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lunes, 16 de abril de 2018

Hicsos e hititas y la desaparición del Imperio Medio


Con el término hicsos (o «gobernantes extranjeros» como los llamaron los egipcios) se designa a un grupo de pueblos de diversas etnias que procedentes del Próximo Oriente se hizo con el control del Bajo Egipto a mediados de siglo XVII a.C. Existen muchas teorías sobre el origen de los hicsos. Los que escribieron acerca de ellos en la Antigüedad determinaron su origen muchas veces en función de sus prejuicios, sin pruebas concluyentes. Puede que todos tengan parte de razón y que el término hicsos se refiera a un conjunto heterogéneo de extranjeros llegados a Egipto provenientes de muchas regiones de Asia. Así se refiere a ellos Flavio Josefo: «Durante el reinado de Tutimeos, la ira de Dios se abatió sobre nosotros; y de una extraña manera, desde las regiones hacia el Este una raza desconocida de invasores se puso en marcha contra nuestro país, seguro de la victoria. Habiendo derrotado a los regidores del País, quemaron despiadadamente nuestras ciudades. Finalmente eligieron como rey a uno de ellos, de nombre Salitis, el cual situó su capital en Menfis, exigiendo tributos al Alto y al Bajo Egipto...»
La continua inmigración de gentes procedentes de Canaán y Siria culminó con los invasores hicsos, que llegaron a Egipto hacia el siglo XVII a.C., en una época de crisis interna, conquistando la ciudad de Avaris. Posteriormente tomaron Menfis y fundaron las dinastías XV y XVI. Introdujeron en Egipto el caballo y el carro de combate. Desde mucho antes de esta época ya había una considerable presencia asiática y semítica en el delta del Nilo, originada por oleadas migratorias causadas por las hambrunas que periódicamente asolaban las tierras de Canaán y Siria.
Los egiptólogos calculan que la duración del dominio hicso en Egipto no fue de más de cien años, aunque hay quienes hablan de una ocupación de cuatro siglos, similar a la estadía de los hebreos en Egipto según la Biblia, por lo que sostienen que podría tratarse de los mismos individuos. La capital del reino estuvo situada en la ciudad de Avaris en el delta del Nilo, actual Tell el-Daba; sin embargo, no controlaron todo el territorio egipcio, pues varios nomos (distritos) del Sur no llegaron a estar totalmente bajo su control, entre ellos el de Tebas.
En los textos de los Epítomes de Manetón, los reyes hicsos aparecen como los monarcas de las dinastías XV y XVI. En el Canon Real de Turín sus nombres estaban en los epígrafes X14 a X30, aunque desgraciadamente está muy dañada esta parte, faltan fragmentos y algunos textos son ilegibles. El rey más conocido, con quien el reino hicso llegó a su apogeo, es Apofis I, que gobernó en el siglo XVI a.C., y del que se ha encontrado una hermosa jarra de alabastro con su nombre en Almuñécar, en el sur de España.
La aparición de los hicsos plantea uno de los mayores dilemas de la historia egipcia. Su origen, significado y permanencia todavía son objeto de estudio e investigación. Si comenzó como una migración pacífica, se transformó con el tiempo en una conquista militar del territorio egipcio. Ésta se logró por los avances tecnológicos que dieron a los invasores extranjeros ventajas tácticas que resultaron tan decisivas como la introducción del arco compuesto, la armadura de escamas de bronce, las dagas y espadas curvas de bronce, la utilización del caballo y los carros de guerra, desconocidos por los egipcios, y el uso intensivo del bronce que dio a los hicsos una ventaja militar decisiva.
La fuerza militar egipcia consistía esencialmente en infantería, armada con hachas, mazas, lanzas y escudos. Los egipcios, hasta entonces, eran un pueblo que se dedicaba esencialmente a la agricultura. Las huestes se reunían de forma extraordinaria para la guerra y durante lapsos de tiempo acotados. No existía hasta ese momento un ejército en forma permanente.
La apreciación de los hicsos como florecientes mercaderes, aportada por estudiosos como Teresa Bedman, sostiene fundamentalmente que, tras un periodo de incertidumbre y desorganización durante la XIII dinastía, Egipto sufrió una partición, estableciéndose dos reinos, uno en el Alto Egipto con capital en Tebas y otro en el Bajo Egipto con capital en Xois. De nuevo llegó la paz y prosperidad con la afluencia de varios pueblos que se confederaron formando nuevas dinastías en el delta del Nilo (las dinastías XV y XVI), aunque al tiempo sigue existiendo un reino independiente de príncipes egipcios con capital en Tebas, en el Alto Egipto, pertenecientes a la XVII dinastía. No se ha establecido un origen étnico único para los hicsos: tal vez fue una coalición de pueblos nómadas, hurritas e inmigrantes semitas procedentes de las regiones de Canaán y Siria, además de una etnia guerrera, probablemente procedente de Anatolia, que habría ejercido el liderazgo. También hay quien opina que los hicsos pudieron ser los precursores de los hititas, como los etruscos, samnitas y otros pueblos itálicos lo fueron de los romanos. En cualquier caso, durante este periodo los nuevos soberanos no interrumpieron las costumbres egipcias, y en muchos casos las tomaron como propias, copiándose en papiros textos que recogían antiguas tradiciones, y esto solo puede ocurrir en momentos de paz y florecimiento económico. Un fenómeno similar al que se produjo en Occidente cuando, tras las invasiones iniciales de los bárbaros —no siempre violentas—, éstos acabaron asimilando la cultura tardorromana y cristiana.
No debería considerarse a los hicsos como un pueblo guerrero y devastador, aunque hubiera castas militares entre ellos. La mayoría eran comerciantes emigrados por el desplome de los mercados tradicionales de Biblos y Megiddo; su gran expansión territorial no se debió solo a una conquista militar, sino a razones comerciales, y su presencia en puntos tan alejados como Cnosos, Bogazkoy, Bagdad, Canaán, Gebelein, Kush y el sur de la península Ibérica, se debe a razones comerciales y económicas, no a la existencia de un gran imperio hicso.

El fin de la dominación de los reyes hicsos

Al comienzo del siglo XVI a.C. la XVII dinastía gobernaba en Tebas. Los miembros de esta familia, los reyes Senajtenra Ahmose, Seqenenra Taa, Kamose y Amosis I, llevaron a cabo la guerra patriótica que culminó en la expulsión de los hicsos del territorio egipcio. En esta tesitura las reinas (Tetisheri, Ahotep y Ahmés Nefertari) también tuvieron un papel importante reclutando tropas, consiguiendo recursos y como consejeras. La guerra debió ser larga y sangrienta, y varios de estos príncipes tebanos (Seqenenra Taa con seguridad, y probablemente Kamose) murieron a consecuencia de las heridas recibidas en combate. Finalmente, Amosis I logró tomar la capital, Avaris, y expulsar a los hicsos de Egipto hacia el año 1550 a.C. Ahmose prosiguió la lucha entrando en territorio asiático, lo que le convierte en fundador del Imperio Nuevo de Egipto. Por esta gesta mereció que se le considerara el iniciador de la XVIII dinastía, la más brillante de la historia egipcia, aunque no hubo ruptura de linaje con la dinastía XVII.
Los primeros textos hititas conocidos se identifican al comienzo del segundo milenio a.C. en los archivos de los mercaderes asirios de Anatolia central donde establecieron varias colonias comerciales. La más importante fue la situada en Kanes (actual Kültepe) en la que se han encontrado la mayoría de las tablillas de arcilla. Su estudio reveló la presencia de diversos principados que compartían Anatolia central en el siglo XIX a.C.: al norte estaban Hatti (alrededor de Hattusa) y Zalpa (cerca del mar Negro); al sur, Buruskhattum (la Puruskhanda de los textos hititas posteriores, quizá la actual Acemhöyük), Wahsusana, Mama y especialmente Kanes, en una región donde los hititas estaban más concentrados. La importancia de esta última ciudad para los orígenes hititas se refleja en que es a partir de su nombre que los hititas llamaban a su propio idioma (nesili, la lengua de Nesa, otro nombre de la ciudad de Kanes).
La primera dinastía «hitita» que ejerce la hegemonía en Anatolia central viene de la ciudad de Kussara —cuya ubicación exacta se desconoce— bajo la dirección de dos reyes del siglo XVIII a.C.: Pitkhana y Anitta. Establecieron su capital en Kanes y sometieron a los principales estados anatolios, entre los que se encontraban Buruskhattum, Hatti y Zalpa. Esta dinastía no sobrevivió muchos años a Anitta y desapareció en circunstancias desconocidas. El gran reino de los hititas, cuya dinastía dominó ininterrumpidamente gran parte de la península de Anatolia durante más de cuatro siglos, se conformó en las últimas décadas del siglo XVII a.C. Sus fundadores probablemente estuvieron emparentados con la dinastía de Kussara. La naturaleza de la conexión es todavía oscura. El fundador de la dinastía parece que fue un tal Labarna. Este nombre propio se empleó después de forma genérica para referirse al monarca hitita, del mismo modo que los títulos de césar y augusto se utilizaron para designar a los emperadores romanos.
El primer rey hitita cuyos hechos son conocidos es Hattusili I, sucesor de Labarna y modelo hitita de rey conquistador. Estableció su capital en Hattusa y proporciona el primer periodo de expansión territorial al reino de los hititas al apoderarse de varias ciudades en el norte de Anatolia (Zalpa) y, sobre todo, en el sur, ya que logró amenazar las posiciones de Yamhad (Alepo), el reino más poderoso de Siria en aquellos días. Su nieto y sucesor, Mursili I, continuó con esta dinámica bélica al capturar Alepo y hacer una incursión exitosa en territorio de Babilonia en 1595 a.C. Provocó así la caída de los dos reinos más importantes de su época en Próximo Oriente, pero fueron éxitos efímeros. Fue asesinado por Hantili I, su cuñado, tras regresar de la expedición babilónica. Esto fue el preludio de un periodo de intrigas cortesanas y trastornos fronterizos que condujeron a los hititas a una progresiva retirada territorial de los territorios ocupados.
Los sucesores de Mursili I no lograron estabilizar la corte, sacudida regularmente por intrigas sangrientas durante gran parte del siglo XVI a.C. La situación fue restaurada por Telepinu mediante la proclamación de un edicto en el que establecía las reglas sucesorias del trono —con el fin de evitar más derramamiento de sangre— y para instruir a sus súbditos en las normas de la buena administración del Estado. En política exterior firmó un tratado de paz con el reino de Kizzuwadna, que compartía frontera con Siria septentrional, y que se convirtió en la potencia dominante en el sureste de Anatolia. Los siguientes reyes se esforzaron por mantener relaciones pacíficas con Kizzuwadna, pero éste basculó hacia la órbita de la nueva potencia dominante en Siria: el reino de Mitanni, gobernado por los hurritas, que se convirtieron en acérrimos rivales de los hititas por la hegemonía sobre los reinos de Anatolia Oriental. Al mismo tiempo surgió una amenaza por el Norte, donde las tribus kaskas ocuparon las montañas del Ponto y dirigieron incursiones devastadoras al corazón de Hatti. Las intrigas cortesanas continuaron hasta finales del siglo XV a.C. cuando Tudhaliya I subió al trono.
La cronología de este periodo —llamado en ocasiones Reino Medio— está mal establecida y el número de soberanos que ocuparon el trono se sigue debatiendo. De todas formas, el reino se fortaleció frente a sus oponentes. La amenaza de los kaskas se contuvo mediante el establecimiento de una zona fronteriza llena de guarniciones y fortificaciones, alguna de las cuales se conoce bien gracias a las excavaciones y las tablillas que han salido a la luz (en Tapikka, Sapinuwa, Sarissa). En el Sur, el reino de Mitanni atravesó por graves dificultades cuando una ofensiva egipcia alcanzó su frontera meridional. Kizzuwadna salió de su órbita para regresar a la alianza con los hititas. Otros conflictos condujeron a los reyes hititas al oeste de Anatolia, donde el ascenso de los países de Arzawa amenazaba la hegemonía hitita en la región.
Los reinados de Arnuwanda I y Tudhaliya III, durante la primera mitad del siglo XIV a.C., fueron testigos del progresivo agrietamiento de la solidez del reino frente a sus rivales anatolios. En el norte, los kaskas asaltaron varias plazas fuertes antes de tomar y saquear Hattusa, lo que obligó a la corte real a retirarse a Samuha. En el oeste, los hititas no consiguieron imponer de forma permanente su autoridad y acabaron retrocedieron; mientras, el rey de Arzawa buscaba el reconocimiento del faraón Amenofis III como Gran rey o Rey de reyes —lo que le situaba por encima del monarca hitita— como se desprende de la correspondencia diplomática según las Cartas de Amarna. En el Este, los reinos de Isuwa y Azzi-Hayasa amenazaban a los hititas. A mediados del siglo XIV a.C. las grandes potencias del Próximo Oriente, lideradas por Egipto y Babilonia, parecían asistir a la última etapa del reino de los hititas.

El imperio hitita

Tudhaliya III designó heredero a un príncipe homónimo, conocido como Tudhaliya el Joven. Fue reemplazado por Suppiluliuma I (h.1350-1322 a.C.), probablemente su hermanastro. Suppiluliuma I fue un caudillo militar de gran valor que emprendió los primeros esfuerzos para recuperar el imperio de los hititas de la situación catastrófica en la que estaba sumido. Recuperó Arzawa e Isuwa y estableció el vasallaje de Azzi-Hayasa. Sus éxitos más notables tuvieron lugar en Siria, donde extendió considerablemente su influencia tras infligir dos severas derrotas al vecino país de Mitanni. Los vasallos sirios de Mitanni se rebelaron contra la influencia hitita en la región, pero fueron sometidos y puestos bajo la tutela de severos virreyes hititas. Las capitales de estos virreinatos fueron Alepo y Karkemish. Antes de iniciar un conflicto abierto contra Egipto, se atrajo la fidelidad de algunos vasallos del faraón Akenatón (Amenofis IV) como Ugarit, Kadesh o Amurru. Sin embargo, los prisioneros deportados a Hatti durante los primeros enfrentamientos trajeron una epidemia de peste que contó entre sus víctimas al propio Suppiluliuma I y a su sucesor Arnuwanda II. El joven Mursili II (h. 1321-1295 a.C.) asumió el poder en circunstancias difíciles. Sin embargo, tuvo una capacidad militar sin igual en aquel momento que le permitió completar el trabajo de su padre, Suppiluliuma I, al someter a los países de Arzawa. Combatió contra los kaskas. Varios gobernantes vasallos de su padre, tanto de Anatolia como de Siria, se rebelaron contra su autoridad, pero fueron derrotados y ajusticiados. En el caso de los sirios, fue posible gracias a la actuación de los virreyes de Karkemish, establecidos como intermediarios de la autoridad del Gran rey. Las revueltas de los reinos feudatarios y la lucha contra Egipto, que experimenta un nuevo impulso bajo los primeros reyes de la XIX dinastía, fueron las principales preocupaciones militares de Muwatalli II (h. 1295-1272 a.C.), el siguiente rey. El encontronazo con Egipto se produjo en la batalla de Kadesh (¿1275 a.C.?) donde sus tropas y las de Ramsés II se batieron encarnizadamente sin alcanzar ninguna de las partes una victoria decisiva, aunque los hititas lograron retener la plaza y los egipcios se atribuyeron la victoria.
El sucesor designado por Muwatalli II es su hijo Urhi-Tesub quien ascendió al trono con el nombre de Mursili III (h. 1272-1267 a.C.). Su madre era una concubina, no la reina, por lo que su legitimidad se vio debilitada. Su tío, Hattusili III, líder brillante que se distinguió en la guerra contra los kaskas, le hizo sombra. La lucha por el poder que se desató entre los dos bandos favoreció a Hattusili III (h. 1267-1237 a.C.), que desterró a su sobrino. El reinado de Hattusili III estuvo marcado por la voluntad de demostrar su legitimidad ante otros reyes. Consiguió sellar la paz con Ramsés II, que se casó con dos de las hijas del monarca hitita. El oponente más formidable para los hititas durante su reinado fue Asiria que resurgió de las cenizas de Mitanni y colocó bajo su yugo la Alta Mesopotamia hasta el Éufrates.
El siguiente rey, Tudhaliya IV (h. 1237-1209 a.C.), gobernó con el apoyo de su madre, la influyente Puduhepa. Sufrió una dura derrota de parte de Asiria, aunque no llegó a amenazar sus posiciones en Siria puesto que Tudhaliya IV mantuvo el virreinato de Karkemish. La situación fue más turbulenta en Anatolia occidental al tiempo que el reino de Alasiya (isla de Chipre) fue sometido. La dinastía gobernante vio su legitimidad cuestionada por la presencia de una rama colateral de la familia real instalada en Tarhuntassa, regentada por Kurunta, otro hijo de Muwatalli II. Parece ser que Kurunta llegó a hacerse con el trono hitita. De ser así, fue desplazado por Tudhaliya IV poco tiempo después. Los reinados de Hattusili III y Tudhaliya IV estuvieron marcados por el embellecimiento de la capital, Hattusa, abandonada por Muwatalli II, y por la reforma cultural que conllevó una mayor presencia de elementos hurritas a la religión oficial, ilustrada por la remodelación del santuario rupestre de Yazilikaya.

El colapso del imperio hitita y de sus estados vasallos

Arnuwanda III y después Suppiluliuma II sucedieron a Tudhaliya IV. La línea sucesoria de Hattusili III se mantuvo al tiempo que se consolidaban las ramas colaterales de Karkemish y Tarhuntassa, tal vez contribuyendo a un juego de fuerzas que debilitó lentamente el poderío hitita. En este periodo, las principales amenazas externas aparecieron en el oeste de Anatolia y en las regiones de la costa mediterránea donde surgieron grupos de población que los egipcios llamaron Pueblos del Mar. Las fuentes no permiten restaurar una imagen clara de este periodo, pero está claro que los primeros años del siglo XII a.C. vieron al estado hitita abrumado por estas nuevas amenazas. Otros factores pudieron haber contribuido a la crisis, como la carestía persistente en Anatolia central. La mayoría de los asentamientos de Anatolia y Siria de este periodo muestran signos de una destrucción súbita y violenta. Hattusa fue abandonada por la corte antes de ser destruida. El destino del último rey hitita conocido, Suppiluliuma II, es desconocido. Los responsables de la destrucción en las costas de Siria parece que fueron los Pueblos del Mar, pero en las regiones del interior la incertidumbre sigue existiendo. La destrucción de Hattusa se atribuye a los kaskas o a los frigios que se hicieron con el dominio de la región poco después. Los descendientes de la dinastía real hitita establecidos en Karkemish y Arslantepe (la moderna Malatya) sobrevivieron al colapso del imperio y aseguraron la continuidad de las tradiciones reales hititas.

Los reinos neohititas

El paisaje cultural y político de Anatolia y Siria estuvo muy agitado durante el final del segundo milenio a.C. y el comienzo del siguiente. La lengua hitita se dejó de hablar. Los reinos que sucedieron al gran imperio de los hititas conservaron para las inscripciones oficiales el uso de jeroglíficos hititas que de hecho transcribían en luvita. El antiguo País de Hatti fue ocupado por los frigios, un pueblo recién llegado que tal vez se pueda identificar con los mushki mencionados en los textos asirios. Estos últimos todavía utilizaban el término Hatti para referirse a los reinos establecidos en Siria y en el sureste de Anatolia que los modernos estudios denominan neohititas debido a que dieron continuidad a las tradiciones hititas mientras elaboraban una cultura original propia.
Estos reinos neohititas estuvieron representados por las dos ramas descendientes de los antiguos reyes hititas establecidas en Karkemish y Arslantepe, así como otras dinastías en Gurgum, Kummuhu, Que, Unqui, en Tabal e incluso Alepo. Sin embargo, la mayor parte de Siria quedó bajo el control de un nuevo grupo semita que emergió durante este periodo de crisis: los arameos, establecidos en Samal, Arpad, Hamat y Damasco. Por tanto, se debe considerar a los reinos neohititas y arameos un mosaico cultural y político que combina elementos arameos y luvitas entre otros. Estos estados se enfrentaron a partir del siglo IX a.C. a la expansión de la belicosa Asiria, a la que trataron de resistir solicitando la ayuda de Urartu, un nuevo estado surgido en Anatolia oriental. Finalmente, se vieron superados y anexionados al imperio asirio durante la segunda mitad del siglo VIII a.C.

Los virreyes hititas y los tratados de vasallaje

Además de los territorios administrados directamente por los hititas, había estados sometidos a su autoridad que disponían de su propia administración. Su soberanía tutelada debía ser aprobada por el rey hitita, que se reservaba el derecho a intervenir en sus asuntos internos. A pesar de esto, la mayoría de vasallos poseía una autonomía considerable. En Anatolia, los principales vasallos hititas fueron los países de Arzawa (Mira-Kuwaliya, Hapalla, el País del río Saha), Wilusa y Lucca (la Licia clásica) al oeste; Kizzuwadna y Tarhuntassa al sur; Azzi-Hayasa e Isuwa al este; y, durante ciertos períodos, los kaskas al norte. En Siria, tras el reinado de Suppiluliuma I, los hititas poseían varios estados vasallos: Alepo, Karkemish, Ugarit, Alalakh, Nuhasse, Kadesh, Amurru y Mitanni entre los principales. Entre estos reinos, algunos tenían un estatus particular porque habían sido entregados a miembros de la dinastía reinante hitita: Alepo, Karkemish y Tarhuntassa tuvieron sus propias dinastías colaterales; otros, como Hakpis, confiado a Hattusili III antes de su ascenso al trono, solo obtuvieron ese estatus temporalmente. La dinastía hitita de Karkemish representó un papel especial durante los últimos años del reino. Su soberano intervino en los asuntos de otros estados sirios para resolver disputas, tarea que normalmente recaía en los reyes hititas, pero que delegaron en sus virreyes para aligerar su carga de tareas.
Las relaciones entre los reyes y virreyes hititas y sus vasallos se refleja bien en los archivos descubiertos en las excavaciones de Ugarit y Emar. Las autoridades hititas tenían que resolver litigios entre sus vasallos para garantizar la paz y la cohesión en Siria —problemas fronterizos, matrimoniales, conflictos comerciales—, fijar los tributos y supervisar la vigilancia de posibles amenazas externas. Se emitieron varios decretos para resolver este tipo de casos. Los textos de Ugarit y Emar muestran otros representantes del poder hitita —que son parte del grupo de los «hijos del rey», la élite hitita— enviados cerca de los vasallos.
Para establecer las relaciones con sus vasallos, los hititas tenían la costumbre de formalizar los tratados poniéndolos por escrito, de forma similar a otras instrucciones destinadas a otros servidores del Reino. Varias decenas de estos tratados se han encontrado en Hattusa en el área del palacio real o en el gran templo, donde las tablillas de arcilla se archivaban cerca de las divinidades que los garantizaban. Mantienen un modelo estable durante el periodo imperial: un preámbulo en el que se presenta a las partes contratantes seguido de un prólogo histórico que reconstruye las pasadas relaciones entre ellos y justifica el acuerdo de vasallaje; a continuación, se estipulan las obligaciones del vasallo —por lo general, la exigencia de lealtad al rey hitita, la obligación de extraditar a las personas que huyan de Hatti, las obligaciones militares, como participar en campañas junto al rey o la protección a las guarniciones hititas y, a veces, la fijación del tributo a pagar o la regulación de los conflictos fronterizos—; las partes finales prescriben el número de copias del tratado y, en ocasiones, la necesidad de escribir en tablillas de metal (plata o bronce) y los lugares donde iba a ser depositado (palacios y templos); sigue una lista de los dioses que garantizan el acuerdo y, finalmente, las últimas palabras son maldiciones contra el que viole el tratado. Algunos vasallos disponían de un estatus honorífico más alto que otros y establecían tratados llamados kuirwana, que son formalmente tratados entre iguales, porque estos vasallos eran descendientes de reyes de ciudades-estado que en el pasado eran iguales que Hatti: Kizzuwadna, antes de la incorporación al reino, y Mitanni.
Desde los tiempos de Anitta y Hattusili I, los reyes hititas tomaron y vieron reconocido el título de «Gran rey» lo que les colocaba en el cerradísimo club de las potencias dominantes del Próximo Oriente. Este rango se reconoció en principio a los reyes que no tenían señor, que disponían de un poderoso ejército y de numerosos vasallos. Se reconocieron mutuamente como «hermanos», excepto cuando las relaciones entre ellos eran especialmente malas. Fueron, además de los reyes hititas, los de Babilonia, los de Egipto y, en sucesivas épocas, los de Alepo, Mitanni, Asiria, Alasiya (a pesar de su escasa fortaleza) y Ahhiyawa. Las relaciones diplomáticas entre los grandes reyes de la segunda mitad del II milenio a.C. se conocen por las cartas de Amarna desenterradas en las ruinas de la capital del faraón Akenatón y por la correspondencia de varios reyes hititas encontrada en Hattusa.
El intercambio de misivas se hacía mediante mensajeros porque no existían embajadas permanentes. No obstante, algunos enviados podían estar especializados en el trato con una corte concreta y quedarse allí durante meses o años. Estas misivas iban acompañadas generalmente de un intercambio de regalos conforme al principio de la donación y contradonación. Si los mensajes concernían a asuntos políticos, muchos trataban de las relaciones entre los soberanos, que eran objeto de tensiones relacionadas con el prestigio entre iguales que podían perder —en particular sobre la magnificencia y valor de los regalos recibidos o enviados—, o de las alianzas matrimoniales que les unían. Los reyes hititas se casaron varias veces con princesas babilonias, ya que estuvieron aliados largo tiempo con la dinastía Kasita que dirigía entonces aquel reino mesopotámico. Hattusili III, por su parte, envió a dos de sus hijas para que se casaran con Ramsés II. Esto reforzó la alianza entre ambas cortes y fue objeto de largas negociaciones. Los tratados internacionales concluidos entre grandes reyes eran también objetos de extensas negociaciones. El único caso bien conocido fue el famoso tratado de paz entre Hattusili III y Ramsés II tras la campaña de Kadesh.

El temible ejército hitita

La guerra estuvo muy presente en toda la historia hitita, y es muy difícil encontrar una ideología pacifista en los textos. El estado ideal parece que fue el de la ausencia de conflictos internos en el Reino y en concreto en la corte, potencialmente muy desestabilizadores y destructivos, antes que la confrontación con los enemigos externos que aparecen como normales. Los hititas preferían concentrar sus esfuerzos militares en la aniquilación de los enemigos externos, evitando así las guerras civiles. El enfrentamiento bélico se vio como la recreación de un juicio divino —ordalía— en el que el futuro triunfador tenía los poderes divinos de su parte. En un texto se describe un ritual que debía cumplir el soberano antes de una campaña militar para comenzarla con buenos augurios. Por otra parte, el rey hitita nunca se presenta a sí mismo como el instigador del conflicto, sino como el atacado que tiene que reaccionar para restaurar el orden y preservar la integridad del Estado. Cuando resultaba vencedor, el rey hitita establecía relaciones formales con el vencido mediante la celebración de un tratado de paz escrito, en vez de confiar el sometimiento del vencido por el terror, lo que se suponía que garantizaría la estabilidad en la región. Esto no impedía que la guerra continuara con destrucciones, pillajes y otras expoliaciones puntuales así como con la deportación masiva de prisioneros de guerra y su reubicación en otras provincias. La venta de esclavos era también una manera de acaparar riquezas y amortizar los gastos de la guerra.
El ejército hitita estaba bajo el mando supremo del rey, que a su vez estaba en el centro de una red de asesores militares que le informaban de la situación en todos los frentes de batalla, activos y potenciales. Esta investigación estaba basada en las informaciones que enviaban las guarniciones fronterizas y en las prácticas de espionaje. El rey podía ponerse al frente de sus tropas o bien delegar en un general, sobre todo cuando había varios conflictos simultáneos. Esto era un privilegio de los príncipes —en primer lugar de los hermanos del rey y del primogénito—, de los altos dignatarios como el gran mayordomo y, cada vez más con el tiempo, de los virreyes, especialmente del de Karkemish. El rango inferior estaba compuesto por los jefes de los diferentes cuerpos (carros, caballería e infantería), cargos que se dividían entre un jefe de derecha y un jefe de izquierda. Otros oficiales importantes eran los jefes de torre de guardia y los supervisores de los heraldos militares, que se ocupaban de las guarniciones —principalmente las fronterizas—, y podían comandar los cuerpos del ejército. La jerarquía militar descendía desde aquí a los oficiales que dirigían las unidades de combate más pequeñas.
El núcleo principal del ejército se componía de tropas permanentes estacionadas en las guarniciones. Estaban mantenidas por los suministros recogidos de los almacenes estatales y, tal vez, de las concesiones de tierras de servicio. Según las necesidades en determinados conflictos bélicos, se hacían levas forzosas de tropas entre la población y los reyes vasallos tenían que proporcionar soldados. Además de los textos de instrucciones del mesedi y los jefes de torre de guardia, se conocen otros textos destinados a garantizar la competencia y, sobre todo, la lealtad de los soldados. Están también las instrucciones a los oficiales y suboficiales, anotadas para asegurarse la fiabilidad de los que dirigen las tropas, y un ritual del juramento militar que debían prestar los soldados y oficiales cuando entraban en servicio, mediante el que juraban fidelidad al rey y en el que se describía en detalle un ritual análogo de maldiciones a las que se exponían en caso de deserción o traición. Actos, todos ellos, que estaban inexorablemente castigados con la pena de muerte en caso de transgresión.
La mayor parte de las tropas que componían el ejército hitita eran de infantería y estaban equipadas con espadas cortas, lanzas y arcos, además de escudos. Contrariamente a la creencia popular, el metal de las armas hititas era el bronce y no el hierro. La infantería acompañaba a las tropas de élite, los carros de combate, conocidos por las representaciones que hicieron los egipcios de la batalla de Kadesh en las que se muestra su capacidad de emprender una ofensiva rápida. Tirados por dos caballos, estos carros eran montados habitualmente por un conductor y un combatiente armado con un arco o una lanza, pero en las representaciones de Kadesh van acompañados por un tercer hombre que porta un escudo. La caballería estaba poco desarrollada y servía quizá principalmente para misiones de vigilancia y correos rápidos. Según los textos egipcios que describen la batalla de Kadesh, las tropas hititas movilizadas en aquel momento —en pleno apogeo del poderío militar hitita— se elevaban a 47000 soldados y 7000 caballos, contando las tropas auxiliares facilitadas por los estados vasallos. Sin embargo, la fiabilidad de estas cifras ha sido cuestionada. Durante la última fase del imperio hitita, también podían movilizar fuerzas navales —en particular para la invasión de Alasiya—, gracias a los barcos facilitados por sus estados vasallos costeros como el reino de Ugarit.
El corazón del imperio hitita —llamado comúnmente País de Hatti— estaba situado en el recodo del río Kizil Irmak (Marrasantiya en lengua hitita), donde se hallaba la capital Hattusa. Este núcleo limitaba al norte con las tribus kaskas, al sur con Kizzuwadna, al este con Mitanni y al oeste con Arzawa. En el momento de máxima expansión hitita, Kizzuwadna, Arzawa y una parte importante del territorio gasga fueron incorporados al imperio, que incluía, además, una buena parte (o la totalidad) de Chipre y diversos territorios en Siria, donde el imperio hitita limitaba al este con Asiria y al sur con Egipto. Algunas de las principales ciudades hititas han sido localizadas, entre ellas Nesa y la capital Hattusa. Sin embargo, aún quedan ciudades por localizar como Kussara, Nerik o Tarhuntassa. En Siria estaban las ciudades tomadas al antiguo reino de Alepo: Karkemish y Kadesh.
Es muy probable que, a partir de grafismos, los hititas hubieran llegado a desarrollar su propia escritura basada principalmente en pictogramas, pero aunque se encuentran pictogramas en la zona hitita, todavía no es viable relacionarlos directamente con la cultura hitita y tampoco es posible de momento calificarlos como una escritura sistematizada. Lo que sí se puede corroborar es que los hititas adoptaron la escritura cuneiforme usada a partir de los sumerios. Esta escritura les sirvió para su comercio internacional, aunque podía estar adaptada al idioma hitita, si bien al usarla en gran medida de un modo próximo al de los ideogramas resultaba inteligible para pueblos vecinos alófonos.
El arte hitita que ha llegado a nuestros días ha sido calificado desde el tiempo de los griegos clásicos como un «arte ciclópeo» debido a la magnitud de sus sillerías y a las dimensiones y relativa tosquedad de sus bajorrelieves y algunas esculturas. Estas pocas esculturas en bulto parecen haber recibido alguna influencia egipcia, mientras que los bajorrelieves evidencian influjos mesopotámicos, aunque con un típico estilo hitita caracterizado por la ausencia de delicadezas formales. Sin embargo, el arte hitita más típico se observa en los pocos elementos metálicos (especialmente de hierro) que han llegado hasta nosotros. Aquí también se nota un arte rudo y basto, aunque muy sugestivo por cierta estilización y abstracción de índole religiosa, en la cual abundan símbolos bastante crípticos.
La lengua hitita, también llamada nesita, es la más importante de la extinguida rama anatolia de las lenguas indoeuropeas, siendo las otras el luvita (especialmente el luvita jeroglífico), el palaico, el lidio y el licio. Uno de los grandes logros de la arqueología y la lingüística es el haber descifrado esta lengua extinta, que se considera la más antigua de entre todas las indoeuropeas documentadas. Precisamente, al ser la más antigua, resulta interesante por los elementos de los que carece y que se hallan presentes en lenguas descifradas posteriormente. Una de sus características principales es el gran número de palabras no indoeuropeas que contiene, debido a la influencia de culturas de Próximo Oriente, como la hurrita o la cultura del pueblo de Hatti, siendo especialmente acusada esta influencia en los vocablos de origen religioso. Consta de la mayoría de los casos habituales en una lengua indoeuropea, dos géneros gramaticales (común y neutro) y dos números (singular y plural), así como diversas formas verbales. Aunque parece ser que los hititas contaban con un sistema de pictogramas, pronto comenzaron a usar también el sistema cuneiforme.

Religión y mitología hitita

La religión hitita llegó a ser conocida como «la religión de los mil dioses». Contaba con numerosas divinidades propias y otras importadas de otras culturas (especialmente de la cultura hurrita), entre las cuales se destacaba Tesub, el dios del trueno y la lluvia, cuyo emblema era un hacha de bronce de doble filo (algo semejante, aunque puede ser casual, se observa en la civilización minoica, con su labrix), y Arinna, la diosa solar. Otros dioses importantes eran Aserdus (diosa de la fertilidad), Naranna, diosa del placer y la natalidad y su marido Elkunirsa (creador del Universo) y Sausga (equivalente hitita de Ishtar).
El monarca hitita era tratado como un humano escogido por los dioses y se encargaba de las ceremonias religiosas más importantes, además de salvaguardar las tradiciones. Si algo no iba bien en el país, se le podía culpar a él si había cometido el más mínimo error durante uno de esos rituales, e incluso los propios reyes participaban de esta creencia; así, por ejemplo, Mursili II atribuyó una gran peste que asoló el imperio de los hititas a los asesinatos que llevaron a su padre al trono, y realizó numerosos actos y mortificaciones para pedir perdón ante los dioses.

Rituales de magia

A través de numerosas tablillas hititas, conocemos unos rituales de tipo mágico que tienen por objeto manipular la realidad para convocar e influir en las fuerzas invisibles (los dioses y otros espíritus). Estos procesos se utilizaban en una gran variedad de casos: durante los ritos de paso (nacimiento, matrimonio, mayoría de edad, muerte); durante el establecimiento de vínculos garantizados por las fuerzas divinas (compromiso con el ejército, acuerdos diplomáticos); para curar o expiar los diversos males, a los que se atribuía un origen sobrenatural (enfermedades o epidemias que tienen por origen una falta cometida, mal de ojo y hechizos debidos a la malicia de un brujo o, más a menudo, de una bruja, pero también peleas de pareja, enfermedades venéreas, impotencia sexual, una derrota militar, etcétera). Estos rituales movilizaban a muchos individuos versados en estas artes. En primer lugar a las «mujeres viejas» que parecen haber sido las expertas en rituales por excelencia, pero también a los expertos en adivinación, que completaban sus prácticas habituales mediante rituales mágicos, y a los médicos exorcistas. En efecto, las prácticas médicas hititas combinaban remedios que a ojos modernos revelarían medicina científica con otros que eran de orden mágico.
Los rituales mágicos de los hititas podían seguir varias reglas: la analogía o simpatía que consistía en la utilización de objetos con los que se realizaban actividades que simbolizaban el efecto de lo que querían conseguir, al tiempo que se recitaban encantamientos que garantizasen su eficacia. Por ejemplo, durante el ritual de entrada en servicio de los soldados, se aplastaba la cera para simbolizar lo que les sucedería en caso de deserción; durante el ritual contra la impotencia sexual, el hombre entregaba en el ritual un huso y una rueca, que representaban la feminidad (asimilados a la impotencia), y le daban un arco y unas flechas que simbolizaban la virilidad reencontrada. El contacto aseguraba la transferencia de un mal de una persona u objeto a otro objeto o partes de un animal sacrificado. Esto se hacía con solo tocar o agitar el objeto que se suponía captaba el mal alrededor de la persona tratada; o haciendo pasar a este último entre las partes de objetos y animales que constituían una suerte de portal simbólico que permitía disipar el mal cuando era atravesado. La sustitución era un proceso que permitía reemplazar a la persona receptora del mal por un objeto (a menudo una figurilla de barro que la representaba), un animal o incluso otra persona en el caso de los reyes. El sustituto era después destruido, sacrificado o desterrado (práctica del chivo expiatorio) llevándose consigo el mal.
La voluntad de los dioses era accesible a los hombres mediante la adivinación. Esto permitió a los hititas conocer el origen de una enfermedad o una epidemia, de una derrota militar o de cualquier mal. Las informaciones recopiladas así debían permitir luego ejecutar los rituales adecuados. La adivinación también podía servir para juzgar la oportunidad de una acción que quisieran realizar (iniciar una campaña militar, construir un edificio...) en previsión de si contaban con el consentimiento divino, de si se realizaría en un momento propicio o perjudicial y, sobre todo, para saber qué iba a suceder en el futuro. Existieron varios tipos de prácticas adivinatorias.
La adivinación mediante los sueños (oniromancia), que parece haber sido la más habitual, podía ser de dos tipos: o el dios se dirigía él mismo al durmiente, o provocaba el sueño (incubación).
La astrología está atestiguada en textos encontrados en Hattusa. Los otros procedimientos de adivinación oracular más habituales eran la lectura de las entrañas de ovejas por arúspices, la observación del vuelo de ciertas aves (augures), los movimientos de una serpiente de agua en un barreño y un proceso enigmático consistente en echar a suertes objetos que simbolizaban algo (la vida, la fortuna, la salud y el bienestar de una persona) supuestamente para revelar el futuro. Por lo tanto, la adivinación podía ser producida en los hombres con los rituales precisos, o bien emanar directamente de los dioses de forma espontánea y ser impuesta a los hombres que debían después interpretar el mensaje. En todos los casos fue necesario apelar a especialistas en adivinación.
En las ruinas de Hattusa se han hallado varios relatos mitológicos. El estado fragmentario de la mayoría de ellos impide conocer su desenlace o incluso su desarrollo principal. Sin embargo, algunas piezas se encuentran entre las más notables de la mitología del Próximo Oriente. La mayoría de estos mitos no tienen un origen hitita: muchos parecen tener un fondo hattiano; otros tienen un origen hurrita (quizá más precisamente de Kizzuwadna). Entre los mitos del primer grupo, un tema recurrente es el del dios desaparecido, cuyo ejemplo más conocido es el mito de Telepinu. El dios epónimo desaparece poniendo en peligro la prosperidad del país, de la cual era garante. La esterilidad golpea a los campos y animales; las fuentes de agua se secan; reinan el hambre y el desorden. Los dioses investigan cómo hacer volver a Telepinu, pero fracasan antes de que una pequeña abeja enviada por Hannahanna consiga encontrarlo y despertarlo. El final del texto está perdido, pero es evidente que en él se narraban el regreso del dios y de la prosperidad. Se conocen otros mitos que narran la desaparición de otros dioses y que siguen este mismo patrón. Se refieren al dios Luna en el mito de la luna que cayó del cielo, a varios dioses de la tormenta como el de Nerik, al dios Sol y muchos más. Con frecuencia solo se conocen por historias fragmentarias o por los rituales en los que se reproduce el desarrollo del mito y que permiten el regreso del dios y, por lo tanto, asegurar la prosperidad del país. Estos mitos están claramente relacionados con el ciclo agrícola y el retorno de la primavera. Simbolizan el regreso del orden frente al caos, el cual puede garantizarse mediante la aplicación de los mitos vinculados a él.
Otro mito anatolio importante es el de Illuyanka. Se conoce por dos versiones y relata el combate del dios de la tormenta contra la gigantesca serpiente Illuyanka. La victoria del gran dios se produce a pesar de los reveses iniciales y con la ayuda de otros dioses. Este mito se inscribe en el tema de los mitos que tienen a una deidad soberana enfrentándose a un monstruo que simboliza el caos, como en el ciclo de Baal de Ugarit, o en la epopeya babilónica de la Creación y en la Leyenda de Gilgamesh. Al igual que este último, se recitó y tal vez se representó durante una de las grandes celebraciones de primavera (la celebración purulli entre los hititas).
El último gran mito, conocido por unas tablillas de Hattusa, es el ciclo de Kumarbi, mito de origen hurrita dividido en cinco «canciones» desigualmente conocidas. Tiene por tema la declaración del dios Tesub (el dios hurrita de la Tormenta) ante varios adversarios, en primer lugar Kumarbi que le suplanta en la primera historia: la Canción de Kumarbi. La rivalidad entre los dos termina en la Canción de Ullikumi en la que Tesub debe derrotar a un gigante engendrado por su enemigo mortal. Este ciclo mítico tiene un alcance más general que los precedentes porque comienza con una narración del origen de los dioses y explica la creación de su jerarquía y, en particular, la primacía del dios de la Tormenta. Es también el que presenta mayores paralelismos con la mitología griega, ya que la narración de los conflictos de los dioses es muy cercana a la de la Teogonía de Hesíodo.
De los mitos propiamente hititas que nos han llegado, tenemos a los humanos como personajes principales, pero implicando también a los dioses. El mito de Appu cuenta la historia de una pareja rica sin hijos que implora al dios Sol para que vaya en su ayuda. Esto, por último, les permite tener gemelos, uno bueno y otro malo, que luego se volverán rivales siguiendo un modelo conocido en otras culturas antiguas (como Caín y Abel en la Biblia). La leyenda de Zalpa introduce un texto historiográfico en el que se relata la toma de esta ciudad por Hattusili I y sirve sin duda para presentar el origen del conflicto. Relata como la reina de Kadesh da a luz a treinta hijos que ella persigue tras su nacimiento y que sobreviven gracias a la ayuda divina para crecer en Zalpa. Más tarde, están a punto de unirse a las treinta hijas que la reina de Kadesh había tenido a continuación, momento en el que la historia se detiene.

La muerte y el más allá

Siguiendo las concepciones que aparecen en varios textos encontrados en lo que fue el País de Hatti, los hititas dividieron el universo en Cielo —el mundo superior donde vivían los grandes dioses— y un conjunto formado por la Tierra y el Infierno —el mundo subterráneo descrito como «tierra sombría»—, al que llegaban los difuntos después de la muerte. Era accesible desde la superficie de la Tierra a través de las cavidades naturales que conducen hacia las profundidades: pozos, pantanos, cascadas, grutas y otros agujeros (como las dos cámaras de Nisantepe en Hattusa). Estos lugares podían servir como espacios para los rituales relacionados con las deidades infernales del inframundo. Como su nombre indica, la tierra sombría se veía como un mundo poco atractivo en el que los muertos llevaban una existencia lúgubre. Los textos hititas parecen fuertemente influidos por las creencias mesopotámicas en el más allá, por lo que resulta difícil determinar en qué medida reflejan las creencias populares locales. Al igual que los habitantes del País de los Dos Ríos (Mesopotamia), los hititas pusieron el inframundo bajo la protección de la diosa Sol de la Tierra (la diosa Sol de Arinna) que recoge aspectos de la antigua diosa hatti Wurusemu. Ésta se asoció a Lelwani, otra gran divinidad infernal hatti, y asimilada a sus equivalentes sumeria y hurrita Ereshkigal y Allani. El mundo infernal anatolio estaba poblado de otros dioses, sirvientes de esta reina del Infierno, en particular por unas diosas que hilaban la vida de los hombres igual que las parcas de la mitología grecorromana.
Las prácticas funerarias hititas conocidas son principalmente aquellas que conciernen a los reyes y a los miembros de la familia real que se beneficiaron de funerales fastuosos y del ancestral culto a los muertos. No se ha descubierto ninguna tumba real. Los soberanos y sus familias eran incinerados y sus restos eran sin duda depositados en su lugar de culto funerario llamado hekur. Quizá tengamos un ejemplo con la cámara “B” de Yazilikaya, que habría servido entonces para el culto funerario de Tudhaliya IV y cuyos bajorrelieves podrían representar a las divinidades infernales. Se ofrecían sacrificios regulares a los reyes y miembros de la familia real difuntos y sus templos funerarios eran ricas instituciones dotadas de tierras y personal de servicio, como en los grandes templos. Esta práctica de culto a los antepasados probablemente existía también entre el pueblo, al objeto de asegurarse de que los muertos no regresaran de ultratumba para atormentar a los vivos bajo la forma de fantasmas, y si era necesario podían ser expulsados mediante exorcismos.
Los cementerios anatolios del II milenio a.C. datan principalmente en la primera mitad de este ciclo histórico, correspondiente a la época de las colonias asirias de mercaderes y al antiguo imperio de los hititas. Pocos cementerios del periodo del imperio hitita se han sacado a la luz. El más importante es el de Osmankayasi situado cerca de Hattusa. Estos cementerios documentan extensamente las prácticas funerarias de las clases media y baja de la sociedad hitita. La inhumación e incineración coexisten, pero la segunda tiende a aumentar en el transcurso del periodo. Los enterramientos podían hacerse en tumbas de cista —enterramiento que consiste en cuatro losas laterales y una quinta que hace de cubierta— para los más pudientes, en simples fosas o en grandes jarras llamadas con la palabra griega pithos, para los más humildes. La mayoría de las tumbas conocidas están situadas en las necrópolis, pero algunas de ellas se encuentran en el interior de los muros de las ciudades, o debajo de la residencia de la familia del difunto, como también era común hacerlo en Siria y Mesopotamia.

Rey hitita y soldados de su guardia de corps


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