La división del Imperio iniciada con la tetrarquía del
emperador Diocleciano (284–305) y efectuada de forma definitiva por el
emperador Teodosio I (379–395), quien lo repartió entre sus dos hijos: Arcadio
recibió el Imperio de Oriente y Honorio recibió el de Occidente. A principio del siglo V, las tribus germánicas, empujadas
hacia el oeste por la presión de los hunos, procedentes de las estepas
asiáticas, penetraron en el Imperio Romano. Las fronteras cedieron por falta de
soldados que las defendiesen y el ejército no pudo impedir que Roma fuese
saqueada por visigodos y vándalos. Cada uno de estos pueblos se instaló en una
región del Imperio, donde fundaron reinos independientes. Uno de los más importantes
fue el que derivaría a la postre en el Sacro Imperio Romano Germánico. El
emperador de Roma ya no controlaba el Imperio, de tal manera que en el año 476,
un jefe bárbaro, Odoacro, destituyó a Rómulo Augústulo, un niño de 15 años que
fue el último emperador romano de Occidente y envió las insignias imperiales a
Zenón, emperador romano de Oriente. La efímera reconquista de parte de las provincias
occidentales del Imperio por los generales bizantinos Belisario y Narsés, en
tiempos de Justiniano (527–565), no alteró el curso de los acontecimientos.
Solo África y las islas del Mediterráneo siguieron en poder del Imperio de
Oriente hasta la irrupción de los árabes. A mediados del siglo VI, los pueblos germánicos se agitaban
de nuevo, sintiendo la presión de otra oleada de pueblos procedentes del Asia
Central, los llamados ávaros. Su nombre no nos resulta tan familiar como el de
los hunos de Atila porque los ávaros no pasaron del Danubio. En cambio, en
Oriente los ávaros causaron no menos quebrantos que los hunos y con su empuje
movieron a los pueblos germánicos a desplazarse, ocasionando una nueva
distribución de pueblos germánicos en la Galia, Hispania e Italia. Por de
pronto, los francos, que al atravesar el Rin se habían conformado con las
regiones del norte de Francia, a principios del siglo VI desalojaron a los
visigodos del sur del Loira y les obligaron a establecerse al otro lado de los
Pirineos. Así, pues, los visigodos, que parecían predestinados a formar el
núcleo germánico de la nación francesa, con su corte en Tolosa y en posesión
efectiva de los puertos del Mediterráneo, Narbona y Arlés, acabaron por tener
que hacer de Hispania su patrimonio definitivo.
Era tradicional en los visigodos su asociación con el
Imperio: hacía más de un siglo que estaban instalados en sus tierras a la
sombra de las otrora poderosas águilas romanas. Parecía, pues, que nadie podría
desalojarlos de la Galia y que ésta sería gótica para siempre. Pero eran
arrianos, lo cual hacía que el papa los mirase con recelo; y el papa, elegido
con beneplácito del emperador de Oriente, correspondía aconsejando desde Roma a
los que dirigían la política del Imperio. En cambio, los francos, al
bautizarse, pasaron directamente del paganismo germánico al catolicismo, sin pasos
intermedios —caso de los cristianos arrianos, vistos como herejes por Roma—, y
esto hizo que en seguida fuesen vistos con simpatía por el papa y el emperador.
El augusto Anastasio concedió a Clovis, o Clodoveo, primer Su Católica Majestad
el rey de España de los francos, el título de cónsul. Con este nombramiento
esperaba atraerlo a la órbita de influencia romana. Se cuenta que al recibirlo,
Clodoveo se paseó a caballo ante los pórticos de la basílica de San Martín de
Tours, vestido con la túnica púrpura, la clámide y demás insignias del
consulado. Pero no pasó de ahí. Bárbaro se conservó toda la vida; el arma de
que se valía en el combate era la francisca, un hacha de dos filos. Se cuenta
que en cierta ocasión consiguió que el hermano de un enemigo se lo trajera
prisionero; en cuanto los tuvo delante, Clodoveo mató a los dos con el hacha,
al uno por enemigo, al otro por traidor. A otros que vendieron a su príncipe
les pagó con monedas de cobre en lugar de oro: falso con los falsos. Con estos
procedimientos expeditivos conquistó toda la Galia. Su mayor fuerza, empero, emanaba de la Iglesia; desde que
había sido bautizado, los obispos le miraban como el defensor de la fe.
Clodoveo, antes de convertirse, había perseguido a la Iglesia. Por esto al
bautizarle, san Remigio hubo de decirle: «Adora lo quemabas, y quema lo que
antes adorabas». Con frecuencia, Clodoveo tenía visiones e, impulsado por una
de ellas, decidió avanzar contra los visigodos. Es posible que Clodoveo
codiciara los territorios de los visigodos en la Galia, pero además, instigado
por la Iglesia, los odiaba por ser herejes arrianos. El Gran Rey de los
ostrogodos, Teodorico, desde Rávena, comprendió que a él, como jefe de la Liga
arriana, le tocaba defender a sus hermanos visigodos en la Galia, con cuyo rey,
además, le unían relaciones de parentesco. Pero Clodoveo se le anticipó y el
año 507, en la decisiva batalla de Vouillé, el rey franco dio muerte por su
propia mano al rey de los visigodos, Alarico II. La derrota de los visigodos en
esta batalla marcó la desaparición del Reino de Tolosa, pues las posesiones
galas, excepto la Narbonense y Septimania, se perdieron. Le sucedió su hijo
Gesaleico, que emprendió el repliegue de los visigodos a Hispania.
Todavía francos y visigodos se acometieron varias veces. La
frontera de Septimania era fácil de cruzar y los visigodos la atravesaron
siempre que les convino; los francos, por su parte, atravesaron el Pirineo a
menudo. En cambio, princesas visigodas se casaron con príncipes francos y
nobles galorromanos. Esto contribuyó, con el tiempo, a mejorar las relaciones
entre ambos pueblos. Los visigodos dieron a los francos la famosa Brunilda, una
indómita e inteligente princesa hispanovisigoda que durante medio siglo fue la
figura más relevante de la Galia. A su vez, los francos enviaron a la Península
a la princesa Ingunda, que casó con san Hermenegildo, y fue la instigadora de
la conversión de su esposo al catolicismo. La dote de estas princesas consistió
tan solo en joyas, pues el dominio político sobre tierras y ciudades era tan
vago, que los monarcas germánicos preferían contar con sus tesoros más que con
sus estados. Difícil sería precisar hasta qué punto los monarcas francos
y visigodos se sentían independientes del Imperio, pero es evidente que los
emperadores y la administración romana, centralizada en Constantinopla, nunca
renunciaron a su soberanía sobre Occidente. Aunque el dominio efectivo del
Imperio en la Galia e Hispania, en los primeros tiempos de las monarquías
franca y visigoda, fuese nulo, los reyes germánicos no mostraron gran empeño en
que se les reconociera su independencia. Eran reyes de la nación visigoda o
franca, pero consentían en recibir del emperador un trato que implicaba el
reconocimiento de su superioridad jerárquica. En prueba de esto, mientras los
emperadores de Oriente se llamaban a sí mismos Augustos, los monarcas
germánicos en las provincias de Occidente se honraban con el calificativo de
Flavios, convertido casi en un título honorífico. Hoy parece imposible que nadie, en el siglo VI, creyese que
el Imperio, con su capital en el Bósforo, podía pensar en restablecer la
soberanía y la administración romanas desde el Atlántico hasta el Éufrates.
Pero el éxito de las expediciones militares de Belisario daba cabida a la
esperanza. El emperador y el papa confiaban en que los bárbaros se destruyesen
entre ellos y estuvieron siempre al acecho, esperando la ocasión de encontrar
un pueblo maleable y católico que se prestara a derrotar a los arrianos. Los
francos cumplían los dos requisitos; por esto fueron elegidos para esta misión
evangélica. En un principio, el emperador les facilitó recursos económicos, más
adelante los pontífices obraron por su cuenta, y con su ayuda reconquistaron
gran parte de Italia. Porque los germanos que a finales del siglo VI
preocupaban al papa y al emperador ya no eran los visigodos de Hispania que
habían abjurado del arrianismo en el 589, sino los longobardos, recién llegados
de Germania. Éstos invadieron la península Itálica el 27 de abril del año 568. Los longobardos o lombardos, son ya mencionados por los
autores clásicos. Estrabón, Tácito y Tolomeo nos cuentan que al empezar la era
cristiana, los longobardos se hallaban ocupando la desembocadura del Elba. En
tiempo del emperador Marco Aurelio (161–180) los encontramos en el valle del
Danubio; después, durante tres siglos, apenas hablan de ellos sus
contemporáneos, hasta que, empujados por los ávaros, se decidieron a invadir
Italia. Por este tiempo eran ya cristianos arrianos; llevaban el correo cortado
hasta la coronilla y lo dejaban caer en grandes mechones sobre las orejas.
Mientras que los francos no tenían más que unos cuantos pelos en la cara,
parece que los longobardos eran barbudos, y hay quien ha querido ver en esta
característica, la explicación de su nombre, corrupción de longas–barbas,
excepcionales entre las gentes nórdicas. Se cuenta que, más tarde, los longobardos, ya romanizados,
sonreían al ver en el palacio real de Monza los retratos de sus abuelos del
tiempo de la invasión, con su aspecto «terrible» por sus guedejas, barbas, y
borceguíes, porque si bien los primitivos longobardos se cubrían con anchas
túnicas de lino con cenefas tejidas de colores, lo que más les diferenciaba de
los otros bárbaros eran sus borceguíes altos, atados con cintas blancas, que se
arrollaban desde la punta del pie hasta la rodilla. Al entrar en Italia, los
longobardos eran de costumbres sumamente rudas, más salvajes aún que los mismos
francos. Su caudillo Alboíno bebía en una copa hecha con el cráneo del rey de
los gépidos. Con esta copa macabra, instalado ya en Pavía, se hacía servir el
vino por Rosamunda, que era hija del muerto y que acabaría por envenenar a
Alboíno. Se cuenta también que al divisar Alboíno las tierras
italianas de la frontera del Friul, propuso a su sobrino que se encargara de
defenderlas, y éste aceptó a condición de que se le agregaran varios nobles de
su etnia. De este modo se creó el primer ducado longobardo. Otros grupos
destacados con un jefe formaron ducados casi independientes, pero reconociendo
la autoridad del monarca establecido en Pavía. Muchos ducados debieron tener
una existencia efímera y fueron absorbidos luego por los más poderosos de
Friul, Espoleto y Benevento. Los bizantinos conservaron grandes extensiones de
la Península; por ejemplo, la Liguria o la costa del Adriático desde Venecia a
Ancona, con la capital en Rávena, donde recibía el exarca o gobernador enviado
por Constantinopla. El papa se mantuvo largo tiempo fiel al Imperio de Oriente,
en Roma, y lo mismo Nápoles y gran parte del sur de Italia. El papa y el
emperador eran los enemigos naturales de los longobardos, y el secreto de su
fuerza consistía en obrar de acuerdo y mantener asegurada la comunicación a lo
largo de la vía Flaminia, que partiendo de Roma pasaba cerca de Rávena.
La balanza del poder en Italia osciló durante más de un
siglo. Unas veces el papa y el exarca se defendieron con dificultad de los
longobardos; otras veces presionaron tanto a éstos, que parecía que su destino
iba a ser el mismo que el de los ostrogodos: acabar aplastados por los
ejércitos bizantinos. Pero ya en el siglo VII la capital del Imperio en el
Bósforo no tenía generales de la valía de Belisario o Narsés para enviarlos a
Italia. No quiere esto decir que no se realizaran grandes esfuerzos para
reconquistar territorios en la Península que estaban en poder de los
longobardos; hasta un emperador de Oriente, Constancio II, quiso dirigir por sí
mismo una campaña punitiva, pero fracasó estrepitosamente. Constancio II pasó
primero de Constantinopla a Atenas y allí se embarcó hasta Tarento. El objetivo
inicial era apoderarse del ducado de Benevento. Mas, poco afortunado en su
primer ataque, decidió consolarse del fracaso sufrido visitando al papa y los
Santos Lugares. El 5 de julio de 663 entró Constancio II en Roma. Permaneció
solo doce días en la ciudad, pues tuvo que pasar a Sicilia para dirigir la
campaña contra los sarracenos, que empezaban a extenderse rápidamente por el
norte de África. Era éste el nuevo enemigo, mucho más peligroso que los longobardos,
y fue precisamente el temor a los árabes lo que acabó de decidir al papa a
coronar al monarca de los francos como emperador de Occidente. Hablando de los siglos VI y VII ya podemos referirnos a
emigraciones de pueblos germánicos. Tres de sus principales grupos étnicos en
hacia el año 650, francos, visigodos y longobardos, se han afincado
definitivamente en la Galia, Hispania e Italia respectivamente, y organizan sus
reinos —pues de reinos semiindependientes de la autoridad imperial se trata—,
de forma ajustada a su propia naturaleza y a su tradición, al tiempo que
empiezan a codificar sus leyes a la manera romana. No obstante, los germanos
estaban orgullosos de sus tradiciones ancestrales. Tenemos una prueba de ello
en el caso de 20.000 sajones que llegaron a Italia acompañando a los
longobardos. Al instalarse en sus ducados, éstos pretendieron que los sajones
abandonaron sus usos y costumbres y aceptaran los de los longobardos; pero los
sajones prefirieron abandonar la tierra conquistada antes que renunciar a sus
tradiciones y se volvieron a Germania, donde les esperaban nuevas dificultades,
porque otras tribus germánicas habían ocupado ya sus antiguos territorios. Todos los códigos germánicos tienen algo en común, pero en
detalle manifiestan grandes diferencias, y no solo difieren en las
peculiaridades propias de cada nación, sino en el grado de influencia de la
cultura grecorromana o helenística. Cuando se llevó a cabo la redacción
definitiva del Fuero Juzgo, nombre castellano con el que se conoce el código
legislativo del rey visigodo Recesvinto, el Liber Iudiciorum, hacía ya más de
tres siglos que los visigodos habitaban en tierras del Imperio, mientras que al
redactarse, en tiempo de Clodoveo, la Ley Sálica, código legal del pueblo
franco, no hacía doscientos años que éstos habían cruzado el Rin, y al
codificar sus costumbres los longobardos, en 643, hacía menos de un siglo que
habían entrado en Italia. El código de los longobardos empieza con varios
artículos acerca de la persona del rey y la Paz del Reino. El que conspira
contra el rey, el que incita a la rebelión y el traidor en el campo de batalla
son castigados con la pena de muerte. En cambio, el que asesina en nombre del
rey es inocente «porque el corazón del rey está en la mano de Dios y nadie
puede escapar de su sentencia». Siglos antes, Tácito describía las costumbres
de los germanos: los reyes tenían carácter sagrado, pero con poder menos
efectivo que el de los duques, elegidos en las asambleas para llevar a término
las campañas. La autoridad real debió de consolidarse durante el largo período
de las emigraciones. Entre los francos, el rey era también juez soberano,
declaraba la guerra e imponía las contribuciones; sus órdenes eran llamadas
bandos o banni. El único recurso contra un rey tiránico era asesinarle. Algo
parecido ocurría con los visigodos, pero el poder absoluto no estaba legalizado
entre ellos como en el código de los longobardos, ni la necesidad del regicidio
parece hacer sido tan frecuente como entre los francos.
En principio, los reyes eran elegidos por los nobles y así
hicieron casi siempre los longobardos. Un canon del IV Concilio de Toledo (633)
insiste aún en que la monarquía visigótica debe ser electiva. Los reyes no eran
ungidos con el óleo, como se hizo más tarde, sino que se les proclamaba
alzándoles sobre el pavés, según la antigua costumbre germánica. Poco a poco,
la monarquía se fue convirtiendo en hereditaria; en especial los reyes francos
disponían de sus estados a modo de propiedad personal, dividiéndolos entre sus
hijos, lo que ocasionaba guerras y trastornos. Las asambleas, que eran el rasgo
esencialmente germánico que conservaron estos pueblos tras romanizarse, también
perdieron su poder y eficacia y casi desaparecieron. En Hispania, desde finales del siglo VI, los reyes visigodos
convocaron y presidieron los concilios de Toledo. El rey proponía los debates
leyendo el tomo, o discurso, donde se anotaban los asuntos que deseaba que se
tratasen en el concilio. Aunque la mayoría de los participantes en la asamblea eran
obispos, asistían también algunos laicos y los llamados condes palatinos, y se
legislaba indistintamente sobre materias civiles y religiosas. La
administración del Reino, desorganizada e ineficaz, se había convertido en un
servicio personal del monarca. En la residencia real de los francos, que a
menudo tenía más de granja que de palacio, vivían los refrendarios o
secretarios y los condes palatinos o jueces. Un sinnúmero de nobles que
desempeñaban cargos secundarios formaban la corte: el spatario, o escudero, que
cuidaba de la armas; el tesorero; el senescal o camarero mayor; los mariscales,
que atendían a las caballerizas; el princeps pincernarum, que vigilaba el
servicio de la mesa; médicos, músicos, cantores, etcétera. Para regir toda esta
caterva de funcionarios y cortesanos hacía falta un jefe, y de aquí el famoso
mayordomo de palacio. Este cargo superior de la corte se encargaba de
distribuir no solo los empleos y ocupaciones de cada cual, sino también las
tierras de la Corona, que se daban a censo, casi a perpetuidad. Como es
natural, los nobles que habían recibido beneficios estaban interesados en que
el cargo de mayordomo de palacio fuese inamovible, y aun hereditario de padres
a hijos, para asegurarse de que otro mayordomo no les desposeyera de sus
tierras y prebendas. Esto trajo una comunidad de intereses entre los mayordomos
de palacio y la nobleza, que en los francos motivó un cambio de Dinastía; pero
en mayor o menor escala, la influencia excesiva del mayordomo de palacio se
hizo enojosa en todas las cortes germánicas. Por otra parte, el rey no podía atender a los detalles de la
administración; solía imponer su voluntad en los nombramientos de duques o
gobernadores de comarcas importantes, pero en la concesión de tierras de
dominio público tenía que valerse de los refrendarios y del mayordomo. En la
ambigua división territorial entre bárbaros y romanos, el rey no conocía
exactamente lo que le había tocado de las tierras del Imperio y lo heredado de
los que murieron sin sucesión o intestados. Además, era función real conceder
audiencia a los peticionarios que acudían a la corte. El código longobardo
señala una pena especial para los que ataquen a los nobles que vayan a visitar
al rey. Dada su larga permanencia en tierras del Imperio, el más
romanizado de todos los códigos germánicos es el de los visigodos. Comenzando
con Alarico II, que resumió la ley romana en su famoso Breviario, o compendio,
y con Eurico, que empezó ya la codificación de las leyes germánicas de los
visigodos cuando estaban todavía instalados en la Galia, hasta los últimos
reyes, todos o casi todos los monarcas visigodos el mismo interés en legislar.
En su forma definitiva, las leyes visigodas formaron el código llamado Fuero
Juzgo, que es la traducción romance del Liber Iudiciorum
o Lex Gothica, código legal visigodo promulgado primero por Recesvinto en el
año 654 y posteriormente, en una versión completada, por Ervigio (681). El
Fuero Juzgo consta de unas 500 leyes, divididas en doce libros y cada uno de
ellos subdividido en varios títulos. Destacan, entre otras disposiciones, los
supuestos en que se autorizaba el divorcio, el deber cívico de «acudir a la
hueste», los diferentes tipos de contratos y el procedimiento en los juicios.
Las fuentes del Fuero Juzgo son códigos visigóticos anteriores, Derecho romano
e intervenciones de eclesiásticos importantes —la llamada influencia canónica—
que influyeron en el texto revisándolo o haciendo sugerencias. El Fuero Juzgo
fue el cuerpo de leyes que rigió en el Reino Visigodo de la península Ibérica
(415–711) y supuso el establecimiento de una norma de justicia común para
visigodos e hispanorromanos. La versión romance del Fuero Juzgo se ha atribuido
tradicionalmente a Fernando III el Santo, rey de Castilla y de León, que vivió
en la primera mitad del siglo XIII.
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