Carlos II fue proclamado rey en 1665, a los cuatro años de edad. Era
una persona timorata educada por teólogos y sin conocimientos políticos. Mantuvo
correspondencia con sor Úrsula Micaela Morata, mística alicantina, para pedirle
consejo. Su mala salud hacía sospechar que moriría joven, por lo que nuevamente
se descuidó su educación; nadie se preocupó de prepararle adecuadamente para
las tareas de gobierno. La lucha contra Valenzuela aumentó y, apoyándose en la
nobleza, don Juan José de Austria marchó sobre Madrid y tomó el poder en 1677.
Valenzuela fue desterrado y la Reina madre abandonó la corte fijando su
residencia en el Alcázar de Toledo. Don Juan José de Austria, con el apoyo popular, se convirtió
en el nuevo valido. Su gobierno quedó ensombrecido por la lucha política contra
sus adversarios y la dramática situación de la Monarquía española, obligada a
ceder el Franco-Condado a Francia mediante la Paz de Nimega en 1679. Ese mismo
año, el Rey, de 18 años de edad, se casa en primeras nupcias con doña María
Luisa de Orleans, sobrina del rey Luis XIV de Francia. Aunque nunca llegó a estar
verdaderamente enamorada de su marido, con el paso de los años doña María Luisa
llegó a sentir un genuino afecto hacia él. Carlos, por su parte, amaba
tiernamente a su esposa. Ante la falta de sucesor la Reina llegó a realizar
peregrinaciones y a venerar reliquias sagradas. Finalmente murió en 1689,
dejando al Rey sumido en una profunda depresión. Carlos, plenamente consciente
de su incapacidad para asumir las funciones de gobierno, dejó el mismo en manos
del duque de Medinaceli (1680-1685) como su valido, y posteriormente en el
conde de Oropesa (1685-1691). El último intentó poner orden en la economía y el
Tesoro, creando para ello la Superintendencia General de la Real Hacienda,
presidida por el marqués de Vélez, que, aunque no funcionó como era de esperar,
marcó el comienzo de las futuras reformas borbónicas. Al enfrentamiento con la
tradicional aristocracia y la Iglesia, y su falta de sintonía con la nueva Reina, doña Mariana de Neoburgo, segunda esposa del Rey, se unieron los
desastres de la guerra con Francia —pérdida de Luxemburgo por la Tregua de
Ratisbona en 1684, e invasión francesa de Cataluña en 1691— que precipitaron su
caída en junio de 1691. Uno de los hechos más importantes que cambiaría más
tarde la Monarquía española fue la Paz de Rijswijk, firmada con Francia en
1697 después de la ocupación francesa del Palatinado. La consecuencia más
importante de esta paz fue la posibilidad de Francia de acceder al trono de
España. Aunque en los últimos años de su reinado Carlos II decidió
gobernar personalmente, su manifiesta incapacidad puso el ejercicio del poder
en manos de su esposa, la reina doña Mariana de Neoburgo, aconsejada por el
arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández de Portocarrero. Según un
embajador francés, durante los últimos años el Rey se encontraba en estado muy
precario: «Su mal, más que una enfermedad concreta, es un agotamiento general».
Dada la falta de descendencia directa del Rey, comenzó una
compleja red de intrigas palaciegas en torno de la sucesión. Este asunto,
convertido en cuestión de Estado, consumió los esfuerzos de la diplomacia
española y europea. Tras la muerte del heredero pactado, don José Fernando de
Baviera, en 1699, el rey Carlos II hizo testamento el 3 de octubre de 1700 en
favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y de su hermana, la
infanta doña María Teresa de Austria (1638-1683), la mayor de las hijas de
Felipe IV. Esta candidatura era apoyada por el cardenal Portocarrero. La cláusula
13 del susodicho testamento rezaba: «Reconociendo, conforme a diversas consultas del ministro de
Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña
Ana y doña María Teresa, reinas de Francia, mi tía y mi hermana, a la sucesión
de estos Reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia; y
reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho
de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos
Reinos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del delfín de
Francia: por tanto, arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor, en
caso de que Dios me lleve sin dejar hijos, al duque de Anjou, hijo segundo del
delfín, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis Reinos y dominios, sin
excepción de ninguna parte de ellos. Y mando y ordeno a todos mis súbditos y
vasallos de todos mis Reinos y Señoríos que en el caso referido de que Dios me
lleve sin sucesión legítima le tengan y reconozcan por su Rey y señor natural,
y se le dé luego, y sin la menor dilación, la posesión actual, precediendo el
juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos
mis Reinos y Señoríos». Doña Mariana de Neoburgo, en cambio, apoyaba las
pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador
Leopoldo I. Las pretensiones del archiduque austriaco fueron respaldadas por
Inglaterra y Holanda, las tradicionales enemigas de España, que además
rivalizaban entonces con la Francia de Luis XIV por la hegemonía continental.
Aunque el hechizado Carlos fuera manipulado por su entorno para apuntalar la
candidatura del Borbón, éste ya se anteponía a su rival por derecho dinástico.
Carlos II, el último de los Habsburgo españoles, falleció el
1 de noviembre de 1700, a los 38 años, aunque aparentaba una mayor edad. Según
el médico forense, el cadáver de Carlos «no tenía ni una sola gota de sangre,
el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos,
los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el
carbón y la cabeza llena de agua». Se dice que en el momento de expirar el Rey
se vio en Madrid brillar al planeta Venus junto al Sol, lo cual se consideró un
milagro. Al mismo tiempo, en la lejana Bruselas, donde evidentemente no habían
llegado aún las noticias de la muerte del monarca, se cantó un tedeum en la
iglesia de Santa Gúdula por su recuperación. Al enterarse de esto, el astrólogo
Van Velen exclamó que rezaban por la mejoría del monarca cuando en realidad
acababa de fallecer. El 6 de noviembre la noticia del fallecimiento del rey
Carlos II llegó a Versalles. El 16 del mismo mes, Luis XIV anunció que aceptaba
lo estipulado en el testamento del monarca español. El ya Felipe V de España
partió hacia Madrid, a donde llegó el 22 de enero de 1701. La tensión entre
Francia y España y el resto de potencias europeas, que ya desde un principio
desconfiaban del poder que iban a acumular los Borbones, aumentó debido a una
serie de errores políticos cometidos en las cortes de Versalles y de Madrid.
Austria, que no reconocía a Felipe V como rey, envió un ejército hacia los
territorios españoles en Italia, sin previa declaración de guerra. El primer
encuentro entre este ejército y el francés se produciría en Carpí el 9 de
julio. El 7 de septiembre Inglaterra, las Provincias Unidas y Austria firmaron
el Tratado de La Haya, y en mayo de 1702 todos declaraban la guerra a Francia y
España. Bueno es destacarlo a modo de conclusión: todos ellos
vulneraron la voluntad del rey Carlos II plasmada en su testamento. Felipe V
podría haberse convertido en rey de España sin necesidad de guerra alguna si
las demás potencias, movidas por sus propios y mezquinos intereses, sus recelos
hacia Francia y su odio a España, no se hubiesen inmiscuido en los asuntos de
la sucesión a la Corona española.
El testamento de Carlos II
En la última década del siglo XVII se extendió en la corte
de Madrid una opinión favorable a que se convocaran las Cortes de Castilla para
que resolvieran la cuestión sucesoria si el rey Carlos II, como era previsible,
moría sin descendencia. Esta opción era apoyada por la reina Mariana de
Neoburgo, el embajador del Sacro Imperio, don Aloisio de Harrac, por algunos
miembros del Consejo de Estado y del Consejo de Castilla que ya en 1694
defendieron «la reunión de Cortes como único remedio de salvar la monarquía».
Sin embargo, frente a esta opción «constitucionalista» se impuso la posición
absolutista que defendía que era el Rey quien en su testamento debía resolver
la cuestión. Cuando en 1696 Carlos II testó a favor de José Fernando de Baviera
y, sobre todo, cuando en 1698 se conoció en Madrid la firma del Primer Tratado
de Partición, que dejaba al archiduque Carlos únicamente con el Milanesado, se
formó en la corte un «partido alemán» (partidarios de los Habsburgo) para
presionar al rey para que cambiara su testamento en favor del segundo hijo del
emperador. Este partido alemán estaba encabezado por Juan Tomás Enríquez de
Cabrera, almirante de Castilla, y por el conde de Oropesa, presidente del
Consejo de Castilla y primer ministro de facto, además del conde de Aguilar, y
contaba con el apoyo de la Reina y del embajador del Sacro Imperio. Frente a él
se alzaba el partido bávaro, encabezado por el cardenal Luis Fernández de Portocarrero,
y el embajador de Luis XIV, el marqués de Harcourt, que seguía presionando para
defender los derechos de Felipe de Anjou. La cuestión sucesoria se convirtió en una grave crisis
política a partir de febrero de 1699 cuando se produjo la muerte del candidato
escogido por Carlos II, José Fernando de Baviera —de siete años de edad—,
porque el partido bávaro del cardenal Portocarrero al haberse quedado sin
candidato se acabó inclinando por Felipe de Anjou. Nació así el partido francés
que acabaría ganándole la partida al partido alemán, gracias, entre otras
razones, a la eficaz gestión del embajador Harcourt, que no excluyó el soborno
entre los nobles españoles, frente al inane embajador austriaco Aloisio de
Harrach, cuyas relaciones con la Reina, por si fuera poco, nunca fueron buenas.
Mientras Carlos II era sometido a exorcismos para librarle de supuestos
hechizos, el marqués de Villafranca, uno de los miembros más destacados del
grupo de Portocarrero, justificó así la decisión a favor del candidato francés:
«Mirando a la manutención entera de esta Monarquía hay poco que dudar, o nada,
en que solo entrando en ella uno de los hijos del delfín, segundo o tercero, se
puede mantener». Así pues, Carlos II, persuadido también de que la opción
francesa era la mejor para asegurar la integridad de la Católica monarquía
española y de su Imperio, y ello a pesar de las cuatro guerras que había
mantenido con Luis XIV a lo largo de su reinado: guerra de Devolución entre
1667 y 1668; guerra de Holanda entre 1673 y 1678; guerra de 1683-1685; y guerra
de los Nueve Años entre 1688 y 1697, testó el 2 de octubre de 1700, un mes
antes de su muerte, a favor de Felipe de Anjou, hijo segundo del delfín de
Francia y nieto de Luis XIV, a quien nombró «sucesor... de todos mis reinos y
dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos», con lo que invalidaba los
dos tratados de partición redactados a sus espaldas.
En el testamento Carlos II establecía dos normas de gran
importancia y que el futuro Felipe V no cumpliría. La primera era el encargo
expreso a sus sucesores de que mantuvieran «los mismos tribunales y formas de
gobierno» de su Monarquía y de que «muy especialmente guarden las leyes y
fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de
ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que
para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo
contrario». Así decía que la «posesión» de «mis reinos y señoríos» por Felipe
de Anjou y el reconocimiento por «mis súbditos y vasallos...» [como] «su rey y
señor natural» debía ir precedida por «el juramento que debe hacer de observar
las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos», además de que
en el resto del testamento se incluían nueve referencias directas más al
respeto a las «leyes, fueros, constituciones y costumbres». Según Joaquim
Albareda, todo esto manifiesta la voluntad de Carlos II de «asegurar la
conservación de la vieja planta política de la Monarquía hispánica, frente a
previsibles mutaciones que pudieran acontecer, de la mano de Felipe V». La
segunda norma era que Felipe debía renunciar a la sucesión de Francia, para que
«se mantenga siempre desunida esta monarquía de la Corona de Francia».
En
conclusión, la elección de Felipe de Anjou se debió a que el gobierno español
tenía como prioridad principal la conservación de la unidad de los territorios
del Imperio de ultramar, y Luis XIV de Francia era en ese momento el monarca con
mayor poder en Europa y, por ello, prácticamente el único capaz de poder llevar
a cabo dicha tarea. El 1 de noviembre de 1700 murió Carlos II; tres días antes
había nombrado una Junta de Gobierno al frente de la cual había situado al
cardenal Portocarrero. El 9 de noviembre se confirmaba en Versalles que Carlos
II había nombrado como su sucesor al segundo hijo del delfín de Francia, Felipe
de Anjou, lo que abrió un debate entre los consejeros de Luis XIV ya que la
aceptación del testamento supondría la ruptura del Segundo Tratado de Partición
suscrito en marzo con Inglaterra y con las Provincias Unidas. El embajador
francés en Londres relató así las dudas de Luis XIV: «…se sentía feliz por la unión de las dos monarquías, pero preveía que ello podía conducir a una
guerra que se había propuesto evitar». Luis XIV finalmente respaldó el
testamento, y el 12 de noviembre de 1700 hizo pública la aceptación de la
herencia en una carta destinada a la Reina viuda de España en la que decía:
«Nuestro pensamiento se aplicará cada día a restablecer, por una paz
inviolable, la monarquía de España al más alto grado de gloria que haya
alcanzado jamás. Aceptamos en favor de nuestro nieto el duque de Anjou el
testamento del difunto, Su Católica Majestad, el rey de España».
El 16 de noviembre, el rey de Francia, ante una asamblea
compuesta por la familia real, altos funcionarios del Reino y los embajadores
extranjeros, presentó al duque de Anjou con estas palabras: «Señores, aquí
tenéis al rey de España». Pero a continuación le dirigió a su nieto una frase
que inquietó al resto de potencias europeas, cuya respuesta no se haría
esperar: «Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has
nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones; pues tal es el camino
de hacerlas felices y mantener la Paz de Europa». Tampoco pasó desapercibida la frase a la Junta de Gobierno
del cardenal Portocarrero, ya que vulneraba el testamento del rey Carlos II,
que prohibía expresamente la unión de las dos Coronas, sobre todo cuando el
embajador español en la corte de Versalles le comunicó al cardenal lo que le
había dicho Luis XIV durante la entrevista que mantuvieron el mismo día de la
presentación de Felipe V: «Ya no hay Pirineos; dos naciones, que de tanto
tiempo a esta parte han disputado la preferencia, no harán en adelante más que
un solo pueblo». Estos temores se confirmaron al mes siguiente cuando Luis
XIV hizo una declaración formal de conservar el derecho de sucesión de Felipe V
al trono de Francia, legalizada en virtud de cartas otorgadas por el Parlamento
de París del 1 de febrero de 1701, lo que «abría la puerta a una eventual unión
de España y Francia, se violaba el testamento de Carlos II y se amenazaba el
equilibrio europeo». Al mismo tiempo Luis XIV ordenó que tropas francesas
ocuparan en nombre de Felipe V las plazas fuertes de la «Barrière» de los
Países Bajos Españoles, debido «al poco entusiasmo de los Estados Generales de
los Países Bajos Españoles por jurar al duque de Anjou como rey de España», lo
que por otro lado provocó un verdadero pánico en la Bolsa de Londres por lo que
podía ser el inicio de una guerra, ya que la ocupación de estas plazas fuertes
españolas en Flandes violaba el Tratado de Rijswijk de 1697. Además, los
enviados de Luis XIV empezaron a hacer cambios institucionales en los Países
Bajos del Sur y a incrementar los impuestos.
Oficial español de los Tercios de Flandes |
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