Artículos

miércoles, 17 de enero de 2018

Primera Guerra Carlista (1833-1840)

Esta guerra civil española se desarrolló de 1833 a 1840 entre los carlistas, partidarios del infante don Carlos María Isidro de Borbón y de un régimen absolutista, y los isabelinos, defensores de Isabel II y de la regente doña María Cristina de Borbón, cuyo gobierno fue originalmente moderado y que acabó convirtiéndose en liberal para obtener el apoyo popular. La guerra la planteó don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, por la cuestión sucesoria, ya que había sido el heredero al trono durante el reinado de su hermano Fernando VII, debido a que éste, después de tres matrimonios, carecía de descendencia. Sin embargo, el nuevo matrimonio del rey y el embarazo de la reina abrieron una nueva posibilidad de sucesión. En marzo de 1830, seis meses antes de su nacimiento, el rey publica la Pragmática Sanción de Carlos IV aprobada por las Cortes de 1789, que dejaba sin efecto el Reglamento de 10 de mayo de 1713 que excluía la sucesión femenina al trono hasta agotar la descendencia masculina de Felipe V. Se restablecía así el derecho sucesorio tradicional castellano, recogido en Las Partidas, según el cual podían acceder al trono las hijas del rey difunto en caso de morir el monarca sin hijos varones. No obstante, don Carlos María Isidro no reconoció a Isabel como princesa de Asturias, y cuando Fernando murió el 29 de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su madre, doña María Cristina de Borbón–Dos Sicilias, y Carlos en el Manifiesto de Abrantes mantuvo sus derechos dinásticos, llevando al país a la Primera Guerra Carlista. Pero la cuestión dinástica no fue la única razón de la guerra. Tras la guerra con los franceses, Fernando abolió la Constitución de 1812, pero después del Trienio Liberal (1820-1823), Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, y en los últimos años de su reinado permitió ciertas reformas para atraer a los sectores liberales, que además pretendían igualar las leyes y costumbres en todo el territorio del Reino eliminando los fueros y las leyes particulares, al tiempo que los sectores más conservadores se agrupaban en torno a su hermano don Carlos. El campo y las pequeñas ciudades de Vasconia y Navarra apoyaron mayoritariamente al pretendiente Carlos debido a su tradicionalismo foral, gracias al apoyo que le dio el bajo clero local. Muchos autores han especulado con la posibilidad de que la causa carlista en las provincias Vasconia y Navarra fuese fundamentalmente foralista. No existe consenso en este análisis, puesto que otros autores rebaten esta interpretación, haciendo la principal razón del apoyo vasco y navarro al influjo del clero en la sociedad. En Aragón y Cataluña se vio como una oportunidad de recuperar sus derechos forales, perdidos tras la guerra de Sucesión Española, mediante los Decretos de Nueva Planta de 1714. La jerarquía eclesiástica se mantuvo ambigua, aunque una parte importante del clero —como por ejemplo, el famoso Cura Merino— se unió a los carlistas. En el otro bando, los liberales y moderados se unieron para apoyar a doña María Cristina y a su hija Isabel. Controlaban las principales instituciones del Estado, la mayor parte del Ejército y todas las ciudades importantes. Los liberales recibieron apoyo de Inglaterra, Portugal y Francia en forma de créditos para el Tesoro y de fuerzas militares. Los británicos enviaron la Legión Auxiliar Británica, cuerpo de voluntarios al mando del general George Lacy Evans, en tanto que la Royal Navy realizaba funciones de bloqueo. Los portugueses enviaron una división auxiliar bajo el mando del barón Das Antas y los franceses a la Legión Extranjera además de colaborar en el control de la frontera y de las costas españolas. Desgraciadamente, España se convirtió, una vez más, en un campo de batalla donde los extranjeros camparon a sus anchas mientras los españoles se mataban entre sí. No es de extrañar, pues, que nuestro país cayese en una decadencia tan profunda, que iba a prolongarse durante más de un siglo y medio.
Ofensiva carlista
La primera fase tiene lugar al comienzo de la guerra. Son los carlistas quienes, guiados por líderes más eficientes, organizan a las tropas en los principales territorios que dominaban: el Norte, Cataluña y el Maestrazgo. Cabe destacar la actuación de líderes como Zumalacárregui en el Norte, o don Ramón Cabrera en el Maestrazgo. Fue importante también la actuación de Guergué en Cataluña, que unificó las partidas catalanas. La fase comienza en 1833 y termina en 1835 con la muerte de Zumalacárregui. El carlismo puso en jaque al gobierno de la Regenta. La fase comienza en 1835 y termina en 1837. Los isabelinos logran una mayor coordinación y consolidan su posición dentro del territorio carlista. Famosa por las numerosas expediciones carlistas, siendo las más importantes la de don Miguel Gómez Damas en 1836, que recorrió toda España y la expedición Real, encabezada por don Carlos María Isidro en persona, que amenazó en 1837 la capital. La acción más importante fue el sitio de Bilbao en 1836, y que acabó con una nueva derrota carlista. Tras la batalla de Luchana los carlistas pierden la oportunidad de tomar Bilbao y una de las últimas ocasiones de ganar la guerra, limitándose desde entonces a defender el territorio que aún controlan hasta que la falta de efectivos y las convulsiones dentro de la corte del infante don Carlos, obligan en 1839 a firmar la paz. Si bien Cabrera resistiría en el Maestrazgo un año más. Destaca Espartero como líder indiscutible de las fuerzas isabelinas. Tras la muerte de Fernando VII, el pretendiente don Carlos nombró a don Joaquín Abarca como ministro universal e hizo un llamamiento al Ejército y a las autoridades para que se sumaran a su causa, pero con escasa repercusión. En el ámbito internacional tan solo el rey Miguel I de Portugal lo reconoció —con la esperanza de poder sacar tajada de la guerra civil española—, lo que llevó a la ruptura diplomática entre España y Portugal. En los primeros días de octubre se sucedieron las insurrecciones en varios puntos de España, protagonizadas por agrupaciones locales de Voluntarios Realistas, en general con poco éxito, excepto en el provincias Vasconia, Navarra y Logroño, pero sin llegar a controlar más que por poco tiempo las ciudades de dichos territorios. Las sublevaciones no tuvieron el apoyo del Ejército. Así, el general Ladrón de Cegama, sin mando en Valladolid —residencia de la Capitanía General de Castilla la Vieja—, y el coronel don Tomás de Zumalacárregui, retirado pero viviendo en la plaza fuerte de Pamplona, huyeron de sus lugares de residencia para pronunciarse sin arrastrar consigo fuerza alguna de las guarniciones de las plazas en las que se encontraban. La guerra se inicia cuando el general Ladrón de Cegama proclamó Rey al infante don Carlos con el nombre de Carlos V el 6 de octubre de 1833 en Tricio (La Rioja), pasando después a Navarra para unirse a los sublevados de allí. La unión de estos voluntarios en Navarra fue el embrión de las tropas de las que se hizo cargo don Tomás de Zumalacárregui, y que hicieron posible que la guerra durase siete años. Las fuerzas carlistas del Norte quedaron centradas en la figura de don Tomás de Zumalacárregui, que organizó en poco tiempo un ejército carlista en Navarra, al que también se unieron los carlistas vascos debilitados tras la expedición de don Pedro Sarsfield.
Zumalacárregui equipó a sus hombres con armas tomadas a los ejércitos isabelinos en el campo de batalla, o en ataques a fábricas y convoyes, y consciente de su inferioridad numérica y armamentística, reprodujo la táctica guerrillera que conocía desde los días de la guerra de Independencia, amparándose en lo accidentado del relieve y en el apoyo de gran parte de la población civil. El 7 de diciembre de 1833, las diputaciones de Vizcaya y de Álava le nombraron jefe de las tropas de estas provincias. Muy popular entre sus soldados, que le llamaban «Tío Tomás», no dudó en mostrarse cruel en la represión de los liberales ni en emplear el terror para mantener controlado el territorio. Durante el año 1834 se sucedieron las victorias carlistas en importantes acciones, como el asalto a un convoy de armas entre Logroño y Cenicero, las acciones de Alegría de Álava y Venta de Echavarría. Pero para los carlistas el año acabó con una importante derrota en la batalla de Mendaza y la prudente retirada en la batalla de Arquijas. En marzo y abril de 1835, con la acción de Larremiar contra don Francisco Espoz y Mina, Zumalacárregui volvió a entrar con éxito en el teatro de operaciones. Con la Acción de Artaza contra don Gerónimo Valdés, Zumalacárregui desbarató a las tropas isabelinas, que se vieron obligadas a desmantelar todas las estratégicas guarniciones que ocupaban —Maeztu, Alsasua, Elizondo, Santisteban y Urdax, entre otras—, quedando como únicas guarniciones las de las capitales de las provincias Vasconia, Pamplona y algunos puertos de la costa. El grueso del ejército isabelino se retiró a la orilla sur del río Ebro. Animado por sus éxitos militares, y por la necesidad de obtener financiación y reconocimiento internacional, el pretendiente don Carlos le ordenó tomar Bilbao, a pesar de la opinión de Zumalacárregui, que hubiera preferido atacar Vitoria, y desde allí dirigirse a Madrid. La operación comenzó exitosamente, al abrirse paso hacia Bilbao tras vencer al general Espartero en el Puerto de Descarga, comenzando a sitiar la capital vizcaína el 10 de junio de 1835; pero, herido mortalmente Zumalacárregui cuando observaba las operaciones, falleció el 24 de junio de 1835. En octubre de ese mimo año, don Nazario Eguía asumió el puesto de comandante en jefe de las tropas carlistas en las provincias Vasconia y Navarra. Durante su mandato el ejército carlista aumentó sus efectivos hasta llegar a los 36.000 hombres y su sucesor, don Bruno Villarreal, se caracterizó por fomentar las expediciones fuera del territorio carlista. Don Bruno Villarreal se caracterizó por fomentar las expediciones fuera del territorio carlista. En octubre de 1836 tuvo lugar el segundo sitio de Bilbao, que fracasó a los cinco días de haberse iniciado, y en noviembre un tercer intento que duró mes y medio, también fracasó ante la defensa numantina de don Baldomero Espartero. El descalabro ante Bilbao de los carlistas, provocó el nombramiento de don Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza como nuevo comandante en jefe de los carlistas, que en marzo de 1837 vencieron a las tropas liberales en la batalla de Oriamendi. Mientras tanto, los sectores más radicales del carlismo se habían hecho con el control político, acrecentado tras la Expedición Real, y don Juan Antonio Guergué se hizo con el mando del ejército hasta junio de 1838, pero tras la batalla de Peñacerrada, Guergué fue sustituido por don Rafael Maroto, quien reorganizó el ejército y mandó fusilar en febrero de 1839 a Guergué y a otros militares acusados de conspirar en su contra, al tiempo que intentaba conseguir del Pretendiente la destitución de sus adversarios, por lo que fue destituido a su vez por don Carlos, aunque pocos días después fue restituido en su puesto por el Pretendiente, que accedió a sus demandas. Maroto negoció con el gobierno de Isabel II sin el apoyo del Pretendiente y con la oposición de parte de sus tropas, y el 29 de agosto de 1839 Espartero y un grupo de oficiales carlistas, representantes de Maroto, firmaron el Convenio de Oñate que puso fin a la guerra en el norte de España, confirmado con el conocido «Abrazo de Vergara» entre Maroto y Espartero el 31 de agosto. El 14 de septiembre de 1839 el pretendiente carlista y las tropas que aún le eran fieles, cruzaron la frontera francesa y la guerra terminó en el frente del Norte.
En el frente de Castilla la Vieja, fue en Burgos y Soria donde más éxito tuvo la insurrección, movilizando un total de 10.000 hombres al mando de Jerónimo Merino e Ignacio Alonso Cuevillas. En Cataluña, en abril de 1834, entró una partida procedente del Maestrazgo al mando de Manuel Carnicero pero fracasó. A pesar de esto, se mantuvieron movilizadas numerosas partidas guerrilleras. El 13 de noviembre de 1833 los carlistas obtienen una importante victoria: Morella se subleva y enarbola el estandarte de Carlos V. Don Carlos Victoria, comandante de la plaza de Morella, hace salir a las tropas de la ciudad con una treta. Cierra las puertas de la ciudad y junto con don Rafael Ram de Viu —barón de Herbés— y Manuel Carnicero se suman al bando carlista. Pese a este acto, las tropas gubernamentales se ponen en movimiento y mandan a Morella una importante columna dirigida por Horé. Los carlistas ante esta amenaza huyen de Morella en diciembre. Después el barón de Herbés y otros líderes carlistas son apresados en Calanda y fusilados el 27 de diciembre. Pese a estas ejecuciones sumarísimas, la llama de la rebelión se había encendido en las tierras del Maestrazgo y en la ribera del Ebro, pues otros líderes como Carnicero, Quílez y Cabrera continuaron luchando. Las partidas del Maestrazgo y Aragón eligieron a Manuel Carnicero como su jefe en febrero de 1834. Tras su fusilamiento en abril de 1835 tomó el mando su segundo, Ramón Cabrera, quien dio ánimos a las fuerzas carlistas, insuficientes para obtener una victoria decisiva sobre las tropas liberales, de forma que en 1836 Evaristo de San Miguel conquistaba para los isabelinos Cantavieja. En 1837 Cabrera consigue reconquistar el territorio perdido y en enero de 1838 toma Morella, a la que convierte en capital de su administración, extendiendo su territorio por Aragón, norte de Valencia y sur de Cataluña. Sin embargo, el fin de la guerra en el Norte hizo que Espartero llegara a Zaragoza al frente de 44.000 hombres en octubre de 1839 y estableciera su cuartel general en Mas de las Matas. Cabrera consigue mantener la resistencia hasta el 30 de mayo de 1840, cuando Espartero conquistó Morella y Cabrera y se dirigió a Berga.
El frente de Cataluña
En el Principado las numerosas partidas de milicianos catalanes actuaban sin coordinación. El mando del Pretendiente envió un contingente de fuerzas del territorio carlista vasconavarro, seleccionado entre los más experimentados batallones de los que disponía, en agosto de 1835 bajo el mando de Juan Antonio Guergué formado por 2.700 hombres con la misión de organizar el frente en Cataluña. Llegado a su destino Guergué, consiguió agrupar una numerosa fuerza, intentando tomar Olot pero fracasando en el intento. Seguidamente, Guergué organizó las tropas carlistas catalanas en un documento oficial que se enviaría al Pretendiente y a los cabecillas respectivos. En el mismo documento él pone de manifiesto que las tropas con las que cuenta son unos 19.000 hombres, descontando las traídas por él. Sin embargo estos datos son poco fiables debido a que dan un número alto de guerrillas no identificadas. No obstante, el número debía ser muy alto. Tras la marcha de Guergué de Cataluña asumieron el mando Ignacio Brujo y Rafael Maroto. Éste estuvo apenas unos meses, creó confusión y tuvo muchas derrotas así que en diciembre de 1836 fue sustituido por don Blas María Royo de León, que había sido jefe del estado mayor de la expedición de Guergué. Royo logró victorias importantes como el desastre de Oliver y la conquista de Solsona. En 1837 se hizo con el mando uno de los miembros de la Expedición Real, don Juan Antonio de Urbiztondo, que conquistó Berga en julio y la convirtió en la capital del carlismo catalán. Los problemas entre la Junta de gobierno de Berga y Urbiztondo llevaron al nombramiento de José Segarra y posteriormente, en julio de 1838, al del conde de España, que se esforzó en modernizar a sus tropas al tiempo que se aproximaba a los sectores más radicales del carlismo, lo que provocó el descontento de la oficialidad carlista, que solicitaron su destitución al Pretendiente, y la consiguieron en octubre. La llegada de combatientes carlistas procedentes del frente norte tras la firma del Convenio de Oñate, consiguió prolongar la guerra en Cataluña unos meses más hasta que las últimas tropas carlistas dirigidas por Cabrera cruzaron la frontera francesa el 6 de julio de 1840.
En ambas Castillas los movimientos carlistas fueron más importantes en las zonas cercanas a las provincias Vasconia y Navarra, los carlistas, bajo la presión de las tropas isabelinas, acabaron amparándose en los carlistas vasconavarros, formando los batallones castellanos. Sus jefes más importantes fueron Balmaseda, Basilio García, Jerónimo Merino y Cuevillas. Organizaron correrías por el territorio controlado por el bando isabelino, llegando en ocasiones hasta La Mancha. Los húsares de Ontoria, una unidad selecta formada por expertos jinetes castellanos, y dirigida por Balmaseda, fue la unidad más importante de la caballería castellana que terminó combatiendo con Cabrera. No pudiendo cruzar el Ebro en la fase final del conflicto al caer el Maestrazgo en manos de Espartero, intentaron huir a Francia dando el rodeo por Cuenca, Soria, Burgos, La Rioja y Navarra, desolando con sus tropelías y robos las poblaciones que atravesaban. Gran parte de ellos fueron finalmente interceptados en Navarra, cuando Cabrera hacía ya tiempo que se encontraba en Francia y, por lo tanto, la guerra había finalizado. Por ello fueron considerados bandoleros y ejecutados. En Castilla la Nueva los movimientos carlistas se centraron en Ciudad Real y en las zonas próximas a Cabrera (Cuenca) y también en Albacete. La partida más importante de la región fue la de los hermanos Palillos. Esta partida estaba formada por jinetes en su mayor parte y llegó a ser numerosa comparada con las demás cuadrillas manchegas, que nunca fueron muy superiores a un par de centenares de hombres. En la provincia de Ciudad Real se formaron más de un centenar de partidas, algunas con apenas una decena de hombres y otras superando varios centenares. Tres son las causas de esta proliferación: a) Dada la orografía montañosa y el tránsito a través de la provincia de las comunicaciones Madrid–Andalucía, desde tiempo muy atrás el bandolerismo estaba muy desarrollado. b) Estas circunstancias fueron básicas para que durante la guerra de la Independencia se creasen numerosas partidas guerrilleras con gran actividad. c) La provincia, muy depauperada, con la tierra prácticamente en poder de unas pocas personas, no solo provocaba pobreza en las gentes que trabajaban el campo, sino también en las localidades donde los zapateros, sastres y demás oficios tenían unos ingresos muy bajos ya que sus clientes, los trabajadores del campo, carecían de dinero. Las experiencias del bandolerismo, las de las guerrillas que lucharon contra los franceses, la pobreza de los habitantes y las quintas que se llevaban a tantos hombres jóvenes que estaban aportando ingresos en la economía familiar, hizo que los caudillos carlistas encontrasen con facilidad personas tanto en el campo como en las ciudades para engrosar sus filas. Ocurría también con frecuencia que pequeñas partidas admitían el indulto y se reincorporaban a sus quehaceres, pero volvían poco tiempo después a formar parte de una partida. El Gobierno no siempre pudo destinar tropas regulares suficientes para combatir a las partidas, siendo fuerzas irregulares formadas por voluntarios locales, encuadrados genéricamente en el concepto de «Milicianos Nacionales», los que sostuvieron el peso principal de lucha contra las partidas aunque con escaso éxito, ya que incluso meses después de concluida la guerra, estuvieron activas varias de ellas durante un tiempo. Algunos de sus integrantes volvieron a convertirse en bandoleros, quedando su persecución encomendada a la recién creada Guardia Civil. El movimiento carlista nunca tuvo unidad de mando y de administración, ni conservó el territorio en el que hubiese podido instalar sus cuarteles, almacenes, cuadras de caballos, depósitos de armas, u hospitales para heridos y prisioneros, manteniéndose continuamente en movimiento por la provincia, asaltando pueblos y refugiándose en las montañas. En ocasiones se unían pequeñas partidas para realizar un ataque a una localidad importante o a un convoy que circulaba por la carretera Madrid–Andalucía. Al llegar a la provincia las expediciones de Gómez y Basilio García, formaron parte de ellas mientras se mantuvieron en la provincia, algunas marcharon con ellas a provincias vecinas, incluso unos pocos hombres las acompañaron a su vuelta al territorio vasconavarro dominado por los carlistas, y desde donde se realizaron varias expediciones con el objetivo principal de fomentar la guerra en territorios en los que el carlismo tenía poca, incluso nula actividad, de deshacerse durante algún tiempo de contingentes a los que era problemático dar mantenimiento y paga, y obligar a que tropas isabelinas que cercaban su territorio tuviesen que marchar tras las expediciones, aliviándose la presión sobre el frente vasco–navarro.
En junio de 1836, Miguel Gómez Damas, al frente de 3.500 hombres, parte desde Amurrio hacia Asturias y Galicia para alentar los focos carlistas que supone allí establecidos, pero a pesar de que consigue entrar sin lucha en Oviedo y Santiago de Compostela, no logra controlar estos territorios ya que no encuentra interés suficiente por la causa carlista en la población, y es sometido a persecución por las tropas isabelinas que llegaban desde Navarra y Castilla la Vieja. Por propia iniciativa, en contra de las órdenes recibidas, se dirige en agosto hacia Andalucía y durante la marcha entra en León, Palencia y Albacete. En Andalucía toma Córdoba y Almadén, hazaña que causa, inesperadamente, una espectacular caída en la Bolsa londinense. Llega a San Roque ya que tiene intención de adquirir calzado en Gibraltar pero desde el Peñón le impiden a cañonazos acercarse aunque son muchos los ingleses, incluso con sus mujeres, los que salen del recinto británico para ver de cerca a los carlistas ya que su correría por la geografía hispánica es tema muy aireado por la prensa europea. Batido una y otra vez, aunque sin ser excesivamente dañado por las columnas isabelinas que le persiguen, en diciembre de 1836 consigue regresar a Vizcaya. La Expedición Real de 1837, motivada por las supuestas negociaciones que se estaban realizando entre don Carlos y doña María Cristina, salió de Navarra en mayo de 1837 con 12.000 hombres al frente del Pretendiente hacia Aragón, Cataluña, Valencia, Teruel y, finalmente, Madrid, de donde se retiraron de manera inesperada, llegando al territorio carlista del Norte en octubre de 1837. Tras la expedición, el Pretendiente marginó a los elementos más moderados del carlismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario