La fundación de la Orden del Templo se llevó a cabo en
Jerusalén, en una tierra en la que vivían los conquistadores musulmanes y una considerable
comunidad judía. Los caballeros que se hicieron miembros del Temple en los
primeros tiempos de la Orden se dirigieron a ultramar para proteger a los peregrinos y ayudar militarmente a los cruzados a
mantener los Santos Lugares en poder de la Cristiandad. Por esta razón, es posible pensar que hubieran mantenido
contacto con grupos religiosos de diversa índole, sobre todo con
aquellos con los que tuvieran cierta afinidad de ideas. De hecho, durante el juicio al que fueron sometidos en
Francia en 1314, hubo muchos testigos que declararon que los acusados habían
establecido vínculos con ciertos grupos que, para la Iglesia, eran heréticos. Entre éstos destacaban los mandeístas, una secta gnóstica
que se desarrolló entre los siglos I-III a orillas del río Jordán y que tenían
a Juan el Bautista por su maestro y fundador. Pero también confraternizaron con
otra secta cristiana que no había aceptado el dogma de la «divinidad» de Cristo
impuesto por la Iglesia católica en el siglo IV, cuando el Imperio Romano
adoptó el cristianismo niceno como única religión del Estado tras el edicto de
Tesalónica promulgado por el emperador Teodosio en el año 380.
Ciento cincuenta años antes del nacimiento de Cristo, en
Palestina se creó una cultura que podría ser considerada como una nueva
religión. Quienes lo practicaban eran llamados «esenios» nombre que se podría
traducir como «piadosos», pero ellos a sí mismos se denominaron los Hijos de la
Luz. No existe referencia alguna de ellos en la Biblia: no se los
menciona ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Pero algunos cronistas
romanos como Flavio Josefo, Plinio, Filón y otros, elogian su regla y su modo
de vida. Sobre los esenios, Plinio escribió lo siguiente: «Son gente solitaria y muy superior al resto de la
Humanidad». Fueron precisamente los esenios quienes inspiraron a Filón
el tratado con el cual intentaba demostrar que la bondad trae aparejada la
libertad. Los bienes de la comunidad eran comunes; no tenían esclavos,
ya que fomentaban la fraternidad y, a cambio de su trabajo por el bien de
todos, debían recibir lo necesario para vivir modestamente. Se dedicaban al estudio de las Escrituras, a la búsqueda de
la Verdad, vestían siempre de blanco y tenían una estricta disciplina;
habitaban en la llamada Ciudad de la Sal, en medio del desierto de Judea, junto
al mar Muerto. Esta curiosa comunidad fue reorganizada por un enigmático
personaje al que los esenios llamaban Maestro de Justicia y que permaneció en
la ciudad hasta que en el año 31 a.C. se produjo un gran terremoto, del cual
da cuenta Flavio Josefo en su obra. A partir de entonces, algunos grupos
volvieron al mar Muerto y luego se integraron en otras comunidades o se fueron
desperdigando hasta extinguirse. Aunque su principal asentamiento era el de
Qumrán, tenían otros; el más importante de ellos, después del de la Ciudad de
la Sal, estaba situado en las inmediaciones de Alejandría, y había otra
comunidad esenia ubicada en el monte Moria. En cualquier caso, esta comunidad religiosa se consideraba a
sí misma como el grupo de creyentes más «puro» de Israel y, aparentemente, la
misión que se habían impuesto era preparar a la nación judía para la llegada
del Mesías. Pero un grupo que se apartara del control de los sacerdotes
hebreos de Jerusalén y predicara a sus espaldas con total independencia y que,
además, diera amplias muestras de devoción sincera, honestidad y
espiritualidad, no podía ser visto con buenos ojos por la teocracia hebrea, de
modo que el odio y el resentimiento del clero del Templo hacia quienes les
hacían sombra y ponían en evidencia constantemente se hizo cada vez más
patente. Se sabe que en cierta ocasión, el sumo sacerdote de
Jerusalén ordenó una violenta incursión en Qumrán, llegando los facinerosos en
el preciso momento en que el Maestro de Justicia estaba celebrando una
importante ceremonia religiosa del culto esenio. Éste y varios monjes fueron
asesinados.
Los Hijos de la Luz mantenían profundas diferencias con el
clero de Jerusalén; entre otras cosas, a diferencia de éstos, no permitían el
sacrificio de animales en holocausto, ya que, a su modo de ver contaminaban el
santuario. También acusaban a la jerarquía religiosa hebrea de usurpar el
sacerdocio y no se regían, como éstos, por el calendario lunar, sino por el
solar. Esto hacía que las fechas de los actos litúrgicos de unos y otros no coincidieran. A pesar de estar constantemente hostigados por los jerarcas
del Templo, los esenios no temían morir a manos de sus enemigos. Prueba de ello
son las palabras que les dedica Flavio Josefo en su obra Guerras de
los Judíos: «Menosprecian los peligros, triunfan sobre el dolor por la
elevación de su alma y consideran la muerte, cuando se presenta con gloria,
como preferible a una vida mortal. La guerra con Roma ha probado su fuerza de
carácter en toda circunstancia: los acólitos esenios apaleados, torturados, abrasados y
sometidos a todos los instrumentos de martirio con el fin de arrancarles alguna
blasfemia contra el legislador o para hacerles comer alimentos prohibidos, no
ha podido obligarles ni a lo uno ni a lo otro, ni siquiera sus torturadores han
podido alardear de haberles hecho derramar una sola lágrima. Sonrientes durante
el suplicio y burlándose de sus verdugos, expiraban con alegría como si pronto
volvieran a revivir». Qumrán fue finalmente arrasada tras la segunda revuelta
Judía, en el año 135 d.C., y los supervivientes esenios de la masacre se
refugiaron en medio de varios grupos judeocristianos. Según algunos
historiadores y especialistas en la materia, con el correr de los siglos, los
esenios inspiraron a otros grupos del cristianismo primitivo, también a los cátaros del
Languedoc e, incluso, a los Caballeros del Temple. Llama la atención que tanto en la comunidad de los Hijos de
la Luz, como en la propia Orden del Temple, para ser admitido hubiera que pasar
por una serie de rituales complejos destinados a certificar que el postulante
no tuviera ideas ajenas a las enseñanzas y principios de la Orden. Otro punto
en común es la férrea disciplina y el ascetismo que se impusieron a sí mismos
unos y otros. También resulta curiosa una afirmación que se hace en el
Nuevo Diccionario ilustrado de la Biblia, de los autores Samuel Vila y Santiago
Escuain: «No lejos de las ruinas se descubrió un cementerio con más
de mil sepulturas, bien alineadas. Aunque la mayor parte de los enterramientos
son de varones, había también allí algunas tumbas de mujeres y niños». Del hecho de que se mencionen algunas tumbas de mujeres y
niños en un lugar donde hay un millar de ellas, se desprende que la comunidad
esenia estaba básicamente formada por hombres y que aquel lugar pudo ser el
precursor de los posteriores monasterios cristianos. Algo que también cabría preguntarse es si los templarios que
estuvieron durante mucho tiempo en la zona no tuvieron acceso a las fabulosas
cantidades de oro y plata que, según el Rollo de Cobre, que forma parte del
hallazgo de los llamados Manuscritos del mar Muerto, se habían enterrado en
varios puntos de Judea para preservarlos de la rapiña de las legiones romanas
antes de la caída de Jerusalén en el año 70 de nuestra Era. No existe ningún dato
histórico, salvo el rollo mencionado, que hable de su existencia.
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