Hay un toma y daca
entre los dioses, un rigurosa contabilidad, que se difunde a través del tiempo y de las
eras. Artemisa fue un útil sicario para Dionisos cuando se trató de matar a
Ariadna. Pero un día también Artemisa, la virgen orgullosa necesitó, con
estupor, de aquel dios promiscuo e impuro para calmar sus instintos. También
ella tuvo que pedir a otro que matara por su cuenta, y le dejó elegir las
armas. Le tocó a Dionisos.
Una mujer mortal se
habría reído de ella. Aura, una doncella de las montañas, alta, de brazos enjutos,
de piernas rápidas como un soplo de viento. Sólo luchaba con jabalíes y leones,
desdeñaba como presa los animales más débiles. No desdeñaba menos a la
voluptuosa Afrodita y sus infidelidades. Apreciaba únicamente la virginidad y
la fuerza.
Un día caluroso, mientras dormía sobre unas ramas de laurel, Aura
fue turbada por un sueño impúdico: Eros, como un salvaje torbellino, la poseía sobre una
colcha de lana, y ofrecía después a Afrodita y Adonis una leona, de la que se
había apoderado con el cinturón encantado de la diosa. ¿Acaso el adorno erótico
se había convertido en un arma para capturar a las fieras? Aura se veía, en el
sueño, junto a la hermosa Afrodita y el bello Adonis, desnuda y con los brazos
apoyados en sus hombros. Era un grupo de criaturas hermosas, delicadas y
florecientes. Eros aparecía con la leona y presentaba a su presa con estas
palabras. «Diosa de las guirnaldas, te traigo a Aura, la doncella que sólo en
sueños ha perdido su virginidad. El cinturón de Afrodita ha doblegado su obtusa
voluntad de permanecer célibe e invencible. Ahora cualquier hombre podrá
domeñarla y doblegar su voluntad». Aura se despertó angustiada. Por primera
vez se había visto desdoblada: era la presa, a la vez que la cazadora que
contempla a la presa. Se enfureció con el laurel, y por tanto con Dafne: ¿por qué
una virgen le había enviado un sueño digno de una prostituta?
Otro día caluroso,
Aura conducía el carro de Artemisa a las cascadas del Sangario, donde la diosa
quería bañarse y purificarse. Junto al carro, las siervas de la diosa se habían
quitado la cinta de la frente, alzaban el borde de la túnica y descubrían las
rodillas al correr alegremente. Eran las vírgenes hiperbóreas. Upes le quitó el
arco de los hombros a Artemisa y Ecaerge el carcaj y las flechas. Loso le
desató las sandalias. Artemisa entró en el agua con cautela. Mantenía las
piernas juntas y levantaba la túnica apenas el agua lamía su piel. Aura le dirigió
una impía mirada escrutadora. Estudiaba el cuerpo desnudo de su dueña con
lascivia. Después nadó a su alrededor, estirándose por completo en el agua. Se
paró junto a la diosa, se sacudió unas gotas de los turgentes senos, y dijo:
«Artemisa, ¿por qué tus senos están blandos e hinchados? ¿Por qué tus mejillas
tienen un rosado esplendor? No eres como Atenea, que tiene el pecho liso como
un muchacho. Contempla mi cuerpo, fragante de vigor. Mis pechos son como
melones. Mi piel es tersa y se tensa como la cuerda de una lira. Puede que seas
más idónea para ser utilizada por los hombres y sufrir las punzantes flechas de Eros.
Nadie pensaría, al verte, en la inviolable virginidad que atesoras». Artemisa
la escuchó en silencio. «Sus ojos despedían destellos asesinos». Saltó fuera del
agua, se calzó las sandalias, se puso la túnica y ciñó el cinturón, luego desapareció
sin decir palabra.
Se dirigió
en seguida a pedir consejo a Némesis, en las cumbres del Tauro. Como
siempre, la encontró sentada ante su rueca. Un grifo estaba encaramado en su
trono. Némesis se acordaba de muchos ultrajes hechos a Artemisa. Pero siempre por
parte de hombres, o en todo caso de una mujer fecunda, como Niobe, entonces una
húmeda roca entre aquellas montañas. ¿O se trataba quizá de la vieja comedia
matrimonial? ¿Quizá Zeus la seguía acuciando para que se casara? No, dijo
Artemisa, esta vez era una virgen, la hija de Lelanto. No se atrevía a repetir
las calumnias que Aura había aventurado acerca de su cuerpo y sus senos.
Némesis dijo que no petrificaría a Aura como a Niobe. Entre otras cosas porque eran
parientas, aquella muchacha pertenecía a la antigua estirpe de los Titanes, como
la misma Némesis. Pero le arrebataría la virginidad, quizá un castigo menos
cruel. Esta vez el encargado sería Dionisos. Artemisa asintió. Como para
anticiparle el sabor de su destino, Némesis se presentó ante Aura con el carro
arrastrado por los espantosos grifos. Para que la altiva cabeza de Aura se doblegara, le
azotó el cuello con su fusta de sierpes, y el cuerpo de Aura fue invadido
por la rueda de la necesidad.
Dionisos ya podía
intervenir. En su última aventura había encontrado otra doncella guerrera:
Palene. Con ella le había ocurrido algo sin precedentes en sus numerosas
cuitas. Había tenido que librar una lucha cuerpo a cuerpo con Palene delante de cientos de lujuriosos espectadores y, sobre todo, delante de su incestuoso padre. Palene había aparecido
en la palestra cubierta de arena; con sus largas trenzas alrededor del cuello y
una estrecha franja roja alrededor de los núbiles pechos. Un pedazo de tela blanca en forma triangular apenas le cubría
el pubis. Su piel estaba reluciente de aceite. La lucha fue larga. De vez en
cuando, Dionisos se descubría estrujando en un lance de la pelea los senos deliciosamente
blandos y delicados de su oponente. Y más que doblegarlo, deseaba acariciar aquel cuerpo. Quería
retrasar aquella victoria voluptuosa, pero mientras tanto notaba que jadeaba
como un mortal cualquiera. Bastó un instante de distracción para que Palene
intentara levantar a Dionisos y derribarle con un movimiento de zancadilla. Esto era demasiado humillante. Dionisos se
soltó y consiguió levantar a su adversaria. Pero después la depositó en el
suelo con delicadeza, pues no quería herir su dignidad mientras sus ojos vagaban furtivos por su cuerpo
semidesnudo bañado en sudor, y por su abundante cabellera esparcida en el polvo. Palene, entre tanto, ya estaba de nuevo en pie. Entonces Dionisos quiso derribarla en serio, con una
presa en la nuca, mientras intentaba hacerle doblar la rodilla. Pero calculó
mal y perdió el equilibrio. Sintió el polvo en la espalda, mientras Palene
cabalgaba sobre su vientre. Un instante después, al notar la erección de Dionisos, la casta Palene se soltó horrorizada y dejó a
Dionisos tendido en el suelo. Pero al instante siguiente, Dionisos consiguió
derribarla. Estaban empatados y Palene, notando la verga enhiesta de Dionisos entre sus nalgas, habría querido poner fin a la lucha. Entonces intervino Sitón, el padre de la brava doncella, para conceder la victoria a Dionisos. El dios, empapado en
sudor, levantó la mirada hasta el rey que se acercaba para premiarle y le
atravesó con el tirso. Aquel tirano asesino debía morir en cualquier caso. Dionisos
ofreció entonces a la hija estuprada por su propio padre el tirso goteante de la sangre del estuprador, como si del más primoroso don amoroso se tratara.
Ahora le aguardaban las nupcias.
En el clamor de la
fiesta, Palene lloraba al cruel estuprador porque, a pesar de su iniquidad, había sido su progenitor. Con
dulzura, para consolarla, Dionisos le mostraba las cabezas roídas hasta el hueso por las aves del cielo de sus
anteriores pretendientes secándose a los cuatro vientos, clavadas en estacas
ante las puertas del palacio como primicias de la cosecha. Y, para calmarla, le
decía que no podía ser hija de aquel hombre horrendo. Quizás un dios, tal vez
el hermoso Hermes, quizás el viril Ares, era su verdadero padre. Mientras
pronunciaba estas palabras, Dionisos ya sentía una vaga impaciencia por
poseerla. Palene era ya una hembra domada y sería una dócil amante. Una vez que la
hubiese penetrado, se convertiría en una de sus más devotas
fieles, como tantas otras antes que ella. Pero sólo una vez había experimentado
Dionisos la emoción de encontrarse abrazado en el polvo con una mujer que
deseaba hacer suya. Sintió nostalgia de un cuerpo inasible.
Desapareció a solas en
las montañas. Seguía pensando en una mujer fuerte y arisca, capaz de golpearle
no menos de lo que él fuera capaz de golpearla a ella. Se estaba acercando el
momento en que Eros le hiciera delirar por un cuerpo aún menos inaprehensible.
Dionisos olfateó las veloces ráfagas de viento, y al punto supo que en aquel bosque se
ocultaba una mujer joven todavía más fuerte, más bella y hostil que la andrógina Palene: la inaccesible doncella Aura. Y ya sabía que escaparía de él, que jamás se rendiría. Por una vez,
Dionisos caminaba a solas y en silencio, aliviado por la ausencia de las sumisas y complacientes Bacantes. Escondido detrás de un matorral, vislumbró un muslo blanco de Aura
que entraba en el oscuro follaje. Alrededor los perros ladraban. Entonces
Dionisos notó una potente erección. Nunca se había
sentido tan excitado. La verga se le puso tan dura que pensó que iba a
reventar dentro del taparrabos. Hablar con aquella doncella le parecía inútil, igual que hablar con
una encina. Pero una Amadríada que habitaba en las raíces de un pino, le dio la
respuesta que buscaba: nunca se encontraría con Aura compartiendo un lecho.
Sólo en el bosque, y si la ataba de pies y manos, conseguiría hacerla suya y
poseerla. Y le recalcó que no debía mostrase amable con ella ni dejarle regalo alguno después de desflorarla.
Mientras Dionisos
dormía, exhausto, se le apareció Ariadna una vez más. ¿Por qué abandonaba a
todas las mujeres como la había abandonado a ella? ¿Por qué Palene, a la que
tanto había deseado mientras rodaban juntos por la arena, se borraba ahora de
su mente? En el fondo, Teseo había sido mejor amante que él. Al final, Ariadna tuvo
también un gesto irónico. Le dio un huso para tejer y le rogó que se lo
regalara a su próxima víctima. Así un día la gente diría: regaló el hijo a
Teseo y el huso a Dionisos.
Seguía haciendo un
calor sofocante, y Aura buscaba una fuente para refrescarse. Dionisos pensó que de todos sus
recursos sólo disponía de uno: el vino. Cuando Aura acercó los labios a la
fuente, los mojó con un dulce néctar desconocido y delicioso al paladar. Nunca había
probado algo semejante. Estupefacta y torpe, se tendió ebria a la sombra de un
gran árbol y se durmió. Descalzo, silencioso, Dionisos se acercó. Le quitó el carcaj con las flechas y el arco y los ocultó detrás de una
piedra. El temor no le abandonaba. En aquellos días, sus pensamientos volvían
siempre a otra cazadora que había conocido, Nicea. Parecía que su cuerpo
hubiera acaparado toda la belleza del Olimpo. También ella rechazaba a los
hombres, y cuando el pastor Himno se le había aproximado para hablarle de su
devota pasión, Nicea había acallado sus palabras para siempre hundiéndole una
flecha en la garganta. Fue entonces cuando los bosques resonaron con palabras
que recordaban una cantinela infantil: «El hermoso pastor ha muerto, porque la
bella doncella lo ha matado». La cancioncilla resonaba en la mente de Dionisos
mientras sus hábiles manos ataban con una cuerda los pies de Aura. Luego le
pasó otra cuerda alrededor de las muñecas. Aura seguía durmiendo a causa de su
embriaguez, y Dionisos la poseyó atada. Era un cuerpo adormilado sobre la tierra, pero la propia tierra se balanceaba para celebrar la cópula mientras Dionisos embestía con su poderosa verga aquel cuerpo desnudo y abandonado. Sentía un placer inmenso sodomizando el cuerpo de Aura, exaltado por la cobardía de su acto, la cazadora se fue adentrando
en un sueño turbio, al que continuaba otro sueño. Sus brazos delicadamente
apoyados sobre los de Afrodita y de Adonis se habían cerrado ahora en un solo
nudo con aquella carne extraña, y las muñecas se le retorcían en un espasmo
horroroso de un placer que no pertenecía a ella, sino que les pertenecía a
ellos, aunque se comunicaban con ella a través de las ataduras de sus muñecas
que le desollaban la piel produciéndole un placentero dolor. Y, mientras tanto, Aura veía su cabeza doblegada
sobre la verga de Dionisos y asentía a su propia humillación chupándosela con fruición, a pesar de la repugnancia que sentía al hacerlo. Después de derramar su
semen en la boca de la doncella, Dionisos, exhausto, se separó de ella. Siempre silencioso, de
puntillas, fue a recoger el arco y el carcaj y los depositó junto al cuerpo
desnudo de Aura. Le desató los pies y las muñecas y regresó al
bosque.
Al despertar, Aura vio
sus muslos desnudos y el cinturón desceñido sobre sus senos. Notó la cálida
humedad en su entrepierna, y un extraño sabor en su boca. Cuando intuyó lo que le
había sucedido, pensó que iba a volverse loca. Bajó al valle gritando de dolor a causa del ano desgarrado. De la
misma manera que tiempo atrás había matado leones y jabalíes, ahora atravesaba
con sus certeras flechas a mayorales y pastores indefensos. Su paso quedó jalonado
de cadáveres ensangrentados. Asaetó sin piedad a los cazadores que encontraba. Llegada a una viña, mató a
los vendimiadores que estaban laborando, porque sabía que eran devotos de
Dionisos, un dios enemigo, aunque Aura jamás lo había visto, salvo en sueños.
¿Porque todo fue un sueño, verdad? Sólo conservaba imágenes borrosas. ¿O tal
vez, no? Desde luego, el dolor producido por sus heridas era muy real.
Llegó a un templo de
Afrodita y flageló la estatua de la diosa. Después la levantó del pedestal y la
arrojó a las aguas del Sangario, con la fusta enrollada en torno a las
marmóreas caderas. Luego se ocultó de nuevo en el bosque. Pensaba en cuál de
los dioses podía haberla estuprado, y los maldecía uno por uno. Juró que
mataría a todos los dioses, y antes que a ninguno a Afrodita y a Dionisos. En
cuanto a Artemisa, merecía todo su desprecio: la diosa virgen no había sabido
protegerla, de la misma manera que no había sabido responder a sus chanzas
sobre sus senos turgentes y pesados. Aura quería abrirse el vientre para
extraer de él el semen del desconocido que la había mancillado. Se ofreció
a una leona, pero la leona no la aceptó como víctima.
Entretanto, desde el
Olimpo, la bella Afrodita había contemplado furiosa el sacrilegio cometido contra ella en
su propio templo, y empezó a tramar una terrible venganza.
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