Es del todo
cierto que Constantino fue tolerante con el cristianismo. Mediante el Edicto de
Milán, promulgado en el año 313, prohibió la persecución de todas las formas de
monoteísmo en el Imperio Romano. En la medida en que ello incluía al cristianismo,
Constantino, efectivamente, se convirtió en un salvador que redimió a los
cristianos tras siglos de persecuciones, la última en tiempos tan recientes
como los de Diocleciano. También es cierto que concedió ciertos privilegios a
la Iglesia de Roma, así como a otras instituciones religiosas. Permitió que
muchos dignatarios de la Iglesia entrasen a formar parte de la administración
civil y con ello preparó el camino para la consolidación de la Iglesia como
poder secular. Donó el magnífico palacio de Letrán al obispo de Roma, y la
Iglesia pudo utilizarlo como medio de instaurar su supremacía sobre los centros
rivales de autoridad cristiana que eran Alejandría y Antioquía. Finalmente,
presidió y tomó parte activamente en el Concilio de Nicea del año 325. En este
concilio ecuménico, las diversas formas de entender el cristianismo se vieron
obligadas a enfrentarse unas con otras y, en la medida de lo posible, limar sus
diferencias. Como resultado de este histórico Concilio, Roma, la capital del
Imperio, se convirtió también en el centro oficial de la ortodoxia cristiana y
cualquier desviación de esta ortodoxia se transformó en herejía, en lugar de
ser una simple diferencia de opinión o interpretación. En Nicea, por medio de
una votación, se instauró tanto la divinidad de Cristo como la naturaleza
exacta de esa divinidad, abriendo la puerta a siglos de controversias
teológicas, precisamente lo que se pretendía evitar en aquel concilio presidido
por el emperador.
Es de justicia reconocer que el cristianismo, tal como lo conocemos
hoy, se deriva en esencia, no de la época de Jesús, sino del Concilio de Nicea.
Y en la medida que ese concilio fue en gran parte obra de Constantino, el
cristianismo está en deuda con él. Pero eso es muy distinto que afirmar que
Constantino era cristiano, o que «cristianizó» el Imperio. De hecho, en la
actualidad puede demostrarse que la mayoría de las tradiciones populares
asociadas con Constantino son palpablemente erróneas. La llamada «Donación de
Constantino», que la Iglesia utilizó en el siglo X para hacer prevalecer su
supremacía ante el rey alemán Otón I e imponer su criterio en asuntos
seculares, es hoy reconocida universalmente como una descarada falsificación
que, en un contexto contemporáneo, se juzgaría como inequívocamente delictiva.
Hoy en día, incluso la Iglesia está dispuesta a reconocerlo, al mismo tiempo
que sigue negándose a renunciar a muchas de las ventajas y prerrogativas que
obtuvo de tal engaño en la Edad Media. En cuanto a la «conversión» de
Constantino —suponiendo que «conversión» sea la palabra apropiada—, no parece
que fuera cristiana en absoluto, sino pagana. Al parecer,
Constantino, que era bastante supersticioso, tuvo alguna clase de visión o de
sueño premonitorio, quizá las dos cosas, en el recinto de un templo pagano
dedicado al Apolo gálico, ya fuera en la región de los Vosgos o cerca de Autun.
También es posible que viviera una segunda experiencia de la misma índole
inmediatamente antes de la decisiva batalla del Puente Milvio, en la que
Constantino derrotó a su rival para ejercer el principado. Según un testigo que
acompañaba al ejército de Constantino en aquellos momentos, la visión fue del
dios Sol, que ciertos cultos —muy populares entre las tropas romanas— adoraban
bajo el nombre de Sol Invicto, es decir, «Sol Invencible». Poco antes de su
visión o visiones, Constantino había sido iniciado en el culto al Sol Invicto,
lo que hace que su experiencia sea perfectamente verosímil, además de ser muy
conveniente para insuflar ánimos a sus soldados. Y, después de la batalla del
Puente Milvio, el Senado erigió un Arco del Triunfo en los aledaños del
Coliseo. Según la inscripción que hay en dicho arco, Constantino obtuvo la
victoria «mediante el favor de la Deidad». Pero la deidad en cuestión no era el
dios cristiano. Era el Sol Invicto, uno de los dioses solares en los
ancestrales cultos paganos.
En contra de lo que ha venido afirmando la Iglesia durante siglos,
Constantino no hizo del cristianismo la religión oficial de Imperio Romano,
aunque la favoreció sobre las demás. En tiempos de Constantino —primera mitad
del siglo IV— el culto al Sol Invicto era uno más entre los que se practicaban
en la cuenca mediterránea. Entre los militares tenía también mucho arraigo el
culto de Mitra, y entre las élites estaban los misterios de Eleusis, los de
Isis, Serapis, etcétera. Por otra parte, Constantino conservó durante toda su
vida el arcaico título de Pontifex Maximus, o jefe religioso de la República.
Además, su principado se asoció con el «imperio del Sol». La imagen de Constantino
como ferviente converso al cristianismo es patentemente errónea. Ni siquiera
fue bautizado hasta que se encontraba en el lecho de muerte.
El culto al Sol Invicto era de origen sirio. Había sido introducido en
Roma solo un siglo antes de Constantino. Aunque contenía elementos del culto
cananeo a Baal y Astarté, era esencialmente monoteísta. En efecto, proponía al
dios Sol como la suma de todos los atributos de todos los demás dioses, y de
esta manera asumía pacíficamente a sus posibles rivales sin la necesidad de
combatirlos. Para Constantino, el culto al Sol Invicto era conveniente y nada
más. El objetivo principal, obsesivo, del emperador era la unidad: política,
religiosa y territorial. Obviamente, una religión sincrética y estatalizada que
incluyera a todas las otras llevaba a ese objetivo. Y fue bajo la tutela, por
así decirlo, del culto al Sol Invicto que el cristianismo pudo prosperar. De
todos modos, la doctrina cristiana de la época, tal como era promulgada por
Roma a la sazón, tenía mucho en común con el culto al Sol Invicto; y, por ende,
pudo prosperar sin ser molestado bajo el paraguas de tolerancia del culto al
Sol. Siendo esencialmente monoteísta, el culto al Sol Invicto le allanó el
camino al monoteísmo cristiano. Al mismo tiempo, la Iglesia primitiva no tuvo
escrúpulos en modificar sus propios principios y dogma con el objeto de
aprovechar la oportunidad que se le brindaba. Mediante un edicto promulgado en
321, por ejemplo, Constantino ordenó que los tribunales permaneciesen cerrados en
«el venerable día del Sol», decretando que dicho día fuera de descanso. Hasta
entonces el cristianismo había considerado sagrado el sábado, el día santo de
los judíos. Ahora, de acuerdo con el edicto de Constantino adoptó el domingo
como día sagrado. Esto no solo le hizo armonizar con el régimen existente, sino
que, además, le permitió desasociarse aún más de sus orígenes judaicos. Por
otra parte, hasta el siglo IV el natalicio de Jesús se había celebrado el 6 de
enero. Para el culto del Sol Invicto, no obstante, el día de mayor importancia
simbólica del año era el 25 de diciembre: la festividad de Natalis Invictus, el
nacimiento —o renacimiento— del Sol, momento en que los días comenzaban a
alargarse de modo perceptible. También en este sentido el cristianismo se
alineó con el régimen y con la religión oficial del Estado. De esta religión
estatal ya instaurada usurpó también el cristianismo ciertos avíos. Así la
aureola de luz que corona la cabeza del dios Sol se convirtió en el halo
cristiano.
El culto al Sol Invicto también se engranaba de forma conveniente con
el de Mitra, residuo de la antigua religión zoroástrica importada de Partia. De
hecho, tan cerca estaba el mitraísmo tardío del culto al Sol Invicto que, a
menudo, ambos son confundidos. Los dos destacaban la categoría del Sol. Ambos
consideraban sagrado el domingo. Ambos celebraban una importantísima festividad
natalicia el 25 de diciembre. Así pues, el cristianismo también pudo encontrar
líneas de convergencia con el culto al dios Mitra, muy extendido entre las
legiones romanas durante el Bajo Imperio. El mitraísmo también hacía hincapié
en la inmortalidad del alma, en un juicio futuro y en la resurrección de los
muertos. El cristianismo que se definió y conformó en los días de Constantino
era, de hecho, un híbrido que contenía filamentos de pensamiento
significativamente derivados del mitraísmo y del culto al Sol. En realidad, el
cristianismo, tal como lo conocemos ahora, está en muchos aspectos más próximo
a aquellos sistemas de creencias de los paganos que a sus propios orígenes
judaicos.
Por el bien de la unidad, Constantino procuró deliberadamente que las
distinciones entre el cristianismo, el mitraísmo y el culto al Sol Invicto
resultasen borrosas, y optó por no ver las profundas discrepancias que había
entre ellos. Así, toleró al Jesús divinizado como la manifestación terrenal del
Sol Invicto. Así, edificaba una iglesia cristiana en una parte de la ciudad y,
en otra, erigía estatuas a la diosa Cibeles y al Sol Invicto, este último a su
propia imagen y semejanza, con sus propios rasgos. En semejantes gestos
eclécticos y ecuménicos vuelve a hacerse patente el énfasis en la unidad. La
fe, para Constantino, era una mera cuestión política; y cualquier fe que
condujese a la unidad del Imperio era tratada con indulgencia. Por aquellos
días estaba muy en boga, además, la escuela filosófica que proponía el
eclecticismo como forma de conciliar las doctrinas que parecen mejores o más
verosímiles, aunque procedan de diversos sistemas.
Con todo, Constantino no era un cínico sin más. Al igual que muchos
gobernantes y militares de su época —incluido el propio Juliano el Apóstata—,
parece que era un hombre supersticioso e imbuido de un sentido muy real de lo
sagrado. Al parecer, en su relación con lo divino procuraba nadar y guardar la
ropa, lo que le asemeja al proverbial ateo que, ya en su lecho de muerte, se
aviene a recibir los sacramentos como salvaguardia, «por si acaso». Esto le
impulsaba a tomarse muy en serio a todas las deidades cuya presencia en sus dominios
aprobaba, a buscar la benevolencia de todas ellas, a conceder a cada una de
ellas cierta medida de veneración sincera. Si su dios personal era el Sol
Invicto, y su actitud oficial ante el cristianismo la dictaba la conveniencia y
el deseo de unidad en el seno del Imperio, no por ello deja de ser cierto que
Constantino tributaba al dios de los cristianos cierta deferencia singular, una
deferencia decididamente insólita. Desde hacía mucho tiempo, existía la
tradición de que los emperadores romanos afirmaran ser descendientes de los
dioses y, basándose en ello, reclamaran la divinidad para sí mismos también.
Así, Diocleciano, había afirmado ser descendiente de Júpiter; Maximiano, de
Hércules. Para Constantino, sobre todo después de haber dado al cristianismo un
mandato en sus dominios, era ventajoso establecer una nueva alianza divina, una
nueva ratificación procedente de lo sagrado. Esto tenía tanta más importancia
cuanto que, en cierto modo, él era un usurpador: había derrocado a un
descendiente de Hércules y necesitaba el apoyo de algún dios rival para sus
propias pretensiones de legitimidad. Al escoger un dios para que fuese su
patrocinador, Constantino recurrió —al menos nominalmente— al dios de los
cristianos. Es primordial señalar que no recurrió a Jesús. El dios al que
Constantino reconocía era Dios Padre, el cual, en aquellos años inmediatamente
anteriores al Concilio de Nicea (325), no era idéntico al Hijo. Su relación con
Jesús era mucho más equívoca y sumamente reveladora.
La posición de Constantino no resultaba tan rara en un militar romano
que era esencialmente pagano y tenía aspiraciones políticas. Lo que sí es
significativo, es que la Iglesia diera su aprobación al papel que Constantino
se atribuyó. La Iglesia de Roma estuvo muy dispuesta a mostrarse de acuerdo con
el concepto que Constantino tenía de sí mismo como mesías auténtico. También
estaba muy dispuesta a reconocer que el mesías no era un salvador pacífico y
manso como una oveja, sino un rey legítimo y colérico, dispuesto a imponer su voluntad
por la espada. Constantino era un líder político y militar que no presidía un
nebuloso reino de los cielos; gobernaba un Imperio y mandaba legiones.
En cualquier caso, en tiempos de Constantino —primera mitad del siglo
IV—, la tradición cristiana aún no se había convertido en dogma inmutable.
Muchos documentos paleocristianos y evangelios apócrifos, que luego se
perdieron o fueron destruidos, seguían circulando intactos. Todavía eran
corrientes las interpretaciones alternativas. Y el Jesús histórico aún no había
desaparecido por completo bajo el peso de acreciones posteriores. Hay que
recordar que no se conserva ninguna versión completa del Nuevo Testamento que
date de una época anterior al principado de Constantino. El Nuevo Testamento,
tal como lo conocemos hoy, es en gran parte producto del Concilio de Nicea que
presidió el propio Constantino.
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