Curiosamente, los cuatro
evangelistas citan a José de Arimatea como el hombre que ayudó a bajar el
cuerpo de Jesús de la cruz y, luego, le llevó a la tumba. Una coincidencia que
se da en muy pocos casos en los evangelios, ya que al narrar, por ejemplo, el
nacimiento en Belén, no cuentan la misma versión. Se cree que José de Arimatea
fue un importante miembro del sanedrín de Jerusalén, luego mantenía un trato
frecuente con Poncio Pilatos. Por esa razón consiguió el permiso del procurador
romano para hacerse cargo del enterramiento de uno de los crucificados, lo que
de por sí ya es una caso excepcional, dado que la pena de muerte por
crucifixión prescribía que el cuerpo permaneciese en la cruz varios días a
guisa de escarmiento y a merced de las aves carroñeras y los depredadores de
pelo. Luego los restos eran arrojados a una fosa común. Al parecer José
depositó el cuerpo de Jesús sobre una especie de camilla, con la idea de
lavarlo y, después, cubrirlo con lienzos. Cuando estaba realizando la primera
tarea, del costado traspasado por la lanza brotaron unas gotas de sangre, que
José se encargó de recoger en una vasija siguiendo la tradición judía de
enterrar los cuerpos «completos». También es posible que improvisase y
utilizase alguno de los recipientes que llevaban con ungüentos y aceites
aromáticos usados para «remover el hedor» de los cadáveres como era costumbre
entre los hebreos. Pero, en ningún caso, dichos ungüentos tendrían como
finalidad la conservación del cadáver ya que, cualquier tipo de embalsamamiento
o momificación estaba rigurosamente prohibida a los judíos en base a sus
propias leyes.
Otra variante de la leyenda cuenta
que José de Arimatea fue detenido por haber robado el cuerpo de Jesús, luego de
comprobar un grupo de fariseos que la tumba se hallaba vacía. Mientras se
encontraba detenido en una mazmorra, el «Resucitado» se apareció a quien ya
consideraba uno de sus más caros apóstoles, para entregarle el cáliz o copa que
había utilizado en la Última Cena: el Grial con unas gotas de su propia sangre.
Acto seguido, con unas pocas palabras le instruyó acerca de cómo debía
celebrarse la misa en adelante, le habló de la Encarnación y de otros misterios
relacionados con Su Resurrección. De este modo, José asumió una gran
responsabilidad, que le fue premiada cada día de su vida: a pesar de que sus
carceleros no le proporcionaban comida y agua, pudo alimentarse con la oblea
que una paloma depositaba todas las mañanas en el Santo Cáliz. Según esta
piadosísima leyenda —sin ninguna base histórica—, José debió permanecer
encarcelado durante más de veinte años. Cuando le pusieron en libertad, le
estaban aguardando una hermana y un hermano suyo. Después, los tres juntos
abandonaron el país. Siempre según esta leyenda, los tres hermanos recorrieron
diversas ciudades del Mediterráneo hasta que por fin, para escapar del acoso de
los romanos, llegaron a la isla de Britania. Entonces, por la influencia del
Grial que José de Arimatea seguía conservando, decidieron construir una gran
mesa circular, la precursora de la Tabla Redonda, alrededor de la cual pudieran
sentarse doce personas. Precisamente dejaron un asiento libre, el número 11,
como recuerdo de Jesús o de Judas. Este aspecto no queda claro en la leyenda. Como
se pudo comprobar que todos los que ocupaban el asiento número 11 terminaban
por desaparecer, a ése se le llamó «Asiento Peligroso». Al cabo de algunos
meses después de haber desembarcado, los tres hermanos se dirigieron a
Glastonbury, donde edificaron una iglesia —probablemente sobre algún templo pagano—
dedicada a Santa María, madre de Jesús. En el altar depositaron el Grial. Esto
permitió que hasta allí llegaran muchos fieles, que terminaron construyendo una
gran abadía sobre las tumbas de José de Arimatea y sus hermanos, varios siglos
más tarde.
En 1190, en plena efervescencia del
mito del Grial, se encontraron en Glastonbury las supuestas tumbas de Arturo y
su esposa Ginebra y los monjes de la abadía se cuidaron de alimentar la leyenda
artúrica cristianizándola, deformándola y añadiendo elementos tomados de «El
cuento del Grial» de Chrétien de Troyes quien, precisamente, moría aquel mismo
año 1190 coincidiendo con el descubrimiento de las tumbas de Arturo y Ginebra
en Glastonbury. En la versión de los monjes ingleses del romance del Grial, el
error de Perceval al no formular la pregunta correcta, no sólo condena al Rey
Pescador, sino que afecta también al soberano de Camelot, cuya corte queda
abandonada al haber perdido la capacidad para proteger a sus súbditos. Este
punto parece encajar con la historia real del gobernador romano Máximo que
desprotegió Britania para invadir el continente. En esta versión «Made in
Glastonbury» la reina Ginebra adquiere cierto protagonismo, pues es ella quien
pide permiso a su esposo el rey para peregrinar a la capilla de san Agustín, en
Gales. El rey Arturo no puede penetrar en la capilla, a pesar de encontrarse
ante sus puertas. Debe contentarse con asistir a la misa desde el exterior y,
en este tiempo, tiene una visión celestial. A su vuelta, se ve obligado a
luchar con un caballero que blande una espada resplandeciente. Al principio le
asalta el impulso de escapar, porque cree haber perdido sus fuerzas; no
obstante, opta por luchar al comprobar que le han cerrado las vías de escape.
Al fin, sale victorioso del lance, con lo que se da cuenta de que ha recuperado
milagrosamente su poder y el vigor de antaño y, además, su capacidad de hacer
favores. Entonces traslada su corte a algún lugar de Cornualles, donde recibe a
los emisarios del Rey Pescador. Éstos le relatan las desdichas que asolan la
región donde se encuentra el castillo del Grial y, antes de marcharse, le
regalan un escudo que perteneció a José de Arimatea. De esta manera —un tanto
alambicada— el personaje de los evangelios que ayudó a desenclavar a Jesús del
madero, reaparece en el romance griálico británico. Ningún otro autor se había
servido de este personaje, tan unido al misterioso episodio de la Resurrección.
Y al incluirlo proporcionó a la abadía de Glastonbury uno de los últimos
elementos que precisaba para inmortalizar el mito del Grial y, al mismo tiempo,
todo el universo literario relacionado con el rey Arturo y los caballeros de la
Tabla Redonda. Quienes ven el mito desde su perspectiva más sublime, creen que
el libro auténtico del Grial fue redactado por el propio Jesús y, luego, se lo
transmitió «milagrosamente» a la persona que debía transcribirlo. Esto nos
lleva a suponer que dicho romance, entonces, sólo se puede leer después de
haber superado un determinado proceso iniciático. En cualquier caso, a pesar de
lo mucho que supuso el mito del Grial para reforzar a la Cristiandad medieval,
la Iglesia pareció ignorarlo. Es posible que esto se debiera a que en la
tradición griálica confluían demasiados elementos paganos y símbolos
esotéricos. Y a pesar de que muchos autores pretendieron ver en este cáliz unas
cualidades propias de la eucaristía, la idea fue rechazada por los
especialistas eclesiásticos y los teólogos que lo interpretaron como un
misterio de carácter mistérico y semipagano.
La Iglesia nunca hizo suya la
leyenda del Grial. Como si notase el hálito del paganismo todavía latente entre
las líneas del romance. Tal vez por esto Robert Boron escribió lo siguiente:
«Esta historia es muy valiosa y no se puede contar a gente que sea incapaz de
entenderla, ya que toda cosa buena contada a hombres malvados jamás será
aprendida por ellos». La Iglesia romana continuó sin reaccionar pese al gran
éxito y aceptación que obtuvo desde el primer momento «El cuento del Grial» de
Chrétien de Troyes. Lógicamente, le agradaban las variantes que fueron
surgiendo, recargándola de elementos cristianos. Pero, a principios del siglo
XIII, la Iglesia se hallaba entregada a una cruzada en el interior de Europa,
una singular cruzada contra otros cristianos: los cátaros, los cuales habían
sido relacionados, por otra vía distinta a la de la tradición artúrica, con el
Santo Grial, o, mejor dicho, con otro «Grial» que al parecer tenía su origen en
las poderosas maquinaciones de Lucifer para perder a los hombres. A partir de
ese momento, se debía andar con pies de plomo a la hora de apoyar una leyenda
tan peligrosa, y que fácilmente podía caer en la herejía. Entre los siglos
XIII-XIV la tradición griálica enmudecerá momentáneamente para resurgir con
fuerza en vísperas del Renacimiento. Por el momento, era preferible cubrir el
misterio con un piadoso manto de silencio.
Los
templarios y el Grial
Es difícil precisar qué se entiende
por Santo Grial. Aunque la versión más extendida es que se trata del cáliz
utilizado por Jesús en la Última Cena, no es la única. Otras versiones hablan
del plato empleado para consumir el cordero pascual, de una joya, de una
palabra críptica, del recipiente en el que José de Arimatea recogió la sangre
de Cristo crucificado o de la representación simbólica del linaje iniciado por
Jesús y María Magdalena. Pero más allá de lo que sea el Grial en sí, de las
significaciones que se le quieran dar, su importancia está en su búsqueda
porque, según algunas tradiciones, sería un objeto de poder. En la Edad Media,
la tradición del Santo Grial estuvo muy unida a dos órdenes que, en su momento,
fueron consideradas heréticas por la Iglesia: los cátaros y los templarios. Los
primeros, que negaban la divinidad de Cristo, fueron perseguidos por la cruzada
organizada por el papa Inocencio III. En una época en la que la corrupción
había alcanzado a las más altas jerarquías de la Iglesia romana, los cátaros
del Languedoc mostraron una conducta claramente cristiana y honesta, casi
irreprochable, lo cual le valió una gran difusión a sus postulados, sobre todo
en el sur de Francia, pero también en el norte de Italia. Se sabe que ambas
órdenes tuvieron una estrecha relación, de ahí que cuando los cátaros fueran
exterminados, se suponga que la custodia del Grial pasara a manos del Temple.
En las Escrituras nada se dice del
destino que ha tenido el cáliz empleado en la Última Cena; sin embargo, la
Iglesia católica asegura que la reliquia está custodiada en España,
concretamente en la catedral de Valencia. Esta aseveración se vio confirmada
por la misa que ofició el papa Benedicto XVI el 8 de julio de 2006 en dicho
templo. En ella, haciendo uso del cáliz que se conserva en la catedral en el
momento de la elevación, reprodujo las palabras que, según explica Salvador
Antuñano Alea en su libro El misterio del Grial, tradición y leyenda del Santo
Cáliz, se empleaban en la liturgia utilizada en los albores del cristianismo:
«Tomando este glorioso cáliz…» La palabra «este» utilizada en la fórmula
indicaría que ese cáliz (el que se encontraba en Roma) y no los demás, fue el
que realmente fue empleado en la Última Cena. La Iglesia sostiene —aunque ha
tardado bastante en pronunciarse—, que la copa tallada en ágata y de color rojo
oscuro, fue llevada a Roma por Pedro y que allí permaneció unos doscientos
años. Cuando a mediados del siglo III los cristianos se vieron perseguidos por
el emperador Valeriano, el papa Sixto II entregó el cáliz a su diácono Lorenzo,
antes de recibir el martirio. El clérigo, que había nacido en Huesca, viéndose
a su vez en peligro, entregó la copa a un soldado, también español, para que la
llevase a su Tierra natal. Allí permaneció hasta la invasión musulmana. El
obispo tuvo que abandonar la ciudad llevándose consigo el cáliz y se refugió en
una cueva en la que vivía un ermitaño. Allí mismo, con posterioridad, se
construyó el monasterio de San Juan de la Peña. Es importante destacar que
existe un documento fechado en el año 1134 que certifica la presencia del Santo
Cáliz en este monasterio. Otro de los documentos existentes certifica que el
Santo Grial fue entregado a Zaragoza para su custodia por petición del rey
aragonés Martín el Humano y en este texto se aclara que ese cáliz había sido
enviado desde Roma con una carta del diácono Lorenzo, que posteriormente murió
martirizado y fue canonizado. En cualquier caso, desde el año 1437, el único
cáliz reconocido por la Iglesia como el utilizado por Jesús en la Última Cena,
se custodia en la catedral de Valencia.
Antes de la llegada de los primeros
cristianos a lo que entonces era la parte más occidental del Imperio Romano,
los diferentes pueblos que la habitaban tenían sus propias leyendas, que
convivían con los nuevos cultos grecorromanos llevados por los conquistadores.
Curiosamente, estos cultos ancestrales, sobre todo los de la cuenca del
Mediterráneo, guardaban grandes similitudes, a pesar de las distancias
geográficas. Con el tiempo, numerosas de las antiguas creencias paganas fueron
asimiladas por el cristianismo que las adaptó a su conveniencia, tal es el caso
de muchas de las fechas de celebraciones paganas, como es el solsticio de
invierno que comienza el 24 de diciembre para convertirlas en celebraciones
cristianas. En este caso; el nacimiento de Jesús. Pero hay otros mitos que
aunque no fueron incorporados al cuerpo doctrinario de la Iglesia, se fundieron
con los elementos de la nueva religión y se mantuvieron vivos por espacio de
siglos. Algunos hasta nuestros días. La Edad Media es un extenso periodo de la
Historia en el cual se conjugan dos ideales relevantes: la caballería y el
misticismo; el heroísmo y la búsqueda de Dios. Precisamente, si los templarios
fueron tan bien acogidos en el seno de la sociedad feudal europea fue porque
ellos encarnaban en un solo cuerpo, estos dos ideales. Fue en esa época,
alrededor del siglo XII, cuando empezaron a surgir las leyendas del Santo Grial
que hablan de caballeros que, imbuidos por una profunda fe religiosa, buscan el
Cáliz de la Última Cena. Pero estos romances y canciones de gesta se
construyeron sobre la base de mitos mucho más antiguos ya que, el recipiente
que contiene la bebida sagrada o los poderes mágicos, corresponde a la
mitología universal.
En los misterios órficos de los
griegos, se hablaba de una vasija en la cual se cocinaba el alma del mundo; el
alma de quien bebía de ella era enviada a un nuevo cuerpo. Las leyendas celtas
hablan de los calderos de la abundancia: recipientes mágicos, contenedores de
alimento inagotable que, en ocasiones, podía devolver la vida a los muertos.
Pero el caldero es mucho más que eso: según la tradición, cierto día que Gwion,
el joven que vigilaba la cocción que había en el caldero, se había manchado los
dedos con su contenido y, para limpiárselos, se los chupó, probando así la
cocción, adquirió el conocimiento absoluto. Como ya hemos visto en capítulos
anteriores la leyenda que habla con más profusión de la búsqueda del cáliz
utilizado en la Última Cena, es la del rey Arturo: en ella se cuenta cómo los
caballeros deben obtener esa reliquia y cómo deben hacerse dignos de ella.
En general la leyenda artúrica
ilustra la transición del mundo pagano al la nueva realidad del cristianismo
impuesto por los romanos en todas las provincias del Imperio. El Grial es la
fusión del cáliz cristiano con el caldero celta de la abundancia. Los copistas
de los cuentos o los creadores de los mismos, poco a poco fueron incorporando
nuevos elementos y personajes a las leyendas y obras anteriores. Así fue como
evolucionó la tradición del Grial, casi al mismo ritmo que la propia religión
cristiana, que también se metamorfoseó con muchas ceremonias y símbolos
paganos.
Hemos visto con detalle en qué
consistía el argumento de «El cuento del Grial» de Chrétien de Troyes y el
«Parsifal» de Wólfram von Eschenbach, además de repasar la leyenda del Rey
Pescador, personaje que, ocasionalmente, aparece en otros cuentos sin que
llegue a aclararse de forma concisa cuál es su identidad. Destaca también «El
ciclo de la Vulgata» obra menos conocida que las anteriores y que se inspira,
en gran medida, en los escritos de Bernardo de Claraval, quien tuviera una más
que destacable participación en la creación y desarrollo de la Orden del
Temple. En ella se presenta el Grial como una copa o recipiente perteneciente a
José de Arimatea, un comerciante judío adinerado que, según los textos
bíblicos, era discípulo de Jesús «en secreto», que habría sido el organizador
de la Cena y, también, quien cediera el «sepulcro nuevo excavado en la roca» y,
finalmente, quien preparara, en compañía de Nicodemo, el cuerpo de Jesús para
su sepultura. Además, José habría pedido al procurador Poncio Pilatos la lanza
con la que Cristo fue traspasado. Luego aquí, además del Santo Grial, aparece
también la Lanza del Destino, que también posee sus propias leyendas. En esta
obra no se cita el supuesto encarcelamiento del comerciante tras la
desaparición del cuerpo; la explicación que se da es que, como buen
comerciante, José habría huido oportunamente refugiándose en la isla de Albión,
que se identifica con Britania, portando el Cáliz y la Lanza. Posteriormente,
en lugar de regresar a Judea, se habría quedado a vivir en Glastonbury, donde
habría edificado una capilla.
Al morir este santo varón, sus
descendientes habrían fundado la Orden del Grial, cuyo cometido sería la
custodia de las reliquias. La leyenda cuenta que en la época del rey Arturo
—época que sigue en la más estricta nebulosa, suposiciones aparte—, el guardián
de dichos objetos sagrados, al perder su espada, habría tomado la lanza de Longino
para defenderse. En el momento que hirió con ella a su contrincante, el
castillo del Grial se derrumbó porque las reliquias habían sido profanadas. Nos
preguntamos si quien recibió la herida con la «lanza sagrada» fue el propio Rey
Pescador. De cualquier modo, según esta leyenda, tras estos episodios
dramáticos, las reliquias habrían desaparecido y sólo podrían ser recuperadas
por un caballero de corazón puro. No hay referencias bíblicas relacionadas con
el Grial; sí hay, no obstante, un acuerdo académico consensuado según el cual
estas leyendas se fraguaron en la Edad Media y fueron transmitidas oralmente
hasta que se consignaron por escrito. En todas ellas, el Santo Grial es
presentado como un objeto que parece tener más de «mágico» que de «sagrado». Aunque,
bien mirado, a menudo resulta difícil establecer la frontera entre ambos
mundos.
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