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martes, 31 de octubre de 2017

La terrible herejía que compartieron cátaros y templarios

La región del Languedoc, situada en el sur de Francia, es una zona que estuvo habitada por romanos, visigodos y merovingios a partir del siglo V y, hasta bien entrado el siglo XIII fue un principado independiente, con una cultura y una lengua propias que la unían más a los condados catalanes que al reino franco del norte. Allí, como en Cataluña, Aragón y Valencia, los templarios, y en el caso del Languedoc—Rosellón los cátaros, practicaron una tolerancia religiosa que contrastaba con el fanatismo religioso imperante en el resto de Europa, incluida la ahora mitificada Andalucía musulmana. Tras la debacle del Reino visigodo de España, a principios del siglo VIII, las doctrinas y corrientes islamistas traspasaron los Pirineos para instalarse en la antigua Galia Narbonense. Pero antes que éstas, el judaísmo ya había impregnado aquellas tierras unos siglos antes. Frente a una Iglesia católica absolutamente corrompida, muchos se apartaron de ella y se acercaron a otros postulados y formas de aproximarse a Dios; y no dudaron en predicar sus ideas, en dejar al descubierto la impostura que la Iglesia estaba llevando a cabo. Pero la Iglesia nunca estuvo dispuesta a ceder su terreno frente a ningún predicador advenedizo; por lúcido que éste fuera; cuanta más razón tuviera, cuantos más seguidores obtuviese; más hacía peligrar su monopolio espiritual y político sobre la población. La mejor manera de evitar la proliferación de predicadores era tachándolos de herejes y enviándolos a la hoguera. Los disidentes no obtuvieron de la Iglesia un mejor trato que las brujas y hechiceros.
Los cátaros del Languedoc, los «bons homes», fueron quienes sufrieron una de las más sangrientas persecuciones por parte de la Iglesia. Dado que rechazaban cualquier autoridad de la jerarquía eclesiástica, incidían directamente sobre la estabilidad de las castas clericales locales, lo que les creaba enemigos irreconciliables y muy peligrosos a cada paso que daban. Como los antiguos gnósticos, los cátaros predicaban que el acercamiento del hombre a lo divino no debía establecerse única y exclusivamente a través de la fe ciega que la Iglesia católica imponía, sino, más bien, a través del conocimiento o «gnosis». Su idea era que no había un solo dios, sino dos: uno bueno y otro malo, el «Rex Mundi», el antiguo «Demiurgo» de los cristianos gnósticos. Rechazaban la misa y los demás oficios religiosos porque no creían en la divinidad de Cristo; para ellos, éste había sido un hombre extraordinario que había muerto por defender sus ideales y a consecuencia de sus propios errores y pecados, y no para salvar al resto de la humanidad. De ahí que se negaran rotundamente a utilizar el símbolo de la cruz. Incluso muchos —y esto es muy significativo—, dudaban que Jesús hubiese muerto realmente en el madero. Si bien templarios y cátaros partían, al menos aparentemente, desde puntos de vista y creencias distintas, se sabe que la relación entre ellos fue muy estrecha. Seguramente ambos eran conscientes de la desmedida ambición de poder de la Iglesia y de su afán por intervenir en los asuntos mundanos, y desde luego no compartían el fanatismo de muchos clérigos, dispuestos a enviar a la hoguera a cualquiera que no aceptara los dogmas de fe establecidos por la jerarquía eclesiástica. Algunos templarios destacados, como el gran maestre Bertrand de Blanchefort, había nacido en el seno de familias cuyos antepasados habían sido cátaros y según estiman algunos historiadores, al menos en la región del Languedoc, muchos de los miembros del Temple tenían creencias más cercanas al catarismo que al catolicismo. Al parecer, cuando se desató la cruzada contra los albigenses que supuso el exterminio de los cátaros, muchos caballeros del Temple lucharon del bando de éstos valerosamente. Cosa que también hizo el rey de Aragón, Pedro II, cuyo sobrenombre, paradójicamente era «el Católico». Este apoyo dado a los cátaros, influyó, un siglo más tarde, para proclamar también herejes a los propios templarios. Como ya hemos dejado dicho, una de las creencias compartidas por cátaros y templarios era la de que Jesús no era el Hijo de Dios. Por lo tanto, fue mortal, sufrió la flagelación, fue crucificado y sepultado. Esa fue la terrible herejía que compartieron cátaros y templarios, y que llevó a ambos a la hoguera de la Inquisición.


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