Esta guerra civil
española se desarrolló de 1833 a 1840 entre los carlistas, partidarios del
infante don Carlos María Isidro de Borbón y de un régimen absolutista, y los
isabelinos, defensores de Isabel II y de la regente doña María Cristina de
Borbón, cuyo gobierno fue originalmente moderado y que acabó convirtiéndose en liberal para obtener el apoyo
popular. La guerra la planteó don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII,
por la cuestión sucesoria, ya que había sido el heredero al trono durante el
reinado de su hermano Fernando VII, debido a que éste, después de tres
matrimonios, carecía de descendencia. Sin embargo, el nuevo matrimonio del rey
y el embarazo de la reina abrieron
una nueva posibilidad de sucesión. En marzo de 1830, seis meses antes de su
nacimiento, el rey publica la Pragmática Sanción de Carlos IV aprobada por las
Cortes de 1789, que dejaba sin efecto el Reglamento de 10 de mayo de 1713 que
excluía la sucesión femenina al trono hasta agotar la descendencia masculina de
Felipe V. Se restablecía así el derecho sucesorio tradicional castellano,
recogido en Las Partidas, según el cual podían acceder al trono las hijas del
rey difunto en caso de morir el monarca sin hijos varones. No obstante, don Carlos María Isidro
no reconoció a Isabel como princesa de Asturias, y cuando Fernando murió el 29
de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su
madre, doña María Cristina de Borbón–Dos Sicilias, y Carlos en el Manifiesto de
Abrantes mantuvo sus derechos dinásticos, llevando al país a la Primera Guerra
Carlista. Pero la cuestión dinástica no fue la única razón de la guerra. Tras
la guerra con los franceses, Fernando abolió la Constitución de 1812, pero después del
Trienio Liberal (1820-1823), Fernando VII
no volvió a restaurar la Inquisición, y en los últimos años de su reinado
permitió ciertas reformas para atraer a los sectores liberales, que además
pretendían igualar las leyes y costumbres en todo el territorio del Reino
eliminando los fueros y las leyes particulares, al tiempo que los sectores más
conservadores se agrupaban en torno a su hermano don Carlos. El campo y las pequeñas ciudades de Vasconia
y Navarra apoyaron mayoritariamente al
pretendiente Carlos debido a su tradicionalismo foral, gracias al apoyo que le
dio el bajo clero local. Muchos autores han especulado con la posibilidad de
que la causa carlista en las provincias Vasconia y Navarra fuese fundamentalmente foralista. No existe consenso en este
análisis, puesto que otros autores rebaten esta interpretación, haciendo la
principal razón del apoyo vasco y navarro al influjo del clero en la sociedad.
En Aragón y Cataluña se vio como una oportunidad de recuperar sus derechos
forales, perdidos tras la guerra de Sucesión Española, mediante los Decretos de
Nueva Planta de 1714. La jerarquía
eclesiástica se mantuvo ambigua, aunque una parte importante del clero —como
por ejemplo, el famoso Cura Merino— se unió a los carlistas. En el otro bando, los liberales y
moderados se unieron para apoyar a doña María Cristina y a su hija Isabel.
Controlaban las principales instituciones del Estado, la mayor parte del
Ejército y todas las ciudades importantes. Los liberales recibieron apoyo de
Inglaterra, Portugal y Francia en forma de créditos para el Tesoro y de fuerzas
militares. Los británicos enviaron la Legión Auxiliar Británica, cuerpo de
voluntarios al mando del general George Lacy Evans, en tanto que la Royal Navy
realizaba funciones de bloqueo. Los portugueses enviaron una división auxiliar
bajo el mando del barón Das Antas y los
franceses a la Legión Extranjera además
de colaborar en el control de la frontera y de las costas españolas. Desgraciadamente, España se
convirtió, una vez más, en un campo de batalla donde los extranjeros camparon a
sus anchas mientras los españoles se mataban entre sí. No es de extrañar, pues,
que nuestro país cayese en una decadencia tan profunda, que iba a prolongarse
durante más de un siglo y medio.
Ofensiva
carlista
La primera fase tiene lugar al
comienzo de la guerra. Son los carlistas quienes, guiados por líderes más
eficientes, organizan a las tropas en los principales territorios que
dominaban: el Norte, Cataluña y el Maestrazgo. Cabe destacar la actuación de
líderes como Zumalacárregui en el Norte, o don Ramón Cabrera en el Maestrazgo.
Fue importante también la actuación de Guergué en Cataluña, que unificó las
partidas catalanas. La fase comienza en 1833 y termina en 1835 con la muerte de
Zumalacárregui. El carlismo puso en jaque al gobierno de la Regenta. La fase comienza en 1835 y termina
en 1837. Los isabelinos logran una mayor coordinación y consolidan su posición
dentro del territorio carlista. Famosa por las numerosas expediciones
carlistas, siendo las más importantes la de don Miguel Gómez Damas en 1836, que
recorrió toda España y la expedición Real, encabezada por don Carlos María
Isidro en persona, que amenazó en 1837 la capital. La acción más importante fue
el sitio de Bilbao en 1836, y que acabó con una nueva derrota carlista. Tras la
batalla de Luchana los carlistas pierden la oportunidad de tomar Bilbao y una
de las últimas ocasiones de ganar la guerra, limitándose desde entonces a
defender el territorio que aún controlan hasta que la falta de efectivos y las
convulsiones dentro de la corte del infante don Carlos, obligan en 1839 a
firmar la paz. Si bien Cabrera resistiría en el Maestrazgo un año más. Destaca
Espartero como líder indiscutible de las fuerzas isabelinas. Tras la muerte de Fernando VII, el
pretendiente don Carlos nombró a don Joaquín Abarca como ministro universal e
hizo un llamamiento al Ejército y a las autoridades para que se sumaran a su
causa, pero con escasa repercusión. En el ámbito internacional tan solo el rey
Miguel I de Portugal lo reconoció —con la esperanza de poder sacar tajada de la
guerra civil española—, lo que llevó a la ruptura diplomática entre España y Portugal.
En los primeros días de octubre se sucedieron las insurrecciones en varios
puntos de España, protagonizadas por agrupaciones locales de Voluntarios
Realistas, en general con poco éxito, excepto en el provincias Vasconia, Navarra y Logroño, pero sin llegar a
controlar más que por poco tiempo las ciudades de dichos territorios. Las
sublevaciones no tuvieron el apoyo del Ejército. Así, el general Ladrón de
Cegama, sin mando en Valladolid —residencia de la Capitanía General de Castilla
la Vieja—, y el coronel don Tomás de Zumalacárregui, retirado pero viviendo en
la plaza fuerte de Pamplona, huyeron de sus lugares de residencia para
pronunciarse sin arrastrar consigo fuerza alguna de las guarniciones de las
plazas en las que se encontraban. La guerra se inicia cuando el general Ladrón
de Cegama proclamó Rey al infante don Carlos con el nombre de Carlos V el 6 de
octubre de 1833 en Tricio (La Rioja), pasando después a Navarra para unirse a
los sublevados de allí. La unión de estos voluntarios en Navarra fue el embrión
de las tropas de las que se hizo cargo don Tomás de Zumalacárregui, y que
hicieron posible que la guerra durase siete años. Las fuerzas carlistas del
Norte quedaron centradas en la figura de don Tomás de Zumalacárregui, que
organizó en poco tiempo un ejército carlista en Navarra, al que también se
unieron los carlistas vascos debilitados tras la expedición de don Pedro
Sarsfield.
Zumalacárregui equipó a sus hombres
con armas tomadas a los ejércitos isabelinos en el campo de batalla, o en ataques
a fábricas y convoyes, y consciente de su inferioridad numérica y
armamentística, reprodujo la táctica guerrillera que conocía desde los días de
la guerra de Independencia, amparándose en lo accidentado del relieve y en el
apoyo de gran parte de la población civil. El 7 de diciembre de 1833, las
diputaciones de Vizcaya y de Álava le nombraron jefe de las tropas de estas
provincias. Muy popular entre sus soldados, que le llamaban «Tío Tomás», no
dudó en mostrarse cruel en la represión de los liberales ni en emplear el
terror para mantener controlado el territorio. Durante el año 1834 se
sucedieron las victorias carlistas en importantes acciones, como el asalto a un
convoy de armas entre Logroño y Cenicero, las acciones de Alegría de Álava y
Venta de Echavarría. Pero para los carlistas el año acabó con una importante
derrota en la batalla de Mendaza y la prudente retirada en la batalla de
Arquijas. En marzo y abril de 1835, con la
acción de Larremiar contra don Francisco Espoz y Mina, Zumalacárregui volvió a
entrar con éxito en el teatro de operaciones. Con la Acción de Artaza contra
don Gerónimo Valdés, Zumalacárregui desbarató a las tropas isabelinas, que se
vieron obligadas a desmantelar todas las estratégicas guarniciones que ocupaban
—Maeztu, Alsasua, Elizondo, Santisteban y Urdax, entre otras—, quedando como
únicas guarniciones las de las capitales de las provincias Vasconia, Pamplona y algunos puertos de la costa. El
grueso del ejército isabelino se retiró a la orilla sur del río Ebro. Animado
por sus éxitos militares, y por la necesidad de obtener financiación y
reconocimiento internacional, el pretendiente don Carlos le ordenó tomar
Bilbao, a pesar de la opinión de Zumalacárregui, que hubiera preferido atacar
Vitoria, y desde allí dirigirse a Madrid. La operación comenzó exitosamente, al
abrirse paso hacia Bilbao tras vencer al general Espartero en el Puerto de
Descarga, comenzando a sitiar la capital vizcaína el 10 de junio de 1835; pero,
herido mortalmente Zumalacárregui cuando observaba las operaciones, falleció el
24 de junio de 1835. En octubre de ese mimo año, don Nazario
Eguía asumió el puesto de comandante en jefe de las tropas carlistas en las
provincias Vasconia y
Navarra. Durante su mandato el ejército carlista aumentó sus efectivos hasta llegar
a los 36.000 hombres y su sucesor, don Bruno Villarreal, se caracterizó por
fomentar las expediciones fuera del territorio carlista. Don Bruno Villarreal
se caracterizó por fomentar las expediciones fuera del territorio carlista. En
octubre de 1836 tuvo lugar el segundo sitio de Bilbao, que fracasó a los cinco
días de haberse iniciado, y en noviembre un tercer intento que duró mes y
medio, también fracasó ante la defensa numantina de don Baldomero Espartero. El
descalabro ante Bilbao de los carlistas, provocó el nombramiento de don
Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza como nuevo comandante en jefe de los
carlistas, que en marzo de 1837 vencieron a las tropas liberales en la batalla
de Oriamendi. Mientras tanto, los sectores más radicales del carlismo se habían
hecho con el control político, acrecentado tras la Expedición Real, y don Juan
Antonio Guergué se hizo con el mando del ejército hasta junio de 1838, pero
tras la batalla de Peñacerrada, Guergué fue sustituido por don Rafael Maroto,
quien reorganizó el ejército y mandó fusilar en febrero de 1839 a Guergué y a
otros militares acusados de conspirar en su contra, al tiempo que intentaba
conseguir del Pretendiente la destitución de sus adversarios, por lo que fue
destituido a su vez por don Carlos, aunque pocos días después fue restituido en
su puesto por el Pretendiente, que accedió a sus demandas. Maroto negoció con el gobierno de
Isabel II sin el apoyo del Pretendiente y con la oposición de parte de sus
tropas, y el 29 de agosto de 1839 Espartero y un grupo de oficiales carlistas,
representantes de Maroto, firmaron el Convenio de Oñate que puso fin a la
guerra en el norte de España, confirmado con el conocido «Abrazo de Vergara»
entre Maroto y Espartero el 31 de agosto. El 14 de septiembre de 1839 el
pretendiente carlista y las tropas que aún le eran fieles, cruzaron la frontera
francesa y la guerra terminó en el frente del Norte.
En el frente de Castilla la Vieja,
fue en Burgos y Soria donde más éxito tuvo la insurrección, movilizando un
total de 10.000 hombres al mando de Jerónimo Merino e Ignacio Alonso Cuevillas.
En Cataluña, en abril de 1834, entró una partida procedente del Maestrazgo al
mando de Manuel Carnicero pero fracasó. A pesar de esto, se mantuvieron
movilizadas numerosas partidas guerrilleras. El 13 de noviembre de 1833 los
carlistas obtienen una importante victoria: Morella se subleva y enarbola el
estandarte de Carlos V. Don Carlos Victoria, comandante de la plaza de Morella,
hace salir a las tropas de la ciudad con una treta. Cierra las puertas de la
ciudad y junto con don Rafael Ram de Viu —barón de Herbés— y Manuel Carnicero
se suman al bando carlista. Pese a este acto, las tropas gubernamentales se
ponen en movimiento y mandan a Morella una importante columna dirigida por
Horé. Los carlistas ante esta amenaza huyen de Morella en diciembre. Después el
barón de Herbés y otros líderes carlistas son apresados en Calanda y fusilados
el 27 de diciembre. Pese a estas ejecuciones sumarísimas, la llama de la
rebelión se había encendido en las tierras del Maestrazgo y en la ribera del
Ebro, pues otros líderes como Carnicero, Quílez y Cabrera continuaron luchando. Las partidas del Maestrazgo y Aragón
eligieron a Manuel Carnicero como su jefe en febrero de 1834. Tras su
fusilamiento en abril de 1835 tomó el mando su segundo, Ramón Cabrera, quien
dio ánimos a las fuerzas carlistas, insuficientes para obtener una victoria
decisiva sobre las tropas liberales, de forma que en 1836 Evaristo de San
Miguel conquistaba para los isabelinos Cantavieja. En 1837 Cabrera consigue
reconquistar el territorio perdido y en enero de 1838 toma Morella, a la que
convierte en capital de su administración, extendiendo su territorio por
Aragón, norte de Valencia y sur de Cataluña. Sin embargo, el fin de la guerra
en el Norte hizo que Espartero llegara a Zaragoza al frente de 44.000 hombres
en octubre de 1839 y estableciera su cuartel general en Mas de las Matas.
Cabrera consigue mantener la resistencia hasta el 30 de mayo de 1840, cuando
Espartero conquistó Morella y Cabrera y se dirigió a Berga.
El
frente de Cataluña
En el Principado las numerosas
partidas de milicianos catalanes actuaban sin coordinación. El mando del
Pretendiente envió un contingente de fuerzas del territorio carlista
vasconavarro, seleccionado entre los más experimentados batallones de los que
disponía, en agosto de 1835 bajo el mando de Juan Antonio Guergué formado por
2.700 hombres con la misión de organizar el frente en Cataluña. Llegado a su
destino Guergué, consiguió agrupar una numerosa fuerza, intentando tomar Olot
pero fracasando en el intento. Seguidamente, Guergué organizó las tropas
carlistas catalanas en un documento oficial que se enviaría al Pretendiente y a
los cabecillas respectivos. En el mismo documento él pone de manifiesto que las
tropas con las que cuenta son unos 19.000 hombres, descontando las traídas por
él. Sin embargo estos datos son poco fiables debido a que dan un número alto de
guerrillas no identificadas. No obstante, el número debía ser muy alto. Tras la
marcha de Guergué de Cataluña asumieron el mando Ignacio Brujo y Rafael Maroto.
Éste estuvo apenas unos meses, creó confusión y tuvo muchas derrotas así que en
diciembre de 1836 fue sustituido por don Blas María Royo de León, que había
sido jefe del estado mayor de la expedición de Guergué. Royo logró victorias
importantes como el desastre de Oliver y la conquista de Solsona. En 1837 se
hizo con el mando uno de los miembros de la Expedición Real, don Juan Antonio
de Urbiztondo, que conquistó Berga en julio y la convirtió en la capital del
carlismo catalán. Los problemas entre la Junta de
gobierno de Berga y Urbiztondo llevaron al nombramiento de José Segarra y
posteriormente, en julio de 1838, al del conde de España, que se esforzó en
modernizar a sus tropas al tiempo que se aproximaba a los sectores más
radicales del carlismo, lo que provocó el descontento de la oficialidad
carlista, que solicitaron su destitución al Pretendiente, y la consiguieron en
octubre. La llegada de combatientes carlistas procedentes del frente norte tras
la firma del Convenio de Oñate, consiguió prolongar la guerra en Cataluña unos
meses más hasta que las últimas tropas carlistas dirigidas por Cabrera cruzaron
la frontera francesa el 6 de julio de 1840.
En ambas Castillas los movimientos
carlistas fueron más importantes en las zonas cercanas a las provincias Vasconia y Navarra, los carlistas, bajo la presión de
las tropas isabelinas, acabaron amparándose en los carlistas vasconavarros,
formando los batallones castellanos. Sus jefes más importantes fueron
Balmaseda, Basilio García, Jerónimo Merino y Cuevillas. Organizaron correrías
por el territorio controlado por el bando isabelino, llegando en ocasiones
hasta La Mancha. Los húsares de Ontoria, una unidad selecta formada por
expertos jinetes castellanos, y dirigida por Balmaseda, fue la unidad más
importante de la caballería castellana que terminó combatiendo con Cabrera. No
pudiendo cruzar el Ebro en la fase final del conflicto al caer el Maestrazgo en
manos de Espartero, intentaron huir a Francia dando el rodeo por Cuenca, Soria,
Burgos, La Rioja y Navarra, desolando con sus tropelías y robos las poblaciones
que atravesaban. Gran parte de ellos fueron finalmente interceptados en
Navarra, cuando Cabrera hacía ya tiempo que se encontraba en Francia y, por lo
tanto, la guerra había finalizado. Por ello fueron considerados bandoleros y
ejecutados. En Castilla la Nueva los movimientos carlistas se centraron en
Ciudad Real y en las zonas próximas a Cabrera (Cuenca) y también en Albacete.
La partida más importante de la región fue la de los hermanos Palillos. Esta
partida estaba formada por jinetes en su mayor parte y llegó a ser numerosa
comparada con las demás cuadrillas manchegas, que nunca fueron muy superiores a
un par de centenares de hombres. En la provincia de Ciudad Real se
formaron más de un centenar de partidas, algunas con apenas una decena de
hombres y otras superando varios centenares. Tres son las causas de esta
proliferación: a) Dada la orografía montañosa y el tránsito a través de la
provincia de las comunicaciones Madrid–Andalucía, desde tiempo muy atrás el
bandolerismo estaba muy desarrollado. b) Estas circunstancias fueron básicas
para que durante la guerra de la Independencia se creasen numerosas partidas
guerrilleras con gran actividad. c) La provincia, muy depauperada, con la
tierra prácticamente en poder de unas pocas personas, no solo provocaba pobreza
en las gentes que trabajaban el campo, sino también en las localidades donde
los zapateros, sastres y demás oficios tenían unos ingresos muy bajos ya que
sus clientes, los trabajadores del campo, carecían de dinero. Las experiencias
del bandolerismo, las de las guerrillas que lucharon contra los franceses, la
pobreza de los habitantes y las quintas que se llevaban a tantos hombres
jóvenes que estaban aportando ingresos en la economía familiar, hizo que los
caudillos carlistas encontrasen con facilidad personas tanto en el campo como
en las ciudades para engrosar sus filas. Ocurría también con frecuencia que
pequeñas partidas admitían el indulto y se reincorporaban a sus quehaceres,
pero volvían poco tiempo después a formar parte de una partida. El Gobierno no
siempre pudo destinar tropas regulares suficientes para combatir a las
partidas, siendo fuerzas irregulares formadas por voluntarios locales,
encuadrados genéricamente en el concepto de «Milicianos Nacionales», los que
sostuvieron el peso principal de lucha contra las partidas aunque con escaso
éxito, ya que incluso meses después de concluida la guerra, estuvieron activas
varias de ellas durante un tiempo. Algunos de sus integrantes volvieron a
convertirse en bandoleros, quedando su persecución encomendada a la recién
creada Guardia Civil. El movimiento carlista nunca tuvo unidad de mando y de
administración, ni conservó el territorio en el que hubiese podido instalar sus
cuarteles, almacenes, cuadras de caballos, depósitos de armas, u hospitales
para heridos y prisioneros, manteniéndose continuamente en movimiento por la
provincia, asaltando pueblos y refugiándose en las montañas. En ocasiones se
unían pequeñas partidas para realizar un ataque a una localidad importante o a
un convoy que circulaba por la carretera Madrid–Andalucía. Al llegar a la
provincia las expediciones de Gómez y Basilio García, formaron parte de ellas
mientras se mantuvieron en la provincia, algunas marcharon con ellas a
provincias vecinas, incluso unos pocos hombres las acompañaron a su vuelta al
territorio vasconavarro dominado por los carlistas, y desde donde se realizaron varias expediciones con el objetivo principal
de fomentar la guerra en territorios en los que el carlismo tenía poca, incluso
nula actividad, de deshacerse durante algún tiempo de contingentes a los que
era problemático dar mantenimiento y paga, y obligar a que tropas isabelinas
que cercaban su territorio tuviesen que marchar tras las expediciones,
aliviándose la presión sobre el frente vasco–navarro.
En junio de 1836, Miguel Gómez
Damas, al frente de 3.500 hombres, parte desde Amurrio hacia Asturias y Galicia
para alentar los focos carlistas que supone allí establecidos, pero a pesar de
que consigue entrar sin lucha en Oviedo y Santiago de Compostela, no logra
controlar estos territorios ya que no encuentra interés suficiente por la causa
carlista en la población, y es sometido a persecución por las tropas isabelinas
que llegaban desde Navarra y Castilla la Vieja. Por propia iniciativa, en
contra de las órdenes recibidas, se dirige en agosto hacia Andalucía y durante
la marcha entra en León, Palencia y Albacete. En Andalucía toma Córdoba y Almadén,
hazaña que causa, inesperadamente, una espectacular caída en la Bolsa
londinense. Llega a San Roque ya que tiene intención de adquirir calzado en
Gibraltar pero desde el Peñón le impiden a cañonazos acercarse aunque son
muchos los ingleses, incluso con sus mujeres, los que salen del recinto
británico para ver de cerca a los carlistas ya que su correría por la geografía
hispánica es tema muy aireado por la prensa europea. Batido una y otra vez,
aunque sin ser excesivamente dañado por las columnas isabelinas que le
persiguen, en diciembre de 1836 consigue regresar a Vizcaya. La Expedición Real de 1837, motivada
por las supuestas negociaciones que se estaban realizando entre don Carlos y
doña María Cristina, salió de Navarra en mayo de 1837 con 12.000 hombres al
frente del Pretendiente hacia Aragón, Cataluña, Valencia, Teruel y, finalmente,
Madrid, de donde se retiraron de manera inesperada, llegando al territorio
carlista del Norte en octubre de 1837. Tras la expedición, el Pretendiente
marginó a los elementos más moderados del carlismo.
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