Con el término hicsos (o «gobernantes extranjeros»
como los llamaron los egipcios) se designa a un grupo de pueblos de diversas
etnias que procedentes del Próximo Oriente se hizo con el control del Bajo
Egipto a mediados de siglo XVII a.C. Existen muchas teorías sobre el origen de
los hicsos. Los que escribieron acerca de ellos en la Antigüedad determinaron
su origen muchas veces en función de sus prejuicios, sin pruebas concluyentes.
Puede que todos tengan parte de razón y que el término hicsos se refiera a un conjunto heterogéneo de extranjeros llegados
a Egipto provenientes de muchas regiones de Asia. Así se refiere a ellos Flavio
Josefo: «Durante el reinado de Tutimeos, la ira de Dios se abatió sobre
nosotros; y de una extraña manera, desde las regiones hacia el Este una raza
desconocida de invasores se puso en marcha contra nuestro país, seguro de la
victoria. Habiendo derrotado a los regidores del País, quemaron despiadadamente
nuestras ciudades. Finalmente eligieron como rey a uno de ellos, de nombre
Salitis, el cual situó su capital en Menfis, exigiendo tributos al Alto y al
Bajo Egipto...»
La continua inmigración
de gentes procedentes de Canaán y Siria culminó con los invasores hicsos, que
llegaron a Egipto hacia el siglo XVII a.C., en una época de crisis interna,
conquistando la ciudad de Avaris. Posteriormente tomaron Menfis y fundaron las dinastías
XV y XVI. Introdujeron en Egipto el caballo y el carro de combate. Desde mucho
antes de esta época ya había una considerable presencia asiática y semítica en
el delta del Nilo, originada por oleadas migratorias causadas por las hambrunas
que periódicamente asolaban las tierras de Canaán y Siria.
Los egiptólogos calculan
que la duración del dominio hicso en Egipto no fue de más de cien años, aunque
hay quienes hablan de una ocupación de cuatro siglos, similar a la estadía de
los hebreos en Egipto según la Biblia, por lo que sostienen que podría tratarse
de los mismos individuos. La capital del reino estuvo situada en la ciudad de
Avaris en el delta del Nilo, actual Tell el-Daba; sin embargo, no controlaron
todo el territorio egipcio, pues varios nomos (distritos) del Sur no llegaron a
estar totalmente bajo su control, entre ellos el de Tebas.
En los textos de los Epítomes de Manetón, los reyes hicsos
aparecen como los monarcas de las dinastías XV y XVI. En el Canon Real de Turín sus nombres estaban en los epígrafes X14 a X30,
aunque desgraciadamente está muy dañada esta parte, faltan fragmentos y algunos
textos son ilegibles. El rey más conocido, con quien el reino hicso llegó a su
apogeo, es Apofis I, que gobernó en el siglo XVI a.C., y del que se ha
encontrado una hermosa jarra de alabastro con su nombre en Almuñécar, en el sur
de España.
La aparición de los
hicsos plantea uno de los mayores dilemas de la historia egipcia. Su origen,
significado y permanencia todavía son objeto de estudio e investigación. Si
comenzó como una migración pacífica, se transformó con el tiempo en una
conquista militar del territorio egipcio. Ésta se logró por los avances
tecnológicos que dieron a los invasores extranjeros ventajas tácticas que
resultaron tan decisivas como la introducción del arco compuesto, la armadura
de escamas de bronce, las dagas y espadas curvas de bronce, la utilización del
caballo y los carros de guerra, desconocidos por los egipcios, y el uso
intensivo del bronce que dio a los hicsos una ventaja militar decisiva.
La fuerza militar
egipcia consistía esencialmente en infantería, armada con hachas, mazas, lanzas
y escudos. Los egipcios, hasta entonces, eran un pueblo que se dedicaba
esencialmente a la agricultura. Las huestes se reunían de forma extraordinaria
para la guerra y durante lapsos de tiempo acotados. No existía hasta ese
momento un ejército en forma permanente.
La apreciación de los
hicsos como florecientes mercaderes, aportada por estudiosos como Teresa
Bedman, sostiene fundamentalmente que, tras un periodo de incertidumbre y
desorganización durante la XIII dinastía, Egipto sufrió una partición,
estableciéndose dos reinos, uno en el Alto Egipto con capital en Tebas y otro
en el Bajo Egipto con capital en Xois. De nuevo llegó la paz y prosperidad con
la afluencia de varios pueblos que se confederaron formando nuevas dinastías en
el delta del Nilo (las dinastías XV y XVI), aunque al tiempo sigue existiendo
un reino independiente de príncipes egipcios con capital en Tebas, en el Alto
Egipto, pertenecientes a la XVII dinastía. No se ha establecido un origen
étnico único para los hicsos: tal vez fue una coalición de pueblos nómadas,
hurritas e inmigrantes semitas procedentes de las regiones de Canaán y Siria,
además de una etnia guerrera, probablemente procedente de Anatolia, que habría
ejercido el liderazgo. También hay quien opina que los hicsos pudieron ser los
precursores de los hititas, como los etruscos, samnitas y otros pueblos
itálicos lo fueron de los romanos. En cualquier caso, durante este periodo los
nuevos soberanos no interrumpieron las costumbres egipcias, y en muchos casos
las tomaron como propias, copiándose en papiros textos que recogían antiguas
tradiciones, y esto solo puede ocurrir en momentos de paz y florecimiento
económico. Un fenómeno similar al que se produjo en Occidente cuando, tras las
invasiones iniciales de los bárbaros —no siempre violentas—, éstos acabaron
asimilando la cultura tardorromana y cristiana.
No debería considerarse
a los hicsos como un pueblo guerrero y devastador, aunque hubiera castas
militares entre ellos. La mayoría eran comerciantes emigrados por el desplome
de los mercados tradicionales de Biblos y Megiddo; su gran expansión
territorial no se debió solo a una conquista militar, sino a razones
comerciales, y su presencia en puntos tan alejados como Cnosos, Bogazkoy,
Bagdad, Canaán, Gebelein, Kush y el sur de la península Ibérica, se debe a
razones comerciales y económicas, no a la existencia de un gran imperio hicso.
El fin de la dominación de los reyes hicsos
Al comienzo del siglo
XVI a.C. la XVII dinastía gobernaba en Tebas. Los miembros de esta familia, los
reyes Senajtenra Ahmose, Seqenenra Taa, Kamose y Amosis I, llevaron a cabo la
guerra patriótica que culminó en la expulsión de los hicsos del territorio
egipcio. En esta tesitura las reinas (Tetisheri, Ahotep y Ahmés Nefertari)
también tuvieron un papel importante reclutando tropas, consiguiendo recursos y
como consejeras. La guerra debió ser larga y sangrienta, y varios de estos
príncipes tebanos (Seqenenra Taa con seguridad, y probablemente Kamose)
murieron a consecuencia de las heridas recibidas en combate. Finalmente, Amosis
I logró tomar la capital, Avaris, y expulsar a los hicsos de Egipto hacia el
año 1550 a.C. Ahmose prosiguió la lucha entrando en territorio asiático, lo que
le convierte en fundador del Imperio Nuevo de Egipto. Por esta gesta mereció
que se le considerara el iniciador de la XVIII dinastía, la más brillante de la
historia egipcia, aunque no hubo ruptura de linaje con la dinastía XVII.
Los primeros textos
hititas conocidos se identifican al comienzo del segundo milenio a.C. en los
archivos de los mercaderes asirios de Anatolia central donde establecieron
varias colonias comerciales. La más importante fue la situada en Kanes (actual
Kültepe) en la que se han encontrado la mayoría de las tablillas de arcilla. Su
estudio reveló la presencia de diversos principados que compartían Anatolia central
en el siglo XIX a.C.: al norte estaban Hatti (alrededor de Hattusa) y Zalpa
(cerca del mar Negro); al sur, Buruskhattum (la Puruskhanda de los textos
hititas posteriores, quizá la actual Acemhöyük), Wahsusana, Mama y
especialmente Kanes, en una región donde los hititas estaban más concentrados.
La importancia de esta última ciudad para los orígenes hititas se refleja en
que es a partir de su nombre que los hititas llamaban a su propio idioma
(nesili, la lengua de Nesa, otro nombre de la ciudad de Kanes).
La primera dinastía
«hitita» que ejerce la hegemonía en Anatolia central viene de la ciudad de
Kussara —cuya ubicación exacta se desconoce— bajo la dirección de dos reyes del
siglo XVIII a.C.: Pitkhana y Anitta. Establecieron su capital en Kanes y
sometieron a los principales estados anatolios, entre los que se encontraban
Buruskhattum, Hatti y Zalpa. Esta dinastía no sobrevivió muchos años a Anitta y
desapareció en circunstancias desconocidas. El gran reino de los hititas, cuya
dinastía dominó ininterrumpidamente gran parte de la península de Anatolia
durante más de cuatro siglos, se conformó en las últimas décadas del siglo XVII
a.C. Sus fundadores probablemente estuvieron emparentados con la dinastía de
Kussara. La naturaleza de la conexión es todavía oscura. El fundador de la
dinastía parece que fue un tal Labarna. Este nombre propio se empleó después de
forma genérica para referirse al monarca hitita, del mismo modo que los títulos
de césar y augusto se utilizaron para designar a los emperadores romanos.
El primer rey hitita
cuyos hechos son conocidos es Hattusili I, sucesor de Labarna y modelo hitita
de rey conquistador. Estableció su capital en Hattusa y proporciona el primer
periodo de expansión territorial al reino de los hititas al apoderarse de
varias ciudades en el norte de Anatolia (Zalpa) y, sobre todo, en el sur, ya
que logró amenazar las posiciones de Yamhad (Alepo), el reino más poderoso de
Siria en aquellos días. Su nieto y sucesor, Mursili I, continuó con esta
dinámica bélica al capturar Alepo y hacer una incursión exitosa en territorio
de Babilonia en 1595 a.C. Provocó así la caída de los dos reinos más
importantes de su época en Próximo Oriente, pero fueron éxitos efímeros. Fue
asesinado por Hantili I, su cuñado, tras regresar de la expedición babilónica.
Esto fue el preludio de un periodo de intrigas cortesanas y trastornos
fronterizos que condujeron a los hititas a una progresiva retirada territorial de
los territorios ocupados.
Los sucesores de Mursili
I no lograron estabilizar la corte, sacudida regularmente por intrigas
sangrientas durante gran parte del siglo XVI a.C. La situación fue restaurada
por Telepinu mediante la proclamación de un edicto en el que establecía las
reglas sucesorias del trono —con el fin de evitar más derramamiento de sangre—
y para instruir a sus súbditos en las normas de la buena administración del
Estado. En política exterior firmó un tratado de paz con el reino de Kizzuwadna,
que compartía frontera con Siria septentrional, y que se convirtió en la
potencia dominante en el sureste de Anatolia. Los siguientes reyes se
esforzaron por mantener relaciones pacíficas con Kizzuwadna, pero éste basculó
hacia la órbita de la nueva potencia dominante en Siria: el reino de Mitanni,
gobernado por los hurritas, que se convirtieron en acérrimos rivales de los
hititas por la hegemonía sobre los reinos de Anatolia Oriental. Al mismo tiempo
surgió una amenaza por el Norte, donde las tribus kaskas ocuparon las montañas del Ponto y dirigieron incursiones
devastadoras al corazón de Hatti. Las intrigas cortesanas continuaron hasta
finales del siglo XV a.C. cuando Tudhaliya I subió al trono.
La cronología de este
periodo —llamado en ocasiones Reino Medio— está mal establecida y el número de
soberanos que ocuparon el trono se sigue debatiendo. De todas formas, el reino
se fortaleció frente a sus oponentes. La amenaza de los kaskas se contuvo
mediante el establecimiento de una zona fronteriza llena de guarniciones y
fortificaciones, alguna de las cuales se conoce bien gracias a las excavaciones
y las tablillas que han salido a la luz (en Tapikka, Sapinuwa, Sarissa). En el
Sur, el reino de Mitanni atravesó por graves dificultades cuando una ofensiva
egipcia alcanzó su frontera meridional. Kizzuwadna salió de su órbita para
regresar a la alianza con los hititas. Otros conflictos condujeron a los reyes
hititas al oeste de Anatolia, donde el ascenso de los países de Arzawa
amenazaba la hegemonía hitita en la región.
Los reinados de
Arnuwanda I y Tudhaliya III, durante la primera mitad del siglo XIV a.C.,
fueron testigos del progresivo agrietamiento de la solidez del reino frente a
sus rivales anatolios. En el norte, los kaskas asaltaron varias plazas fuertes
antes de tomar y saquear Hattusa, lo que obligó a la corte real a retirarse a
Samuha. En el oeste, los hititas no consiguieron imponer de forma permanente su
autoridad y acabaron retrocedieron; mientras, el rey de Arzawa buscaba el
reconocimiento del faraón Amenofis III como Gran rey o Rey de reyes —lo que le
situaba por encima del monarca hitita— como se desprende de la correspondencia
diplomática según las Cartas de Amarna.
En el Este, los reinos de Isuwa y Azzi-Hayasa amenazaban a los hititas. A
mediados del siglo XIV a.C. las grandes potencias del Próximo Oriente,
lideradas por Egipto y Babilonia, parecían asistir a la última etapa del reino
de los hititas.
El imperio hitita
Tudhaliya III designó
heredero a un príncipe homónimo, conocido como Tudhaliya el Joven. Fue
reemplazado por Suppiluliuma I (h.1350-1322 a.C.), probablemente su hermanastro.
Suppiluliuma I fue un caudillo militar de gran valor que emprendió los primeros
esfuerzos para recuperar el imperio de los hititas de la situación catastrófica
en la que estaba sumido. Recuperó Arzawa e Isuwa y estableció el vasallaje de
Azzi-Hayasa. Sus éxitos más notables tuvieron lugar en Siria, donde extendió
considerablemente su influencia tras infligir dos severas derrotas al vecino
país de Mitanni. Los vasallos sirios de Mitanni se rebelaron contra la influencia
hitita en la región, pero fueron sometidos y puestos bajo la tutela de severos
virreyes hititas. Las capitales de estos virreinatos fueron Alepo y Karkemish.
Antes de iniciar un conflicto abierto contra Egipto, se atrajo la fidelidad de
algunos vasallos del faraón Akenatón (Amenofis IV) como Ugarit, Kadesh o
Amurru. Sin embargo, los prisioneros deportados a Hatti durante los primeros
enfrentamientos trajeron una epidemia de peste que contó entre sus víctimas al
propio Suppiluliuma I y a su sucesor Arnuwanda II. El joven Mursili II (h. 1321-1295
a.C.) asumió el poder en circunstancias difíciles. Sin embargo, tuvo una
capacidad militar sin igual en aquel momento que le permitió completar el
trabajo de su padre, Suppiluliuma I, al someter a los países de Arzawa.
Combatió contra los kaskas. Varios gobernantes vasallos de su padre, tanto de
Anatolia como de Siria, se rebelaron contra su autoridad, pero fueron
derrotados y ajusticiados. En el caso de los sirios, fue posible gracias a la
actuación de los virreyes de Karkemish, establecidos como intermediarios de la
autoridad del Gran rey. Las revueltas de los reinos feudatarios y la lucha
contra Egipto, que experimenta un nuevo impulso bajo los primeros reyes de la
XIX dinastía, fueron las principales preocupaciones militares de Muwatalli II
(h. 1295-1272 a.C.), el siguiente rey. El encontronazo con Egipto se produjo en
la batalla de Kadesh (¿1275 a.C.?) donde sus tropas y las de Ramsés II se batieron
encarnizadamente sin alcanzar ninguna de las partes una victoria decisiva,
aunque los hititas lograron retener la plaza y los egipcios se atribuyeron la
victoria.
El sucesor designado por
Muwatalli II es su hijo Urhi-Tesub quien ascendió al trono con el nombre de
Mursili III (h. 1272-1267 a.C.). Su madre era una concubina, no la reina, por
lo que su legitimidad se vio debilitada. Su tío, Hattusili III, líder brillante
que se distinguió en la guerra contra los kaskas, le hizo sombra. La lucha por
el poder que se desató entre los dos bandos favoreció a Hattusili III (h. 1267-1237
a.C.), que desterró a su sobrino. El reinado de Hattusili III estuvo marcado
por la voluntad de demostrar su legitimidad ante otros reyes. Consiguió sellar
la paz con Ramsés II, que se casó con dos de las hijas del monarca hitita. El
oponente más formidable para los hititas durante su reinado fue Asiria que resurgió
de las cenizas de Mitanni y colocó bajo su yugo la Alta Mesopotamia hasta el
Éufrates.
El siguiente rey,
Tudhaliya IV (h. 1237-1209 a.C.), gobernó con el apoyo de su madre, la
influyente Puduhepa. Sufrió una dura derrota de parte de Asiria, aunque no
llegó a amenazar sus posiciones en Siria puesto que Tudhaliya IV mantuvo el
virreinato de Karkemish. La situación fue más turbulenta en Anatolia occidental
al tiempo que el reino de Alasiya (isla de Chipre) fue sometido. La dinastía
gobernante vio su legitimidad cuestionada por la presencia de una rama
colateral de la familia real instalada en Tarhuntassa, regentada por Kurunta,
otro hijo de Muwatalli II. Parece ser que Kurunta llegó a hacerse con el trono
hitita. De ser así, fue desplazado por Tudhaliya IV poco tiempo después. Los
reinados de Hattusili III y Tudhaliya IV estuvieron marcados por el
embellecimiento de la capital, Hattusa, abandonada por Muwatalli II, y por la
reforma cultural que conllevó una mayor presencia de elementos hurritas a la
religión oficial, ilustrada por la remodelación del santuario rupestre de
Yazilikaya.
El colapso del imperio hitita y de sus estados vasallos
Arnuwanda III y después
Suppiluliuma II sucedieron a Tudhaliya IV. La línea sucesoria de Hattusili III
se mantuvo al tiempo que se consolidaban las ramas colaterales de Karkemish y
Tarhuntassa, tal vez contribuyendo a un juego de fuerzas que debilitó
lentamente el poderío hitita. En este periodo, las principales amenazas
externas aparecieron en el oeste de Anatolia y en las regiones de la costa
mediterránea donde surgieron grupos de población que los egipcios llamaron Pueblos del Mar. Las fuentes no permiten
restaurar una imagen clara de este periodo, pero está claro que los primeros
años del siglo XII a.C. vieron al estado hitita abrumado por estas nuevas
amenazas. Otros factores pudieron haber contribuido a la crisis, como la carestía
persistente en Anatolia central. La mayoría de los asentamientos de Anatolia y
Siria de este periodo muestran signos de una destrucción súbita y violenta.
Hattusa fue abandonada por la corte antes de ser destruida. El destino del
último rey hitita conocido, Suppiluliuma II, es desconocido. Los responsables
de la destrucción en las costas de Siria parece que fueron los Pueblos del Mar,
pero en las regiones del interior la incertidumbre sigue existiendo. La
destrucción de Hattusa se atribuye a los kaskas o a los frigios que se hicieron
con el dominio de la región poco después. Los descendientes de la dinastía real
hitita establecidos en Karkemish y Arslantepe (la moderna Malatya)
sobrevivieron al colapso del imperio y aseguraron la continuidad de las tradiciones
reales hititas.
Los reinos neohititas
El paisaje cultural y
político de Anatolia y Siria estuvo muy agitado durante el final del segundo
milenio a.C. y el comienzo del siguiente. La lengua hitita se dejó de hablar.
Los reinos que sucedieron al gran imperio de los hititas conservaron para las
inscripciones oficiales el uso de jeroglíficos hititas que de hecho
transcribían en luvita. El antiguo
País de Hatti fue ocupado por los frigios, un pueblo recién llegado que tal vez
se pueda identificar con los mushki
mencionados en los textos asirios. Estos últimos todavía utilizaban el término Hatti para referirse a los reinos
establecidos en Siria y en el sureste de Anatolia que los modernos estudios
denominan neohititas debido a que
dieron continuidad a las tradiciones hititas mientras elaboraban una cultura
original propia.
Estos reinos neohititas
estuvieron representados por las dos ramas descendientes de los antiguos reyes
hititas establecidas en Karkemish y Arslantepe, así como otras dinastías en
Gurgum, Kummuhu, Que, Unqui, en Tabal e incluso Alepo. Sin embargo, la mayor
parte de Siria quedó bajo el control de un nuevo grupo semita que emergió
durante este periodo de crisis: los arameos,
establecidos en Samal, Arpad, Hamat y Damasco. Por tanto, se debe considerar a
los reinos neohititas y arameos un mosaico cultural y político que combina
elementos arameos y luvitas entre otros. Estos estados se enfrentaron a partir
del siglo IX a.C. a la expansión de la belicosa Asiria, a la que trataron de
resistir solicitando la ayuda de Urartu, un nuevo estado surgido en Anatolia oriental.
Finalmente, se vieron superados y anexionados al imperio asirio durante la
segunda mitad del siglo VIII a.C.
Los virreyes hititas y los tratados de vasallaje
Además de los territorios
administrados directamente por los hititas, había estados sometidos a su
autoridad que disponían de su propia administración. Su soberanía tutelada
debía ser aprobada por el rey hitita, que se reservaba el derecho a intervenir
en sus asuntos internos. A pesar de esto, la mayoría de vasallos poseía una
autonomía considerable. En Anatolia, los principales vasallos hititas fueron
los países de Arzawa (Mira-Kuwaliya, Hapalla, el País del río Saha), Wilusa y
Lucca (la Licia clásica) al oeste; Kizzuwadna y Tarhuntassa al sur; Azzi-Hayasa
e Isuwa al este; y, durante ciertos períodos, los kaskas al norte. En Siria,
tras el reinado de Suppiluliuma I, los hititas poseían varios estados vasallos:
Alepo, Karkemish, Ugarit, Alalakh, Nuhasse, Kadesh, Amurru y Mitanni entre los principales.
Entre estos reinos, algunos tenían un estatus particular porque habían sido
entregados a miembros de la dinastía reinante hitita: Alepo, Karkemish y
Tarhuntassa tuvieron sus propias dinastías colaterales; otros, como Hakpis,
confiado a Hattusili III antes de su ascenso al trono, solo obtuvieron ese
estatus temporalmente. La dinastía hitita de Karkemish representó un papel
especial durante los últimos años del reino. Su soberano intervino en los
asuntos de otros estados sirios para resolver disputas, tarea que normalmente
recaía en los reyes hititas, pero que delegaron en sus virreyes para aligerar
su carga de tareas.
Las relaciones entre los
reyes y virreyes hititas y sus vasallos se refleja bien en los archivos
descubiertos en las excavaciones de Ugarit y Emar. Las autoridades hititas
tenían que resolver litigios entre sus vasallos para garantizar la paz y la cohesión
en Siria —problemas fronterizos, matrimoniales, conflictos comerciales—, fijar
los tributos y supervisar la vigilancia de posibles amenazas externas. Se
emitieron varios decretos para resolver este tipo de casos. Los textos de
Ugarit y Emar muestran otros representantes del poder hitita —que son parte del
grupo de los «hijos del rey», la élite hitita— enviados cerca de los vasallos.
Para establecer las
relaciones con sus vasallos, los hititas tenían la costumbre de formalizar los
tratados poniéndolos por escrito, de forma similar a otras instrucciones
destinadas a otros servidores del Reino. Varias decenas de estos tratados se
han encontrado en Hattusa en el área del palacio real o en el gran templo,
donde las tablillas de arcilla se archivaban cerca de las divinidades que los
garantizaban. Mantienen un modelo estable durante el periodo imperial: un
preámbulo en el que se presenta a las partes contratantes seguido de un prólogo
histórico que reconstruye las pasadas relaciones entre ellos y justifica el
acuerdo de vasallaje; a continuación, se estipulan las obligaciones del vasallo
—por lo general, la exigencia de lealtad al rey hitita, la obligación de
extraditar a las personas que huyan de Hatti, las obligaciones militares, como
participar en campañas junto al rey o la protección a las guarniciones hititas
y, a veces, la fijación del tributo a pagar o la regulación de los conflictos
fronterizos—; las partes finales prescriben el número de copias del tratado y,
en ocasiones, la necesidad de escribir en tablillas de metal (plata o bronce) y
los lugares donde iba a ser depositado (palacios y templos); sigue una lista de
los dioses que garantizan el acuerdo y, finalmente, las últimas palabras son
maldiciones contra el que viole el tratado. Algunos vasallos disponían de un
estatus honorífico más alto que otros y establecían tratados llamados kuirwana, que son formalmente tratados
entre iguales, porque estos vasallos eran descendientes de reyes de
ciudades-estado que en el pasado eran iguales que Hatti: Kizzuwadna, antes de
la incorporación al reino, y Mitanni.
Desde los tiempos de
Anitta y Hattusili I, los reyes hititas tomaron y vieron reconocido el título
de «Gran rey» lo que les colocaba en el cerradísimo club de las potencias
dominantes del Próximo Oriente. Este rango se reconoció en principio a los
reyes que no tenían señor, que disponían de un poderoso ejército y de numerosos
vasallos. Se reconocieron mutuamente como «hermanos», excepto cuando las
relaciones entre ellos eran especialmente malas. Fueron, además de los reyes
hititas, los de Babilonia, los de Egipto y, en sucesivas épocas, los de Alepo,
Mitanni, Asiria, Alasiya (a pesar de su escasa fortaleza) y Ahhiyawa. Las
relaciones diplomáticas entre los grandes reyes de la segunda mitad del II
milenio a.C. se conocen por las cartas de Amarna desenterradas en las ruinas de
la capital del faraón Akenatón y por la correspondencia de varios reyes hititas
encontrada en Hattusa.
El intercambio de
misivas se hacía mediante mensajeros porque no existían embajadas permanentes.
No obstante, algunos enviados podían estar especializados en el trato con una
corte concreta y quedarse allí durante meses o años. Estas misivas iban acompañadas
generalmente de un intercambio de regalos conforme al principio de la donación
y contradonación. Si los mensajes concernían a asuntos políticos, muchos
trataban de las relaciones entre los soberanos, que eran objeto de tensiones
relacionadas con el prestigio entre iguales que podían perder —en particular
sobre la magnificencia y valor de los regalos recibidos o enviados—, o de las
alianzas matrimoniales que les unían. Los reyes hititas se casaron varias veces
con princesas babilonias, ya que estuvieron aliados largo tiempo con la
dinastía Kasita que dirigía entonces aquel reino mesopotámico. Hattusili III,
por su parte, envió a dos de sus hijas para que se casaran con Ramsés II. Esto
reforzó la alianza entre ambas cortes y fue objeto de largas negociaciones. Los
tratados internacionales concluidos entre grandes reyes eran también objetos de
extensas negociaciones. El único caso bien conocido fue el famoso tratado de
paz entre Hattusili III y Ramsés II tras la campaña de Kadesh.
El temible ejército hitita
La guerra estuvo muy
presente en toda la historia hitita, y es muy difícil encontrar una ideología pacifista
en los textos. El estado ideal parece que fue el de la ausencia de conflictos
internos en el Reino y en concreto en la corte, potencialmente muy desestabilizadores
y destructivos, antes que la confrontación con los enemigos externos que
aparecen como normales. Los hititas preferían concentrar sus esfuerzos militares
en la aniquilación de los enemigos externos, evitando así las guerras civiles.
El enfrentamiento bélico se vio como la recreación de un juicio divino
—ordalía— en el que el futuro triunfador tenía los poderes divinos de su parte.
En un texto se describe un ritual que debía cumplir el soberano antes de una
campaña militar para comenzarla con buenos augurios. Por otra parte, el rey
hitita nunca se presenta a sí mismo como el instigador del conflicto, sino como
el atacado que tiene que reaccionar para restaurar el orden y preservar la
integridad del Estado. Cuando resultaba vencedor, el rey hitita establecía
relaciones formales con el vencido mediante la celebración de un tratado de paz
escrito, en vez de confiar el sometimiento del vencido por el terror, lo que se
suponía que garantizaría la estabilidad en la región. Esto no impedía que la
guerra continuara con destrucciones, pillajes y otras expoliaciones puntuales
así como con la deportación masiva de prisioneros de guerra y su reubicación en
otras provincias. La venta de esclavos era también una manera de acaparar
riquezas y amortizar los gastos de la guerra.
El ejército hitita
estaba bajo el mando supremo del rey, que a su vez estaba en el centro de una
red de asesores militares que le informaban de la situación en todos los
frentes de batalla, activos y potenciales. Esta investigación estaba basada en
las informaciones que enviaban las guarniciones fronterizas y en las prácticas
de espionaje. El rey podía ponerse al frente de sus tropas o bien delegar en un
general, sobre todo cuando había varios conflictos simultáneos. Esto era un
privilegio de los príncipes —en primer lugar de los hermanos del rey y del
primogénito—, de los altos dignatarios como el gran mayordomo y, cada vez más
con el tiempo, de los virreyes, especialmente del de Karkemish. El rango
inferior estaba compuesto por los jefes de los diferentes cuerpos (carros,
caballería e infantería), cargos que se dividían entre un jefe de derecha y un
jefe de izquierda. Otros oficiales importantes eran los jefes de torre de
guardia y los supervisores de los heraldos militares, que se ocupaban de las
guarniciones —principalmente las fronterizas—, y podían comandar los cuerpos
del ejército. La jerarquía militar descendía desde aquí a los oficiales que
dirigían las unidades de combate más pequeñas.
El núcleo principal del
ejército se componía de tropas permanentes estacionadas en las guarniciones.
Estaban mantenidas por los suministros recogidos de los almacenes estatales y,
tal vez, de las concesiones de tierras de servicio. Según las necesidades en
determinados conflictos bélicos, se hacían levas forzosas de tropas entre la
población y los reyes vasallos tenían que proporcionar soldados. Además de los
textos de instrucciones del mesedi y
los jefes de torre de guardia, se conocen otros textos destinados a garantizar
la competencia y, sobre todo, la lealtad de los soldados. Están también las
instrucciones a los oficiales y suboficiales, anotadas para asegurarse la
fiabilidad de los que dirigen las tropas, y un ritual del juramento militar que
debían prestar los soldados y oficiales cuando entraban en servicio, mediante
el que juraban fidelidad al rey y en el que se describía en detalle un ritual
análogo de maldiciones a las que se exponían en caso de deserción o traición.
Actos, todos ellos, que estaban inexorablemente castigados con la pena de
muerte en caso de transgresión.
La mayor parte de las
tropas que componían el ejército hitita eran de infantería y estaban equipadas
con espadas cortas, lanzas y arcos, además de escudos. Contrariamente a la
creencia popular, el metal de las armas hititas era el bronce y no el hierro. La
infantería acompañaba a las tropas de élite, los carros de combate, conocidos
por las representaciones que hicieron los egipcios de la batalla de Kadesh en
las que se muestra su capacidad de emprender una ofensiva rápida. Tirados por
dos caballos, estos carros eran montados habitualmente por un conductor y un
combatiente armado con un arco o una lanza, pero en las representaciones de
Kadesh van acompañados por un tercer hombre que porta un escudo. La caballería
estaba poco desarrollada y servía quizá principalmente para misiones de
vigilancia y correos rápidos. Según los textos egipcios que describen la
batalla de Kadesh, las tropas hititas movilizadas en aquel momento —en pleno
apogeo del poderío militar hitita— se elevaban a 47000 soldados y 7000 caballos,
contando las tropas auxiliares facilitadas por los estados vasallos. Sin
embargo, la fiabilidad de estas cifras ha sido cuestionada. Durante la última
fase del imperio hitita, también podían movilizar fuerzas navales —en
particular para la invasión de Alasiya—, gracias a los barcos facilitados por
sus estados vasallos costeros como el reino de Ugarit.
El corazón del imperio
hitita —llamado comúnmente País de Hatti— estaba situado en el recodo del río
Kizil Irmak (Marrasantiya en lengua hitita), donde se hallaba la capital
Hattusa. Este núcleo limitaba al norte con las tribus kaskas, al sur con
Kizzuwadna, al este con Mitanni y al oeste con Arzawa. En el momento de máxima
expansión hitita, Kizzuwadna, Arzawa y una parte importante del territorio gasga fueron incorporados al imperio,
que incluía, además, una buena parte (o la totalidad) de Chipre y diversos
territorios en Siria, donde el imperio hitita limitaba al este con Asiria y al
sur con Egipto. Algunas de las principales ciudades hititas han sido
localizadas, entre ellas Nesa y la capital Hattusa. Sin embargo, aún quedan
ciudades por localizar como Kussara, Nerik o Tarhuntassa. En Siria estaban las
ciudades tomadas al antiguo reino de Alepo: Karkemish y Kadesh.
Es muy probable que, a
partir de grafismos, los hititas hubieran llegado a desarrollar su propia
escritura basada principalmente en pictogramas, pero aunque se encuentran
pictogramas en la zona hitita, todavía no es viable relacionarlos directamente
con la cultura hitita y tampoco es posible de momento calificarlos como una
escritura sistematizada. Lo que sí se puede corroborar es que los hititas
adoptaron la escritura cuneiforme usada a partir de los sumerios. Esta
escritura les sirvió para su comercio internacional, aunque podía estar adaptada
al idioma hitita, si bien al usarla en gran medida de un modo próximo al de los
ideogramas resultaba inteligible para pueblos vecinos alófonos.
El arte hitita que ha
llegado a nuestros días ha sido calificado desde el tiempo de los griegos
clásicos como un «arte ciclópeo» debido a la magnitud de sus sillerías y a las
dimensiones y relativa tosquedad de sus bajorrelieves y algunas esculturas.
Estas pocas esculturas en bulto parecen haber recibido alguna influencia
egipcia, mientras que los bajorrelieves evidencian influjos mesopotámicos,
aunque con un típico estilo hitita caracterizado por la ausencia de delicadezas
formales. Sin embargo, el arte hitita más típico se observa en los pocos
elementos metálicos (especialmente de hierro) que han llegado hasta nosotros.
Aquí también se nota un arte rudo y basto, aunque muy sugestivo por cierta
estilización y abstracción de índole religiosa, en la cual abundan símbolos
bastante crípticos.
La lengua hitita,
también llamada nesita, es la más
importante de la extinguida rama anatolia de las lenguas indoeuropeas, siendo
las otras el luvita (especialmente el
luvita jeroglífico), el palaico, el lidio y el licio. Uno de
los grandes logros de la arqueología y la lingüística es el haber descifrado
esta lengua extinta, que se considera la más antigua de entre todas las indoeuropeas
documentadas. Precisamente, al ser la más antigua, resulta interesante por los
elementos de los que carece y que se hallan presentes en lenguas descifradas
posteriormente. Una de sus características principales es el gran número de
palabras no indoeuropeas que contiene, debido a la influencia de culturas de
Próximo Oriente, como la hurrita o la cultura del pueblo de Hatti, siendo
especialmente acusada esta influencia en los vocablos de origen religioso.
Consta de la mayoría de los casos habituales en una lengua indoeuropea, dos
géneros gramaticales (común y neutro) y dos números (singular y plural), así
como diversas formas verbales. Aunque parece ser que los hititas contaban con
un sistema de pictogramas, pronto comenzaron a usar también el sistema
cuneiforme.
Religión y mitología hitita
La religión hitita llegó
a ser conocida como «la religión de los mil dioses». Contaba con numerosas
divinidades propias y otras importadas de otras culturas (especialmente de la
cultura hurrita), entre las cuales se destacaba Tesub, el dios del trueno y la
lluvia, cuyo emblema era un hacha de bronce de doble filo (algo semejante,
aunque puede ser casual, se observa en la civilización minoica, con su labrix), y Arinna, la diosa solar. Otros
dioses importantes eran Aserdus (diosa de la fertilidad), Naranna, diosa del
placer y la natalidad y su marido Elkunirsa (creador del Universo) y Sausga
(equivalente hitita de Ishtar).
El monarca hitita era
tratado como un humano escogido por los dioses y se encargaba de las ceremonias
religiosas más importantes, además de salvaguardar las tradiciones. Si algo no
iba bien en el país, se le podía culpar a él si había cometido el más mínimo
error durante uno de esos rituales, e incluso los propios reyes participaban de
esta creencia; así, por ejemplo, Mursili II atribuyó una gran peste que asoló
el imperio de los hititas a los asesinatos que llevaron a su padre al trono, y
realizó numerosos actos y mortificaciones para pedir perdón ante los dioses.
Rituales de magia
A través de numerosas
tablillas hititas, conocemos unos rituales de tipo mágico que tienen por objeto
manipular la realidad para convocar e influir en las fuerzas invisibles (los
dioses y otros espíritus). Estos procesos se utilizaban en una gran variedad de
casos: durante los ritos de paso (nacimiento, matrimonio, mayoría de edad,
muerte); durante el establecimiento de vínculos garantizados por las fuerzas
divinas (compromiso con el ejército, acuerdos diplomáticos); para curar o
expiar los diversos males, a los que se atribuía un origen sobrenatural
(enfermedades o epidemias que tienen por origen una falta cometida, mal de ojo
y hechizos debidos a la malicia de un brujo o, más a menudo, de una bruja, pero
también peleas de pareja, enfermedades venéreas, impotencia sexual, una derrota
militar, etcétera). Estos rituales movilizaban a muchos individuos versados en
estas artes. En primer lugar a las «mujeres viejas» que parecen haber sido las
expertas en rituales por excelencia, pero también a los expertos en adivinación,
que completaban sus prácticas habituales mediante rituales mágicos, y a los
médicos exorcistas. En efecto, las prácticas médicas hititas combinaban
remedios que a ojos modernos revelarían medicina científica con otros que eran
de orden mágico.
Los rituales mágicos de
los hititas podían seguir varias reglas: la analogía o simpatía que consistía
en la utilización de objetos con los que se realizaban actividades que
simbolizaban el efecto de lo que querían conseguir, al tiempo que se recitaban
encantamientos que garantizasen su eficacia. Por ejemplo, durante el ritual de
entrada en servicio de los soldados, se aplastaba la cera para simbolizar lo
que les sucedería en caso de deserción; durante el ritual contra la impotencia
sexual, el hombre entregaba en el ritual un huso y una rueca, que representaban
la feminidad (asimilados a la impotencia), y le daban un arco y unas flechas
que simbolizaban la virilidad reencontrada. El contacto aseguraba la
transferencia de un mal de una persona u objeto a otro objeto o partes de un
animal sacrificado. Esto se hacía con solo tocar o agitar el objeto que se
suponía captaba el mal alrededor de la persona tratada; o haciendo pasar a este
último entre las partes de objetos y animales que constituían una suerte de
portal simbólico que permitía disipar el mal cuando era atravesado. La
sustitución era un proceso que permitía reemplazar a la persona receptora del
mal por un objeto (a menudo una figurilla de barro que la representaba), un
animal o incluso otra persona en el caso de los reyes. El sustituto era después
destruido, sacrificado o desterrado (práctica del chivo expiatorio) llevándose
consigo el mal.
La voluntad de los
dioses era accesible a los hombres mediante la adivinación. Esto permitió a los
hititas conocer el origen de una enfermedad o una epidemia, de una derrota
militar o de cualquier mal. Las informaciones recopiladas así debían permitir
luego ejecutar los rituales adecuados. La adivinación también podía servir para
juzgar la oportunidad de una acción que quisieran realizar (iniciar una campaña
militar, construir un edificio...) en previsión de si contaban con el
consentimiento divino, de si se realizaría en un momento propicio o perjudicial
y, sobre todo, para saber qué iba a suceder en el futuro. Existieron varios
tipos de prácticas adivinatorias.
La adivinación mediante
los sueños (oniromancia), que parece haber sido la más habitual, podía ser de
dos tipos: o el dios se dirigía él mismo al durmiente, o provocaba el sueño
(incubación).
La astrología está
atestiguada en textos encontrados en Hattusa. Los otros procedimientos de
adivinación oracular más habituales eran la lectura de las entrañas de ovejas
por arúspices, la observación del vuelo de ciertas aves (augures), los
movimientos de una serpiente de agua en un barreño y un proceso enigmático
consistente en echar a suertes objetos que simbolizaban algo (la vida, la fortuna,
la salud y el bienestar de una persona) supuestamente para revelar el futuro.
Por lo tanto, la adivinación podía ser producida en los hombres con los
rituales precisos, o bien emanar directamente de los dioses de forma espontánea
y ser impuesta a los hombres que debían después interpretar el mensaje. En todos
los casos fue necesario apelar a especialistas en adivinación.
En las ruinas de Hattusa
se han hallado varios relatos mitológicos. El estado fragmentario de la mayoría
de ellos impide conocer su desenlace o incluso su desarrollo principal. Sin
embargo, algunas piezas se encuentran entre las más notables de la mitología
del Próximo Oriente. La mayoría de estos mitos no tienen un origen hitita:
muchos parecen tener un fondo hattiano; otros tienen un origen hurrita (quizá
más precisamente de Kizzuwadna). Entre los mitos del primer grupo, un tema
recurrente es el del dios desaparecido, cuyo ejemplo más conocido es el mito de
Telepinu. El dios epónimo desaparece poniendo en peligro la prosperidad del
país, de la cual era garante. La esterilidad golpea a los campos y animales;
las fuentes de agua se secan; reinan el hambre y el desorden. Los dioses
investigan cómo hacer volver a Telepinu, pero fracasan antes de que una pequeña
abeja enviada por Hannahanna consiga encontrarlo y despertarlo. El final del
texto está perdido, pero es evidente que en él se narraban el regreso del dios
y de la prosperidad. Se conocen otros mitos que narran la desaparición de otros
dioses y que siguen este mismo patrón. Se refieren al dios Luna en el mito de
la luna que cayó del cielo, a varios dioses de la tormenta como el de Nerik, al
dios Sol y muchos más. Con frecuencia solo se conocen por historias
fragmentarias o por los rituales en los que se reproduce el desarrollo del mito
y que permiten el regreso del dios y, por lo tanto, asegurar la prosperidad del
país. Estos mitos están claramente relacionados con el ciclo agrícola y el
retorno de la primavera. Simbolizan el regreso del orden frente al caos, el
cual puede garantizarse mediante la aplicación de los mitos vinculados a él.
Otro mito anatolio
importante es el de Illuyanka. Se
conoce por dos versiones y relata el combate del dios de la tormenta contra la
gigantesca serpiente Illuyanka. La victoria del gran dios se produce a pesar de
los reveses iniciales y con la ayuda de otros dioses. Este mito se inscribe en
el tema de los mitos que tienen a una deidad soberana enfrentándose a un
monstruo que simboliza el caos, como en el ciclo de Baal de Ugarit, o en la
epopeya babilónica de la Creación y
en la Leyenda de Gilgamesh. Al igual
que este último, se recitó y tal vez se representó durante una de las grandes
celebraciones de primavera (la celebración purulli
entre los hititas).
El último gran mito,
conocido por unas tablillas de Hattusa, es el ciclo de Kumarbi, mito de origen
hurrita dividido en cinco «canciones» desigualmente conocidas. Tiene por tema
la declaración del dios Tesub (el dios hurrita de la Tormenta) ante varios
adversarios, en primer lugar Kumarbi que le suplanta en la primera historia: la
Canción de Kumarbi. La rivalidad
entre los dos termina en la Canción de
Ullikumi en la que Tesub debe derrotar a un gigante engendrado por su
enemigo mortal. Este ciclo mítico tiene un alcance más general que los
precedentes porque comienza con una narración del origen de los dioses y
explica la creación de su jerarquía y, en particular, la primacía del dios de
la Tormenta. Es también el que presenta mayores paralelismos con la mitología
griega, ya que la narración de los conflictos de los dioses es muy cercana a la
de la Teogonía de Hesíodo.
De los mitos propiamente
hititas que nos han llegado, tenemos a los humanos como personajes principales,
pero implicando también a los dioses. El mito
de Appu cuenta la historia de una pareja rica sin hijos que implora al dios
Sol para que vaya en su ayuda. Esto, por último, les permite tener gemelos, uno
bueno y otro malo, que luego se volverán rivales siguiendo un modelo conocido
en otras culturas antiguas (como Caín y Abel en la Biblia). La leyenda de Zalpa
introduce un texto historiográfico en el que se relata la toma de esta ciudad
por Hattusili I y sirve sin duda para presentar el origen del conflicto. Relata
como la reina de Kadesh da a luz a treinta hijos que ella persigue tras su
nacimiento y que sobreviven gracias a la ayuda divina para crecer en Zalpa. Más
tarde, están a punto de unirse a las treinta hijas que la reina de Kadesh había
tenido a continuación, momento en el que la historia se detiene.
La muerte y el más allá
Siguiendo las
concepciones que aparecen en varios textos encontrados en lo que fue el País de
Hatti, los hititas dividieron el universo en Cielo —el mundo superior donde
vivían los grandes dioses— y un conjunto formado por la Tierra y el Infierno
—el mundo subterráneo descrito como «tierra sombría»—, al que llegaban los
difuntos después de la muerte. Era accesible desde la superficie de la Tierra a
través de las cavidades naturales que conducen hacia las profundidades: pozos,
pantanos, cascadas, grutas y otros agujeros (como las dos cámaras de Nisantepe
en Hattusa). Estos lugares podían servir como espacios para los rituales
relacionados con las deidades infernales del inframundo. Como su nombre indica,
la tierra sombría se veía como un mundo poco atractivo en el que los muertos
llevaban una existencia lúgubre. Los textos hititas parecen fuertemente influidos
por las creencias mesopotámicas en el más allá, por lo que resulta difícil
determinar en qué medida reflejan las creencias populares locales. Al igual que
los habitantes del País de los Dos Ríos (Mesopotamia), los hititas pusieron el
inframundo bajo la protección de la diosa Sol de la Tierra (la diosa Sol de
Arinna) que recoge aspectos de la antigua diosa hatti Wurusemu. Ésta se asoció a Lelwani,
otra gran divinidad infernal hatti, y asimilada a sus equivalentes sumeria y
hurrita Ereshkigal y Allani. El mundo infernal anatolio estaba poblado de otros
dioses, sirvientes de esta reina del Infierno, en particular por unas diosas
que hilaban la vida de los hombres igual que las parcas de la mitología grecorromana.
Las prácticas funerarias
hititas conocidas son principalmente aquellas que conciernen a los reyes y a
los miembros de la familia real que se beneficiaron de funerales fastuosos y
del ancestral culto a los muertos. No se ha descubierto ninguna tumba real. Los
soberanos y sus familias eran incinerados y sus restos eran sin duda
depositados en su lugar de culto funerario llamado hekur. Quizá tengamos un ejemplo con la cámara “B” de Yazilikaya,
que habría servido entonces para el culto funerario de Tudhaliya IV y cuyos
bajorrelieves podrían representar a las divinidades infernales. Se ofrecían
sacrificios regulares a los reyes y miembros de la familia real difuntos y sus
templos funerarios eran ricas instituciones dotadas de tierras y personal de
servicio, como en los grandes templos. Esta práctica de culto a los antepasados
probablemente existía también entre el pueblo, al objeto de asegurarse de que
los muertos no regresaran de ultratumba para atormentar a los vivos bajo la
forma de fantasmas, y si era necesario podían ser expulsados mediante
exorcismos.
Los cementerios
anatolios del II milenio a.C. datan principalmente en la primera mitad de este ciclo
histórico, correspondiente a la época de las colonias asirias de mercaderes y
al antiguo imperio de los hititas. Pocos cementerios del periodo del imperio
hitita se han sacado a la luz. El más importante es el de Osmankayasi situado
cerca de Hattusa. Estos cementerios documentan extensamente las prácticas
funerarias de las clases media y baja de la sociedad hitita. La inhumación e
incineración coexisten, pero la segunda tiende a aumentar en el transcurso del
periodo. Los enterramientos podían hacerse en tumbas de cista —enterramiento
que consiste en cuatro losas laterales y una quinta que hace de cubierta— para
los más pudientes, en simples fosas o en grandes jarras llamadas con la palabra
griega pithos, para los más humildes.
La mayoría de las tumbas conocidas están situadas en las necrópolis, pero
algunas de ellas se encuentran en el interior de los muros de las ciudades, o debajo
de la residencia de la familia del difunto, como también era común hacerlo en Siria
y Mesopotamia.
Rey hitita y soldados de su guardia de corps |
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