogado inmediatamente por el rumor de voces más fuertes, que se desvaneció después en lejanas carcajadas, mientras se evaporaba la sombría nube.
Sobre Goodman Brown brillaba un cielo despejado y silencioso. Pero algo bajó revoloteando levemente, algo que al final se quedó prendido en la rama de un árbol. El joven lo tomó y vio que se trataba de una cinta rosa.
—¡Mi Fe se ha ido! —gritó tras un momento de estupefacción—. No existe el bien sobre la Tierra; y el pecado no es más que una palabra; ven, diablo; tuyo es este mundo.
Y, prorrumpiendo en grandes y ruidosas carcajadas, enloquecido de desesperación, Goodman Brown agarró su bastón y se puso de nuevo en marcha, a tal velocidad que en vez de andar o correr se diría que volaba por el camino del bosque.
El sendero se hizo más agreste y sombrío, de contornos más indefinidos, que acabaron por desvanecerse completamente dejando al joven en el centro de aquella siniestra soledad, corriendo todavía hacia adelante con el instinto que guía a los mortales hacia el mal. Todo el bosque estaba poblado de sonidos aterradores: el crujido de los árboles, el aullido de las bestias salvajes, los gritos de los indios. A veces, el viento sonaba como el tañido de la campana de una lejana iglesia, mientras que otras rugía poderosamente en torno al viajero, como si la naturaleza se estuviese mofando de él. Pero el mayor horror de esta escena era él mismo, y en absoluto retrocedió ante los demás horrores.
—¡Ja, ja, ja! —rugía Goodman Brown mientras el viento le hacía burla—. Veremos quién ríe el último. ¡No creas que vas a asustarme con tus satánicas argucias! ¡Venid brujos, venid brujas, venid hechiceros indios, y que venga el diablo en persona! ¡Aquí llega Goodman Brown! ¡Podéis temerle tanto como él os teme a vosotros!
En verdad, nada había en aquel bosque embrujado que inspirase más terror que la estampa de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos, blandiendo su bastón con gesto frenético, ora dando rienda suelta a horribles blasfemias, ora emitiendo tales carcajadas que se diría que a su alrededor todos los ecos del bosque rieran como demonios.
El diablo, cuando adopta su propia forma, no es tan horrible como cuando desencadena su furia en el pecho del hombre. De este modo prosiguió el endemoniado su vertiginosa carrera hasta que divisó ante sí, oscilando entre los árboles, un resplandor rojizo, como si alguien hubiera prendido fuego a troncos y ramas caídas que proyectasen su diabólico fulgor sobre el cielo de la medianoche. Cuando la tempestad que le arrastraba bosque adentro amainó, se detuvo; y entonces llegó hasta él la algarada de lo que parecía ser un himno que resonase solemnemente en la distancia, con el clamor de mil voces. Conocía la melodía; la cantaban habitualmente en el coro del templo de su pueblo. La estrofa se extinguió roncamente, prolongada por un coro, no de voces humanas, sino de todos los ruidos que la sonora maleza tañía en horrísona armonía. Goodman Brown gritó, pero su grito le resultó inaudible al confundirse con el fragor de la agreste naturaleza.
En el intervalo de silencio que siguió, Goodman Brown avanzó sigilosamente hasta que el resplandor le dio de lleno en los ojos. En un extremo de un claro cercado por la oscura frondosidad del bosque, se alzaba una roca que guardaba alguna semejanza ruda y natural con un altar o un púlpito, rodeada por cuatro refulgentes pinos, cual cirios de una misa nocturna, las copas en llamas e incólumes los troncos. El follaje que coronaba la cumbre de la roca ardía por los cuatro costados, encendiendo con fuerza la noche e iluminando intermitentemente todo su entorno. Las ramas y los festones de hojas arrojadas al fuego lanzaban chispas. Al compás de aquella luz carmesí, una numerosa congregación resplandecía y desaparecía alternativamente entre las sombras para refulgir nuevamente como si, emergiendo de las tinieblas, poblase de un fogonazo las entrañas de aquellos solitarios bosques.
—He aquí una asamblea tan circunspecta como sombría en su indumentaria —articuló para sus adentros Goodman Brown.
Y en verdad lo era. Entre ellos, oscilando una y otra vez entre la luz y las tinieblas, se veían rostros que serían vistos al día siguiente en el consejo de gobierno de la provincia y otros que, domingo tras domingo, miraban devotamente al cielo y con benevolencia a los bancos de los fieles, desde los más venerables púlpitos de la comarca.
Hay quien afirma que estaba allí la esposa del gobernador, pero lo cierto es que había allí encumbradas damas que ella conocía bien y esposas y maridos respetables y muchas viudas y solteronas, todas ellas de excelente reputación, y encantadoras muchachas que temblaban de miedo de que sus madres pudieran verlas. Goodman Brown, a no ser que los súbitos fulgores que resplandecían sobre la oscuridad del campo lo hubieran deslumbrado, creyó reconocer a una veintena de miembros de la Iglesia de Salem conocidos por su especial santidad.
Gookin, el anciano y bondadoso diácono, había ya llegado y esperaba pegado a las faldas de su reverenciado pastor, aquel santo venerable. Pero, impíamente mezclados con tan sesudos, reputados y píos personajes, esos patriarcas de la iglesia, aquellas castas damas y vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de dudosa reputación, granujas abocados a todos los vicios mezquinos y despreciables, e incluso sospechosos de horribles crímenes. Era extraño comprobar cómo los virtuosos no se amedrentaban ante los malvados ni los pecadores sentían vergüenza alguna ante los santos. Diseminados entre los rostros pálidos, sus enemigos, estaban los chamanes indios, hechiceros, quienes no pocas veces habían sobresaltado sus bosques nativos con encantamientos mucho más abominables que cualesquiera otros conocidos por la brujería inglesa.
—¿Pero dónde está Fe? —se preguntó Goodman Brown, y se estremeció al tiempo que la esperanza empezaba a infiltrarse en su corazón.
Oyóse otra estrofa del himno, un compás lento y lastimero, de esos que tanto gustan a las personas piadosas, pero sus palabras expresaban todo lo que nuestra naturaleza pueda concebir de pecaminoso y, misteriosamente, insinuaban algo peor. Insondables son para los simples mortales los arcanos del Maligno. Una tras otra resonaban las estrofas, y el selvático coro seguía aumentando en los intervalos como el tono más grave de un potentísimo órgano. Y el acorde final de aquella infame antífona coincidió con un clamor tal que se diría que el rugido del viento, el fragor de las corrientes, el aullido de las bestias y todas las demás voces de la caótica maleza, se mezclaban y armonizaban con la voz del hombre culpable, en homenaje al príncipe de todos ellos. Los cuatro pinos encendidos elevaron sus poderosísimas llamas mostrando tétricamente rostros y siluetas horripilantes entre las volutas de humo que se alzaban sobre la pagana asamblea. En ese preciso instante, el fuego que circundaba la roca arrojaba llamas aún más altas, formando un arco de fuego sobre su base, en la que se hizo visible una figura. Dicho sea con todo respeto, la tal figura no guardaba la menor semejanza, ni por su porte ni por sus modales, con ninguno de los austeros doctores de las iglesias de Nueva Inglaterra.
—Traed a los conversos —gritó una voz que repercutió en el campo y se perdió en la maleza.
Al oír estas palabras, Goodman Brown salió de entre las sombras de los árboles y se acercó a la congregación, con la que se sentía repugnantemente hermanado por todo cuanto de perverso había en su corazón. Hubiera jurado que no era sino su propio padre aquella figura que le observaba desde una voluta de humo haciéndole señas para que avanzara, mientras que una mujer, con difusos rasgos de desesperación, levantaba la mano para detenerlo. ¿Sería su madre? Pero no tuvo fuerzas para dar un solo paso atrás, ni para resistirse tan siquiera con la mente, cuando el pastor y aquel bondadoso anciano, el diácono Gookin, le cogieron por los brazos y le condujeron a la roca en llamas. Hacia el mismo lugar se dirigía la esbelta figura de una mujer, cubierta por un velo y flanqueada por Goody Cloyse, aquella piadosa catequista, y Martha Carrier, a quien el diablo había prometido ser reina del infierno. Ella sí que era una verdadera bruja. Así fueron llevados los dos prosélitos bajo el dosel de fuego.
—Bienvenidos hijos míos —dijo la tenebrosa figura—, a la comunión de los de vuestra estirpe. Os habéis encontrado muy jóvenes con vuestra naturaleza y vuestro destino. ¡Hijos míos, mirad a vuestra espalda!
Se dieron la vuelta y, como proyectados, por así decirlo, en una sábana de fuego, vieron a los adoradores del diablo. Todos los rostros se iluminaron con una siniestra sonrisa de bienvenida.
—Aquí, prosiguió la negra silueta, están todos aquellos a quienes habéis respetado desde que erais niños. Los creíais más virtuosos que vosotros mismos y os avergonzabais de vuestros pecados cuando os comparabais con sus vidas rectas y entregadas a la oración y a la búsqueda del cielo. Sin embargo, aquí están todos, en mi asamblea de adoradores. Esta noche podréis conocer sus actos secretos. Sabréis cómo los venerables pastores de la iglesia, de blancas barbas, susurraban palabras lascivas a las jóvenes doncellas que servían en sus casas; cómo muchas mujeres, ansiando vestir las galas de luto, han dado a sus maridos, antes de acostarse, la pócima que entre sus brazos les conduciría a su último sueño; cómo algunos jóvenes imberbes se han apresurado a heredar antes de tiempo las riquezas de sus padres. Y cómo bellas damiselas —no os ruboricéis, dulces criaturas— han cavado diminutas tumbas en su jardín, y sólo a mí han invitado al funeral de ese niño recién nacido. Gracias a la afinidad de vuestros humanos corazones con el pecado, olfatearéis todos los lugares —ya sea en la iglesia, en la alcoba, en la calle, en los campos, en el bosque—, en donde se haya cometido un crimen y os regocijaréis al comprobar que la Tierra entera no es sino una mancha de pecado, un inmenso charco de sangre. Pero aún hay más. Podréis penetrar en cada pecho el profundo enigma del pecado, la fuente de todas las artes perversas que inagotablemente proporciona más impulsos malignos que los que ningún poder humano —ni siquiera el mío en todo su apogeo— puede llevar a la práctica. Y ahora, hijos míos, miraos el uno al otro.
Así lo hicieron; y, al resplandor de las antorchas encendidas con el fuego del infierno, el infeliz marido contempló a su Fe, y la esposa al marido temblando ante aquel sacrílego altar.
—Aquí estáis, hijos míos —dijo la figura en tono grave y solemne, casi triste, en su horrenda desesperación, como si su anterior naturaleza angélica todavía pudiera afligirse por nuestra desdichada especie—. Confiabais mutuamente en vuestros corazones, abrigabais aún la esperanza de que la virtud fuera algo más que un sueño. Ahora ya estáis desengañados. El mal es la verdadera naturaleza del hombre. Sólo en el mal encontraréis la felicidad. Una vez más, bienvenidos hijos míos a la comunión de los de vuestra estirpe.
—Bienvenidos —repitieron los adoradores del diablo, con un grito de triunfo y desesperación.
Y ambos continuaban en pie, la única pareja que, al parecer, todavía vacilaba al borde de la depravación en este mundo tenebroso. En la roca había un pozo natural. ¿Contenía agua, enrojecida por aquel fuego horrible?, ¿o acaso era sangre, o fuego líquido? En ella hundió su mano Lucifer, disponiéndose a estampar la impronta del bautismo sobre sus frentes, para hacerles partícipes del misterio del pecado, para que a partir de entonces fueran más conscientes de las culpas secretas de los demás —de pensamiento o de obra— que de las suyas propias. El marido clavó sus ojos en su pálida esposa, y Fe los suyos en él. ¡Qué inmunda carroña contemplarían la próxima vez que se mirasen, temblando al unísono ante lo que les sería dado tanto descubrir como contemplar!
—¡Fe! ¡Fe! —gritó el marido—, ¡mira arriba, hacia el cielo, y resiste al Maligno!
Si Fe le obedeció o no es cosa que nunca llegó a saber. Apenas había hablado cuando se encontró en medio de la tranquila y solitaria noche, escuchando el rugir del viento que se adentraba en la floresta. Se agarró tambaleándose a la roca, sintiéndola fría y húmeda, mientras que una rama, hace unos instantes en llamas, le salpicaba ahora las mejillas con su gélido rocío.
A la mañana siguiente, el joven Goodman Brown avanzó lentamente por las calles del pueblo de Salem, mirando a su alrededor, presa del mayor desconcierto. El viejo y buen pastor estaba dando su acostumbrado paseo por el cementerio para abrir el apetito y meditar sobre su próximo sermón; a su paso, bendijo a Goodman Brown. Éste huyó del venerable santo como de un anatema. El anciano diácono Gookin estaba rezando en familia, y las sagradas palabras se oían a través de la ventana abierta. «¿A qué dios estará rezando ese brujo?», se preguntó Goodman Brown.
Goody Cloyse, aquella vieja y excelente cristiana, apoyada en su celosía, catequizaba al sol de la mañana a una niña que le había traído una pinta de leche recién ordeñada. Goodman Brown le arrebató violentamente a la niña, como si la arrancara de las garras del diablo. Al doblar la esquina de la iglesia, divisó la cabeza de Fe, con sus cintas rosas mirando ansiosamente en torno suyo y le dio tanta alegría verle que corrió por toda la calle dando saltos, y poco faltó para que besara a su marido delante de todo el pueblo. Pero Goodman Brown la miró fría y amargamente y pasó de largo sin saludarla.
¿Se habría dormido en el bosque y sólo fue una pesadilla aquel aquelarre?
Así es, si así os parece. Pero, ¡ay!, fue un sueño de ominosos presagios para el joven Goodman Brown. Desde la noche de aquel terrible sueño se convirtió en un hombre duro, meditabundo, receloso, por no decir desesperado. El domingo cuando la congregación entonaba los sagrados salmos no podía escucharlos, pues un pecaminoso motete le aturdía los oídos, ahogando los beatíficos compases. Cuando el pastor, con su mano sobre la Biblia abierta, hablaba desde el púlpito con energía y febril elocuencia de las sagradas verdades de nuestra religión, de vidas santificadas y muertes gloriosas y de las indescriptibles alegrías o sufrimientos futuros, entonces Goodman Brown palidecía, temeroso de que el techo se derrumbara sobre el encanecido blasfemo y sus oyentes. A menudo, despertándose súbitamente a media noche, se apartaba del regazo de Fe; y por la mañana o a la caída de la tarde, cuando la familia se arrodillaba para rezar, fruncía el ceño y mascullaba para sus adentros, miraba severamente a su mujer y les daba la espalda. Y, tras una larga vida, cuando llevaron a la tumba su marchito cuerpo, seguido de Fe, ya anciana y de una nutrida procesión de hijos y nietos, aparte de no pocos vecinos, no fue esperanzador el epitafio que grabaron sobre su lápida porque tampoco murió con expectativas de alcanzar el cielo.


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