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viernes, 18 de agosto de 2017

La expulsión de los judíos de España en 1492

La conversión forzosa de los judíos en 1492 supuso una tragedia humana para miles de españoles de este credo que se vieron obligados a salir de la Península. Sin embargo, el paso de los siglos llevó a deformar un acontecimiento que otros países habían llevado a cabo anteriormente con mayor brutalidad, como demuestra que la mayoría de los afectados por el edicto de Granada fueran descendientes de los expulsados siglos antes en Francia e Inglaterra. Y esa misma Europa antisemita que había celebrado en su momento la decisión de los Reyes Católicos –la Universidad de la Sorbona de París transmitió a los monarcas sus felicitaciones por «aquel símbolo de modernidad»–, fue la que en el siglo XIX dio una versión exagerada y falseada del episodio donde los españoles aparecieron como unos fanatizados católicos que se condenaron para siempre a la decadencia por razones religiosas. Suele obviase que el Papado impuso esa expulsión, y que esa institución disfrutaba en la Edad Media de un poder omnímodo y muy superior al que hoy puedan detentar la Comisión Europea o Naciones Unidas. Las bulas papales eran de obligado cumplimiento, bajo pena de excomunión, lo que equivalía a deslegitimar a un monarca. Las corrientes de racismo científico surgidas en el siglo XIX retomaron esta idea de que los españoles eran una raza inferior y degenerada por la contaminación semita y por el mestizaje con los pueblos indígenas americanos. La historiografía del siglo XIX mostró dos visiones en apariencia contradictorias sobre la Expulsión de los judíos de España en 1492. En los siglos XIX y XX el antisemitismo en la Leyenda Negra española se expresó en dos vertientes, una nueva y otra vieja. La vieja era bien conocida desde los tiempos de la presencia española en Nápoles y Sicilia, donde los italianos, y luego otras naciones europeas, habían calificado a los españoles de «marranos» por los muchos siglos en que cristianos, musulmanes y judíos habían convivido en paz en la Península. Para Lutero, Voltaire y otros pensadores nadie había más semita en Europa que los españoles por haber mezclado su sangre con moros y judíos. Es más, para Lutero, uno de los padres de la Iglesia protestante, judío y español eran una misma cosa. Y todavía hoy se acusa a los españoles de ser moros, de ahí su decadencia, argumentan los protestantes y los supremacistas blancos que no consideran a los españoles parte de la «raza blanca». Las corrientes de racismo científico surgidas en el siglo XIX, donde los anglosajones ocupaban la cima de las razas, retomaron esta idea de que los españoles eran una raza contaminada a causa del mestizaje practicado en la Península con moros y judíos, y en América con los pueblos indígenas lo que explicaba, en su opinión, la decadencia del Imperio en ultramar y, por extensión, de España.
Por otro lado, una nueva vertiente de la Leyenda Negra emanó directamente del liberalismo. Según esta visión, fue la intolerancia de los españoles para con los judíos el origen de todos sus males y su ruina económica. Esta teoría que apareció hacia 1836, muy vinculada a los movimientos judíos de emancipación en Reino Unido, fue defendida por William Prescott y Washington Irving, entre otros iluminados. No en vano, esta visión deformada del acontecimiento bebía de la llamada Ilustración judía (la Haskalá), que defendía la integración de los judíos en las sociedades en las que vivían, y utilizó su expulsión de España en 1492, como la prueba irrefutable de que las salidas forzosas de hebreos podían arruinar las economías de un país. Una afirmación que tenía su antecedente directo en la literatura apocalíptica sefardita (la comunidad de los judíos españoles expulsados) que proclamó como castigo devino la supuesta ruina de España tras su salida y dentro de su literatura, cualquier contratiempo sufrido por el Imperio español fue interpretado como un castigo de Yahvé por la expulsión y maltrato de los judíos. La muerte de los hijos de Isabel la Católica y el fiasco de la Armada Invencible casi un siglo después, entre otras desgracias, eran a ojos sefarditas una intervención de Yahvé para vengar a su pueblo. Esto caló en la sociedad española y se fue desarrollando un sentimiento antijudío provocado por estas absurdas afirmaciones de los descendientes de los sefarditas. La salida de la única gente con talento para las ciencias y el comercio lastró el crecimiento de España y condenó al Imperio de ultramar a su destrucción, según esta visión apocalíptica de los sefarditas.
La idea de que España se desinfló a partir de la expulsión de los sefarditas parte de la cuestionable premisa de que la época anterior a la expulsión fue de un gran esplendor para Castilla y de que los judíos habían contribuido a la grandeza de los Reinos hispánicos de forma decisiva. Pero esto es falso, dado que los judíos ya no constituían una fuente de riqueza relevante en Castilla y Aragón, ni como banqueros ni como arrendatarios de tierras o mercaderes que desarrollasen el comercio a nivel internacional. Su influencia había menguado mucho en el último siglo. España entró en colapso financiero tras la guerra de los Treinta Años (1618-1648) por múltiples cuestiones políticas y financieras, entre ellas unos gastos militares inabordables y una fiscalidad disparatada en Castilla a causa de la guerra, que soportó sola los dispendios, pero no por la expulsión dos siglos antes de una población minoritaria. Lo que ahora sabemos demuestra que la España del siglo XVI no era una nación económicamente atrasada, todo lo contrario: en tiempos de Carlos I el oro español procedente de América soportó la política continental de los Habsburgo en sus estados de Europa, sobre todo en el Milanesado, Alemania y Austria. En términos estrictamente demográficos y económicos, y prescindiendo de los aspectos humanos, la expulsión no supuso para España ningún deterioro sustancial, sólo una crisis pasajera, rápidamente superada. En este sentido, la economía española no se derrumbó en 1492 a raíz de la expulsión de los sefarditas, sino que precisamente coincidió con los enormes beneficios que el descubrimiento y colonización de América aportaron a Castilla. Asimismo, la cifra real de los que llegaron a salir de la Península fue muy inferior a la proclamada por la Leyenda Negra y, de hecho, la expulsión afectó sobre todo a las clases más bajas, a los que menos tenían que perder si no se convertían al cristianismo. En tiempos de los Reyes Católicos, los judíos representaban el 5% de la población de sus Reinos con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000 nunca salieron de la Península pues se convirtieron al cristianismo y una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en el extranjero. Algunos historiadores han llegado a afirmar que sólo se marcharon definitivamente 20.000 habitantes, entre los cuales no estaban aquellos calificados como «talentos de las ciencias y el dinero», que en su mayoría aceptaron la conversión. Paradójicamente, otra expulsión masiva un siglo después de la que afectó a los judíos, sí tuvo un impacto económico cuantificable. La expulsión en 1609 de los cerca de 300.000 moriscos que habitaban en la península Ibérica afectó gravemente a la economía de algunos territorios. La expulsión de un 4% de la población perteneciente a la masa trabajadora, pues no había entre ellos nobles, hidalgos ni soldados, supuso una merma en la recaudación de impuestos en las zonas más afectadas: se estima que en el momento de la expulsión un 33% de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos. Los efectos despobladores duraron décadas y causaron un vacío importante en el artesanado, producción de telas, comercio y en el campesinado. A ello había que añadir que en 1609 la hacienda castellana sí estaba sumida en una crisis económica asfixiante, a diferencia de la pujanza que estaba por venir a partir de 1492. Si bien los perjuicios económicos en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la despoblación causada por la salida de los moriscos agravó la crisis demográfica de este Reino que se mostraba incapaz de generar por sí solo la población requerida para colonizar y explotar económicamente el Nuevo Mundo, y para aportar tropas a los ejércitos de los Habsburgo, donde los castellanos eran su élite militar. Antes, la escasa tasa de natalidad también retrasó considerablemente la Reconquista: sencillamente no había cristianos suficientes para repoblar los territorios ganados a los moros. 

La toma de Granada por los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492

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