El antiguo Imperio Romano subsistía en su nueva
sede del Bósforo, entre Europa y Asia. Al año siguiente de la caída del reino
vándalo, Justiniano enviaba sus embajadores a Amalasunta, pidiendo, solo en
apariencia, que le entregase las fortalezas de Sicilia para asegurar la
protección del África romana, pero de hecho, quería reclamar toda Italia. Las
demandas eran tan onerosas que la hija de Teodorico no quiso transigir, y, en
el verano del 535, Belisario desembarcaba en Sicilia con siete mil quinientos
hombres. Pocos parecen para la gran empresa que les estaba confiada, y aun la
mayoría de ellos eran hunos, árabes, armenios y gépidos; pero al final del año
toda Sicilia estaba en poder de los bizantinos. En la primavera del 536 Belisario
atravesó el estrecho de Mesina. Como siempre ocurre para todo conquistador que
penetra en Italia por el sur, Belisario no encontró resistencia hasta llegar a
Nápoles. El sitio de esta ciudad —muy bien fortificada— fue largo y difícil. En
cambio, Roma fue abandonada por los ostrogodos, pero Belisario se vio de pronto
sitiado dentro de la gran ciudad por una formidable tropa compuesta por más de
cien mil guerreros. La resistencia de Belisario, sitiado en la antigua capital
imperial con unos pocos soldados bizantinos, fue titánica. Al cabo de un año de
ataques desesperados, los ostrogodos levantaron el sitio de Roma y se retiraron
al norte de Italia. Desde allí hicieron a Belisario varias propuestas; la
última fue que él gobernaría Italia en nombre del emperador de Oriente, con el
título de «Rey de los Romanos y de los Godos»… Belisario le hizo saber a
Amalasunta que aceptaba, y de este modo entró en Rávena sin encontrar
resistencia; pero no tardó en quitarse la máscara y ordenó encarcelar a todos
los oficiales ostrogodos. La guerra gótica parecía terminada y Belisario
regresó a Constantinopla con los tesoros que habían acumulado Teodorico y su
hija. A los patricios del Senado de Constantinopla se les permitió admirar las
magníficas joyas bárbaras solo en las grandes solemnidades; nunca se expusieron
a la vista del pueblo llano, que oía hablar de estos fabulosos tesoros como
cosas fantásticas. Así se daba a entender que la campaña de Italia no solo devolvía
provincias al Imperio de Oriente como heredero natural de Roma, sino que pagaba
los gastos de las expediciones militares.
Esto explica que, cuando unos años
más tarde se hizo necesaria una segunda expedición de Belisario a Italia, el
emperador Justiniano exigió que el ejército se financiase por sus propios
medios, con el fruto del botín capturado al enemigo. Lo cierto es que, buena
parte del tesoro ostrogodo fue a parar a las arcas de la Iglesia oriental, pues
Justiniano vivía obsesionado con la religión. Eliminados los descendientes de
Teodorico, los ostrogodos habían levantado sobre el pavés a un joven guerrero
llamado Totila; éste, por espacio de once años, tenía que asombrar al mundo,
tratando de restablecer el predominio de la nación ostrogoda en Italia. Totila
reconquistó la mayor parte de la Península y hasta llegó a entrar en Roma tras
un segundo sitio, que duró más de un año. Desgraciadamente para los bizantinos,
esta vez no tenían a Belisario dentro de Roma; la plaza estaba defendida por un
general llamado Besas, que trataba de enriquecerse vendiendo el poco grano de
la intendencia militar a precios inauditos. Así no es de extrañar que en el año
546 los propios romanos abrieran las puertas de sus murallas a los ostrogodos. Totila arengó a sus guerreros desde
el Foro; desde la misma tribuna desde donde hablaron Escipión y los Gracos,
trató de explicar a los ostrogodos las causas de la desgracia de su nación y el
remedio de ellas que, según Totila, consistía en esperar el favor del cielo
luchando con justicia y sin atropellar a los italianos. Después Totila pasó al
Senado, y allí habló con tal enojo, que hizo enmudecer a los patricios.
«Decidme, ingratos, ¿qué daño habéis recibido de los ostrogodos? ¿Qué beneficio
os ha llegado de Justiniano el emperador de Oriente, si no son sus recaudadores
de impuestos?...» Pero, casi al mismo tiempo, Totila enviaba una embajada a
Constantinopla para pedirle a Justiniano que le permitiera continuar el sistema
ya probado de gobernar él en Italia como Teodorico, en nombre del emperador. El
Imperio, con su delegación de poderes, parecía aún, a mediados del siglo VI, la
única forma de gobierno viable y legítima… para los germánicos. No olvidemos
que éstos, de facto, eran ya dueños de Occidente.
Pero Justiniano, y sobre todo
Belisario, no se contentaban con una soberanía nominal y querían restablecer la
autoridad del Imperio en Occidente. Año tras año, Belisario, en campañas
memorables dignas de Alejandro o del mismísimo Julio César, fue acorralando a
los ostrogodos. Sin embargo, no fue él, Belisario, quien les dio el golpe de
gracia, sino un general ya octogenario y eunuco, llamado Narsés. Éste acabó con
Totila y con su sucesor Teias, y con los dispersos restos de la nación
ostrogoda en la península Itálica. Después, la provincia volvió a ser romana,
si es que puede aplicarse ese adjetivo dada su condición de provincia
bizantina. Igual podría decirse del África y de las islas del Mediterráneo;
hasta el sur de Hispania fue reconquistado por los ejércitos de Constantinopla.
Es curioso recordar que cuando san Hermenegildo, huyendo de su padre, se
refugió en estos territorios de la Península, la antigua Bética romana, que
había recobrado el Imperio, las crónicas contemporáneas cuentan que se marchó a
tierras de la República. ¡Constantinopla una república a la manera romana! Pero
hasta la lejana Constantinopla llegaba la obsesión por Roma y su gran legado.
En la capital de Oriente cada año se nombraban cónsules, aunque no sirvieron
más que para contar los años… El Senado subsistía como la sombra de un glorioso
pasado; había pretores y patricios, pero todo no era más que la cáscara vacía
de un huevo podrido
Es cierto que el tiempo no puede
retroceder, y que no se podía pretender hacer revivir la Roma clásica; pero el
gran escollo no eran los pueblos germánicos asentados en Occidente, sino la
Iglesia católica. Los esfuerzos de Roma, y de Constantinopla, estaban
focalizados en una labor evangélica que dejaba las cuestiones políticas en un
discreto segundo plano. Es evidente que el Imperio de Oriente no podía absorber
en su seno a todos los pueblos bárbaros, gentes con una vitalidad muy superior,
porque eso hubiese requerido otra organización política y tener mucha manga
ancha en el aspecto religioso. Pero, queriendo resucitar la Roma clásica,
Justiniano prestó un gran servicio: codificó, o mandó codificar bajo su
supervisión, el antiguo Derecho romano. La legislación romana se había ido
conformando a través de los siglos por la acumulación de elementos muy
diversos. Como núcleo tenía la Ley de las Doce Tablas, arcaica, desfasada, pero
aún admirada con singular veneración. A ésta hay que añadir las leyes aprobadas
por el Pueblo en los comicios republicanos; las decisiones y leyes promulgadas
por el Senado, las ordenanzas municipales o edictos de los pretores y ediles,
que cambiaban cada año; las decisiones de jurisconsultos célebres, y, por fin,
los rescriptos de los emperadores para resolver una consulta o responder a una
petición. Es sorprendente que esta enorme masa de legislación no fuera
reorganizada y codificada hasta el tardío siglo VI por Justiniano.
Mientras en materia de Derecho y en
la pauta de la organización del gobierno, Justiniano se mantuvo, hasta donde
cabía, dentro de la tradición imperial romana o latina, en arte, filosofía y
literatura prefirió las novedades que podía recibir de las provincias
orientales. Sobre todo en materia religiosa. Para construir sus grandes
edificios, el emperador agotó buena partes de los recursos del Imperio trayendo
a los mejores arquitectos de Siria y Asia Menor, donde había una escuela de
constructores basada en el sistema de cúpulas enteramente opuestas al clásico
de columnas y arquitrabes. Para la basílica mayor de Constantinopla hizo venir
a dos famosos arquitectos del Asia, Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto, que
levantaron el templo gigantesco que subsiste todavía —reconvertido en mezquita—
dedicada a Santa Sofía, o sea, la Divina Sabiduría. Su edificación se comenzó
en el año 532; su inmensa cúpula tiene treinta y tres metros de diámetro. De
los dos arquitectos, Antemio era, además de constructor, famoso como médico y
algo dado a la alquimia. Isidoro fue editor de las obras de Arquímedes y gran
matemático.
Nos resulta fácil hacernos una idea
de lo que representó el reinado de Justiniano en su época (527–565), no solo
para la historia de la cultura y del pensamiento humano, donde es figura de
primera magnitud, sino para el propio Imperio Bizantino. La brecha entre
Oriente y Occidente era ya tan grande en el siglo VI —sobre todo por motivos
religiosos—, que la sola idea de reunificar ambos Imperios constituía ya un
anacronismo. No podía existir una unión efectiva entre un Oriente
grecoasiático, y un Occidente latino germanizado. Las provincias reconquistadas
en Italia, África y España solo podían retenerse por la fuerza, y ya hemos
visto que Constantinopla carecía de la fuerza y los recursos necesarios para
ello. Arrastrado por sus sueños irrealizables, Justiniano no comprendió la
importancia de la frontera y las provincias del Este, donde residían los
intereses vitales del Imperio de Oriente. Las expediciones militares para
reconquistar Occidente, no podían tener resultados duraderos, mucho menos sin
contar con la aquiescencia de los germanos, por ello, el plan de restauración
del Imperio Romano único con su capital política en Constantinopla, desapareció
con Justiniano, aunque no para siempre. A causa de la política exterior de
Justiniano, el Imperio atravesó una crisis económica intensa y profunda.
Presionado por las dificultades financieras, recurrió a la alteración de la
moneda, depreciándola, lo que provocó disturbios y revueltas en muchas
ciudades. Todos los medios y recursos imaginables fueron puestos en marcha para
llenar las arcas del Estado. La severidad con que hacía recaudar los impuestos
produjo un efecto desastroso en la población, ya extenuada. Un cronista de la
época dice que «Una invasión de los bárbaros hubiese parecido menos temible a
los contribuyentes que la llegada de los funcionarios del Fisco». Las
poblaciones pequeñas se empobrecieron y quedaron desiertas, porque sus
habitantes huían para escapar a la opresión del Gobierno. La producción y el
producto interior bruto del país descendió a casi nada y estallaron violentas
revueltas.
Comprendiendo que el Imperio estaba
arruinado y que solo la revitalización de la economía podía salvarlo,
Justiniano decidió aplicar recortes donde más peligroso podía resultar hacerlo:
en el Ejército. Redujo sus efectivos y, a menudo, retrasó la paga de los
soldados, incluso las de los que combatían en puntos tan lejanos como Italia o
las fronteras de Partia. Como resultado, el Ejército, compuesto casi en su
totalidad por mercenarios extranjeros, se amotinó en muchos acuartelamientos y
se desquitó saqueando a las indefensas poblaciones circundantes. La reducción
del Ejército —como ya sucediera en Occidente un siglo antes—, tuvo unas
consecuencias gravísimas, pues al dejar desguarnecidas las fronteras los
bárbaros pudieron penetrar impunemente en territorio bizantino y entregarse al
pillaje. Por supuesto, para los padres de la Iglesia ortodoxa, todas estas
desgracias y desmanes, terminarían milagrosamente cuando los bárbaros aceptasen
convertirse al cristianismo. Las magníficas fortificaciones y fortalezas
fronterizas construidas en tiempos de Teodosio el Grande (378–395) no se
mantuvieron con la debida guarnición y tampoco se repararon las murallas de
Constantinopla. Incapaz de oponerse a los bárbaros por la fuerza, Justiniano
hubo de sobornarlos, lo que a la larga resultó ser mucho más oneroso que
mantener bien pertrechado y dispuesto para el combate a su propio Ejército. La
falta de recursos económicos había motivado una disminución drástica de los
efectivos militares, y la insuficiencia de tropas exigió más dinero para pagar
a los enemigos de Bizancio que se concentraban en las fronteras del Imperio.
Los sobornos y rescates que se tenían que pagar a los bárbaros, llevó al Estado
a la recaudación de nuevos impuestos. Los posteriores esfuerzos de Justiniano
en la esfera de las reformas administrativas fracasaron completamente. En lo
financiero, el Imperio se hallaba al borde de la ruina y la bancarrota. Una epidemia devastadora conocida
como la Plaga de Justiniano a comienzos de la década de los años 540 marcó el
final de la época de esplendor de su reinado. Se cree que fue un brote de peste
negra, aunque no se sabe a ciencia cierta. El Imperio entró en un periodo de
pérdida de territorios que no sería revertido hasta el siglo IX. El cronista
Procopio de Cesarea constituye la principal fuente primaria del reinado de
Justiniano y su tiempo. No obstante, el historiador concluyó su obra
demostrando un gran desencanto y mucho rencor contra Justiniano y su esposa, la
omnipresente emperatriz Teodora.
La política religiosa de Justiniano
reflejaba su convicción personal en el sentido de que la unidad del Imperio
presuponía, incondicionalmente, una unidad de fe, y que esta fe tan solo podía
ser la fe descrita en el credo católico surgido del Concilio de Nicea (325).
Aquellos que profesasen una fe cristiana considerada herética —por ejemplo, el
arrianismo—, o una religión distinta —los antiguos cultos paganos—, sufrirían
las consecuencias contempladas en la legislación que comenzó a aplicarse
durante el reinado de Constancio II. El Codex recogía dos leyes que decretaban
la destrucción total del paganismo, incluso en la vida privada, y sus
draconianas disposiciones serían celosamente puestas en práctica. Las fuentes
contemporáneas como Teófanes de Bizancio o Juan de Éfeso, refieren graves
persecuciones contra los no cristianos, incluidas las personas de prosapia y
alta alcurnia. Quizá el suceso más llamativo tuvo lugar en 529 cuando la
Academia Platónica de Atenas, fundada por Platón, y que funcionaba desde el año
362 a.C. pasó a estar bajo control estatal por orden de Justiniano,
consiguiendo así la extinción real de esta escuela de pensamiento helenista. El
paganismo sería activamente reprimido: solo en Asia Menor, Juan de Éfeso afirma
haber convertido a 70.000 paganos. El término «pagano», del latín pagānus, que
significa aldeano, y deriva de pagus (aldea), que en el latín eclesiástico
adquirió el significado peyorativo de gentil por la resistencia del medio rural
a la cristianización. Algunos pueblos bárbaros aceptaron el cristianismo para
poder asentarse pacíficamente en las tierras del Imperio: los hérulos, los
hunos que habitaban junto al río don, los absagios y los tzani en el Cáucaso.
El culto de Amón en Áugila, en el
desierto libio, fue prohibido, de igual modo que los restos del culto a Isis en
la isla de File, junto a la primera catarata del Nilo. El presbítero Julián y
el obispo Longino dirigieron una misión a la tierra de los nabateos, y
Justiniano trató de reforzar el cristianismo en Yemen, enviando allí a un
obispo de Egipto. También los judíos sufrieron estas persecuciones, viendo
restringidos sus derechos civiles, y amenazados sus privilegios religiosos.
Justiniano interfirió en los asuntos internos de la sinagoga e intentó que los
judíos utilizaran la biblia Septuaginta, escrita en griego en lugar de hebreo,
en las sinagogas de Constantinopla. A aquellos que se opusiesen a estas medidas
se les amenazaba con castigos corporales, mutilaciones, el exilio y la pérdida
de sus propiedades. Los judíos de Borium, cerca de la Gran Sirte —Más Allá de
Cartago se encontraba un rico territorio costero así llamado—, que habían
opuesto resistencia a Belisario durante su campaña contra los vándalos,
tuvieron que convertirse al cristianismo y su sinagoga fue transformada en una
iglesia. El emperador se encontró con una
mayor resistencia entre los samaritanos, que resultaron más refractarios a la
imposición del cristianismo y se rebelaron repetidas veces. Justiniano les hizo
frente con rigurosos edictos, pero no pudo evitar que a finales de su reinado
se produjesen hostilidades contra los cristianos en Samaria. La política de
Justiniano también suponía la persecución de los maniqueos, que sufrieron el
exilio y la amenaza de pena de muerte. En Constantinopla, en una ocasión,
cierto número de maniqueos fueron juzgados y ejecutados en presencia del propio
emperador: algunos quemados vivos y otros ahogados. Justiniano I el Grande falleció en
Constantinopla el 13 de noviembre del año 565. Sin lugar a dudas, el fanatismo
y la intransigencia religiosa de que hizo gala el emperador, le restaron muchos
enteros para que la Historia le reserve un sitio en su panteón de grandes
gobernantes. No obstante, la Iglesia ortodoxa lo venera como santo. El
emperador favoreció obsesivamente al clero cristiano ortodoxo, aun a costa de
sacrificar la prosperidad del Imperio y el bienestar de su pueblo.
Infante tardorromano (siglo IV) |
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