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sábado, 7 de abril de 2018

La leyenda del sagrado cáliz de José de Arimatea


Curiosamente, los cuatro evangelistas citan a José de Arimatea como el hombre que ayudó a bajar el cuerpo de Jesús de la cruz y, luego, le llevó a la tumba. Una coincidencia que se da en muy pocos casos en los evangelios, ya que al narrar, por ejemplo, el nacimiento en Belén, no cuentan la misma versión. Se cree que José de Arimatea fue un importante miembro del sanedrín de Jerusalén, luego mantenía un trato frecuente con Poncio Pilatos. Por esa razón consiguió el permiso del procurador romano para hacerse cargo del enterramiento de uno de los crucificados, lo que de por sí ya es una caso excepcional, dado que la pena de muerte por crucifixión prescribía que el cuerpo permaneciese en la cruz varios días a guisa de escarmiento y a merced de las aves carroñeras y los depredadores de pelo. Luego los restos eran arrojados a una fosa común. Al parecer José depositó el cuerpo de Jesús sobre una especie de camilla, con la idea de lavarlo y, después, cubrirlo con lienzos. Cuando estaba realizando la primera tarea, del costado traspasado por la lanza brotaron unas gotas de sangre, que José se encargó de recoger en una vasija siguiendo la tradición judía de enterrar los cuerpos «completos». También es posible que improvisase y utilizase alguno de los recipientes que llevaban con ungüentos y aceites aromáticos usados para «remover el hedor» de los cadáveres como era costumbre entre los hebreos. Pero, en ningún caso, dichos ungüentos tendrían como finalidad la conservación del cadáver ya que, cualquier tipo de embalsamamiento o momificación estaba rigurosamente prohibida a los judíos en base a sus propias leyes.
Otra variante de la leyenda cuenta que José de Arimatea fue detenido por haber robado el cuerpo de Jesús, luego de comprobar un grupo de fariseos que la tumba se hallaba vacía. Mientras se encontraba detenido en una mazmorra, el «Resucitado» se apareció a quien ya consideraba uno de sus más caros apóstoles, para entregarle el cáliz o copa que había utilizado en la Última Cena: el Grial con unas gotas de su propia sangre. Acto seguido, con unas pocas palabras le instruyó acerca de cómo debía celebrarse la misa en adelante, le habló de la Encarnación y de otros misterios relacionados con Su Resurrección. De este modo, José asumió una gran responsabilidad, que le fue premiada cada día de su vida: a pesar de que sus carceleros no le proporcionaban comida y agua, pudo alimentarse con la oblea que una paloma depositaba todas las mañanas en el Santo Cáliz. Según esta piadosísima leyenda —sin ninguna base histórica—, José debió permanecer encarcelado durante más de veinte años. Cuando le pusieron en libertad, le estaban aguardando una hermana y un hermano suyo. Después, los tres juntos abandonaron el país. Siempre según esta leyenda, los tres hermanos recorrieron diversas ciudades del Mediterráneo hasta que por fin, para escapar del acoso de los romanos, llegaron a la isla de Britania. Entonces, por la influencia del Grial que José de Arimatea seguía conservando, decidieron construir una gran mesa circular, la precursora de la Tabla Redonda, alrededor de la cual pudieran sentarse doce personas. Precisamente dejaron un asiento libre, el número 11, como recuerdo de Jesús o de Judas. Este aspecto no queda claro en la leyenda. Como se pudo comprobar que todos los que ocupaban el asiento número 11 terminaban por desaparecer, a ése se le llamó «Asiento Peligroso». Al cabo de algunos meses después de haber desembarcado, los tres hermanos se dirigieron a Glastonbury, donde edificaron una iglesia —probablemente sobre algún templo pagano— dedicada a Santa María, madre de Jesús. En el altar depositaron el Grial. Esto permitió que hasta allí llegaran muchos fieles, que terminaron construyendo una gran abadía sobre las tumbas de José de Arimatea y sus hermanos, varios siglos más tarde.
En 1190, en plena efervescencia del mito del Grial, se encontraron en Glastonbury las supuestas tumbas de Arturo y su esposa Ginebra y los monjes de la abadía se cuidaron de alimentar la leyenda artúrica cristianizándola, deformándola y añadiendo elementos tomados de «El cuento del Grial» de Chrétien de Troyes quien, precisamente, moría aquel mismo año 1190 coincidiendo con el descubrimiento de las tumbas de Arturo y Ginebra en Glastonbury. En la versión de los monjes ingleses del romance del Grial, el error de Perceval al no formular la pregunta correcta, no sólo condena al Rey Pescador, sino que afecta también al soberano de Camelot, cuya corte queda abandonada al haber perdido la capacidad para proteger a sus súbditos. Este punto parece encajar con la historia real del gobernador romano Máximo que desprotegió Britania para invadir el continente. En esta versión «Made in Glastonbury» la reina Ginebra adquiere cierto protagonismo, pues es ella quien pide permiso a su esposo el rey para peregrinar a la capilla de san Agustín, en Gales. El rey Arturo no puede penetrar en la capilla, a pesar de encontrarse ante sus puertas. Debe contentarse con asistir a la misa desde el exterior y, en este tiempo, tiene una visión celestial. A su vuelta, se ve obligado a luchar con un caballero que blande una espada resplandeciente. Al principio le asalta el impulso de escapar, porque cree haber perdido sus fuerzas; no obstante, opta por luchar al comprobar que le han cerrado las vías de escape. Al fin, sale victorioso del lance, con lo que se da cuenta de que ha recuperado milagrosamente su poder y el vigor de antaño y, además, su capacidad de hacer favores. Entonces traslada su corte a algún lugar de Cornualles, donde recibe a los emisarios del Rey Pescador. Éstos le relatan las desdichas que asolan la región donde se encuentra el castillo del Grial y, antes de marcharse, le regalan un escudo que perteneció a José de Arimatea. De esta manera —un tanto alambicada— el personaje de los evangelios que ayudó a desenclavar a Jesús del madero, reaparece en el romance griálico británico. Ningún otro autor se había servido de este personaje, tan unido al misterioso episodio de la Resurrección. Y al incluirlo proporcionó a la abadía de Glastonbury uno de los últimos elementos que precisaba para inmortalizar el mito del Grial y, al mismo tiempo, todo el universo literario relacionado con el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Quienes ven el mito desde su perspectiva más sublime, creen que el libro auténtico del Grial fue redactado por el propio Jesús y, luego, se lo transmitió «milagrosamente» a la persona que debía transcribirlo. Esto nos lleva a suponer que dicho romance, entonces, sólo se puede leer después de haber superado un determinado proceso iniciático. En cualquier caso, a pesar de lo mucho que supuso el mito del Grial para reforzar a la Cristiandad medieval, la Iglesia pareció ignorarlo. Es posible que esto se debiera a que en la tradición griálica confluían demasiados elementos paganos y símbolos esotéricos. Y a pesar de que muchos autores pretendieron ver en este cáliz unas cualidades propias de la eucaristía, la idea fue rechazada por los especialistas eclesiásticos y los teólogos que lo interpretaron como un misterio de carácter mistérico y semipagano.
La Iglesia nunca hizo suya la leyenda del Grial. Como si notase el hálito del paganismo todavía latente entre las líneas del romance. Tal vez por esto Robert Boron escribió lo siguiente: «Esta historia es muy valiosa y no se puede contar a gente que sea incapaz de entenderla, ya que toda cosa buena contada a hombres malvados jamás será aprendida por ellos». La Iglesia romana continuó sin reaccionar pese al gran éxito y aceptación que obtuvo desde el primer momento «El cuento del Grial» de Chrétien de Troyes. Lógicamente, le agradaban las variantes que fueron surgiendo, recargándola de elementos cristianos. Pero, a principios del siglo XIII, la Iglesia se hallaba entregada a una cruzada en el interior de Europa, una singular cruzada contra otros cristianos: los cátaros, los cuales habían sido relacionados, por otra vía distinta a la de la tradición artúrica, con el Santo Grial, o, mejor dicho, con otro «Grial» que al parecer tenía su origen en las poderosas maquinaciones de Lucifer para perder a los hombres. A partir de ese momento, se debía andar con pies de plomo a la hora de apoyar una leyenda tan peligrosa, y que fácilmente podía caer en la herejía. Entre los siglos XIII-XIV la tradición griálica enmudecerá momentáneamente para resurgir con fuerza en vísperas del Renacimiento. Por el momento, era preferible cubrir el misterio con un piadoso manto de silencio.
Los templarios y el Grial
Es difícil precisar qué se entiende por Santo Grial. Aunque la versión más extendida es que se trata del cáliz utilizado por Jesús en la Última Cena, no es la única. Otras versiones hablan del plato empleado para consumir el cordero pascual, de una joya, de una palabra críptica, del recipiente en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo crucificado o de la representación simbólica del linaje iniciado por Jesús y María Magdalena. Pero más allá de lo que sea el Grial en sí, de las significaciones que se le quieran dar, su importancia está en su búsqueda porque, según algunas tradiciones, sería un objeto de poder. En la Edad Media, la tradición del Santo Grial estuvo muy unida a dos órdenes que, en su momento, fueron consideradas heréticas por la Iglesia: los cátaros y los templarios. Los primeros, que negaban la divinidad de Cristo, fueron perseguidos por la cruzada organizada por el papa Inocencio III. En una época en la que la corrupción había alcanzado a las más altas jerarquías de la Iglesia romana, los cátaros del Languedoc mostraron una conducta claramente cristiana y honesta, casi irreprochable, lo cual le valió una gran difusión a sus postulados, sobre todo en el sur de Francia, pero también en el norte de Italia. Se sabe que ambas órdenes tuvieron una estrecha relación, de ahí que cuando los cátaros fueran exterminados, se suponga que la custodia del Grial pasara a manos del Temple.
En las Escrituras nada se dice del destino que ha tenido el cáliz empleado en la Última Cena; sin embargo, la Iglesia católica asegura que la reliquia está custodiada en España, concretamente en la catedral de Valencia. Esta aseveración se vio confirmada por la misa que ofició el papa Benedicto XVI el 8 de julio de 2006 en dicho templo. En ella, haciendo uso del cáliz que se conserva en la catedral en el momento de la elevación, reprodujo las palabras que, según explica Salvador Antuñano Alea en su libro El misterio del Grial, tradición y leyenda del Santo Cáliz, se empleaban en la liturgia utilizada en los albores del cristianismo: «Tomando este glorioso cáliz…» La palabra «este» utilizada en la fórmula indicaría que ese cáliz (el que se encontraba en Roma) y no los demás, fue el que realmente fue empleado en la Última Cena. La Iglesia sostiene —aunque ha tardado bastante en pronunciarse—, que la copa tallada en ágata y de color rojo oscuro, fue llevada a Roma por Pedro y que allí permaneció unos doscientos años. Cuando a mediados del siglo III los cristianos se vieron perseguidos por el emperador Valeriano, el papa Sixto II entregó el cáliz a su diácono Lorenzo, antes de recibir el martirio. El clérigo, que había nacido en Huesca, viéndose a su vez en peligro, entregó la copa a un soldado, también español, para que la llevase a su Tierra natal. Allí permaneció hasta la invasión musulmana. El obispo tuvo que abandonar la ciudad llevándose consigo el cáliz y se refugió en una cueva en la que vivía un ermitaño. Allí mismo, con posterioridad, se construyó el monasterio de San Juan de la Peña. Es importante destacar que existe un documento fechado en el año 1134 que certifica la presencia del Santo Cáliz en este monasterio. Otro de los documentos existentes certifica que el Santo Grial fue entregado a Zaragoza para su custodia por petición del rey aragonés Martín el Humano y en este texto se aclara que ese cáliz había sido enviado desde Roma con una carta del diácono Lorenzo, que posteriormente murió martirizado y fue canonizado. En cualquier caso, desde el año 1437, el único cáliz reconocido por la Iglesia como el utilizado por Jesús en la Última Cena, se custodia en la catedral de Valencia.
Antes de la llegada de los primeros cristianos a lo que entonces era la parte más occidental del Imperio Romano, los diferentes pueblos que la habitaban tenían sus propias leyendas, que convivían con los nuevos cultos grecorromanos llevados por los conquistadores. Curiosamente, estos cultos ancestrales, sobre todo los de la cuenca del Mediterráneo, guardaban grandes similitudes, a pesar de las distancias geográficas. Con el tiempo, numerosas de las antiguas creencias paganas fueron asimiladas por el cristianismo que las adaptó a su conveniencia, tal es el caso de muchas de las fechas de celebraciones paganas, como es el solsticio de invierno que comienza el 24 de diciembre para convertirlas en celebraciones cristianas. En este caso; el nacimiento de Jesús. Pero hay otros mitos que aunque no fueron incorporados al cuerpo doctrinario de la Iglesia, se fundieron con los elementos de la nueva religión y se mantuvieron vivos por espacio de siglos. Algunos hasta nuestros días. La Edad Media es un extenso periodo de la Historia en el cual se conjugan dos ideales relevantes: la caballería y el misticismo; el heroísmo y la búsqueda de Dios. Precisamente, si los templarios fueron tan bien acogidos en el seno de la sociedad feudal europea fue porque ellos encarnaban en un solo cuerpo, estos dos ideales. Fue en esa época, alrededor del siglo XII, cuando empezaron a surgir las leyendas del Santo Grial que hablan de caballeros que, imbuidos por una profunda fe religiosa, buscan el Cáliz de la Última Cena. Pero estos romances y canciones de gesta se construyeron sobre la base de mitos mucho más antiguos ya que, el recipiente que contiene la bebida sagrada o los poderes mágicos, corresponde a la mitología universal.
En los misterios órficos de los griegos, se hablaba de una vasija en la cual se cocinaba el alma del mundo; el alma de quien bebía de ella era enviada a un nuevo cuerpo. Las leyendas celtas hablan de los calderos de la abundancia: recipientes mágicos, contenedores de alimento inagotable que, en ocasiones, podía devolver la vida a los muertos. Pero el caldero es mucho más que eso: según la tradición, cierto día que Gwion, el joven que vigilaba la cocción que había en el caldero, se había manchado los dedos con su contenido y, para limpiárselos, se los chupó, probando así la cocción, adquirió el conocimiento absoluto. Como ya hemos visto en capítulos anteriores la leyenda que habla con más profusión de la búsqueda del cáliz utilizado en la Última Cena, es la del rey Arturo: en ella se cuenta cómo los caballeros deben obtener esa reliquia y cómo deben hacerse dignos de ella.
En general la leyenda artúrica ilustra la transición del mundo pagano al la nueva realidad del cristianismo impuesto por los romanos en todas las provincias del Imperio. El Grial es la fusión del cáliz cristiano con el caldero celta de la abundancia. Los copistas de los cuentos o los creadores de los mismos, poco a poco fueron incorporando nuevos elementos y personajes a las leyendas y obras anteriores. Así fue como evolucionó la tradición del Grial, casi al mismo ritmo que la propia religión cristiana, que también se metamorfoseó con muchas ceremonias y símbolos paganos.
Hemos visto con detalle en qué consistía el argumento de «El cuento del Grial» de Chrétien de Troyes y el «Parsifal» de Wólfram von Eschenbach, además de repasar la leyenda del Rey Pescador, personaje que, ocasionalmente, aparece en otros cuentos sin que llegue a aclararse de forma concisa cuál es su identidad. Destaca también «El ciclo de la Vulgata» obra menos conocida que las anteriores y que se inspira, en gran medida, en los escritos de Bernardo de Claraval, quien tuviera una más que destacable participación en la creación y desarrollo de la Orden del Temple. En ella se presenta el Grial como una copa o recipiente perteneciente a José de Arimatea, un comerciante judío adinerado que, según los textos bíblicos, era discípulo de Jesús «en secreto», que habría sido el organizador de la Cena y, también, quien cediera el «sepulcro nuevo excavado en la roca» y, finalmente, quien preparara, en compañía de Nicodemo, el cuerpo de Jesús para su sepultura. Además, José habría pedido al procurador Poncio Pilatos la lanza con la que Cristo fue traspasado. Luego aquí, además del Santo Grial, aparece también la Lanza del Destino, que también posee sus propias leyendas. En esta obra no se cita el supuesto encarcelamiento del comerciante tras la desaparición del cuerpo; la explicación que se da es que, como buen comerciante, José habría huido oportunamente refugiándose en la isla de Albión, que se identifica con Britania, portando el Cáliz y la Lanza. Posteriormente, en lugar de regresar a Judea, se habría quedado a vivir en Glastonbury, donde habría edificado una capilla.
Al morir este santo varón, sus descendientes habrían fundado la Orden del Grial, cuyo cometido sería la custodia de las reliquias. La leyenda cuenta que en la época del rey Arturo —época que sigue en la más estricta nebulosa, suposiciones aparte—, el guardián de dichos objetos sagrados, al perder su espada, habría tomado la lanza de Longino para defenderse. En el momento que hirió con ella a su contrincante, el castillo del Grial se derrumbó porque las reliquias habían sido profanadas. Nos preguntamos si quien recibió la herida con la «lanza sagrada» fue el propio Rey Pescador. De cualquier modo, según esta leyenda, tras estos episodios dramáticos, las reliquias habrían desaparecido y sólo podrían ser recuperadas por un caballero de corazón puro. No hay referencias bíblicas relacionadas con el Grial; sí hay, no obstante, un acuerdo académico consensuado según el cual estas leyendas se fraguaron en la Edad Media y fueron transmitidas oralmente hasta que se consignaron por escrito. En todas ellas, el Santo Grial es presentado como un objeto que parece tener más de «mágico» que de «sagrado». Aunque, bien mirado, a menudo resulta difícil establecer la frontera entre ambos mundos.



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