Mientras en Asia Menor la situación se decantaba a su
favor, Ciro prestaba suma atención a lo que sucedía en el vecino reino de
Babilonia, donde Nabónido ejercía el poder. Éste, ferviente devoto del dios
Isín, había mandado construir en Harrán un templo dedicado a esta divinidad,
granjeándose la enemistad de la poderosa casta sacerdotal del dios Marduk que
no tardaron en volverse contra él. Una situación muy parecida a la que se había
dado en Egipto varios siglos antes (XIV a.C.) cuando el faraón Akenatón
(Amenofis IV) quiso imponer el culto monoteísta de Atón.
Al mismo tiempo, la
conquista de Cilicia por los persas había obligado a los babilonios a buscar
rutas comerciales alternativas y nuevas salidas al mar, y esto constituía otro
factor de inestabilidad en el reino que los sacerdotes de Marduk atribuyeron al
rey y a su dios Isín. Nabónido procuró hallar una solución para el problema del
comercio y dirigió una expedición a la península Arábiga con el fin de
apoderarse de los centros de convergencia de las caravanas en las costas del
mar Rojo, y en particular del oasis de Tania, donde se detuvo por espacio de
varios meses desentendiéndose del gobierno. Entre tanto, en Babilonia donde
había quedado como regente Baldasarres, el hijo de Nabónido, se hacía cada vez
más intensa la oposición al soberano, fomentada por los sacerdotes de Marduk
sobornados por Ciro. En el año de 540 a.C. el rey persa consideró que era tiempo
de intervenir, aprovechando el desorden que cundía en el reino babilónico, y,
antes de que las nieves bloquearan los pasos en los montes Zagros, condujo su
ejército hasta la frontera con Babilonia. Ante una amenaza de tanta gravedad,
Nabónido regresó de Tania y como primera medida decidió hacer trasladar a la
capital las estatuas de los dioses tutelares de las ciudades amenazadas
directamente por los invasores; más tarde intentó cerrar el camino a Ciro;
presentándole batalla en las riberas del Tigris, pero fue estrepitosamente
derrotado y tuvo que volver a Babilonia, donde, con la finalidad de ganarse el
favor de los sacerdotes de Marduk, celebró con gran boato y magnificencia, en
abril de –539, la fiesta del Año Nuevo. También fracasó la última tentativa de
obtener el apoyo de la casta sacerdotal, mientras el descontento aumentaba
entre los habitantes de las ciudades amenazadas donde el rey había ordenado
retirar las imágenes de los dioses protectores. Una segunda batalla que se
libró en Opis, a orillas del Tigris, al comenzar el otoño, terminó con la
derrota de los babilonios, que debieron replegarse hacia la capital.
Entonces, el general
Gobryas, al frente de un segundo ejército persa se dirigió a la ciudad
amurallada de Babilonia y la tomó casi sin combatir el 13 de octubre del año
–539. El día anterior Ciro había ocupado la importante ciudad de Sippar que se
rindió espontáneamente. Cuando Nabónido, viniendo de Opis (ciudad babilónica
situada al sudeste de la antiquísima Acad), llegó finalmente a Babilonia descubrió
que la habían ocupado las tropas de Gobryas, e incapaz ya de luchar, se rindió
y fue hecho prisionero. El día 29 de ese mismo mes de octubre, Ciro entró en la
ciudad como triunfador y liberador, ordenó que se tratara con benevolencia al
vencido rey enemigo y le condenó al exilio. Una vez más, igual que en los
enfrentamientos con Astiages y Creso, se adoptó la política de clemencia, lo
que constituyó la característica principal del reinado del que fuera fundador
del imperio aqueménida. Tras la conquista de Babilonia, la primera preocupación
de Ciro fue mantener a los funcionarios babilonios en sus puestos, en la
administración del Estado, aunque subordinados a la autoridad de un gobernador
persa que nombró personalmente. Esta forma de proceder le fue inspirada por la
sincera admiración que Ciro profesaba hacia la civilización babilónica que
acababa de someter, unida a un gran pragmatismo político. En su empeño de
lograr la rápida pacificación del país, Ciro ordenó que se devolvieran a sus
sedes originales las estatuas de las divinidades que Nabónido había mandado
trasladar y que se reconstruyeran los templos destruidos. También testimonia
esta voluntad integradora la asunción del título de rey que, por orden expresa
de Ciro, se dio a los soberanos mesopotámicos.
Siempre en la esfera de
granjearse el favor de las naciones conquistadas, liberó a los descendientes de
los cautivos hebreos que Nabucodonosor había deportado cincuenta años antes,
autorizándoles a regresar a su patria y a reconstruir el templo de Jerusalén.
En este acontecimiento, exaltado en la Biblia, debe buscarse una motivación
meramente política, puesto que Ciro sabía que siendo la antigua región de
Canaán el camino obligado hacia Egipto, el último gran país que le quedaba por
doblegar, tenía necesidad de que los cananeos, hebreos y demás pueblos semitas
de la región, fuesen sus aliados. Tranquilizados por este gesto del rey persa,
los príncipes de las ciudades de Siria, incluidos los de Canaán, antiguos
vasallos de Babilonia, reconocieron la soberanía del rey persa; de este modo,
las prósperas ciudades fenicias del litoral brindaron a los aqueménidas una
fabulosa flota, que se uniría a la facilitada por las ciudades griegas del Asia
Menor, que estaban ya bajo el dominio de Ciro.
Esta fulgurante
ascensión, iniciada quince años antes por el modesto soberano de Anzán, había
llevado a la creación del primer imperio universal de la Historia. Quedaba por
concretarse uno de los proyectos que Ciro acariciaba desde hacía tiempo: la
conquista de Egipto, que solo Cambises estaría destinado a llevar a cabo. El
imperio aqueménida, con sus poquísimos años de existencia, ofrecía una
sensación de extrema solidez, aunque estuviese integrado por pueblos de etnias
y culturas muy dispares. Aún más notable es la cohesión que obtuvo Ciro, si se
tiene en cuenta que no se basaba únicamente en el uso de la fuerza, sino
también en una sagaz política tendente a garantizar a cada pueblo una amplia
autonomía religiosa y administrativa. Inteligentemente, Ciro buscó hacer de sus
súbditos aliados más que esclavos y quiso evitar que se humillara a los
vencidos todas las veces que le fue posible; toda una innovación en el Próximo
Oriente si recordamos cómo habían ejercido su supremacía otros pueblos de la
antigüedad como los hititas o los asirios, por ejemplo. Ciro procuró, además,
atesorar las experiencias políticas y los conocimientos de otras culturas,
asociándolas en ciertas ocasiones, como lo hizo con los dignatarios medos, a la
aristocracia persa, en la administración del Estado. Una idea que Alejandro
Magno retomaría doscientos años después cuando, a su vez, conquistase el
Imperio Persa fundado por Ciro.
Es muy probable que la
organización del Imperio Persa en satrapías se remonte a la época de Ciro. Al
frente de cada una de ellas se hallaba un sátrapa, una suerte de visir o
virrey, que reunía a su alrededor una pequeña corte a imagen de la del
soberano. Este sátrapa estaba al mando de un ejército propio que él mismo se
encargaba de reclutar, adiestrar y mantener. Es indudable que las concesiones
políticas de Ciro se debieron a la influencia de la cultura mesopotámica, a la
cual se debe la idea, ajena a la civilización irania, de un estado
supranacional y multicultural, que se expresaba incluso en el título oficial
del monarca: «Rey de reyes y soberano de las cuatro partes del mundo». Otra de
las consecuencias del choque —uno de los más fecundos de la historia de la
humanidad— entre las grandes civilizaciones mesopotámicas y la cultura
indoeuropea de los persas fue la institución del sistema de adopción, mediante
el cual el soberano elegía quién habría de ser su sucesor. Esta práctica,
completamente inédita en Asia y el Próximo Oriente, permitió asegurar una
cierta continuidad y estabilidad en la gobernabilidad del reino, y sería
imitada por los romanos cinco siglos después.
Ecbatana, la capital
meda, lo fue también del Imperio Persa o medopersa; pero Ciro residía
alternativamente en Susa, en Babilonia o Pasárgada, donde todavía se encuentran
los restos arqueológicos de los palacios reales donde moraron los soberanos
aqueménidas y la famosísima tumba de Ciro, construida con bloques de piedra
blanca en forma de casa con techo a dos aguas, según los cánones de la
arquitectura irania, así como las ruinas de una torre que, según la interpretación
de los estudiosos, fue un templo del fuego.
La última empresa de
Ciro tuvo lugar en las provincias orientales contra la belicosa tribu de los
masagetas, pueblo seminómada que vivía al este del mar Caspio. De acuerdo con
lo que narran los escritores griegos, halló la muerte durante esta expedición,
en el año –537, tres días después de ser herido en una batalla en la que se
enfrentó a los feroces guerreros de la reina Tomiri.
En la época de la
conquista de Babilonia, Ciro había asociado al trono a su hijo mayor, Cambises,
fruto de su matrimonio con Casandana. A la muerte de su padre, Cambises II
asumió plenas prerrogativas reales, aunque el traspaso de poderes estuvo
señalado por un breve periodo de desórdenes, que fueron rápidamente sofocados. Y
quizá durante este primer periodo de reinado, Cambises se desembarazara de
Bardiya, su hermano menor, ordenando su asesinato y ocultándolo. En el curso de
estos años inició la expedición contra Egipto, que era un proyecto acariciado
desde hacía años por su padre.
En el País del Nilo
reinaba el faraón Amosis (569–525 a.C.) de la XXVI Dinastía, previendo el
inevitable choque con los persas, se había aliado con el tirano de Samos,
Polícrates, quien se vio obligado a ponerse de parte de Cambises, y Egipto perdió
así un valioso aliado. Los fenicios, con su escuadra, prestaron una valiosísima
ayuda a la expedición persa, y también los árabes, pues aseguraron la provisión
de agua a las tropas durante la durísima travesía del Sinaí. Además, Cambises
contó con las informaciones de Fanes, comandante de los mercenarios griegos,
que había desertado de las filas egipcias. El encuentro entre las fuerzas del
faraón Psamético III, sucesor de Amosis, y el soberano persa se produjo en
Pelusio, en la desembocadura del Nilo, y después de una terrible batalla los
egipcios fueron derrotados y los supervivientes huyeron en desbandada. El
faraón logró llegar a Menfis y allí reorganizó sus tropas disponiéndose para la
defensa. Menfis fue sitiada y conquistada en el año –525. Psamético murió poco
tiempo después de la derrota, pues Cambises lo acusó de conspiración y ordenó
que fuese ejecutado. La conquista de Egipto se consolidó a raíz de la
espontánea sumisión que mostraron los libios y los habitantes de Cirene .
En el decurso de los
tres años siguientes, Cambises proyectó tres empresas que resultaron completos
fiascos. Una expedición contra Cartago debió abandonarse a causa de que los
fenicios se negaron a combatir a un pueblo con el que se consideraban
hermanados; la campaña en el oasis de Shiwa, donde se encontraba un gran templo
de Amón desde tiempo inmemorial, quedó en la nada debido a una tormenta de
arena de proporciones bíblicas que se tragó al ejército expedicionario de
Cambises, y, finalmente, la expedición que marchó sobre Etiopía no logró sus
propósitos por falta de una preparación adecuada. En esta última expedición, el
ejército persa se halló en determinado momento completamente desprovisto de
víveres, a tal punto que, según Heródoto, se recurrió al canibalismo. Siempre atendiendo
a las referencias históricas del citado autor, estos sucesos agravaron las
crisis de locura que asaltaban a Cambises. Durante una de ellas mandó matar al
buey sagrado Apis, creyendo que los festejos que se realizaban en Menfis en
honor de la deidad eran, en cambio, manifestaciones de júbilo por las derrotas
que él había sufrido. Heródoto narra también que en otro de esos accesos de
demencia, Cambises ordenó exhumar y ultrajar la momia del rey Amosis. Sin
embargo, la crueldad e impiedad de Cambises son desmentidas por los testimonios
que ofrece la inscripción de un sarcófago dedicado por el propio soberano al
buey sagrado Apis. Por otra parte, parece imposible que le faltara perspicacia
política hasta el punto de llegar a cometer actos semejantes y de subvertir
completamente la actitud de su padre hacia los pueblos avasallados. Otra
confirmación de que Cambises no debía ser el impío y malvado soberano que
describió Heródoto es la que brinda la inscripción en caracteres jeroglíficos
que aparece sobre una estatua de un funcionario egipcio que vivió en tiempos de
Amosis y Psamético III. Se refiere en el texto que Cambises había honrado a los
dioses egipcios, como lo hacían hasta entonces los faraones.
Mientras Cambises se
encontraba todavía en Menfis, recibió la noticia de que, en Persia, el medo
Gaumata, aprovechando su parecido con el difunto príncipe Bardiya y el hecho de
que todos ignoraban la muerte de éste, se había proclamado hermano de Cambises
y rey legítimo. Cambises confió el mando de su ejército al sátrapa Ariandes y
se puso en camino hacia Persia. Durante el viaje se hirió accidentalmente con
su propia espada y murió: ésta fue la versión oficial de la muerte del
soberano, que, sin embargo, no está libre de sospechas.
Existen varias versiones
de los que sucedió en el 522 a.C., después de la muerte de Cambises, y de la
forma en que Darío se hizo con el poder. Proceden bien de fuente griega o bien
de fuente persa y casi todas son contradictorias entre sí. Sin embargo, es
difícil establecer con seguridad si esta pretensión de ser el sucesor legítimo
al trono se fundaba en hechos reales, y más aún si se considera el aura de
misterio que rodea la figura de Bardiya. En efecto, no se sabe con certeza si
éste debe ser identificado con el hermano menor de Cambises, contra el cual
Darío se rebeló usurpándole el trono, o si, en cambio, fue ese tal Gaumata de
la tribu meda de los magos que, aprovechando la circunstancia de que nadie
conocía la muerte del verdadero príncipe Bardiya, asumió su identidad.
Batalla del paso de las Termópilas (480 a.C.) |
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