Finalizaba el año 1095 cuando el pontífice Urbano II, en
pleno apogeo de la primera querella contra los emperadores por causa del
problema de las investiduras, lanzaba ante los doscientos sesenta y cuatro
obispos y cuatrocientos abades, y ante los representantes eclesiásticos y
embajadores de los poderes políticos reunidos en el Concilio de
Clermont-Ferrand, una ardiente convocatoria en pro de la peregrinación masiva y
una expedición armada a los Santos Lugares, entonces en poder de los
musulmanes. La emoción provocada por la llamada pontificia fue inmensa en todos
los niveles sociales europeos. La masiva peregrinación fue organizada y pasó a
la Historia como la Primera Cruzada. Cómo fue posible que la sola voz del Papa
moviera la conciencia de Europa y desencadenase unos de los fenómenos más
notables de la época altomedieval. La explicación no es sencilla. Podemos
recurrir a razones de orden demográfica: la Europa del siglo XI conoció un gran
aumento de población, y cabría pensar que la realización de una empresa
colonial en Tierra Santa la habría liberado de sus agobios. Ni que decir tiene
que esos mismos colonos europeos instalados en la península Ibérica, habrían
favorecido muchísimo la repoblación de los reinos cristianos en un momento en
el que los almorávides se habían hecho dueños de Andalucía y otros territorios.
De todos modos, el asentamiento de colonos europeos en Tierra Santa nunca fue
muy importante ni estable. Además, en el siglo XII los distintos reinos
europeos resolvieron la cuestión del auge demográfico reubicando a sus
habitantes en zonas menos pobladas dentro de sus propios estados. En el balance económico, aunque las Cruzadas estimularon el
tráfico de viajeros y dieron trabajo a las naves comerciales de determinadas
ciudades italianas, en especial las de Venecia y Génova, los intereses de éstas en
Oriente tenían un origen anterior y discurrieron siempre con independencia de
los sucesos que se desarrollaban en Tierra Santa. Los fundamentos políticos del
fenómeno parecen algo más consistentes: la partida de muchos señores feudales
europeos a Oriente para peregrinar y combatir coincidía con cierta crisis de
poder en sus propios países, donde las monarquías comenzaban a restaurar la
autoridad que les correspondía, y, sobre todo, con la generalización de
movimientos pacifistas, las llamadas «Treguas de Dios», que dificultaban las
hasta entonces frecuentes querellas, guerras y rapiñas internas, una de las
fuentes de su actividad cotidiana y, sobre todo, de sus ingresos económicos.
Por otra parte, las Cruzadas daban salida al afán nómada de muchos pueblos,
todavía poco acomodados en su marco geográfico, en especial de los normandos,
para los que vienen a ser la continuación de las grandes expediciones
realizadas por sus belicosos antepasados vikingos.
También en este plano político cabe destacar que el
movimiento de la Cruzada se integra en el gran proyecto de conquista cristiana
del Mediterráneo contra el Islam: conquista iniciada en su frente terrestre por
los reyes cristianos de la península Ibérica desde comienzos del siglo XI, tras
la debacle del Califato de Córdoba; por los normandos al ocupar Sicilia y el
sur de la península Itálica a mediados de aquel siglo y, en sus aspectos
marítimos, por diversas ciudades italianas —Génova, Venecia, Pisa, Amalfi—,
cuyas flotas suplantan a las berberiscas en los mares Tirreno y Adriático a lo
largo de los siglos X y XI antes de aventurarse a hacerlo en la cuenca oriental
del Mediterráneo. Si nos trasladamos al orden de razones eclesiásticas las
Cruzadas fueron expediciones militares integradas por voluntarios, y
organizadas por la Iglesia con el fin de recuperar los Santos Lugares que
habían caído en poder de los turcos. Eso es innegable. Pero hay más. Ante todo,
el Papa quería demostrar su autoridad, ¿y qué mejor plebiscito que un
movimiento colectivo europeo en respuesta a su convocatoria de peregrinación?
Las Cruzadas son representativas del carácter de la época, y, además, una
fuente inagotable de poder y prestigio para los papas de los siglos XII y XIII. Sólo ellos podían convocarlas, otorgar la indulgencia plenaria y el
emblema de cruzado a los que participaban en ellas y cumplían sus fines bajo la
suprema autoridad del legado pontificio que las encabezaba. En segundo lugar,
hay que destacar que si los papas escogieron como elemento fundamental de su
convocatoria la práctica de una peregrinación, era sencillamente porque las
peregrinaciones habían llegado a constituir una práctica religiosa común.
Peregrinaciones a Santiago de Compostela, a Roma, a Jerusalén, eran
recomendadas desde el siglo X como medio de mejora espiritual o de redención
penitencial. Las peregrinaciones se habían iniciado ya en el siglo IV,
pero nunca habían sido consideradas un medio relevante de manifestar la piedad.
Por el contrario, en la Europa medieval sí que alcanzó este carácter, gracias a
las condiciones emocionales y de mentalidad colectiva que surgieron en ella a
lo largo del siglo X. Y fueron estas condiciones también las que facilitaron el
paso conjunto de una simple estima a la peregrinación como medio de
perfeccionamiento moral a una verdadera «mística de Cruzada» que sería el
fundamento de los hechos que van a ocupar buena parte del escenario
político-religioso altomedieval. Cuando este espíritu de Cruzada va decayendo,
a lo largo del siglo XIII, ante la aparición de otras formas de religiosidad, y
escarnecido también por la utilización de la Cruzada con fines políticos o
económicos ajenos a su motivación original, entonces las Cruzadas habrán
llegado también al término de su existencia.
Repasadas de forma muy sucinta, las Cruzadas fueron ocho
expediciones militares en total. La primera, acordada en el Concilio de
Clermont en 1095, fue convocada por el papa Urbano II que fijó en su
convocatoria la finalidad de la expedición: peregrinar a los Santos Lugares y
rescatarlos de manos de los infieles. La señal o emblema del cruzado sería una
cruz roja en el hombro. Nombró al legado pontificio que debía dirigirla:
Ademaro de Monteil, obispo de Puy, que fallecería antes de llegar a Jerusalén,
y aseguró la protección de la Iglesia a las familias y bienes de los
participantes. Las expediciones se fueron preparando a lo largo de todo el año
1096. Además de la ruta marítima, se contaba con la utilización de dos
terrestres: el valle del Danubio y la calzada que, entre Dirraquio (Durazzo) y
Tesalónica, cruzaba toda la península de los Balcanes. La Cruzada contó con dos
expediciones: la popular y la de los caballeros. Los caminos confluían en Constantinopla, donde sería necesario contar con la colaboración bizantina para
pasar al Asia Menor, cuya mayor parte estaba en manos de los turcos selyúcidas,
dueños también de Palestina. Antes de que los señores feudales europeos que proyectaban
su participación en la empresa hubieran concluido sus preparativos, la «mística
de la Cruzada» desencadenó los primeros sucesos inauditos. Numerosos campesinos
de las tierras renanas y lorenesas, inflamados por la perspectiva de la
peregrinación, se concentraron en torno a Colonia, encabezados por líderes
populares ansiosos de conducirlos a Jerusalén, en medio de un ambiente donde la
espera en la segunda venida de Cristo y en la edificación de la Jerusalén celeste se
combinaban con la exaltación del milagro, hecho cotidiano, y con la práctica
del fanatismo religioso más exacerbado. La expedición popular, integrada por veinte o treinta mil
personas, logró llegar a la península de Anatolia, donde fueron los causantes
de las primeras matanzas de judíos que conoció la Europa medieval. La
organización de su viaje fue anárquica. Los líderes, Pedro el Ermitaño,
Gualterio Sans Avoir, Emich de Leisingen, no podían controlar las acciones de
sus fanatizados seguidores y las violencias contra húngaros y bizantinos fueron
frecuentes durante la marcha, aunque mucho menos de lo que cabía esperar. Una
vez llegados a Constantinopla, se les embarcó hacia el otro lado del Bósforo
rápidamente, traspasaron la frontera y, dada su absoluta falta de organización
militar, fueron masacrados por los turcos en Nicea. Los supervivientes se
incorporarían más adelante a las expediciones nobiliarias, mucho mejor
organizadas. Aquella «cruzada popular» había sido, en definitiva, la
manifestación más clara de los factores emocionales, sin tener en cuenta otras
realidades. La segunda expedición, la militar, integrada por nobles y
caballeros, fue llegando a Constantinopla entre finales de 1096 y abril de
1097. Primero arribó Hugo de Vermandois, en representación de su hermano, el
rey Felipe I de Francia. A continuación, Godofredo de Bouillón, duque de la
baja Lorena, junto con sus hermanos Eustaquio y Balduino y acompañado por
muchos nobles de Lorena y Flandes. En abril llegaron por vía marítima los
caballeros normandos procedentes del sur de Italia, con Bohemundo y Tancredo de
Tarento al frente, y poco después Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, y
otros señores provenzales con los que venía el legado pontificio. El emperador bizantino Alejo I Comneno hubo de hacer frente
a verdaderos problemas logísticos ante la llegada de aquella avalancha de
peregrinos, que alcanzó una cifra comprendida entre las sesenta mil y las cien
mil personas; ante todo, asegurar su paso hacia el Asia Menor y también lograr
de sus jefes un juramento de fidelidad, pues la colaboración con Bizancio era
indispensable y todos los territorios por los que iban a pasar los cruzados
eran o habían sido dominio del Imperio de Oriente desde la época romana. Los
nobles europeos prometieron, en consecuencia, que ocuparían las tierras
conquistadas como feudatarios del basileus y en nombre suyo. La marcha de los
cruzados y de sus aliados bizantinos a través del Asia Menor no encontró muchas
dificultades. El objetivo principal era dejar expedito el camino y evitar que
permaneciesen sin conquistar fortalezas turcas en su retaguardia. La toma de
Nicea en junio de 1097, y la inmediata victoria en Dorilea, aseguraron aquel
objetivo. A continuación, el grueso de los peregrinos se dirigió a Antioquía, que soportó un prolongado asedio hasta que fue tomada en junio de
1098, mientras que Balduino, el hermano menor de Godofredo de Bouillón,
penetraba más al interior, hasta el curso medio del Éufrates, donde habitaba
una población armenia cristiana bajo protectorado selyúcida.
Balduino logró hacerse con la principal plaza fortificada de
la región, Edesa, que iba a ser en los decenios siguientes el puesto avanzado
de los europeos en el Próximo Oriente, como siglos antes lo había sido de los
romanos. No fue sólo Balduino el que se procuró así un dominio territorial;
Bohemundo de Tarento consiguió forjar otro en Antioquía gracias a su destacada
participación en el cerco y permaneció como príncipe de la ciudad y de su
territorio. Así, ambos nobles conseguían su secreta finalidad, que era alcanzar
en aquellas tierras orientales, utilizando el pretexto de la Cruzada, lo que la
fortuna o la herencia les habían negado en Europa. Las intenciones de la mayor
parte de los cruzados eran, sin embargo, más auténticas y prosiguieron su
marcha hacia Jerusalén bajo el mando de Raimundo de Saint-Gilles, Godofredo de
Bouillón y los restantes nobles. A principios de junio de 1099 daban vista a la
ciudad santa, cuyo asedio no se prolongó mucho porque, fanatizados por la
creencia en ciertas visiones y milagros, los peregrinos se lanzaron al asalto
de sus murallas el día 14. La toma de Jerusalén, a cuyo frente se puso el
caudillo supremo de la Cruzada, Godofredo de Bouillón, se convirtió en un
auténtico baño de sangre. Así lo narró un testigo presencial de los hechos:
«Montones de cabezas, de manos y pies cercenados se veían por las calles…
Dejadme decir que en los alrededores del templo de Salomón la sangre llegaba
hasta las rodillas. Fue justo y especial castigo de Dios que aquel lugar fuese
regado con la sangre de los infieles que por tanto tiempo habían acudido allí a
blasfemar» (Crónica de Raimundo de Puy).
Una vez conquistada la ciudad de Jerusalén, surgió un triple
problema de difícil resolución: político, eclesiástico y militar. La
organización política se resolvió nombrando un rey. Raimundo de Saint-Gilles,
conde de Tolosa, renunció a serlo y fue elegido Godofredo de Bouillón, el cual,
con gran habilidad, soslayó el título real y tomó el de «Barón del Santo
Sepulcro» y este nuevo reino cristiano quedó organizado a la manera feudal
característica de la época, lo que a la postre fue la causa de su ruina. El
problema eclesiástico terminó con la llegada de un nuevo legado pontificio que
nombró un patriarca de Jerusalén e inició la latinización del clero y de la
liturgia en la ciudad, con gran duelo de los cristianos de rito ortodoxo que habitaban
en ella desde los primeros siglos. Por fin, la principal cuestión militar
consistía en completar la conquista y defenderla contra los previsibles ataques
de los turcos, cuyos centros más cercanos eran Alepo y Damasco en Siria, y de
los egipcios, bajo dominio entonces de la dinastía fatimí. Todo aquello se logró en los dos decenios siguientes con la
conquista de las ciudades de la costa mediterránea palestina, libanesa y siria,
la penetración hacia el interior en Judea, Samaria y Galilea, y la llegada al
mar Rojo por Ákaba, tras ocupar el desierto de Negev. Aquellos territorios
quedaron organizados políticamente en un reino principal, el de Jerusalén, del
que eran vasallos más o menos nominales el principado de Antioquía, el condado
de Edesa y el condado de Trípoli, que dominaba las costas centrales y
septentrionales de la antigua Fenicia (actual Líbano), y que fue conquistado
por Raimundo de Saint-Gilles y su hijo Beltrán entre 1100 y 1109. Los reyes, príncipes y condes que se sucedieron en estos
nuevos feudos latinos de Tierra Santa mantuvieron luchas constantes con sus
vecinos musulmanes, pero paulatinamente fueron adaptándose a las condiciones
políticas de la región y consolidando la fuerza interior de sus estados. La
aspiración más importante, y nunca lograda, fue el dominio del interior de
Siria, en especial de las dos principales ciudades, Alepo y Damasco, desde las
que provenían la mayoría de los ataques turcos. El flujo casi continuo de peregrinos y las expediciones
mayores, como la que realizó la flota veneciana en 1124, ayudaron mantener las
hostilidades en un plano de igualdad. Los venecianos consiguieron, por su
parte, destruir la flota egipcia y consolidar el predominio de los mercaderes
italianos en aquellas latitudes. Pero, a falta de culminar la principal tarea
en los frentes terrestres, los caudillos cruzados conseguían por lo menos
mantener la división en el seno de sus enemigos musulmanes: aquella división
era su mayor seguridad y cuando los sarracenos comenzaron a superarla surgió el
verdadero y grave peligro para los frágiles poderes europeos en el Próximo
Oriente. La reacción de los musulmanes les llevó a contraatacar, y en
1128 Alepo pasó a manos del emir Zengi (1128-1146). Él y su hijo Nur al-Din
(1146-1174) intentaron unificar la Siria islámica, una base de operaciones
precisa para presentar batalla a los cruzados, cuyas relaciones con el Imperio
de Oriente seguían siendo malas, por lo que poca ayuda podían esperar de los
bizantinos. La nueva política de Zengi dio su primer fruto, entre 1144 y 1146,
con la reconquista de Edesa, pieza clave de la defensa europea, dado su
carácter de posición avanzada. La pérdida de Edesa fue un aldabonazo en la
conciencia occidental: el rey de Jerusalén, Balduino III, y el príncipe de
Antioquía, Raimundo de Poitiers, apelaron al pontífice Eugenio III para que se
avivase el ardor de la Cruzada y se organizaran expediciones como las que se
organizaron en 1096. El Papa contaba con el hombre adecuado para predicarla por
su prestigio moral y político y por su gran elocuencia: se trataba de Bernardo
de Claraval, el gran promotor de la reforma cisterciense dentro de la regla
benedictina. La actividad del futuro san Bernardo fue, en efecto, muy
considerable: removió los ánimos con sus encendidos sermones durante la Pascua de
1146, se impuso a los predicadores populares que intentaban crear un estado de
ánimo colectivo similar al de la Cruzada popular de 1096, y obligó incluso a
los propios reyes a ponerse al frente de los peregrinos. Así se convocó la II
Cruzada en 1147 dirigida por Conrado III de Alemania y Luis VII de Francia; la
expedición se puso en marcha a través del camino terrestre del valle del
Danubio —una antigua ruta militar romana de la época del Bajo Imperio—, y que
ya había sido empleado en la I Cruzada. Es destacable que, a pesar del auge del tráfico marítimo,
las Cruzadas y peregrinaciones del siglo XII, sigan prefiriendo las rutas
terrestres, en general; sin embargo, algunos expedicionarios, siguieron la ruta
marítima en aquella ocasión y, a su paso por las costas de la península
Ibérica, contribuyeron en diversa medida a la reconquista de tres ciudades
importantes: Lisboa, Almería y Tarragona.
La expedición principal, comandada por el emperador alemán y
el rey francés, fue un completo fracaso. Los contactos diplomáticos con el
emperador bizantino, a su paso por Constantinopla, resultaron bastante
hostiles. Los encuentros armados con los turcos en Asia Menor terminaron en
sendas derrotas. La llegada a Antioquía en 1148 puso de manifiesto nuevas diferencias
entre los cruzados y los poderes cristianos locales. Raimundo de Poitiers pidió
a Conrado y a Luis que atacasen a Nur al-Din en su plaza fuerte de Alepo, pero
ambos desoyeron su consejo y marcharon contra Damasco, cuyo emir era enemigo
del de Alepo y mucho más favorable a los occidentales. El sitio de Damasco
fracasó estrepitosamente, los cruzados volvieron a sus tierras y los colonos
europeos que habían pedido su auxilio se vieron incapaces de contener el
contraataque islámico: Damasco pasó a manos de Nur al-Din en 1154, realizándose
así el proyecto árabe de unificar Siria. Poco antes, el caudillo musulmán había
conquistado importantes territorios del principado de Antioquía. En la segunda mitad del siglo XII se inició la lenta agonía
del Reino de Jerusalén y de sus vasallos en medio de una pugna política,
diplomática y militar cada vez más angustiosa que contrastaba con la
prosperidad y aumento de los intereses mercantiles de las repúblicas de
Italia en el Mediterráneo Oriental, prueba de hasta qué punto estaban
disociadas las pretensiones de los cristianos. Ante la retirada de sus aliados
europeos, Balduino III intentó buscar de nuevo el apoyo bizantino y contrajo
matrimonio con la princesa Teodora, pariente del emperador Manuel Comneno; a
continuación se proyectó un nuevo asedio de Alepo, que no se llevó a efecto, y,
entre tanto, uno de los principales vasallos de Balduino, Reinaldo de
Châtillon, saqueó Chipre, que era dominio bizantino, lo que muestra cuán lejos
estaban los deseos de alianza de su rey con respecto a una realidad marcada por
el rechazo mutuo entre ambas comunidades cristianas: la católica-occidental, y
la ortodoxa-oriental. Por otra parte, el poderío militar bizantino era ya muy
escaso y, si en las décadas anteriores había conseguido reconquistar buena
parte de la península de Anatolia, bastó una derrota militar en Frigia frente a
los selyúcidas, la de Miriocéfalo en 1177, para acabar con los delirios de
grandeza del emperador Juan II Comneno. El intento amistoso de
Balduino III no tuvo continuación, y lo que se impondría definitivamente con
respecto a Bizancio por parte de los europeos sería la hostilidad. Ellos, tanto
como los turcos, contribuyeron a arruinar el antaño pujante Imperio de Oriente.
Amalarico I, que sucedió a su hermano Balduino, tuvo que
enfrentarse con otro problema político mucho más grave, al llegar a su término
y extinción la dinastía fatimí que gobernaba Egipto. Para Nur al-Din era el
momento anhelado de unir Egipto y Siria y completar el cerco en torno al Reino
de Jerusalén y asfixiar a los cruzados. Amalarico lo sabía, por lo que no dudó
en ayudar a los vacilantes fatimíes entre 1164 y 1167 y, al comprobar que era
insuficiente, invadió el delta del Nilo en 1168, intento desesperado que, dado
lo exiguo de sus tropas, no podía terminar bien. Los egipcios se vieron
obligados a llamar en su auxilio a Nur al-Din, que envió tropas de refresco al
mando de Salah ed-Din (Saladino). Amalarico hubo de retirarse y Saladino
cumplió entonces el verdadero objetivo para el que había sido enviado: eliminó
al último emir fatimí y desde 1171 pasó a gobernar él mismo Egipto; entre 1174
y 1183 consiguió suceder a Nur al-Din en Siria. La ansiada unificación había
sido completada. A partir de ese momento, el peligro para el Reino de
Jerusalén y estados vasallos era inminente y todavía en 1172 el rey Amalarico
sitió Damieta con auxilio bizantino, una de las salidas al mar del río Nilo. La
empresa no tuvo éxito. Su sucesor Balduino IV (1174-1186), pasó todo su
reinando combatiendo a Saladino y sus huestes, mientras la lepra le devoraba
poco a poco el cuerpo; en él, más que en ningún otro personaje, se encarna toda
la épica tragedia de las Cruzadas y de la presencia cristiana en Tierra Santa.
Mal servido por sus vasallos, cuya fidelidad era más que cuestionable, y mal
obedecido por la poderosas Órdenes militares y religiosas, que campaban por sus
respetos, pudo retrasar el desastre durante algunos años gracias a su voluntad
de hierro, pero la organización militar con la que contaba era insuficiente
para enfrentarse a la nueva realidad de un Islam fuerte y acaudillado por un
líder tan fuerte y carismático como Saladino. Pocos meses después de morir Balduino IV llegó la hora
final, a la que hubo de hacer frente el nuevo rey, Guido de Lusignan. El día 4
de julio de 1187, en Hattin, cerca del lago Tiberíades, el ejército cristiano
fue aniquilado por las tropas musulmanas; el número de cautivos resultó ser
bastante elevado y aumentó a medida que Saladino iba ocupando sin dificultad
las principales plazas: Acre, Jaffa, Beirut y, finalmente, Jerusalén… La
resistencia se hizo fuerte en algunas ciudades costeras, en especial Tiro,
Trípoli y Antioquía, desde los que partía la contraofensiva, porque la
catástrofe había sido demasiado grande para que los poderes europeos,
comenzando por el Papa, no se sintieran conmovidos. Pero la cuestión no era conmoverse, sino enviar refuerzos y que éstos, además, aceptasen la
autoridad del rey de Jerusalén, y ambos aspectos, continuidad y respeto a los
intereses de los colonos, más conscientes de sus necesidades, no se dieron
jamás, ni en lo que quedaba del siglo XII ni en el XIII: tal vez, desde la
perspectiva europea, fue aquél el mayor de los males que aquejaron a los
asentamientos cristianos de ultramar. Es más, a lo largo de todo el siglo XIII
el ideal de la Santa Cruzada seguirá presente, dará lugar a manifestaciones emocionales
colectivas y sustentará nuevas expediciones a Tierra Santa. Pero no bastó; mientras
nuevas formas de religiosidad cristiana sustituían a las que habían cimentado
la Primera Cruzada y su mística, mientras los reyes de Europa utilizaban la Cruzada
como una herramienta más de sus políticas y asestaban terribles golpes al único
poder cristiano en Oriente, es decir, a Bizancio, los asentamientos europeos en
Palestina se deslizaban lánguidamente hacia su desaparición, lo que sucederá en
las postrimerías del siglo XIII. Luego, sólo el Reino de Chipre, por una parte,
y por otro un arcaico y cortesano ideal de Cruzada que tenía únicamente eco en
mentes caballerescas, serían los mudos testigos del pasado hasta bien entrado
el siglo XVI, cuando españoles y venecianos baten a los otomanos en la
memorable batalla naval de Lepanto (1571). En los meses que siguieron al desastre de Hattin, la
resistencia se concentró en Tiro, bajo el mando de Conrado Monteferrato. El
obispo de la ciudad viajó a Europa y comenzaron a llegar socorros desde
Sicilia, Flandes, Dinamarca e Inglaterra. Jerusalén fue reconquistada por los
musulmanes en 1187. Por supuesto, inmediatamente después, se predicó la III
Cruzada. En 1189 se unieron a ella los tres monarcas europeos más poderosos de
la época: el emperador alemán Federico I Barbarroja, el rey de Francia, Felipe
II Augusto, y el de Inglaterra, Ricardo Plantagenet, más conocido como Ricardo
Corazón de León. Todos prometieron que acudirían con sus huestes a la Cruzada,
pero los reyes de Francia e Inglaterra estaban en guerra el uno con el otro, y
su partida se aplazó más de lo deseable, dando lugar a que se adelantase el
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el anciano Federico I Barbarroja,
que pensaba utilizar la Cruzada en pro de su prestigio personal y político. La
expedición alemana no alcanzó el éxito, a pesar de que había sido
milimétricamente preparada, porque el emperador murió ahogado en Cilicia, en
junio de 1190, y la expedición terminó también en un rotundo fracaso. Sólo una
parte de su ejército logró llegar a Antioquía. Saladino, ante el peligro que le
amenazaba, había ofrecido a los reyes cristianos dejar paso libre a los
peregrinos que deseasen ir a Jerusalén, garantizando su seguridad, pero se
negaba a devolver los territorios conquistados y, mucho menos, Jerusalén, por
ser también una ciudad santa para el Islam. En su actitud de tolerancia no
había nada anormal: los musulmanes la habían practicado habitualmente en los
siglos que precedieron a las Cruzadas. Los restos del ejército alemán se retiraron a través de la
ruta del Danubio. Mientras tanto, Guido de Lusignan había puesto cerco a Acre,
caído también en manos de los sarracenos. El sitio se prolongó a lo largo de
dos años, a partir de agosto de 1189, mientras Saladino cercaba a su vez a los
sitiadores. Fue una de las acciones bélicas características de aquella época,
en la que las batallas, las estrategias de asedio y técnicas de asalto a plazas
fortificadas, o los movimientos rápidos de tropas no eran fáciles de realizar
con las tácticas de guerra que se empleaban. El genio militar de griegos y
romanos también se había perdido y olvidado con la cristianización del Imperio
y las invasiones germánicas.
En abril de 1191, los reyes de Francia e Inglaterra se
presentaron ante los muros de la ciudad. En el camino, Ricardo Corazón de León
había conquistado Chipre, arrebatándoselo a los bizantinos. Con la presencia de
ambos reyes, el asedio terminó y Acre volvió a manos cristianas. Felipe II de
Francia regresó a su país inmediatamente, pero el rey inglés se dispuso a
redondear la victoria y a intentar la reconquista de Jerusalén. Sus relaciones
con Saladino y la historia de sus batallas en Tierra Santa son, acaso, el
elemento más novelesco de las Cruzadas; no en vano la literatura y la industria
del cine se han ocupado del tema varias veces. Ricardo era el típico rey
medieval, Saladino, un hábil político árabe, al tiempo que un valeroso guerrero
y un enemigo cortés y magnánimo. Al amanecer del 7 de septiembre de 1191 dio comienzo la
batalla de Arsuf, la principal de cuantas se libraron en aquella campaña; fue
un espectáculo sobrecogedor en el que destacó la brillante puesta en escena de
la caballería pesada europea cargando en compacta formación. Ricardo recuperó
todas las plazas costeras hasta Jaffa y obtuvo garantías de paso franco para
todos los peregrinos que marcharan a Jerusalén, pero no pudo tomar la ciudad y
regresó a Inglaterra en septiembre de 1192, tras acordar un Tratado de paz por
cinco años con Saladino. Otra de sus últimas acciones fue investir a Guido de
Lusignan con el Reino de Chipre, para compensarle por el de Jerusalén, que
había perdido a manos de otros candidatos. El reino de Jerusalén sólo era un pálido reflejo nominal de
lo que había sido. Su capital accidental pasaba por ser Acre, su territorio
apenas se extendía más allá de la franja costera, y lo mismo ocurría con las
plazas fuertes de Antioquía y Trípoli. Aquel resto de la presencia europea, más
Chipre, restaurado y consolidado por la Cruzada de 1190, la tercera en la
Ordenación tradicionalmente aceptada, pudo mantenerse un siglo más. Pero, si el
Reino de Jerusalén nunca fue poderoso se debió, ante todo, a su fracaso como
estado organizado. En la batalla de Hattin sólo tomaron parte mil
doscientos jinetes y se supone que en Tierra Santa nunca vivieron de forma
permanente más de un millar de caballeros, a los que se pueden añadir otros
centenares encuadrados en la Órdenes militares y la clerecía de origen europeo.
En total, contando familias, unas cinco mil personas, cuya principal
característica demográfica era la de no mezclarse con la población árabe, lo
que dificultó su adaptación al medio. A esta cúspide social de los colonos hay
que añadir el campesinado venido de Europa, cuyo número exacto se ignora, y
unos cinco mil escuderos que cumplían ciertas obligaciones militares y que,
sumados a sus familias, constituían tal vez un núcleo de veinte mil personas. Tanto escuderos como campesinos se mezclaron muy pronto con
la población local, constituida en su mayor parte por cristianos de diversos
ritos orientales que habían convivido durante siglos con los musulmanes. Éstos
y los judíos emigraron en su mayor parte, aunque permanecieron algunos núcleos.
Por último hay que recordar las colonias de mercaderes italianos, instaladas en
los puertos y que vivieron incluso más aislados que los caballeros, entre los
que se dieron a veces alianzas matrimoniales con linajes armenios y bizantinos. Venidos de una Europa donde predominaba el sistema feudal,
nada tiene de extraño que los cruzados lo implantaran en Tierra Santa como base
de la organización económica, social y política. Y, al actuar sobre una tierra
previamente despojada de sus anteriores sedimentos históricos, pudieron
establecerlo en toda su pureza y plenitud, a pesar de ser un fenómeno importado
y sin raigambre en Tierra Santa. El rey de Jerusalén, en efecto, contaba con
diferentes gradaciones de vasallos, cada uno de los cuales poseía uno o varios
feudos donde las poblaciones campesinas trabajaban bajo su mando. Los
principales fueron el principado de Galilea, el condado de Jaffa y los señoríos
de Sidón y Transjordania. Y ya hemos visto que los poderosos vasallos del rey de
Jerusalén también se habían organizado según el mismo sistema: principado de
Antioquía, y los condados de Edesa y Trípoli. Los dueños de los feudos tenían
obligaciones militares proporcionales a la extensión e importancia de los
mismos, como sucedía en Europa. También quedaban sujetas a ellas los señoríos de la Iglesia y de las
órdenes militares, cuya principal característica, a diferencia de los laicos,
era la dispersión territorial.
Aunque el rey de Jerusalén era vasallo del Papa, la
organización eclesiástica del Reino dependía estrechamente del monarca, desde
su cúspide, el patriarca de Jerusalén, al que él escogía de entre dos
candidatos propuestos por los sacerdotes del Santo Sepulcro, hasta los cuatro
arzobispos, nueve obispos, cinco priores y nueve abades mitrados. En Antioquía
habitaba otro patriarca latino, que tenía jurisdicción sobre el principado y
sobre los condados de Edesa y Trípoli. La organización eclesiástica era rica, y
así se reflejaba en las prestaciones militares a que estaba obligada, no solo
por las tierras y bienes que poseía el país, sino también por las donaciones de
que se beneficiaba en Europa. Esta proyección europea del estamento
eclesiástico de Tierra Santa se acentúa en el caso de las Órdenes militares,
instituciones que nacieron precisamente allí con una finalidad militar y
religiosa y cuya importancia bien merece que se destaque. Tales eran los fundamentos institucionales, sin olvidar a
las ciudades mercantiles italianas, cuyos particulares intereses nunca
estuvieron en función de los que mantenían los cruzados. Pero sus naves
aseguraron la comunicación con Europa, la posibilidad de guerrear y, lo que es
más importante, el comercio exterior de aquellos territorios, al integrarlo en
los circuitos mercantiles más amplios que tenían establecidos por todo el
Mediterráneo Oriental genoveses, venecianos, pisanos y, también, catalanes. A modo de trueque por aquellos servicios, obtuvieron franquicias fiscales, barrios y
alhóndigas. Éstas, también llamadas «fondacos», eran casas públicas destinadas
a la compra y venta del trigo. En algunas ocasiones servían también para el
depósito y para la compra y venta de otros granos, comestibles o mercaderías
que no devengaban impuestos o arbitrios de ninguna clase mientras no se
vendían. Es cierto que, por lo demás, estos comerciantes italianos no
eran aliados seguros, tanto por las rivalidades internas que los dividían como
por anteponer sus intereses comerciales a cualquier otra consideración, pero
precisamente por este último aspecto prestaron el mayor servicio, al potenciar
las posibilidades mercantiles que Tierra Santa tenía en su condición de enclave
terrestre situado en el centro de las rutas que unían tres continentes y que
eran continuamente recorridas por caravanas. El comercio de tránsito fue tal
vez su principal riqueza económica: especias, productos tintóreos, marfiles y
porcelanas eran los productos más importantes, procedentes todos ellos de Asia. Sin duda, aquel tráfico obligaba a una benevolencia aduanera
y a una cordialidad de relaciones fronterizas con los musulmanes. Las rentas de
aduanas fueron los principales recursos hacendísticos con que contaron los
reyes de Jerusalén y demás señores, y tanto más a medida que avanzaba el siglo
XII. Aquel comercio alcanzaría su apogeo en la siguiente centuria, a pesar de
los contratiempos militares y políticos, a pesar también de que contaminaba el
primitivo espíritu de la Cruzada, impulsaba a tomar medidas hostiles contra la
competencia comercial bizantina y a convivir en paz con el enemigo musulmán.
Además, no bastaba para suplir la ayuda europea, siempre necesaria, pero
contradecía los fundamentos ideológicos en que ésta pretendía basarse. El
espíritu de Cruzada había provocado un fenómeno colonial y mercantil. No había
sido el objetivo inicial, pero había ocurrido inevitablemente. Creaba esto una
contradicción que se ponía de manifiesto muy claramente en el plano de las
realidades económicas. Especialmente los intereses mercantiles y financieros de
los mercaderes italianos. Estas consideraciones iban diametralmente en contra
del impulso ideológico que originó la Cruzada.
Ultramar se hallaba permanentemente en suspenso sobre un
dilema: se había fundado a causa de una mezcla de entusiasmo religioso y sed de
aventuras. Sin embargo, si debía mantenerse vigoroso no podía depender de la
ayuda continua de hombres y dinero procedentes de Occidente, sino que debía
justificar su existencia desde el punto de vista económico, y esto solo podía
alcanzarse si vivía en paz con sus vecinos. Pero la amistad y buena convivencia
con el Islam parecía, a priori, una traición a los ideales cruzados y los
sarracenos tampoco aceptarían nunca la presencia de un reino cristiano intruso
en tierras que consideraban suyas por derecho de conquista. Nunca es fácil
discernir entre postulados contradictorios de prosperidad material y fe
ideológica. Los cruzados cometieron muchos errores y su política fue con
frecuencia errática, pero se les puede culpar del fracaso en resolver un dilema
para el cual no había solución. En efecto, con una ayuda europea cada vez más remisa,
aquella «estrecha franja de tierra» mostraba claramente su pobreza e
insuficiencia económica. Cuando predicó la Cruzada, el papa Urbano II había exaltado la
abundancia y riqueza de Tierra Santa, pero su única fuente de conocimientos
económicos al respecto eran los escritos bíblicos, y habían transcurrido muchos
siglos desde que Josué y Gedeón llegaron a los feraces campos de la
Tierra Prometida. Más allá de las paparruchas, los cereales eran escasos, así
como los viñedos y el ganado mayor, lo que ofrecía perspectivas alimenticias
muy precarias, aunque las importaciones y el abundante ganado menor cubrían en
parte esta deficiencia. Además se desarrollaron actividades específicamente
orientadas a la exportación hacia Europa: productos manufacturados, reliquias y recuerdos
piadosos, aceite de oliva, azúcar de caña y tejidos de seda y lino. Es
importante observar cómo algunas de estas materias irán avanzando hacia el Oeste
de la mano de los mercaderes italianos hasta provocar, en los siglos
siguientes, la aparición de nuevos centros productores en Sicilia, en el Magreb
y en el sur de España. Por último, la madera extraída de los frondosos montes
libaneses fue otra riqueza nada despreciable, en especial por su valor para la
construcción naval. Así se fue haciendo la vida y escribiendo la historia de los
estados cristianos en ultramar. Los caballeros y los colonos adoptaron formas
de vida, costumbres y usos de aquellas tierras. Impusieron a su vez otras. Pero
nunca hubo fusión de culturas ni llegó a surgir una sociedad nueva —producto
del mestizaje— como resultado de sus políticas, cosa que sí se dio en España. La intolerancia e
intransigencia religiosa era igualmente correspondida por ambas partes. Los europeos
formaron siempre un cuerpo extraño a aquellas tierras: tal fue su principal
obstáculo. Pero sí es cierto que la Santa Cruzada contribuyó a «formar un alma común
de la Cristiandad occidental», y sí lo es también que la puso en contacto con
formas de religiosidad más complejas, las bizantinas, e incluso heréticas, el
maniqueísmo, apenas influyó en otros aspectos de la vida europea.
La Cruzada no resolvió el problema demográfico de Europa,
porque de ellos se encargaron las grandes colonizaciones interiores de los
siglos XI al XIII. No fue factor determinante del auge comercial italiano,
catalán y provenzal en el Mediterráneo, que obedeció a factores y
circunstancias distintos, aunque ayudara en cierta medida a mantenerlo. No
fueron causa importante de enriquecimiento técnico e intelectual para Europa,
porque los principales beneficios tomados del Islam en este aspecto fueron
transmitidos por los hispanoárabes y llegaron a Europa a través de los reinos
cristianos de la península Ibérica. Como fenómeno colonial revistieron todos
los inconvenientes y los aspectos más negativos de las primeras campañas:
brutalidad de la conquista, rivalidades y luchas intestinas entre los mismos
europeos que la realizaban, incomprensión e intolerancia hacia las
peculiaridades culturales y religiosas de musulmanes, armenios y, sobre todo,
bizantinos.
La IV Cruzada fue organizada en 1202, y no lo fue en el
sentido estricto. La utilizó primero el dux de Venecia, Enrique Dándolo, para
apoderarse en el Adriático del puerto de Zara, su rival comercial, e intervino
luego en las luchas intestinas del debilitado Imperio Bizantino, fundando a
continuación el llamado Imperio Latino bajo el gobierno de Balduino de Flandes,
jefe de los supuestos cruzados. Puede decirse que Bizancio fue la víctima principal
de las Cruzadas: la conquista de Constantinopla en 1204 por una expedición
europea fue la culminación de aquella historia de mutuas animadversiones. En el
plano religioso y eclesiástico, el fenómeno de las Cruzadas también iba a tener
algunas consecuencias negativas: el fisco pontificio tuvo motivo para hacerse
más gravoso en toda Europa. La práctica de las indulgencias comenzó a ser
abusiva en muchas ocasiones. El antisemitismo, hasta entonces solapado, salió a
la luz, provocando las primeras matanzas de hebreos en Europa. Y, sobre todo,
se utilizó el nombre y la idea de Cruzada para promover acciones cuya razón y
origen eran distintos a los de la Cruzada original. La creación de las Órdenes
militares, por fin, introdujo en Europa un conjunto de fuerzas señoriales que
resultó a la larga más perjudicial que beneficioso. La V Cruzada se puso en marcha en 1216 dirigida por Andrés
II de Hungría, y no obtuvo tampoco ningún resultado práctico, lo mismo que la
VI dirigida por el emperador Federico II, porque, aunque por el Tratado de
Jaffa obtenía sin lucha las ciudades santas de Jerusalén, Nazaret y Belén,
no atendió estas plazas y se perdieron poco después. Las dos últimas Cruzadas
fueron comandadas por el rey francés Luis IX el Santo. La VII, en 1248, la
llevó a cabo en Egipto y conquistó Damieta, desde donde intentó avanzar hacia
El Cairo; pero sufrió tales pérdidas que tuvo que capitular y pagar un alto
rescate. La VIII y última, en 1270, marchó a Túnez por la creencia de que su
rey quería hacerse cristiano. Pero el supuesto era falso, y san Luis sitió la
ciudad ante la que murió víctima de la peste. Los elementos emocionales del espíritu inspirador de la
Cruzada son dos, los más profundos en la religiosidad europea de la época: la
angustia vital por la salvación personal y la parusía —del griego παρουσία,
que significa presencia o llegada—; esto es, la convicción absoluta de los
fieles cristianos en el segundo y glorioso advenimiento de Cristo, que
supondría el fin de los tiempos y el día del juicio a justos y a pecadores, a los
vivos y a los muertos. La peregrinación colectiva a Jerusalén, con la cruz como
único símbolo, aparte de redimir los pecados mediante la indulgencia y la
penitencia, preludia la edificación de la Jerusalén celestial predicada por los
padres de la Iglesia primitiva. La llamada pontificia había tocado en el nervio más sutil de
la mentalidad colectiva europea. A medida que ésta vaya transformándose, el
ideal de Cruzada se irá deformando y deshaciendo. Es significativo apuntar que
duró mucho más tiempo entre las clases sociales humildes, tal vez, porque no
llegaban a encontrar en su triste vida cotidiana el sentido de un destino
colectivo e individual válido, o, por los menos, esperanzador.
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