La región del Languedoc, situada en el sur de Francia, es
una zona que estuvo habitada por romanos, visigodos y merovingios a partir del
siglo V y, hasta bien entrado el siglo XIII fue un principado independiente,
con una cultura y una lengua propias que la unían más a los condados catalanes
que al reino franco del norte. Allí, como en Cataluña, Aragón y Valencia, los
templarios, y en el caso del Languedoc—Rosellón los cátaros, practicaron una
tolerancia religiosa que contrastaba con el fanatismo religioso imperante en el
resto de Europa, incluida la ahora mitificada Andalucía musulmana. Tras la debacle del Reino visigodo de España, a principios
del siglo VIII, las doctrinas y corrientes islamistas traspasaron los Pirineos
para instalarse en la antigua Galia Narbonense. Pero antes que éstas, el
judaísmo ya había impregnado aquellas tierras unos siglos antes. Frente a una Iglesia católica absolutamente corrompida,
muchos se apartaron de ella y se acercaron a otros postulados y formas de
aproximarse a Dios; y no dudaron en predicar sus ideas, en dejar al descubierto
la impostura que la Iglesia estaba llevando a cabo. Pero la Iglesia nunca
estuvo dispuesta a ceder su terreno frente a ningún predicador advenedizo; por
lúcido que éste fuera; cuanta más razón tuviera, cuantos más seguidores
obtuviese; más hacía peligrar su monopolio espiritual y político sobre la
población. La mejor manera de evitar la proliferación de predicadores era
tachándolos de herejes y enviándolos a la hoguera. Los disidentes no obtuvieron
de la Iglesia un mejor trato que las brujas y hechiceros.
Los cátaros del Languedoc, los «bons homes», fueron quienes
sufrieron una de las más sangrientas persecuciones por parte de la Iglesia. Dado que rechazaban cualquier autoridad de la jerarquía
eclesiástica, incidían directamente sobre la estabilidad de las castas
clericales locales, lo que les creaba enemigos irreconciliables y muy
peligrosos a cada paso que daban. Como los antiguos gnósticos, los cátaros predicaban que el
acercamiento del hombre a lo divino no debía establecerse única y
exclusivamente a través de la fe ciega que la Iglesia católica imponía, sino,
más bien, a través del conocimiento o «gnosis». Su idea era que no había un
solo dios, sino dos: uno bueno y otro malo, el «Rex Mundi», el antiguo
«Demiurgo» de los cristianos gnósticos. Rechazaban la misa y los demás oficios religiosos porque no
creían en la divinidad de Cristo; para ellos, éste había sido un hombre
extraordinario que había muerto por defender sus ideales y a consecuencia de sus
propios errores y pecados, y no para salvar al resto de la humanidad. De ahí
que se negaran rotundamente a utilizar el símbolo de la cruz. Incluso muchos —y
esto es muy significativo—, dudaban que Jesús hubiese muerto realmente en el
madero. Si bien templarios y cátaros partían, al menos
aparentemente, desde puntos de vista y creencias distintas, se sabe que la
relación entre ellos fue muy estrecha. Seguramente ambos eran conscientes de la
desmedida ambición de poder de la Iglesia y de su afán por intervenir en los
asuntos mundanos, y desde luego no compartían el fanatismo de muchos clérigos,
dispuestos a enviar a la hoguera a cualquiera que no aceptara los dogmas de fe
establecidos por la jerarquía eclesiástica. Algunos templarios destacados, como el gran maestre Bertrand
de Blanchefort, había nacido en el seno de familias cuyos antepasados habían
sido cátaros y según estiman algunos historiadores, al menos en la región del
Languedoc, muchos de los miembros del Temple tenían creencias más cercanas al
catarismo que al catolicismo. Al parecer, cuando se desató la cruzada contra
los albigenses que supuso el exterminio de los cátaros, muchos caballeros del
Temple lucharon del bando de éstos valerosamente. Cosa que también hizo el rey de Aragón, Pedro II, cuyo
sobrenombre, paradójicamente era «el Católico». Este apoyo dado a los cátaros,
influyó, un siglo más tarde, para proclamar también herejes a los propios
templarios. Como ya hemos dejado dicho, una de las creencias compartidas por
cátaros y templarios era la de que Jesús no era el Hijo de Dios. Por lo tanto,
fue mortal, sufrió la flagelación, fue crucificado y sepultado. Esa fue la terrible herejía que compartieron cátaros y templarios, y que llevó a ambos a la hoguera de la Inquisición.
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