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miércoles, 25 de abril de 2018

El imperio persa de Ciro el Grande


Mientras en Asia Menor la situación se decantaba a su favor, Ciro prestaba suma atención a lo que sucedía en el vecino reino de Babilonia, donde Nabónido ejercía el poder. Éste, ferviente devoto del dios Isín, había mandado construir en Harrán un templo dedicado a esta divinidad, granjeándose la enemistad de la poderosa casta sacerdotal del dios Marduk que no tardaron en volverse contra él. Una situación muy parecida a la que se había dado en Egipto varios siglos antes (XIV a.C.) cuando el faraón Akenatón (Amenofis IV) quiso imponer el culto monoteísta de Atón.
Al mismo tiempo, la conquista de Cilicia por los persas había obligado a los babilonios a buscar rutas comerciales alternativas y nuevas salidas al mar, y esto constituía otro factor de inestabilidad en el reino que los sacerdotes de Marduk atribuyeron al rey y a su dios Isín. Nabónido procuró hallar una solución para el problema del comercio y dirigió una expedición a la península Arábiga con el fin de apoderarse de los centros de convergencia de las caravanas en las costas del mar Rojo, y en particular del oasis de Tania, donde se detuvo por espacio de varios meses desentendiéndose del gobierno. Entre tanto, en Babilonia donde había quedado como regente Baldasarres, el hijo de Nabónido, se hacía cada vez más intensa la oposición al soberano, fomentada por los sacerdotes de Marduk sobornados por Ciro. En el año de 540 a.C. el rey persa consideró que era tiempo de intervenir, aprovechando el desorden que cundía en el reino babilónico, y, antes de que las nieves bloquearan los pasos en los montes Zagros, condujo su ejército hasta la frontera con Babilonia. Ante una amenaza de tanta gravedad, Nabónido regresó de Tania y como primera medida decidió hacer trasladar a la capital las estatuas de los dioses tutelares de las ciudades amenazadas directamente por los invasores; más tarde intentó cerrar el camino a Ciro; presentándole batalla en las riberas del Tigris, pero fue estrepitosamente derrotado y tuvo que volver a Babilonia, donde, con la finalidad de ganarse el favor de los sacerdotes de Marduk, celebró con gran boato y magnificencia, en abril de –539, la fiesta del Año Nuevo. También fracasó la última tentativa de obtener el apoyo de la casta sacerdotal, mientras el descontento aumentaba entre los habitantes de las ciudades amenazadas donde el rey había ordenado retirar las imágenes de los dioses protectores. Una segunda batalla que se libró en Opis, a orillas del Tigris, al comenzar el otoño, terminó con la derrota de los babilonios, que debieron replegarse hacia la capital.
Entonces, el general Gobryas, al frente de un segundo ejército persa se dirigió a la ciudad amurallada de Babilonia y la tomó casi sin combatir el 13 de octubre del año –539. El día anterior Ciro había ocupado la importante ciudad de Sippar que se rindió espontáneamente. Cuando Nabónido, viniendo de Opis (ciudad babilónica situada al sudeste de la antiquísima Acad), llegó finalmente a Babilonia descubrió que la habían ocupado las tropas de Gobryas, e incapaz ya de luchar, se rindió y fue hecho prisionero. El día 29 de ese mismo mes de octubre, Ciro entró en la ciudad como triunfador y liberador, ordenó que se tratara con benevolencia al vencido rey enemigo y le condenó al exilio. Una vez más, igual que en los enfrentamientos con Astiages y Creso, se adoptó la política de clemencia, lo que constituyó la característica principal del reinado del que fuera fundador del imperio aqueménida. Tras la conquista de Babilonia, la primera preocupación de Ciro fue mantener a los funcionarios babilonios en sus puestos, en la administración del Estado, aunque subordinados a la autoridad de un gobernador persa que nombró personalmente. Esta forma de proceder le fue inspirada por la sincera admiración que Ciro profesaba hacia la civilización babilónica que acababa de someter, unida a un gran pragmatismo político. En su empeño de lograr la rápida pacificación del país, Ciro ordenó que se devolvieran a sus sedes originales las estatuas de las divinidades que Nabónido había mandado trasladar y que se reconstruyeran los templos destruidos. También testimonia esta voluntad integradora la asunción del título de rey que, por orden expresa de Ciro, se dio a los soberanos mesopotámicos.
Siempre en la esfera de granjearse el favor de las naciones conquistadas, liberó a los descendientes de los cautivos hebreos que Nabucodonosor había deportado cincuenta años antes, autorizándoles a regresar a su patria y a reconstruir el templo de Jerusalén. En este acontecimiento, exaltado en la Biblia, debe buscarse una motivación meramente política, puesto que Ciro sabía que siendo la antigua región de Canaán el camino obligado hacia Egipto, el último gran país que le quedaba por doblegar, tenía necesidad de que los cananeos, hebreos y demás pueblos semitas de la región, fuesen sus aliados. Tranquilizados por este gesto del rey persa, los príncipes de las ciudades de Siria, incluidos los de Canaán, antiguos vasallos de Babilonia, reconocieron la soberanía del rey persa; de este modo, las prósperas ciudades fenicias del litoral brindaron a los aqueménidas una fabulosa flota, que se uniría a la facilitada por las ciudades griegas del Asia Menor, que estaban ya bajo el dominio de Ciro.
Esta fulgurante ascensión, iniciada quince años antes por el modesto soberano de Anzán, había llevado a la creación del primer imperio universal de la Historia. Quedaba por concretarse uno de los proyectos que Ciro acariciaba desde hacía tiempo: la conquista de Egipto, que solo Cambises estaría destinado a llevar a cabo. El imperio aqueménida, con sus poquísimos años de existencia, ofrecía una sensación de extrema solidez, aunque estuviese integrado por pueblos de etnias y culturas muy dispares. Aún más notable es la cohesión que obtuvo Ciro, si se tiene en cuenta que no se basaba únicamente en el uso de la fuerza, sino también en una sagaz política tendente a garantizar a cada pueblo una amplia autonomía religiosa y administrativa. Inteligentemente, Ciro buscó hacer de sus súbditos aliados más que esclavos y quiso evitar que se humillara a los vencidos todas las veces que le fue posible; toda una innovación en el Próximo Oriente si recordamos cómo habían ejercido su supremacía otros pueblos de la antigüedad como los hititas o los asirios, por ejemplo. Ciro procuró, además, atesorar las experiencias políticas y los conocimientos de otras culturas, asociándolas en ciertas ocasiones, como lo hizo con los dignatarios medos, a la aristocracia persa, en la administración del Estado. Una idea que Alejandro Magno retomaría doscientos años después cuando, a su vez, conquistase el Imperio Persa fundado por Ciro.
Es muy probable que la organización del Imperio Persa en satrapías se remonte a la época de Ciro. Al frente de cada una de ellas se hallaba un sátrapa, una suerte de visir o virrey, que reunía a su alrededor una pequeña corte a imagen de la del soberano. Este sátrapa estaba al mando de un ejército propio que él mismo se encargaba de reclutar, adiestrar y mantener. Es indudable que las concesiones políticas de Ciro se debieron a la influencia de la cultura mesopotámica, a la cual se debe la idea, ajena a la civilización irania, de un estado supranacional y multicultural, que se expresaba incluso en el título oficial del monarca: «Rey de reyes y soberano de las cuatro partes del mundo». Otra de las consecuencias del choque —uno de los más fecundos de la historia de la humanidad— entre las grandes civilizaciones mesopotámicas y la cultura indoeuropea de los persas fue la institución del sistema de adopción, mediante el cual el soberano elegía quién habría de ser su sucesor. Esta práctica, completamente inédita en Asia y el Próximo Oriente, permitió asegurar una cierta continuidad y estabilidad en la gobernabilidad del reino, y sería imitada por los romanos cinco siglos después.
Ecbatana, la capital meda, lo fue también del Imperio Persa o medopersa; pero Ciro residía alternativamente en Susa, en Babilonia o Pasárgada, donde todavía se encuentran los restos arqueológicos de los palacios reales donde moraron los soberanos aqueménidas y la famosísima tumba de Ciro, construida con bloques de piedra blanca en forma de casa con techo a dos aguas, según los cánones de la arquitectura irania, así como las ruinas de una torre que, según la interpretación de los estudiosos, fue un templo del fuego.
La última empresa de Ciro tuvo lugar en las provincias orientales contra la belicosa tribu de los masagetas, pueblo seminómada que vivía al este del mar Caspio. De acuerdo con lo que narran los escritores griegos, halló la muerte durante esta expedición, en el año –537, tres días después de ser herido en una batalla en la que se enfrentó a los feroces guerreros de la reina Tomiri.
En la época de la conquista de Babilonia, Ciro había asociado al trono a su hijo mayor, Cambises, fruto de su matrimonio con Casandana. A la muerte de su padre, Cambises II asumió plenas prerrogativas reales, aunque el traspaso de poderes estuvo señalado por un breve periodo de desórdenes, que fueron rápidamente sofocados. Y quizá durante este primer periodo de reinado, Cambises se desembarazara de Bardiya, su hermano menor, ordenando su asesinato y ocultándolo. En el curso de estos años inició la expedición contra Egipto, que era un proyecto acariciado desde hacía años por su padre.
En el País del Nilo reinaba el faraón Amosis (569–525 a.C.) de la XXVI Dinastía, previendo el inevitable choque con los persas, se había aliado con el tirano de Samos, Polícrates, quien se vio obligado a ponerse de parte de Cambises, y Egipto perdió así un valioso aliado. Los fenicios, con su escuadra, prestaron una valiosísima ayuda a la expedición persa, y también los árabes, pues aseguraron la provisión de agua a las tropas durante la durísima travesía del Sinaí. Además, Cambises contó con las informaciones de Fanes, comandante de los mercenarios griegos, que había desertado de las filas egipcias. El encuentro entre las fuerzas del faraón Psamético III, sucesor de Amosis, y el soberano persa se produjo en Pelusio, en la desembocadura del Nilo, y después de una terrible batalla los egipcios fueron derrotados y los supervivientes huyeron en desbandada. El faraón logró llegar a Menfis y allí reorganizó sus tropas disponiéndose para la defensa. Menfis fue sitiada y conquistada en el año –525. Psamético murió poco tiempo después de la derrota, pues Cambises lo acusó de conspiración y ordenó que fuese ejecutado. La conquista de Egipto se consolidó a raíz de la espontánea sumisión que mostraron los libios y los habitantes de Cirene .
En el decurso de los tres años siguientes, Cambises proyectó tres empresas que resultaron completos fiascos. Una expedición contra Cartago debió abandonarse a causa de que los fenicios se negaron a combatir a un pueblo con el que se consideraban hermanados; la campaña en el oasis de Shiwa, donde se encontraba un gran templo de Amón desde tiempo inmemorial, quedó en la nada debido a una tormenta de arena de proporciones bíblicas que se tragó al ejército expedicionario de Cambises, y, finalmente, la expedición que marchó sobre Etiopía no logró sus propósitos por falta de una preparación adecuada. En esta última expedición, el ejército persa se halló en determinado momento completamente desprovisto de víveres, a tal punto que, según Heródoto, se recurrió al canibalismo. Siempre atendiendo a las referencias históricas del citado autor, estos sucesos agravaron las crisis de locura que asaltaban a Cambises. Durante una de ellas mandó matar al buey sagrado Apis, creyendo que los festejos que se realizaban en Menfis en honor de la deidad eran, en cambio, manifestaciones de júbilo por las derrotas que él había sufrido. Heródoto narra también que en otro de esos accesos de demencia, Cambises ordenó exhumar y ultrajar la momia del rey Amosis. Sin embargo, la crueldad e impiedad de Cambises son desmentidas por los testimonios que ofrece la inscripción de un sarcófago dedicado por el propio soberano al buey sagrado Apis. Por otra parte, parece imposible que le faltara perspicacia política hasta el punto de llegar a cometer actos semejantes y de subvertir completamente la actitud de su padre hacia los pueblos avasallados. Otra confirmación de que Cambises no debía ser el impío y malvado soberano que describió Heródoto es la que brinda la inscripción en caracteres jeroglíficos que aparece sobre una estatua de un funcionario egipcio que vivió en tiempos de Amosis y Psamético III. Se refiere en el texto que Cambises había honrado a los dioses egipcios, como lo hacían hasta entonces los faraones.
Mientras Cambises se encontraba todavía en Menfis, recibió la noticia de que, en Persia, el medo Gaumata, aprovechando su parecido con el difunto príncipe Bardiya y el hecho de que todos ignoraban la muerte de éste, se había proclamado hermano de Cambises y rey legítimo. Cambises confió el mando de su ejército al sátrapa Ariandes y se puso en camino hacia Persia. Durante el viaje se hirió accidentalmente con su propia espada y murió: ésta fue la versión oficial de la muerte del soberano, que, sin embargo, no está libre de sospechas.
Existen varias versiones de los que sucedió en el 522 a.C., después de la muerte de Cambises, y de la forma en que Darío se hizo con el poder. Proceden bien de fuente griega o bien de fuente persa y casi todas son contradictorias entre sí. Sin embargo, es difícil establecer con seguridad si esta pretensión de ser el sucesor legítimo al trono se fundaba en hechos reales, y más aún si se considera el aura de misterio que rodea la figura de Bardiya. En efecto, no se sabe con certeza si éste debe ser identificado con el hermano menor de Cambises, contra el cual Darío se rebeló usurpándole el trono, o si, en cambio, fue ese tal Gaumata de la tribu meda de los magos que, aprovechando la circunstancia de que nadie conocía la muerte del verdadero príncipe Bardiya, asumió su identidad.

Batalla del paso de las Termópilas (480 a.C.)

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