Inglaterra había apostado por el dominio de los mares
desde hacía mucho tiempo, y en realidad lo que deseaba era el desgaste de todos
los contendientes en la guerra de Sucesión, así como el reparto de los
territorios españoles de ultramar para lograr puertos estratégicos para su
comercio y obtener los máximos beneficios. En 1704, sir George Rooke y Jorge de
Darmstadt llevaron a cabo un desembarco en Barcelona, empresa que se convirtió
en fracaso debido a que las instituciones catalanas, a pesar de sus simpatías
por la causa de los Habsburgo, no encabezaron ninguna rebelión. Sin embargo, de
regreso, la flota asedió la plaza fuerte de Gibraltar, que solo estaba
defendida por 500 milicianos al mando de don Diego de Salinas. Gibraltar se
rindió honrosamente el 4 de agosto de 1704 al príncipe de Darmstadt tras dos
días de lucha. Hay que aclarar un punto muy importante: la guarnición española se
rindió a tropas extranjeras que combatían bajo pabellón de Carlos III de
Habsburgo, que se había proclamado rey de España, y el príncipe de Darmstadt,
en su nombre, asumió el cargo de gobernador de la plaza. De ahí lo de
«honrosamente». Lo que después obtuvieron los ingleses en el Tratado de Utrecht
en 1714, y, sobre todo, en los acuerdos del Congreso de Viena de 1815 —en el
que no se permitió participar a España, pero sí a Francia—, tras las guerras
napoleónicas, son harina de otro costal.
Una flota francesa al
mando del conde de Toulouse intentó recuperar Gibraltar pocas semanas después
enfrentándose a la flota angloholandesa al mando de Rooke el 24 de agosto frente a las costas malagueñas. La batalla naval
de Málaga fue una de las más importantes de la guerra. Duró trece horas, pero
al amanecer del día siguiente la flota francesa se retiró, con lo que Gibraltar
continuó en manos de los aliados. Así que, finalmente, consiguieron los ingleses
lo que habían venido intentando desde el fracaso de la toma de Cádiz en agosto
de 1702: una base naval para su flota en el Mediterráneo.
El mismo mes en que se
produjo la toma de Gibraltar, los ejércitos aliados capitaneados por sir John
Churchill, I duque de Marlborough, conseguían en la batalla de Blenheim
(Baviera) una de sus mayores y más decisivas victorias en la guerra. En la
batalla, que tuvo lugar el 13 de agosto de 1704, se enfrentaron un ejército
francobávaro de 56.000 hombres al mando del conde Marcin y de Maximiliano II de Baviera, y un ejército aliado compuesto por 67.000 soldados austriacos,
ingleses y holandeses al mando del duque de Marlborough. El combate duró 15
largas horas al final del mismo el ejército borbónico sufrió una derrota absoluta:
tuvo 34.000 bajas y 14.000 soldados fueron hechos prisioneros. Los aliados por
su parte perdieron 14.000 hombres entre muertos y heridos. El elector de
Baviera se refugió en los Países Bajos Españoles mientras su Estado era ocupado
por los austriacos, y así permanecería hasta el final de la contienda, con lo
que Luis XIV perdía a su principal aliado en el centro de Europa. Según la
mayoría de los historiadores, la victoria de Blenheim «puso fin a cuarenta años
de supremacía militar francesa en el Continente». A partir de aquel momento,
Luis XIV se enfrentaba a un escenario bélico claramente adverso.
Tras el fracaso del
desembarco angloholandés y de los partidarios de los Habsburgo en Barcelona a
finales de mayo de 1704, el virrey de Cataluña, don Francisco Antonio Fernández
de Velasco y Tovar, desencadenó una persecución contra los partidarios
catalanes de los Habsburgo, acusando a la Conferencia de los Tres Comunes de
ser «la oficina donde se formó la conspiración». Muchos de sus miembros fueron
encarcelados y finalmente el virrey Velasco ordenó su supresión.
En marzo de 1705, la
reina Ana de Inglaterra nombró comisionado suyo a Milford Crowe, un comerciante
de aguardiente afincado en el principado de Cataluña, «para contratar una
alianza entre nosotros y el mencionado Principado o cualquier otra provincia de
España» y le dio instrucciones para que negociara con algún representante de
las instituciones catalanas. Ni que decir tiene que lo que buscaba la reina
inglesa era dividir a los territorios españoles peninsulares en su provecho.
Además, el tal Milford Crowe ni siquiera era diplomático, era un mercachifle
del tres al cuarto. Aun así, y a pesar de lo burdo de la embajada —un borrachín
representando a la reina de Inglaterra—, los catalanes mordieron el anzuelo.
Aunque, inicialmente, Crowe no pudo entrevistarse con ningún miembro de las
cortes catalanas a causa de la represión del virrey Velasco, así que se puso en
contacto con el grupo de los vigitanos, para que firmaran la alianza
anglocatalana en nombre del Principado. Así nació el pacto de Génova, así
llamado por la ciudad donde fue rubricado el 20 de junio de 1705, y que
establecía una alianza política y militar entre el reino de Inglaterra y el
grupo de vigitanos en representación del principado de Cataluña. Según los
términos del acuerdo, Inglaterra desembarcaría tropas en Cataluña, que unidas a
las fuerzas catalanas lucharían en favor del pretendiente austriaco al trono
español Carlos de Habsburgo contra los ejércitos de Felipe V, comprometiéndose
asimismo Inglaterra a mantener las leyes e instituciones propias catalanas. Por
supuesto, los ingleses hicieron caso omiso del acuerdo y de las obligaciones
que comportaba. Eso sí, aprovecharon la ocasión para devastar la floreciente
industria textil catalana a su paso por la provincia de Barcelona.
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