En la madrugada del 6 de enero de 1782, Mahón y casi toda la
isla de Menorca tembló: toda la artillería española destinada al asedio de la plaza disparó
simultáneamente sus baterías, iniciando el bombardeo del castillo de San Felipe donde se
había refugiado la guarnición británica de la Isla tras el desembarco español
pocas semanas atrás. Desde entonces se conmemora la Pascua Militar para
celebrar la reconquista de la isla de Menorca. Los cálculos más recientes ajustan las cifras de la
artillería española a 100 cañones y 35 morteros. Como dotación inicial, cada
cañón disponía de 50 disparos por día y cada mortero de 20. Con este
estremecedor amanecer comenzó el asedio artillero a la fortaleza. A lo largo del sitio se dispararon 66.815 proyectiles de cañón y 17.160 de mortero
según cálculos aproximados. Ello supone 695 disparos por cada cañón, y en el
mes que duró el asedio, una media de 22 disparos por día. Por cada mortero hubo
520 disparos de media, unos 16 por día. Tras sufrir encerrados el intenso y
constante bombardeo y efectuar algunas salidas de la fortaleza para intentar
desmontar las obras de los zapadores españoles, en las que incluso se llevaron prisioneros, el 5
de febrero el general británico, siguiendo las costumbres de aquellas guerras,
ofreció al general Crillón, Capitán General de las tropas aliadas
francoespañolas, las condiciones para rendirse y abandonar la plaza de Menorca; Crillón aceptó
unas y otras no, imponiendo su criterio. Al final, la guarnición británica se
rindió; fueron 2.667 militares (entre ellos, 2 tenientes generales, 1 mariscal
de campo y 3 coroneles) y 434 civiles. En total, 3.101 ingleses. Se les tomaron
sus banderas y armamento: 347 cañones, morteros y obuses, víveres y otros
efectos de la defensa. Sufrieron 59 muertos, 149 heridos y 35 desertores,
además de los enfermos. Las tropas españolas atacantes eran inicialmente más de
8.000 hombres de los Cuerpos de Infantería, Dragones y Artillería, a los que
habría que añadir los Cuarteles Generales, Estados Mayores y Ayudantes. Se
recibieron refuerzos de otros 2.238 españoles y de 4.128 franceses. En total,
las tropas aliadas ascendieron a más de 14.500 hombres, a los que habría que
añadir proveedores y civiles. Es de reseñar la cifra de 206.000 cartuchos de
fusil enviados con la expedición. Las bajas españolas fueron: 4 oficiales y 180
de tropa muertos y 20 oficiales y 360 de tropa heridos. Además, hubo que contar
a los enfermos y, caso insólito, a los desertores al lado británico, 20, casi
todos del Regimiento irlandés de Ultonia. Los Regimientos con mayores bajas fueron, de los de
Infantería, el de Burgos (29 muertos y 54 heridos) y el de Cataluña (23 muertos
y 68 heridos). En los de Dragones, el de Almansa (8 muertos y 28 heridos).
Entre los artilleros hubo 13 muertos y 38 heridos, 3 de éstos oficiales. Todo
esto quiere destacar que, proporcionalmente a su número, padecieron más los
artilleros, pues contra ellos iba dirigida la defensa británica y aquellos de infantería
destinados a las obras de zapa y fortificación. La contribución de la Armada española llegó hasta los 33 buques de guerra y 51 de transporte, además de 27
mercantes extranjeros contratados para la invasión.
Contexto histórico
El reinado de Carlos III (1760-1788) se caracterizó por una
incesante actividad bélica: asedio y bloqueo para la reconquista de Gibraltar,
defensas de las plazas norteafricanas de Ceuta y de Melilla ante los constantes asedios de
los moros, la operación fallida de socorro a Argel, las expediciones a
Sacramento —en la Banda Oriental, hoy Uruguay— contra los portugueses, y a la
Florida para ayudar a la independencia de las colonias británicas
norteamericanas, y la participación en la guerra de los Siete Años a raíz de la
pérdida de La Habana y Manila ante los británicos, y la misma de reconquista de
Menorca, entre otras quizá no tan importantes. En aquel entonces, para recompensar los méritos destacados
en las campañas, el rey Carlos III otorgaba ascensos en «grado» o en «empleo» a
muchos de los intervinientes. Otros modos de premiar en aquella época, en la
que no había un sistema reglado de recompensas tal como hoy en día está
establecido, podían ser desde el ingreso en alguna de las Órdenes Militares
(Santiago, Calatrava, Alcántara o Montesa) o en la de Carlos III —que premiaba
tanto méritos civiles como militares—, hasta publicar en la Gaceta la noticia
del heroísmo con los detalles de los hechos. Pero otro modo era «dar el Rey las
gracias a…» quien mereciera ser reconocido por el Monarca en persona. Éste fue
el detalle originador de lo que, con el tiempo, acabó siendo la característica
más peculiar de la celebración de la reconquista de Menorca. La importancia que se dio a su reconquista perduraría a lo
largo del tiempo, si bien variando paulatinamente su significado hasta llegar a
la situación actual en que la celebración se ha configurado como la Pascua
Militar en la que el Rey, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, se reúne
con representantes de los tres Ejércitos y del ministerio de Defensa, entre otras
autoridades.
El 14 de septiembre de 1708 —en plena guerra de Sucesión
Española— una escuadra angloholandesa, mandada por el almirante sir John Leake,
bombardeó los fuertes de Menorca y desembarcó las tropas del general James
Stanhope, que en menos de nueve días ocuparon totalmente la Isla. Por el infame Tratado de Utrecht, de 1713, Menorca fue cedida a Inglaterra, aunque España
nunca renunció a recuperarla. Ulteriormente, en 1756, en el curso de la guerra
de los Siete Años, la flota francesa del almirante Glassionaire derrotó a la
del inglés sir John Byng y las fuerzas de desembarco del duque de Richelieu
conquistaron para Francia la isla balear. Aquella victoria francesa tuvo consecuencias trágicas y
gastronómicas. La Royal Navy hizo responsable al almirante Byng de la derrota
y, tras su sumario consejo de guerra, fue fusilado a bordo de su navío,
ejecución que sigue siendo uno de los casos más polémicos de la historia militar de
Inglaterra, y del que nos ocuparemos en el siguiente capítulo. Más amable es el
asunto gastronómico: se acepta casi universalmente que un cocinero del duque de
Richelieu inventó una de las salsas más conocidas, la mahonesa o mayonesa, para
conmemorar aquel triunfo. Menorca volvió a cambiar de manos enseguida: por la Paz de
París, que puso fin a la guerra de los Siete Años, la isla fue devuelta a
Inglaterra en 1763. Mas en agosto de 1781, en la renovada guerra de España y
Francia, unidas contra Inglaterra, una escuadra franco-española, mandada por el
duque de Crillón y llevando a sus órdenes al conde de O'Reilly y al general
Buenaventura Moreno, jefes de las fuerzas españolas de Mar y de Tierra
respectivamente, atacó Menorca. El general James Murria —que, sin duda
recordaba el trágico final del almirante Byng— ofreció una valerosa
resistencia, pero tuvo que capitular, finalmente, el 5 de febrero de 1782, y la
isla fue eventualmente recuperada por España. El funesto Tratado de San Ildefonso, de 1796, unió la suerte
de España a Napoleón contra Inglaterra y, dada la importancia estratégica de la
isla de Menorca para los ingleses, el 7 de noviembre de 1798, las fuerzas del
general sir Charles Stuart desembarcaron en la zona de Adaya y en diez días
derrotaron a la escasa y desmoralizada guarnición española, comandada por el
brigadier don Juan Nepomuceno Quesada. En barcos ingleses fueron transportados
a la Península 3.528 soldados, 153 oficiales y los 600 infantes suizos —hechos
prisioneros por los austriacos en contiendas anteriores y vendidos a España «a
dos dólares por cabeza»— éstos optaron por pasarse a los ingleses y formar parte de
las fuerzas de ocupación. Sir Charles Stuart ingresó con todos los honores en la Orden
Militar del Baño y fue nombrado gobernador de Menorca. Pero, por motivos de
salud, a mediados de 1799, regresó a Inglaterra. Su sucesor en la gobernación
de la isla, el general St. Clair Erskine, mostró un gran interés en reforzar
las defensas y, por ello, solicitó al almirante Horatio Nelson —reciente
vencedor de los franceses en Abukir— que, con parte de sus navíos, se
desplazara desde Sicilia a Menorca. Solicitud que Nelson satisfizo, enviando al
contraalmirante sir Thomas Duckworth con seis navíos de línea. Según las malas
lenguas, Nelson no quiso trasladarse a Menorca con toda la flota para no
alejarse de su amante, lady Hamilton. Finalmente, sin poder alegar más excusas,
Nelson, a bordo del Toudroyant, un navío apresado a los franceses, arribó a
Mahón el 12 de octubre de 1799. El Almirantazgo había dado instrucciones a
Nelson para que reuniera en este puerto una flota adecuada para batir a una
poderosa escuadra francesa, que se hallaba frente a Finisterre. Pero días más
tarde, se supo que la supuesta escuadra francesa no eran sino barcos españoles
refugiados en Ferrol a causa del temporal, por lo que la operación fue cancelada. En Menorca, Nelson pidió a Erskine que le cediera 2.000
hombres para colaborar en la expulsión de los franceses de la isla de Malta,
solicitud que el general inglés rechazó rotundamente y, en vista de ello, el
malhumorado gran almirante preparó su urgente regreso a Palermo. Pero una
fuerte tormenta, con huracanados vientos del noroeste, le retuvo hasta el 18 de
octubre. Durante aquellos seis días, Nelson se alojó en la casa predial de San
Antonio, también conocida como Golden Farm o Quinta de Oro —hoy día inevitable
atracción turística de Menorca— y, según cuentan las crónicas, se dedicó a
poner al día su correspondencia y a resolver asuntos pendientes, como el consejo de guerra del día 15 contra un marinero acusado de robo, que fue
condenado a muerte y ahorcado en la arboladura de su navío. El día 18 de
octubre partió hacia Palermo. Cuatro meses después, el 18 de febrero de 1800,
Nelson colaboró con el almirante Keith en la victoria sobre la flota francesa
en Malta, y pronto llegarían sus días de gloria y muerte en Copenhague, Tolón y
Trafalgar (1805). Pero también hay que destacar su derrota cuando atacó Santa Cruz de Tenerife en 1797, donde perdió un brazo y fue hecho prisionero por los españoles, que posteriormente le pusieron en libertad. Respecto a la estancia de Horatio Nelson en Menorca, por más que la romántica
tradición quiera imponerlo, es falso que le acompañara su amante, lady
Hamilton.
El último gobernador inglés de Menorca fue el general Henry
Fox, quien tras ser nombrado comandante supremo de las fuerzas inglesas en el
Mediterráneo, trasladó su cuartel a la isla de Malta, libre ya de franceses.
Entre tanto, los países participantes en la Segunda Coalición contra Napoleón
—Gran Bretaña, Rusia, Turquía, Austria, Portugal y Las Dos Sicilias— proseguían
con desigual fortuna la guerra. Los triunfos de Nelson en Abukir; de sir Sidney
Smith en Acre y de sir Ralph Abercomby en Alejandría, forzaron a los franceses
a evacuar Egipto. Pero las grandes victorias napoleónicas de Marengo
(14-6-1800) y sobre todo la de Hohenliden, en Baviera (2-12-1800), obligaron a
Austria a firmar la paz de Luneville en febrero de 1801, lo que prácticamente
deshizo la Coalición y dejó sola a Inglaterra contra Francia y España. Tras casi diez años de continuada guerra, tanto Francia como
Inglaterra necesitaban la paz. Ambas potencias estaban cansadas y tenían graves
problemas políticos y económicos que resolver. En Inglaterra, debido a una
serie de malas cosechas, reinaba un gran descontento y el agresivo primer
ministro sir William Pitt, a causa de su impopularidad, se vio forzado a
dimitir, siendo sustituido por el moderado sir Henry Addington. Napoleón
Bonaparte, ya primer Cónsul de la República, se dirigió al Gobierno inglés con actitud
conciliadora; el 1 de octubre de 1801 se alcanzaron en Londres los acuerdos
preliminares y la Paz se firmó en la casa consistorial de la ciudad francesa de
Amiens, el 27 de marzo de 1802. En virtud de este acuerdo de paz, Francia e Inglaterra abandonaban Egipto, que
debía ser devuelto a Turquía; Inglaterra restituía a Francia y a Holanda los
territorios e islas conquistados, pero conservaría Ceilán y la India; se
comprometía a devolver la isla de Malta a la Orden de San Juan de Jerusalén y,
curiosamente, después de casi cuatro siglos de continuado uso, los reyes de
Inglaterra, aceptaron dejar de intitularse también reyes de Francia. Por su parte, Francia se retiraba de Italia y prometía
frenar su política expansionista. Con respecto a España, Napoleón consintió que
Inglaterra conservara la isla española de Trinidad, ocupada en 1797 por la
flota del almirante Harvey, pero, definitivamente, recuperaba Menorca y se
aceptó la agregación de la población fronteriza de Olivenza —que había formado parte de Portugal hasta la
guerra de las Naranjas— al territorio español. Por parte de España, dicha paz la firmó don José Nicolás de
Azara; por Francia, José Bonaparte —hermano de Napoleón—; por Inglaterra, lord
Cornwallis; y por Holanda, el señor Schimmelpennick. «Los plenipotenciarios creyeron que con este tratado había
desaparecido la enemistad entre Francia e Inglaterra, y se abrazaron
emocionados en medio de los aplausos de cuantos presenciaban el acto», anotó un
testigo presencial. Pero aquella paz a nadie convenció, apenas constituyó una
tregua y tan solo un año más tarde, al rechazar Inglaterra la devolución de la
isla de Malta a los Caballeros de San Juan, la guerra se reanudó y Francia se
tuvo que enfrentar a la Cuarta Coalición, formada por Rusia, Austria, Suecia e
Inglaterra. La breve ocupación francesa de Menorca, de algo más de siete años,
dejó en la isla una nueva ciudad, San Luis, y una aceptable red viaria. Pero
los 71 años de posesión inglesa habían dejado una huella más honda y perceptible.
Los aviesos ingleses, para captarse la simpatía de los menorquines, adoptaron una
política de tolerancia y respeto a las instituciones y costumbres locales. Y prueba de que lo consiguieron es el dato de que, cuando en 1778 se
reanudaron las hostilidades con Francia, el gobernador ingles sir James Mostyn
concedió la patente de corso a más de 50 naves menorquinas que atacaron los
puertos y costas de la Península y de Francia, y fomentaron el contrabando. Diversas obras públicas fueron debidas
a los ingleses, quienes fundaron y levantaron la ciudad de Georgetown —hoy
Villacarlos—, y todavía se puede contemplar, en las cercanías de Mahón, el
monumento erigido a la memoria del gobernador sir Richard Kanes, «uno de los
mejores administradores británicos que tuvo la isla menorquina». Con el clero
católico los ingleses tuvieron algunos problemas, que en general obedecían a
que los curas menorquines se vieron forzados a tolerar contra su voluntad los
cultos de las minorías protestante, griega y judía, establecidas en Menorca
durante los años de ocupación inglesa. Exactamente lo mismo que ha sucedido en Gibraltar. También en la arquitectura, mobiliario
e, incluso, en las bebidas, hoy día, se percibe la influencia inglesa en
Menorca. Varios de sus antiguos edificios reflejan el llamado estilo georgiano
del siglo XVIII inglés, y la misma tendencia se percibe en muchos otros rasgos
de la estética y las costumbres de la isla.
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