La
conversión forzosa de los judíos en 1492 supuso una tragedia humana para miles
de españoles de este credo que se vieron obligados a salir de la Península. Sin
embargo, el paso de los siglos llevó a deformar un acontecimiento que otros
países habían llevado a cabo anteriormente con mayor brutalidad, como demuestra que
la mayoría de los afectados por el edicto de Granada fueran descendientes de
los expulsados siglos antes en Francia e Inglaterra. Y esa misma Europa antisemita
que había celebrado en su momento la decisión de los Reyes Católicos –la
Universidad de la Sorbona de París transmitió a los monarcas sus felicitaciones
por «aquel símbolo de modernidad»–, fue la que en el siglo XIX dio una versión
exagerada y falseada del episodio donde los españoles aparecieron como unos fanatizados católicos
que se condenaron para siempre a la decadencia por razones religiosas. Suele obviase
que el Papado impuso esa expulsión, y que esa institución disfrutaba en la Edad
Media de un poder omnímodo y muy superior al que hoy puedan detentar la Comisión
Europea o Naciones Unidas. Las bulas papales eran de obligado cumplimiento, bajo
pena de excomunión, lo que equivalía a deslegitimar a un monarca. Las
corrientes de racismo científico surgidas en el siglo XIX retomaron esta idea
de que los españoles eran una raza inferior y degenerada por la contaminación
semita y por el mestizaje con los pueblos indígenas americanos. La historiografía del siglo XIX mostró dos visiones en apariencia
contradictorias sobre la Expulsión de los judíos de España en 1492. En los
siglos XIX y XX el antisemitismo en la Leyenda Negra española se expresó en
dos vertientes, una nueva y otra vieja. La vieja era bien conocida desde los
tiempos de la presencia española en Nápoles y Sicilia, donde los italianos,
y luego otras naciones europeas, habían calificado a los españoles
de «marranos» por los muchos siglos en que cristianos, musulmanes y
judíos habían convivido en paz en la Península. Para Lutero, Voltaire y otros
pensadores nadie había más semita en Europa que los españoles por haber
mezclado su sangre con moros y judíos. Es más, para Lutero, uno de los padres de la Iglesia
protestante, judío y español eran una misma cosa. Y todavía hoy se acusa a los
españoles de ser moros, de ahí su decadencia, argumentan los protestantes y los
supremacistas blancos que no consideran a los españoles parte de la «raza
blanca». Las corrientes de racismo científico surgidas en el siglo XIX, donde
los anglosajones ocupaban la cima de las razas, retomaron esta idea de que los españoles
eran una raza contaminada a causa del mestizaje practicado en la Península con moros y judíos, y en América con los pueblos indígenas lo que explicaba, en su opinión, la decadencia
del Imperio en ultramar y, por extensión, de España.
Por otro
lado, una nueva vertiente de la Leyenda Negra emanó directamente del
liberalismo. Según esta visión, fue la intolerancia de los españoles para con
los judíos el origen de todos sus males y su ruina económica. Esta teoría que apareció
hacia 1836, muy vinculada a los movimientos judíos de
emancipación en Reino Unido, fue defendida por
William Prescott y Washington Irving, entre otros iluminados. No en vano, esta visión deformada del
acontecimiento bebía de la llamada Ilustración judía (la Haskalá), que defendía
la integración de los judíos en las sociedades en las que vivían, y utilizó su expulsión de España en 1492, como la prueba irrefutable de que las salidas
forzosas de hebreos podían arruinar las economías de un país. Una
afirmación que tenía su antecedente directo en la literatura apocalíptica
sefardita (la comunidad de los judíos españoles expulsados) que proclamó como castigo
devino la supuesta ruina de España tras su salida y dentro de su literatura,
cualquier contratiempo sufrido por el Imperio español fue interpretado como un
castigo de Yahvé por la expulsión y maltrato de los judíos. La muerte de los
hijos de Isabel la Católica y el fiasco de la Armada Invencible casi un siglo
después, entre otras desgracias, eran a ojos sefarditas una intervención de Yahvé
para vengar a su pueblo. Esto caló en la sociedad española y se fue
desarrollando un sentimiento antijudío provocado por estas absurdas afirmaciones
de los descendientes de los sefarditas. La salida de la única gente con talento
para las ciencias y el comercio lastró el crecimiento de España y condenó al Imperio
de ultramar a su destrucción, según esta visión apocalíptica de los sefarditas.
La idea de
que España se desinfló a partir de la expulsión de los sefarditas parte de la
cuestionable premisa de que la época anterior a la expulsión fue de
un gran esplendor para Castilla y de que los judíos habían contribuido a la
grandeza de los Reinos hispánicos de forma decisiva. Pero esto es falso, dado que los judíos ya no
constituían una fuente de riqueza relevante en Castilla y Aragón, ni como
banqueros ni como arrendatarios de tierras o mercaderes que desarrollasen
el comercio a nivel internacional. Su influencia había menguado mucho en el último
siglo. España entró en colapso financiero tras la guerra de los Treinta Años
(1618-1648) por múltiples cuestiones políticas y financieras, entre ellas unos
gastos militares inabordables y una fiscalidad disparatada en Castilla a causa de
la guerra, que soportó sola los dispendios, pero no por la expulsión dos siglos
antes de una población minoritaria. Lo que ahora sabemos demuestra que la
España del siglo XVI no era una nación económicamente atrasada, todo lo contrario:
en tiempos de Carlos I el oro español procedente de América soportó
la política continental de los Habsburgo en sus estados de Europa, sobre todo en el Milanesado, Alemania
y Austria. En
términos estrictamente demográficos y económicos, y prescindiendo de los
aspectos humanos, la expulsión no supuso para España ningún deterioro
sustancial, sólo una crisis pasajera, rápidamente superada. En este sentido, la
economía española no se derrumbó en 1492 a raíz de la expulsión de los sefarditas,
sino que precisamente coincidió con los enormes beneficios que el
descubrimiento y colonización de América aportaron a Castilla. Asimismo, la cifra real de los que llegaron a salir de la Península fue muy inferior
a la proclamada por la Leyenda Negra y, de hecho, la expulsión afectó sobre
todo a las clases más bajas, a los que menos tenían que perder si no se
convertían al cristianismo. En tiempos
de los Reyes Católicos, los judíos representaban el 5% de la población de sus Reinos
con cerca de 200.000 personas. De todos estos afectados por el edicto, 50.000
nunca salieron de la Península pues se convirtieron al cristianismo y
una tercera parte regresó a los pocos meses alegando haber sido bautizados en
el extranjero. Algunos historiadores han llegado a afirmar que sólo se
marcharon definitivamente 20.000 habitantes, entre los cuales no estaban
aquellos calificados como «talentos de las ciencias y el dinero», que en su
mayoría aceptaron la conversión. Paradójicamente, otra expulsión masiva un
siglo después de la que afectó a los judíos, sí tuvo un impacto económico
cuantificable. La expulsión en 1609 de los cerca de 300.000 moriscos que
habitaban en la península Ibérica afectó gravemente a la economía de algunos
territorios. La expulsión de un 4% de la población perteneciente a la masa
trabajadora, pues no había entre ellos nobles, hidalgos ni soldados, supuso una
merma en la recaudación de impuestos en las zonas más afectadas: se estima que en
el momento de la expulsión un 33% de los habitantes del Reino de Valencia eran
moriscos. Los efectos despobladores duraron décadas y causaron un vacío
importante en el artesanado, producción de telas, comercio y en el campesinado.
A ello había que añadir que en 1609 la hacienda castellana sí estaba sumida en
una crisis económica asfixiante, a diferencia de la pujanza que estaba por
venir a partir de 1492. Si bien
los perjuicios económicos en Castilla no fueron evidentes a corto plazo, la
despoblación causada por la salida de los moriscos agravó la crisis demográfica
de este Reino que se mostraba incapaz de generar por sí solo la población requerida para
colonizar y explotar económicamente el Nuevo Mundo, y para aportar tropas a los ejércitos de los Habsburgo,
donde los castellanos eran su élite militar. Antes, la escasa tasa de natalidad
también retrasó considerablemente la Reconquista: sencillamente no había cristianos suficientes para repoblar los territorios ganados a los moros.
La toma de Granada por los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492 |
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