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martes, 17 de octubre de 2017

La Santa Cruzada y la recuperación de Tierra Santa

Finalizaba el año 1095 cuando el pontífice Urbano II, en pleno apogeo de la primera querella contra los emperadores por causa del problema de las investiduras, lanzaba ante los doscientos sesenta y cuatro obispos y cuatrocientos abades, y ante los representantes eclesiásticos y embajadores de los poderes políticos reunidos en el Concilio de Clermont-Ferrand, una ardiente convocatoria en pro de la peregrinación masiva y una expedición armada a los Santos Lugares, entonces en poder de los musulmanes. La emoción provocada por la llamada pontificia fue inmensa en todos los niveles sociales europeos. La masiva peregrinación fue organizada y pasó a la Historia como la Primera Cruzada. Cómo fue posible que la sola voz del Papa moviera la conciencia de Europa y desencadenase unos de los fenómenos más notables de la época altomedieval. La explicación no es sencilla. Podemos recurrir a razones de orden demográfica: la Europa del siglo XI conoció un gran aumento de población, y cabría pensar que la realización de una empresa colonial en Tierra Santa la habría liberado de sus agobios. Ni que decir tiene que esos mismos colonos europeos instalados en la península Ibérica, habrían favorecido muchísimo la repoblación de los reinos cristianos en un momento en el que los almorávides se habían hecho dueños de Andalucía y otros territorios. De todos modos, el asentamiento de colonos europeos en Tierra Santa nunca fue muy importante ni estable. Además, en el siglo XII los distintos reinos europeos resolvieron la cuestión del auge demográfico reubicando a sus habitantes en zonas menos pobladas dentro de sus propios estados. En el balance económico, aunque las Cruzadas estimularon el tráfico de viajeros y dieron trabajo a las naves comerciales de determinadas ciudades italianas, en especial las de Venecia y Génova, los intereses de éstas en Oriente tenían un origen anterior y discurrieron siempre con independencia de los sucesos que se desarrollaban en Tierra Santa. Los fundamentos políticos del fenómeno parecen algo más consistentes: la partida de muchos señores feudales europeos a Oriente para peregrinar y combatir coincidía con cierta crisis de poder en sus propios países, donde las monarquías comenzaban a restaurar la autoridad que les correspondía, y, sobre todo, con la generalización de movimientos pacifistas, las llamadas «Treguas de Dios», que dificultaban las hasta entonces frecuentes querellas, guerras y rapiñas internas, una de las fuentes de su actividad cotidiana y, sobre todo, de sus ingresos económicos. Por otra parte, las Cruzadas daban salida al afán nómada de muchos pueblos, todavía poco acomodados en su marco geográfico, en especial de los normandos, para los que vienen a ser la continuación de las grandes expediciones realizadas por sus belicosos antepasados vikingos.
También en este plano político cabe destacar que el movimiento de la Cruzada se integra en el gran proyecto de conquista cristiana del Mediterráneo contra el Islam: conquista iniciada en su frente terrestre por los reyes cristianos de la península Ibérica desde comienzos del siglo XI, tras la debacle del Califato de Córdoba; por los normandos al ocupar Sicilia y el sur de la península Itálica a mediados de aquel siglo y, en sus aspectos marítimos, por diversas ciudades italianas —Génova, Venecia, Pisa, Amalfi—, cuyas flotas suplantan a las berberiscas en los mares Tirreno y Adriático a lo largo de los siglos X y XI antes de aventurarse a hacerlo en la cuenca oriental del Mediterráneo. Si nos trasladamos al orden de razones eclesiásticas las Cruzadas fueron expediciones militares integradas por voluntarios, y organizadas por la Iglesia con el fin de recuperar los Santos Lugares que habían caído en poder de los turcos. Eso es innegable. Pero hay más. Ante todo, el Papa quería demostrar su autoridad, ¿y qué mejor plebiscito que un movimiento colectivo europeo en respuesta a su convocatoria de peregrinación? Las Cruzadas son representativas del carácter de la época, y, además, una fuente inagotable de poder y prestigio para los papas de los siglos XII y XIII. Sólo ellos podían convocarlas, otorgar la indulgencia plenaria y el emblema de cruzado a los que participaban en ellas y cumplían sus fines bajo la suprema autoridad del legado pontificio que las encabezaba. En segundo lugar, hay que destacar que si los papas escogieron como elemento fundamental de su convocatoria la práctica de una peregrinación, era sencillamente porque las peregrinaciones habían llegado a constituir una práctica religiosa común. Peregrinaciones a Santiago de Compostela, a Roma, a Jerusalén, eran recomendadas desde el siglo X como medio de mejora espiritual o de redención penitencial. Las peregrinaciones se habían iniciado ya en el siglo IV, pero nunca habían sido consideradas un medio relevante de manifestar la piedad. Por el contrario, en la Europa medieval sí que alcanzó este carácter, gracias a las condiciones emocionales y de mentalidad colectiva que surgieron en ella a lo largo del siglo X. Y fueron estas condiciones también las que facilitaron el paso conjunto de una simple estima a la peregrinación como medio de perfeccionamiento moral a una verdadera «mística de Cruzada» que sería el fundamento de los hechos que van a ocupar buena parte del escenario político-religioso altomedieval. Cuando este espíritu de Cruzada va decayendo, a lo largo del siglo XIII, ante la aparición de otras formas de religiosidad, y escarnecido también por la utilización de la Cruzada con fines políticos o económicos ajenos a su motivación original, entonces las Cruzadas habrán llegado también al término de su existencia.
Repasadas de forma muy sucinta, las Cruzadas fueron ocho expediciones militares en total. La primera, acordada en el Concilio de Clermont en 1095, fue convocada por el papa Urbano II que fijó en su convocatoria la finalidad de la expedición: peregrinar a los Santos Lugares y rescatarlos de manos de los infieles. La señal o emblema del cruzado sería una cruz roja en el hombro. Nombró al legado pontificio que debía dirigirla: Ademaro de Monteil, obispo de Puy, que fallecería antes de llegar a Jerusalén, y aseguró la protección de la Iglesia a las familias y bienes de los participantes. Las expediciones se fueron preparando a lo largo de todo el año 1096. Además de la ruta marítima, se contaba con la utilización de dos terrestres: el valle del Danubio y la calzada que, entre Dirraquio (Durazzo) y Tesalónica, cruzaba toda la península de los Balcanes. La Cruzada contó con dos expediciones: la popular y la de los caballeros. Los caminos confluían en Constantinopla, donde sería necesario contar con la colaboración bizantina para pasar al Asia Menor, cuya mayor parte estaba en manos de los turcos selyúcidas, dueños también de Palestina. Antes de que los señores feudales europeos que proyectaban su participación en la empresa hubieran concluido sus preparativos, la «mística de la Cruzada» desencadenó los primeros sucesos inauditos. Numerosos campesinos de las tierras renanas y lorenesas, inflamados por la perspectiva de la peregrinación, se concentraron en torno a Colonia, encabezados por líderes populares ansiosos de conducirlos a Jerusalén, en medio de un ambiente donde la espera en la segunda venida de Cristo y en la edificación de la Jerusalén celeste se combinaban con la exaltación del milagro, hecho cotidiano, y con la práctica del fanatismo religioso más exacerbado. La expedición popular, integrada por veinte o treinta mil personas, logró llegar a la península de Anatolia, donde fueron los causantes de las primeras matanzas de judíos que conoció la Europa medieval. La organización de su viaje fue anárquica. Los líderes, Pedro el Ermitaño, Gualterio Sans Avoir, Emich de Leisingen, no podían controlar las acciones de sus fanatizados seguidores y las violencias contra húngaros y bizantinos fueron frecuentes durante la marcha, aunque mucho menos de lo que cabía esperar. Una vez llegados a Constantinopla, se les embarcó hacia el otro lado del Bósforo rápidamente, traspasaron la frontera y, dada su absoluta falta de organización militar, fueron masacrados por los turcos en Nicea. Los supervivientes se incorporarían más adelante a las expediciones nobiliarias, mucho mejor organizadas. Aquella «cruzada popular» había sido, en definitiva, la manifestación más clara de los factores emocionales, sin tener en cuenta otras realidades. La segunda expedición, la militar, integrada por nobles y caballeros, fue llegando a Constantinopla entre finales de 1096 y abril de 1097. Primero arribó Hugo de Vermandois, en representación de su hermano, el rey Felipe I de Francia. A continuación, Godofredo de Bouillón, duque de la baja Lorena, junto con sus hermanos Eustaquio y Balduino y acompañado por muchos nobles de Lorena y Flandes. En abril llegaron por vía marítima los caballeros normandos procedentes del sur de Italia, con Bohemundo y Tancredo de Tarento al frente, y poco después Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, y otros señores provenzales con los que venía el legado pontificio. El emperador bizantino Alejo I Comneno hubo de hacer frente a verdaderos problemas logísticos ante la llegada de aquella avalancha de peregrinos, que alcanzó una cifra comprendida entre las sesenta mil y las cien mil personas; ante todo, asegurar su paso hacia el Asia Menor y también lograr de sus jefes un juramento de fidelidad, pues la colaboración con Bizancio era indispensable y todos los territorios por los que iban a pasar los cruzados eran o habían sido dominio del Imperio de Oriente desde la época romana. Los nobles europeos prometieron, en consecuencia, que ocuparían las tierras conquistadas como feudatarios del basileus y en nombre suyo. La marcha de los cruzados y de sus aliados bizantinos a través del Asia Menor no encontró muchas dificultades. El objetivo principal era dejar expedito el camino y evitar que permaneciesen sin conquistar fortalezas turcas en su retaguardia. La toma de Nicea en junio de 1097, y la inmediata victoria en Dorilea, aseguraron aquel objetivo. A continuación, el grueso de los peregrinos se dirigió a Antioquía, que soportó un prolongado asedio hasta que fue tomada en junio de 1098, mientras que Balduino, el hermano menor de Godofredo de Bouillón, penetraba más al interior, hasta el curso medio del Éufrates, donde habitaba una población armenia cristiana bajo protectorado selyúcida.
Balduino logró hacerse con la principal plaza fortificada de la región, Edesa, que iba a ser en los decenios siguientes el puesto avanzado de los europeos en el Próximo Oriente, como siglos antes lo había sido de los romanos. No fue sólo Balduino el que se procuró así un dominio territorial; Bohemundo de Tarento consiguió forjar otro en Antioquía gracias a su destacada participación en el cerco y permaneció como príncipe de la ciudad y de su territorio. Así, ambos nobles conseguían su secreta finalidad, que era alcanzar en aquellas tierras orientales, utilizando el pretexto de la Cruzada, lo que la fortuna o la herencia les habían negado en Europa. Las intenciones de la mayor parte de los cruzados eran, sin embargo, más auténticas y prosiguieron su marcha hacia Jerusalén bajo el mando de Raimundo de Saint-Gilles, Godofredo de Bouillón y los restantes nobles. A principios de junio de 1099 daban vista a la ciudad santa, cuyo asedio no se prolongó mucho porque, fanatizados por la creencia en ciertas visiones y milagros, los peregrinos se lanzaron al asalto de sus murallas el día 14. La toma de Jerusalén, a cuyo frente se puso el caudillo supremo de la Cruzada, Godofredo de Bouillón, se convirtió en un auténtico baño de sangre. Así lo narró un testigo presencial de los hechos: «Montones de cabezas, de manos y pies cercenados se veían por las calles… Dejadme decir que en los alrededores del templo de Salomón la sangre llegaba hasta las rodillas. Fue justo y especial castigo de Dios que aquel lugar fuese regado con la sangre de los infieles que por tanto tiempo habían acudido allí a blasfemar» (Crónica de Raimundo de Puy).
Una vez conquistada la ciudad de Jerusalén, surgió un triple problema de difícil resolución: político, eclesiástico y militar. La organización política se resolvió nombrando un rey. Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, renunció a serlo y fue elegido Godofredo de Bouillón, el cual, con gran habilidad, soslayó el título real y tomó el de «Barón del Santo Sepulcro» y este nuevo reino cristiano quedó organizado a la manera feudal característica de la época, lo que a la postre fue la causa de su ruina. El problema eclesiástico terminó con la llegada de un nuevo legado pontificio que nombró un patriarca de Jerusalén e inició la latinización del clero y de la liturgia en la ciudad, con gran duelo de los cristianos de rito ortodoxo que habitaban en ella desde los primeros siglos. Por fin, la principal cuestión militar consistía en completar la conquista y defenderla contra los previsibles ataques de los turcos, cuyos centros más cercanos eran Alepo y Damasco en Siria, y de los egipcios, bajo dominio entonces de la dinastía fatimí. Todo aquello se logró en los dos decenios siguientes con la conquista de las ciudades de la costa mediterránea palestina, libanesa y siria, la penetración hacia el interior en Judea, Samaria y Galilea, y la llegada al mar Rojo por Ákaba, tras ocupar el desierto de Negev. Aquellos territorios quedaron organizados políticamente en un reino principal, el de Jerusalén, del que eran vasallos más o menos nominales el principado de Antioquía, el condado de Edesa y el condado de Trípoli, que dominaba las costas centrales y septentrionales de la antigua Fenicia (actual Líbano), y que fue conquistado por Raimundo de Saint-Gilles y su hijo Beltrán entre 1100 y 1109. Los reyes, príncipes y condes que se sucedieron en estos nuevos feudos latinos de Tierra Santa mantuvieron luchas constantes con sus vecinos musulmanes, pero paulatinamente fueron adaptándose a las condiciones políticas de la región y consolidando la fuerza interior de sus estados. La aspiración más importante, y nunca lograda, fue el dominio del interior de Siria, en especial de las dos principales ciudades, Alepo y Damasco, desde las que provenían la mayoría de los ataques turcos. El flujo casi continuo de peregrinos y las expediciones mayores, como la que realizó la flota veneciana en 1124, ayudaron mantener las hostilidades en un plano de igualdad. Los venecianos consiguieron, por su parte, destruir la flota egipcia y consolidar el predominio de los mercaderes italianos en aquellas latitudes. Pero, a falta de culminar la principal tarea en los frentes terrestres, los caudillos cruzados conseguían por lo menos mantener la división en el seno de sus enemigos musulmanes: aquella división era su mayor seguridad y cuando los sarracenos comenzaron a superarla surgió el verdadero y grave peligro para los frágiles poderes europeos en el Próximo Oriente. La reacción de los musulmanes les llevó a contraatacar, y en 1128 Alepo pasó a manos del emir Zengi (1128-1146). Él y su hijo Nur al-Din (1146-1174) intentaron unificar la Siria islámica, una base de operaciones precisa para presentar batalla a los cruzados, cuyas relaciones con el Imperio de Oriente seguían siendo malas, por lo que poca ayuda podían esperar de los bizantinos. La nueva política de Zengi dio su primer fruto, entre 1144 y 1146, con la reconquista de Edesa, pieza clave de la defensa europea, dado su carácter de posición avanzada. La pérdida de Edesa fue un aldabonazo en la conciencia occidental: el rey de Jerusalén, Balduino III, y el príncipe de Antioquía, Raimundo de Poitiers, apelaron al pontífice Eugenio III para que se avivase el ardor de la Cruzada y se organizaran expediciones como las que se organizaron en 1096. El Papa contaba con el hombre adecuado para predicarla por su prestigio moral y político y por su gran elocuencia: se trataba de Bernardo de Claraval, el gran promotor de la reforma cisterciense dentro de la regla benedictina. La actividad del futuro san Bernardo fue, en efecto, muy considerable: removió los ánimos con sus encendidos sermones durante la Pascua de 1146, se impuso a los predicadores populares que intentaban crear un estado de ánimo colectivo similar al de la Cruzada popular de 1096, y obligó incluso a los propios reyes a ponerse al frente de los peregrinos. Así se convocó la II Cruzada en 1147 dirigida por Conrado III de Alemania y Luis VII de Francia; la expedición se puso en marcha a través del camino terrestre del valle del Danubio —una antigua ruta militar romana de la época del Bajo Imperio—, y que ya había sido empleado en la I Cruzada. Es destacable que, a pesar del auge del tráfico marítimo, las Cruzadas y peregrinaciones del siglo XII, sigan prefiriendo las rutas terrestres, en general; sin embargo, algunos expedicionarios, siguieron la ruta marítima en aquella ocasión y, a su paso por las costas de la península Ibérica, contribuyeron en diversa medida a la reconquista de tres ciudades importantes: Lisboa, Almería y Tarragona.
La expedición principal, comandada por el emperador alemán y el rey francés, fue un completo fracaso. Los contactos diplomáticos con el emperador bizantino, a su paso por Constantinopla, resultaron bastante hostiles. Los encuentros armados con los turcos en Asia Menor terminaron en sendas derrotas. La llegada a Antioquía en 1148 puso de manifiesto nuevas diferencias entre los cruzados y los poderes cristianos locales. Raimundo de Poitiers pidió a Conrado y a Luis que atacasen a Nur al-Din en su plaza fuerte de Alepo, pero ambos desoyeron su consejo y marcharon contra Damasco, cuyo emir era enemigo del de Alepo y mucho más favorable a los occidentales. El sitio de Damasco fracasó estrepitosamente, los cruzados volvieron a sus tierras y los colonos europeos que habían pedido su auxilio se vieron incapaces de contener el contraataque islámico: Damasco pasó a manos de Nur al-Din en 1154, realizándose así el proyecto árabe de unificar Siria. Poco antes, el caudillo musulmán había conquistado importantes territorios del principado de Antioquía. En la segunda mitad del siglo XII se inició la lenta agonía del Reino de Jerusalén y de sus vasallos en medio de una pugna política, diplomática y militar cada vez más angustiosa que contrastaba con la prosperidad y aumento de los intereses mercantiles de las repúblicas de Italia en el Mediterráneo Oriental, prueba de hasta qué punto estaban disociadas las pretensiones de los cristianos. Ante la retirada de sus aliados europeos, Balduino III intentó buscar de nuevo el apoyo bizantino y contrajo matrimonio con la princesa Teodora, pariente del emperador Manuel Comneno; a continuación se proyectó un nuevo asedio de Alepo, que no se llevó a efecto, y, entre tanto, uno de los principales vasallos de Balduino, Reinaldo de Châtillon, saqueó Chipre, que era dominio bizantino, lo que muestra cuán lejos estaban los deseos de alianza de su rey con respecto a una realidad marcada por el rechazo mutuo entre ambas comunidades cristianas: la católica-occidental, y la ortodoxa-oriental. Por otra parte, el poderío militar bizantino era ya muy escaso y, si en las décadas anteriores había conseguido reconquistar buena parte de la península de Anatolia, bastó una derrota militar en Frigia frente a los selyúcidas, la de Miriocéfalo en 1177, para acabar con los delirios de grandeza del emperador Juan II Comneno. El intento amistoso de Balduino III no tuvo continuación, y lo que se impondría definitivamente con respecto a Bizancio por parte de los europeos sería la hostilidad. Ellos, tanto como los turcos, contribuyeron a arruinar el antaño pujante Imperio de Oriente.
Amalarico I, que sucedió a su hermano Balduino, tuvo que enfrentarse con otro problema político mucho más grave, al llegar a su término y extinción la dinastía fatimí que gobernaba Egipto. Para Nur al-Din era el momento anhelado de unir Egipto y Siria y completar el cerco en torno al Reino de Jerusalén y asfixiar a los cruzados. Amalarico lo sabía, por lo que no dudó en ayudar a los vacilantes fatimíes entre 1164 y 1167 y, al comprobar que era insuficiente, invadió el delta del Nilo en 1168, intento desesperado que, dado lo exiguo de sus tropas, no podía terminar bien. Los egipcios se vieron obligados a llamar en su auxilio a Nur al-Din, que envió tropas de refresco al mando de Salah ed-Din (Saladino). Amalarico hubo de retirarse y Saladino cumplió entonces el verdadero objetivo para el que había sido enviado: eliminó al último emir fatimí y desde 1171 pasó a gobernar él mismo Egipto; entre 1174 y 1183 consiguió suceder a Nur al-Din en Siria. La ansiada unificación había sido completada. A partir de ese momento, el peligro para el Reino de Jerusalén y estados vasallos era inminente y todavía en 1172 el rey Amalarico sitió Damieta con auxilio bizantino, una de las salidas al mar del río Nilo. La empresa no tuvo éxito. Su sucesor Balduino IV (1174-1186), pasó todo su reinando combatiendo a Saladino y sus huestes, mientras la lepra le devoraba poco a poco el cuerpo; en él, más que en ningún otro personaje, se encarna toda la épica tragedia de las Cruzadas y de la presencia cristiana en Tierra Santa. Mal servido por sus vasallos, cuya fidelidad era más que cuestionable, y mal obedecido por la poderosas Órdenes militares y religiosas, que campaban por sus respetos, pudo retrasar el desastre durante algunos años gracias a su voluntad de hierro, pero la organización militar con la que contaba era insuficiente para enfrentarse a la nueva realidad de un Islam fuerte y acaudillado por un líder tan fuerte y carismático como Saladino. Pocos meses después de morir Balduino IV llegó la hora final, a la que hubo de hacer frente el nuevo rey, Guido de Lusignan. El día 4 de julio de 1187, en Hattin, cerca del lago Tiberíades, el ejército cristiano fue aniquilado por las tropas musulmanas; el número de cautivos resultó ser bastante elevado y aumentó a medida que Saladino iba ocupando sin dificultad las principales plazas: Acre, Jaffa, Beirut y, finalmente, Jerusalén… La resistencia se hizo fuerte en algunas ciudades costeras, en especial Tiro, Trípoli y Antioquía, desde los que partía la contraofensiva, porque la catástrofe había sido demasiado grande para que los poderes europeos, comenzando por el Papa, no se sintieran conmovidos. Pero la cuestión no era conmoverse, sino enviar refuerzos y que éstos, además, aceptasen la autoridad del rey de Jerusalén, y ambos aspectos, continuidad y respeto a los intereses de los colonos, más conscientes de sus necesidades, no se dieron jamás, ni en lo que quedaba del siglo XII ni en el XIII: tal vez, desde la perspectiva europea, fue aquél el mayor de los males que aquejaron a los asentamientos cristianos de ultramar. Es más, a lo largo de todo el siglo XIII el ideal de la Santa Cruzada seguirá presente, dará lugar a manifestaciones emocionales colectivas y sustentará nuevas expediciones a Tierra Santa. Pero no bastó; mientras nuevas formas de religiosidad cristiana sustituían a las que habían cimentado la Primera Cruzada y su mística, mientras los reyes de Europa utilizaban la Cruzada como una herramienta más de sus políticas y asestaban terribles golpes al único poder cristiano en Oriente, es decir, a Bizancio, los asentamientos europeos en Palestina se deslizaban lánguidamente hacia su desaparición, lo que sucederá en las postrimerías del siglo XIII. Luego, sólo el Reino de Chipre, por una parte, y por otro un arcaico y cortesano ideal de Cruzada que tenía únicamente eco en mentes caballerescas, serían los mudos testigos del pasado hasta bien entrado el siglo XVI, cuando españoles y venecianos baten a los otomanos en la memorable batalla naval de Lepanto (1571). En los meses que siguieron al desastre de Hattin, la resistencia se concentró en Tiro, bajo el mando de Conrado Monteferrato. El obispo de la ciudad viajó a Europa y comenzaron a llegar socorros desde Sicilia, Flandes, Dinamarca e Inglaterra. Jerusalén fue reconquistada por los musulmanes en 1187. Por supuesto, inmediatamente después, se predicó la III Cruzada. En 1189 se unieron a ella los tres monarcas europeos más poderosos de la época: el emperador alemán Federico I Barbarroja, el rey de Francia, Felipe II Augusto, y el de Inglaterra, Ricardo Plantagenet, más conocido como Ricardo Corazón de León. Todos prometieron que acudirían con sus huestes a la Cruzada, pero los reyes de Francia e Inglaterra estaban en guerra el uno con el otro, y su partida se aplazó más de lo deseable, dando lugar a que se adelantase el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el anciano Federico I Barbarroja, que pensaba utilizar la Cruzada en pro de su prestigio personal y político. La expedición alemana no alcanzó el éxito, a pesar de que había sido milimétricamente preparada, porque el emperador murió ahogado en Cilicia, en junio de 1190, y la expedición terminó también en un rotundo fracaso. Sólo una parte de su ejército logró llegar a Antioquía. Saladino, ante el peligro que le amenazaba, había ofrecido a los reyes cristianos dejar paso libre a los peregrinos que deseasen ir a Jerusalén, garantizando su seguridad, pero se negaba a devolver los territorios conquistados y, mucho menos, Jerusalén, por ser también una ciudad santa para el Islam. En su actitud de tolerancia no había nada anormal: los musulmanes la habían practicado habitualmente en los siglos que precedieron a las Cruzadas. Los restos del ejército alemán se retiraron a través de la ruta del Danubio. Mientras tanto, Guido de Lusignan había puesto cerco a Acre, caído también en manos de los sarracenos. El sitio se prolongó a lo largo de dos años, a partir de agosto de 1189, mientras Saladino cercaba a su vez a los sitiadores. Fue una de las acciones bélicas características de aquella época, en la que las batallas, las estrategias de asedio y técnicas de asalto a plazas fortificadas, o los movimientos rápidos de tropas no eran fáciles de realizar con las tácticas de guerra que se empleaban. El genio militar de griegos y romanos también se había perdido y olvidado con la cristianización del Imperio y las invasiones germánicas.
En abril de 1191, los reyes de Francia e Inglaterra se presentaron ante los muros de la ciudad. En el camino, Ricardo Corazón de León había conquistado Chipre, arrebatándoselo a los bizantinos. Con la presencia de ambos reyes, el asedio terminó y Acre volvió a manos cristianas. Felipe II de Francia regresó a su país inmediatamente, pero el rey inglés se dispuso a redondear la victoria y a intentar la reconquista de Jerusalén. Sus relaciones con Saladino y la historia de sus batallas en Tierra Santa son, acaso, el elemento más novelesco de las Cruzadas; no en vano la literatura y la industria del cine se han ocupado del tema varias veces. Ricardo era el típico rey medieval, Saladino, un hábil político árabe, al tiempo que un valeroso guerrero y un enemigo cortés y magnánimo. Al amanecer del 7 de septiembre de 1191 dio comienzo la batalla de Arsuf, la principal de cuantas se libraron en aquella campaña; fue un espectáculo sobrecogedor en el que destacó la brillante puesta en escena de la caballería pesada europea cargando en compacta formación. Ricardo recuperó todas las plazas costeras hasta Jaffa y obtuvo garantías de paso franco para todos los peregrinos que marcharan a Jerusalén, pero no pudo tomar la ciudad y regresó a Inglaterra en septiembre de 1192, tras acordar un Tratado de paz por cinco años con Saladino. Otra de sus últimas acciones fue investir a Guido de Lusignan con el Reino de Chipre, para compensarle por el de Jerusalén, que había perdido a manos de otros candidatos. El reino de Jerusalén sólo era un pálido reflejo nominal de lo que había sido. Su capital accidental pasaba por ser Acre, su territorio apenas se extendía más allá de la franja costera, y lo mismo ocurría con las plazas fuertes de Antioquía y Trípoli. Aquel resto de la presencia europea, más Chipre, restaurado y consolidado por la Cruzada de 1190, la tercera en la Ordenación tradicionalmente aceptada, pudo mantenerse un siglo más. Pero, si el Reino de Jerusalén nunca fue poderoso se debió, ante todo, a su fracaso como estado organizado. En la batalla de Hattin sólo tomaron parte mil doscientos jinetes y se supone que en Tierra Santa nunca vivieron de forma permanente más de un millar de caballeros, a los que se pueden añadir otros centenares encuadrados en la Órdenes militares y la clerecía de origen europeo. En total, contando familias, unas cinco mil personas, cuya principal característica demográfica era la de no mezclarse con la población árabe, lo que dificultó su adaptación al medio. A esta cúspide social de los colonos hay que añadir el campesinado venido de Europa, cuyo número exacto se ignora, y unos cinco mil escuderos que cumplían ciertas obligaciones militares y que, sumados a sus familias, constituían tal vez un núcleo de veinte mil personas. Tanto escuderos como campesinos se mezclaron muy pronto con la población local, constituida en su mayor parte por cristianos de diversos ritos orientales que habían convivido durante siglos con los musulmanes. Éstos y los judíos emigraron en su mayor parte, aunque permanecieron algunos núcleos. Por último hay que recordar las colonias de mercaderes italianos, instaladas en los puertos y que vivieron incluso más aislados que los caballeros, entre los que se dieron a veces alianzas matrimoniales con linajes armenios y bizantinos. Venidos de una Europa donde predominaba el sistema feudal, nada tiene de extraño que los cruzados lo implantaran en Tierra Santa como base de la organización económica, social y política. Y, al actuar sobre una tierra previamente despojada de sus anteriores sedimentos históricos, pudieron establecerlo en toda su pureza y plenitud, a pesar de ser un fenómeno importado y sin raigambre en Tierra Santa. El rey de Jerusalén, en efecto, contaba con diferentes gradaciones de vasallos, cada uno de los cuales poseía uno o varios feudos donde las poblaciones campesinas trabajaban bajo su mando. Los principales fueron el principado de Galilea, el condado de Jaffa y los señoríos de Sidón y Transjordania. Y ya hemos visto que los poderosos vasallos del rey de Jerusalén también se habían organizado según el mismo sistema: principado de Antioquía, y los condados de Edesa y Trípoli. Los dueños de los feudos tenían obligaciones militares proporcionales a la extensión e importancia de los mismos, como sucedía en Europa. También quedaban sujetas a ellas los señoríos de la Iglesia y de las órdenes militares, cuya principal característica, a diferencia de los laicos, era la dispersión territorial.
Aunque el rey de Jerusalén era vasallo del Papa, la organización eclesiástica del Reino dependía estrechamente del monarca, desde su cúspide, el patriarca de Jerusalén, al que él escogía de entre dos candidatos propuestos por los sacerdotes del Santo Sepulcro, hasta los cuatro arzobispos, nueve obispos, cinco priores y nueve abades mitrados. En Antioquía habitaba otro patriarca latino, que tenía jurisdicción sobre el principado y sobre los condados de Edesa y Trípoli. La organización eclesiástica era rica, y así se reflejaba en las prestaciones militares a que estaba obligada, no solo por las tierras y bienes que poseía el país, sino también por las donaciones de que se beneficiaba en Europa. Esta proyección europea del estamento eclesiástico de Tierra Santa se acentúa en el caso de las Órdenes militares, instituciones que nacieron precisamente allí con una finalidad militar y religiosa y cuya importancia bien merece que se destaque. Tales eran los fundamentos institucionales, sin olvidar a las ciudades mercantiles italianas, cuyos particulares intereses nunca estuvieron en función de los que mantenían los cruzados. Pero sus naves aseguraron la comunicación con Europa, la posibilidad de guerrear y, lo que es más importante, el comercio exterior de aquellos territorios, al integrarlo en los circuitos mercantiles más amplios que tenían establecidos por todo el Mediterráneo Oriental genoveses, venecianos, pisanos y, también, catalanes. A modo de trueque por aquellos servicios, obtuvieron franquicias fiscales, barrios y alhóndigas. Éstas, también llamadas «fondacos», eran casas públicas destinadas a la compra y venta del trigo. En algunas ocasiones servían también para el depósito y para la compra y venta de otros granos, comestibles o mercaderías que no devengaban impuestos o arbitrios de ninguna clase mientras no se vendían. Es cierto que, por lo demás, estos comerciantes italianos no eran aliados seguros, tanto por las rivalidades internas que los dividían como por anteponer sus intereses comerciales a cualquier otra consideración, pero precisamente por este último aspecto prestaron el mayor servicio, al potenciar las posibilidades mercantiles que Tierra Santa tenía en su condición de enclave terrestre situado en el centro de las rutas que unían tres continentes y que eran continuamente recorridas por caravanas. El comercio de tránsito fue tal vez su principal riqueza económica: especias, productos tintóreos, marfiles y porcelanas eran los productos más importantes, procedentes todos ellos de Asia. Sin duda, aquel tráfico obligaba a una benevolencia aduanera y a una cordialidad de relaciones fronterizas con los musulmanes. Las rentas de aduanas fueron los principales recursos hacendísticos con que contaron los reyes de Jerusalén y demás señores, y tanto más a medida que avanzaba el siglo XII. Aquel comercio alcanzaría su apogeo en la siguiente centuria, a pesar de los contratiempos militares y políticos, a pesar también de que contaminaba el primitivo espíritu de la Cruzada, impulsaba a tomar medidas hostiles contra la competencia comercial bizantina y a convivir en paz con el enemigo musulmán. Además, no bastaba para suplir la ayuda europea, siempre necesaria, pero contradecía los fundamentos ideológicos en que ésta pretendía basarse. El espíritu de Cruzada había provocado un fenómeno colonial y mercantil. No había sido el objetivo inicial, pero había ocurrido inevitablemente. Creaba esto una contradicción que se ponía de manifiesto muy claramente en el plano de las realidades económicas. Especialmente los intereses mercantiles y financieros de los mercaderes italianos. Estas consideraciones iban diametralmente en contra del impulso ideológico que originó la Cruzada.
Ultramar se hallaba permanentemente en suspenso sobre un dilema: se había fundado a causa de una mezcla de entusiasmo religioso y sed de aventuras. Sin embargo, si debía mantenerse vigoroso no podía depender de la ayuda continua de hombres y dinero procedentes de Occidente, sino que debía justificar su existencia desde el punto de vista económico, y esto solo podía alcanzarse si vivía en paz con sus vecinos. Pero la amistad y buena convivencia con el Islam parecía, a priori, una traición a los ideales cruzados y los sarracenos tampoco aceptarían nunca la presencia de un reino cristiano intruso en tierras que consideraban suyas por derecho de conquista. Nunca es fácil discernir entre postulados contradictorios de prosperidad material y fe ideológica. Los cruzados cometieron muchos errores y su política fue con frecuencia errática, pero se les puede culpar del fracaso en resolver un dilema para el cual no había solución. En efecto, con una ayuda europea cada vez más remisa, aquella «estrecha franja de tierra» mostraba claramente su pobreza e insuficiencia económica. Cuando predicó la Cruzada, el papa Urbano II había exaltado la abundancia y riqueza de Tierra Santa, pero su única fuente de conocimientos económicos al respecto eran los escritos bíblicos, y habían transcurrido muchos siglos desde que Josué y Gedeón llegaron a los feraces campos de la Tierra Prometida. Más allá de las paparruchas, los cereales eran escasos, así como los viñedos y el ganado mayor, lo que ofrecía perspectivas alimenticias muy precarias, aunque las importaciones y el abundante ganado menor cubrían en parte esta deficiencia. Además se desarrollaron actividades específicamente orientadas a la exportación hacia Europa: productos manufacturados, reliquias y recuerdos piadosos, aceite de oliva, azúcar de caña y tejidos de seda y lino. Es importante observar cómo algunas de estas materias irán avanzando hacia el Oeste de la mano de los mercaderes italianos hasta provocar, en los siglos siguientes, la aparición de nuevos centros productores en Sicilia, en el Magreb y en el sur de España. Por último, la madera extraída de los frondosos montes libaneses fue otra riqueza nada despreciable, en especial por su valor para la construcción naval. Así se fue haciendo la vida y escribiendo la historia de los estados cristianos en ultramar. Los caballeros y los colonos adoptaron formas de vida, costumbres y usos de aquellas tierras. Impusieron a su vez otras. Pero nunca hubo fusión de culturas ni llegó a surgir una sociedad nueva —producto del mestizaje— como resultado de sus políticas, cosa que sí se dio en España. La intolerancia e intransigencia religiosa era igualmente correspondida por ambas partes. Los europeos formaron siempre un cuerpo extraño a aquellas tierras: tal fue su principal obstáculo. Pero sí es cierto que la Santa Cruzada contribuyó a «formar un alma común de la Cristiandad occidental», y sí lo es también que la puso en contacto con formas de religiosidad más complejas, las bizantinas, e incluso heréticas, el maniqueísmo, apenas influyó en otros aspectos de la vida europea.
La Cruzada no resolvió el problema demográfico de Europa, porque de ellos se encargaron las grandes colonizaciones interiores de los siglos XI al XIII. No fue factor determinante del auge comercial italiano, catalán y provenzal en el Mediterráneo, que obedeció a factores y circunstancias distintos, aunque ayudara en cierta medida a mantenerlo. No fueron causa importante de enriquecimiento técnico e intelectual para Europa, porque los principales beneficios tomados del Islam en este aspecto fueron transmitidos por los hispanoárabes y llegaron a Europa a través de los reinos cristianos de la península Ibérica. Como fenómeno colonial revistieron todos los inconvenientes y los aspectos más negativos de las primeras campañas: brutalidad de la conquista, rivalidades y luchas intestinas entre los mismos europeos que la realizaban, incomprensión e intolerancia hacia las peculiaridades culturales y religiosas de musulmanes, armenios y, sobre todo, bizantinos.
La IV Cruzada fue organizada en 1202, y no lo fue en el sentido estricto. La utilizó primero el dux de Venecia, Enrique Dándolo, para apoderarse en el Adriático del puerto de Zara, su rival comercial, e intervino luego en las luchas intestinas del debilitado Imperio Bizantino, fundando a continuación el llamado Imperio Latino bajo el gobierno de Balduino de Flandes, jefe de los supuestos cruzados. Puede decirse que Bizancio fue la víctima principal de las Cruzadas: la conquista de Constantinopla en 1204 por una expedición europea fue la culminación de aquella historia de mutuas animadversiones. En el plano religioso y eclesiástico, el fenómeno de las Cruzadas también iba a tener algunas consecuencias negativas: el fisco pontificio tuvo motivo para hacerse más gravoso en toda Europa. La práctica de las indulgencias comenzó a ser abusiva en muchas ocasiones. El antisemitismo, hasta entonces solapado, salió a la luz, provocando las primeras matanzas de hebreos en Europa. Y, sobre todo, se utilizó el nombre y la idea de Cruzada para promover acciones cuya razón y origen eran distintos a los de la Cruzada original. La creación de las Órdenes militares, por fin, introdujo en Europa un conjunto de fuerzas señoriales que resultó a la larga más perjudicial que beneficioso. La V Cruzada se puso en marcha en 1216 dirigida por Andrés II de Hungría, y no obtuvo tampoco ningún resultado práctico, lo mismo que la VI dirigida por el emperador Federico II, porque, aunque por el Tratado de Jaffa obtenía sin lucha las ciudades santas de Jerusalén, Nazaret y Belén, no atendió estas plazas y se perdieron poco después. Las dos últimas Cruzadas fueron comandadas por el rey francés Luis IX el Santo. La VII, en 1248, la llevó a cabo en Egipto y conquistó Damieta, desde donde intentó avanzar hacia El Cairo; pero sufrió tales pérdidas que tuvo que capitular y pagar un alto rescate. La VIII y última, en 1270, marchó a Túnez por la creencia de que su rey quería hacerse cristiano. Pero el supuesto era falso, y san Luis sitió la ciudad ante la que murió víctima de la peste. Los elementos emocionales del espíritu inspirador de la Cruzada son dos, los más profundos en la religiosidad europea de la época: la angustia vital por la salvación personal y la parusía —del griego παρουσία, que significa presencia o llegada—; esto es, la convicción absoluta de los fieles cristianos en el segundo y glorioso advenimiento de Cristo, que supondría el fin de los tiempos y el día del juicio a justos y a pecadores, a los vivos y a los muertos. La peregrinación colectiva a Jerusalén, con la cruz como único símbolo, aparte de redimir los pecados mediante la indulgencia y la penitencia, preludia la edificación de la Jerusalén celestial predicada por los padres de la Iglesia primitiva. La llamada pontificia había tocado en el nervio más sutil de la mentalidad colectiva europea. A medida que ésta vaya transformándose, el ideal de Cruzada se irá deformando y deshaciendo. Es significativo apuntar que duró mucho más tiempo entre las clases sociales humildes, tal vez, porque no llegaban a encontrar en su triste vida cotidiana el sentido de un destino colectivo e individual válido, o, por los menos, esperanzador.


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