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miércoles, 11 de abril de 2018

La unificación de los reinos hispánicos


Aprovechando la guerra de las Comunidades en Castilla, y con una parcial desmilitarización del reino de Navarra, se produjo la tercera contraofensiva de los navarros para recuperar su Reino en 1521. En esta ocasión, Enrique II de Navarra, con apoyo del rey francés Francisco I y con una sublevación casi unánime de los habitantes de Navarra, consiguió la recuperación del territorio en poco tiempo. Posteriormente los errores estratégicos del general francés André de Foix y la recomposición rápida del ejército español llevó a que tras la cruenta batalla de Noáin fuera controlado de nuevo por parte de las tropas de Carlos I. Aun así, se mantuvieron focos de resistencia en la zona de Baztán y el Bidasoa produciéndose enfrentamientos y asedios como el del castillo de Maya, en la batalla del monte Aldabe, o en el asedio de la fortaleza de Fuenterrabía. Finalmente la vía diplomática, concediendo una amplia amnistía, y la renuncia de la Baja Navarra, que no llegó a controlar militarmente, llevó a conseguir el control de la Alta Navarra por el emperador.
Con el regreso del rey Carlos I a Castilla en septiembre de 1522, se emprendieron una serie de reformas para integrar a las élites sociales en el gobierno y administración de la Monarquía, que serían completadas por su hijo el rey Felipe II constituyendo el sistema de Consejos. La estructura del régimen de los Consejos puede hallarse en el Curia Regis que en 1385 se constituyó en el Consejo Real, o Consejo de Castilla, con los cometidos de asesoramiento al rey, tramitación de asuntos ordinarios de gobierno y administración de justicia. Debido al incremento y diversidad de asuntos a tratar, en tiempos de los Reyes Católicos se había dividido el Consejo en secciones que se convertirían en Consejos independientes, en 1494 se instituyó el Consejo de Aragón, en 1483 el Consejo de la Inquisición, en 1498 el Consejo de Órdenes, y en 1509 el Consejo de Cruzada, pero sería Carlos I quien dio el impulso definitivo al sistema de Consejos.
Una vez sometido el levantamiento armado de los comuneros y asegurada la supremacía del poder real, el Gran Canciller Gattinara propuso a Carlos I un Consejo Secreto de Estado que tendría la supremacía sobre los demás Consejos y sería el eje regulador y supervisor de la política real, en el que él mismo sería el presidente; para tal propósito emprendió en 1522 la racionalización de la Administración española con la reforma de los Consejos existentes y la creación del Consejo de Hacienda en 1523, pero el rey no quiso depender de un solo ministro y tal proyecto de centralizar en un solo Consejo fue desestimado, por lo que la influencia del Gran Canciller, que a fin de cuentas era un cargo de origen borgoñón, se fue eclipsando frente a don Francisco de los Cobos, y en consecuencia se mostró crítico por la planificación administrativa colegiada y fraccionada que fue llevada a cabo en esos años de 1523–1529. En 1524 se constituyó el Consejo de Indias y en 1526, el Consejo de Estado, no como lo había ideado Gattinara sino como un consejo privado del monarca, de ahí que no tuviera presidente ni residencia fija en época de Carlos I. Los demás consejos se establecieron en Valladolid, que se convirtió en la capital administrativa hasta 1561.
Los Consejos estaban compuestos por personas escogidas personalmente por el Rey —cumpliéndose una serie de reglas no escritas a la hora de escogerlos— que, bajo la presidencia del mismo Rey o de algún representante suyo, la mayoría de las veces, discutían sobre algún tema. El Rey siempre tenía la última palabra, pero no es imposible comprender el poder que acumulaban: primero, porque el Consejo era el lugar donde el Rey pulsaba las posiciones de diversas facciones nobiliarias, eclesiásticas o cortesanas. Segundo, porque en épocas en las que el monarca no estaba capacitado (enfermedad, guerra, etcétera), ellos eran los verdaderos gobernantes en su área de acción. Tercero, porque, en aquella época, el poder legislativo, ejecutivo o judicial no estaban estrictamente separados, por lo que los Consejos se convirtieron en una especie de Tribunales de Apelación; cuarto, porque ciertos Consejos tenían unidas tareas mundanales y espirituales, por lo que solían tener las llaves del prestigio social —Consejo de Órdenes, por nombrar el caso más claro—, de importantes ingresos económicos (Consejo de Cruzadas) o de clave política (Consejo de la Inquisición). En este orden destaca la importante labor de los secretarios. Al margen de la Cancillería, que desapareció con el fallecimiento de Gattinara en 1530, el rey despachaba con sus secretarios, que de ordinario ocupaban las secretarías en los Consejos, puesto que al fin y al cabo, los secretarios eran los encargados de trasladar al Rey las deliberaciones de los Consejos y de trasladar a los miembros del Consejo las decisiones y resoluciones del Rey, lo que evitó una parálisis en el gobierno, permitiendo que funcionara el sistema. No obstante, su poder iba Más Allá de esto, pues se convirtieron en los verdaderos gestores de la voluntad real: de sus transcripciones dependía la exactitud con que el monarca percibía las declaraciones de los miembros de los Consejos, aceleraban o retrasaban la entrega de las deliberaciones al monarca, controlaban la correspondencia ordinaria y tomaban las decisiones preparando los documentos para la firma y traficaban con la información privilegiada que tenían y con su capacidad de acceso al rey.
Durante el reinado de Carlos I, la Corona de Castilla expandió sus territorios en gran parte de América. Hernán Cortés conquistó México a los aztecas dando origen al Virreinato de Nueva España; don Pedro de Alvarado derrotó a los pueblos mayas fundando el Reino de Guatemala, don Francisco Pizarro conquistó el imperio incaico formando el rico Virreinato de Perú, y don Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó el pueblo de los chibchas, en la actual Colombia, fundando el Nuevo Reino de Granada. Los capitanes españoles don Sebastián de Benalcázar y don Francisco de Orellana, partieron de Quito en busca del mítico reino de El Dorado. Benalcázar fundó en 1534 la ciudad de San Francisco de Quito mientras que Orellana, tras fundar Guayaquil, se internó en la Amazonía y descubrió el río Amazonas. Don Juan Sebastián Elcano dio la primera vuelta al mundo en 1522, terminando el viaje que iniciara Fernando de Magallanes, y sentando las primeras bases de la soberanía española en el archipiélago de Filipinas y en las islas Marianas.
Mediante la Capitulación de Madrid de 1528, el rey Carlos I arrendó temporalmente la provincia de Venezuela a la familia alemana Welser de Augsburgo, lo que dio paso a la creación del Klein–Venedig, una de las gobernaciones alemanas en América.
El 24 de agosto de 1534, don Diego García de Moguer, viaja en una segunda expedición hacia el Río de la Plata, con la carabela Concepción, pasa por la isla de Santiago de Cabo Verde, luego a Brasil, donde desciende el estuario de los ríos Uruguay y Paraná, y funda el primer asentamiento de la ciudad de Santa María del Buen Aire (actual Buenos Aires, Argentina). Posteriormente, don Pedro de Mendoza concretó la fundación de Buenos Aires en la margen derecha del Río de la Plata, siendo exterminados por los amerindios. Poco tiempo después, don Juan de Salazar y don Gonzalo de Mendoza fundaban Asunción que se convertiría en el centro motor de la conquista de la cuenca rioplatense, y don Pedro de Valdivia fundaba Santiago de Chile. Todo esto contribuyó a sentar el primer Imperio Universal de la Historia bajo el reinado de su sucesor, Felipe II, donde se decía que «no se ponía el sol».
La mayoría de expediciones fueron empresas privadas, realizadas con el permiso de Carlos I, pero declarando siempre la soberanía de la Corona española sobre todos los territorios conquistados, si bien estos se consideraron desde 1492 parte de la Corona de Castilla, al haber impulsado este reino las primeras expediciones de exploración y conquista de las Indias Occidentales y la Tierra Firme, término que engloba a las islas del Caribe y a toda la América continental.
Entre 1508 y 1523 los papas debieron conceder prerrogativas a los reyes de España; pero ya en 1516 se habían concedido privilegios semejantes al rey de Francia por el papa León X, y antes aún al rey de Portugal por la bula Dudum cupientes del papa Julio II, en 1506. Ahora bien, estas prerrogativas «se extendían solo a obispados y beneficios consistoriales». Más tarde, los grandes monarcas europeos lograron el ejercicio de todas o la mayoría de facultades atribuidas a la Iglesia en el gobierno de los fieles, convirtiéndose, de hecho y de derecho, en la máxima autoridad eclesiástica en los territorios bajo su dominio, lo que se denominaba Patronato regio strictu sensu. Las disposiciones emanadas del papa, de la Nunciatura apostólica y de los Concilios debían obtener el Pase Regio (Regium exequator) antes de ser publicados en España y sus dominios. Si eran perjudiciales para el Estado, se aplicaba el derecho de retención y se impedía su difusión. Posteriormente Carlos I sumó a lo anterior el cargo de Patriarca de Indias, obteniendo el control de toda la labor evangelizadora.
El papa Clemente VII era hijo bastardo de Julián de Medici, sobrino de Lorenzo el Magnífico y primo de León X, que le había nombrado cardenal. De temperamento apocado e indeciso, tendente a la traición y a la mentira, había acabado perdiendo hasta el último amigo y exasperando a sus enemigos. Temeroso del creciente poder de los Habsburgo, había promovido la formación de la Liga de Cognac, integrada por el Papado, Francia, Florencia, Venecia y el ducado de Milán. Contaba, además, con el apoyo de Enrique VIII de Inglaterra. Era en principio un enfrentamiento entre los dos soberanos supremos de la Cristiandad; Clemente VII y Carlos V, pero en realidad se estaba luchando por ver quién sería el dueño de Italia.
En la primavera de 1527, las tropas imperiales dirigidas por el condestable de Borbón llegaron a las puertas de Roma y, como si de una maldición bíblica se tratara, perpetraron el llamado Sacco (saqueo) de la antigua ciudad de los césares. Las tropas estaban formadas en su mayoría por soldados y mercenarios procedentes de los dominios germánicos del Emperador, y por tanto muchos eran luteranos convencidos de estar castigando a la nueva Sodoma, así que se dedicaron a expoliar, incendiar y avasallar todo lo que se les ponía por delante. Durante varios meses Roma estuvo expuesta a la rapiña y la crueldad de 30 000 hombres indisciplinados, porque el condestable de Borbón había muerto en el asalto a la ciudad. Clemente VII, sitiado en el castillo de Sant’Angelo, veía cómo Roma se iba convirtiendo en una nube de humo, llanto y dolor. Solo el Tratado de Amiens, concertado entre Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, y el arrepentimiento de Carlos V devolvieron a la ciudad su condición de sede papal. Quedaba así libre el camino para la gran reforma de la Iglesia, la Contrarreforma, que buscaría recuperar los principios del catolicismo y contrarrestar el auge del protestantismo.
Había concluido la era de los papas disolutos del Renacimiento, impíos y crueles, pero cultos y refinados. Comenzaba una nueva etapa, más austera, sí, pero cubierta por el negro manto de la intransigencia y el dogmatismo.

Carlos V

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