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domingo, 6 de mayo de 2018

De los banqueros bolcheviques a la Unión Europea


El famoso anarquista Bakunin declaró que los seguidores de Karl Marx «tenían un pie en el banco y otro en el movimiento socialista». Desde luego no iba mal encaminado. Es un hecho que la Revolución bolchevique que llevó (brevemente) a Lenin al poder fue financiada por la banca internacional. Movidos por su afán de estar en todas las salsas, los especuladores financieros vieron inmediatamente la oportunidad de apoderarse del antiguo imperio ruso.
Jamás se ha aclarado quién financió el viaje en un tren blindado de Lenin desde Suiza a Moscú, atravesando un continente en guerra, con más de seis millones de dólares en metálico en el maletín para financiar a los revolucionarios profesionales contratados por Trotsky en Nueva York. La mayor parte de ese dinero lo había facilitado el banquero Max Warburg, cuyo hermano Paul fue uno de los asistentes a la legendaria reunión en la isla de Jekyll en 1911 que hicieron posible la creación de la Reserva Federal estadounidense tres años después. El tercer hermano, Félix Warburg, estaba casado con la hija de Jacob Schiff que según declaró su nieto, John Schiff, ayudó con unos 20 millones de dólares de su propio bolsillo al triunfo de la Revolución bolchevique en 1917.
León Trotsky también recibió el apoyo directo del trust de banqueros y cuando fue apresado por el Ejército canadiense que le acusaba de espiar para Alemania, fue inmediatamente liberado gracias a los buenos oficios de un enigmático individuo que se hacía llamar coronel sin serlo y que no era otro que Edward Mandel House, el misterioso secretario personal del presidente Woodrow Wilson, y a quien éste llamada mi otro yoEn realidad, Edward Mandel House fue un tutor impuesto al presidente de los Estados Unidos por el trust de banqueros para controlar todos sus movimientos hasta que dejó de serles útil y le quitaron de en medio, como a Lenin. Muchos piensan que fue Mandel House quien pudo inducir el infarto cerebrovascular que sufrió Wilson el 2 de octubre de 1919 y que le provocó la hemiplejia que le dejó inmóvil hasta el día de su muerte. Lenin tuvo una muerte parecida, pocos años después de sufrir un atentado que le dejó graves secuelas, sufrió también un tromboembolismo cerebrovascular que le postró en una cama para siempre con medio cuerpo paralizado, lo que favoreció la ascensión al poder de Josef Stalin.
El programa de Woodrow Wilson para acabar con la guerra, conocido como los 14 Puntos de Wilson que el propio presidente leyó el 8 de enero de 1918 ante el Congreso de su país, haciendo pública su declaración de intenciones de acabar con la guerra, no gustaron a quienes le habían llevado en volandas hasta la Casa Blanca, especialmente el primero de esos puntos, que proponía la inmediata supresión de la llamada diplomacia secreta, término con el que Wilson no se refería a la natural discreción entre gobiernos, sino a las maniobras urdidas por políticos aficionados pero con mucho poder, que veían en la política un medio para alcanzar sus fines: obtener el poder de forma ilícita a través de la influencia ejercida sobre los políticos. Además, aquel discurso era una invitación a todas las naciones en guerra para que aceptasen un armisticio y se sentasen a dialogar con vistas a negociar la paz. No habría vencedores ni vencidos. Pero los planes de Wilson no fueron del agrado de los especuladores, que habían invertido mucho dinero en la guerra.
En febrero de 1917, al producirse la llamada Revolución de Febrero, paso previo a la generalizada de octubre, León Trotsky vivía en Nueva York donde colaboraba con un supuesto periódico ruso aunque su actividad principal se concentraba en la contratación de revolucionarios profesionales a los que aleccionaba convenientemente en su supuesta ideología antes de enviarles a Rusia para predicar la revolución. ¿Quién financió esas actividades? El banquero Max Warburg cumpliendo el encargo de otros banqueros aún más poderosos: Rockefeller y Rothschild.
En mayo de 1917, un mes después de entrar en guerra los Estados Unidos, Trotsky se reúne con Lenin y pasa a formar parte del Soviet de Petrogrado, nuevo nombre que se dio a la ciudad de San Petersburgo. De esta forma Trotsky se apartaba definitivamente de su anterior neutralidad durante el exilio, implicándose directamente con los bolcheviques en el proceso revolucionario. Gracias a su poderosa verborrea, Trotsky pronto alcanzó una enorme popularidad que le permitió llegar a formar parte del Comité Central, posición privilegiada desde la que le resultaría aún más fácil apoyar los postulados de Lenin en cuanto a la necesidad de derrocar al Gobierno provisional surgido de la Revolución de Febrero y presidido por el socialista moderado Alexander Kerensky. A partir de entonces, todos sus esfuerzos se dirigirán a recabar apoyos para el movimiento bolchevique para asestar el golpe decisivo a la incipiente democracia rusa que Kerensky, con la ayuda de los aliados, pretendía desarrollar después de la guerra. Esta ayuda que los aliados habían prometido a Kerensky estaba condicionada a la continuidad del frente oriental, es decir, a que Rusia siguiese tomando parte activa en la guerra contra Alemania y que el nuevo Gobierno no negociase la paz por separado. Entretanto, Lenin tiene que ocultarse y Trotsky asume la Jefatura del Comité Militar Revolucionario, puesto desde el cual dirigió la fase final de la Revolución de Octubre.
Durante la primera etapa de la Revolución, Trotsky se convierte en el hombre de confianza de Lenin y éste le encomienda varias misiones. La primera será la de sacar a Rusia de la guerra y firmar la paz con Alemania a cualquier precio. Trotsky será el encargado, como comisario de Asuntos Exteriores, de firmar con los alemanes el tratado de Brest-Litovsk, que supondrá para Rusia una pérdida considerable de su territorio.
Primer error por parte de Lenin y Trotsky: los banqueros no querían que Rusia se desentendiese de la guerra tan pronto. Estaban dispuestos a abastecer al paupérrimo Ejército ruso para que siguiese combatiendo a los alemanes en el frente oriental. Los banqueros temían que ahora Alemania, libre del frente oriental, desbordase a los aliados en el frente occidental y que la guerra terminase en verano de 1918. Sin embargo, si la guerra se alargaba, Alemania y los aliados, especialmente Francia y Gran Bretaña, los más solventes, tendrían que suscribir nuevos créditos (bonos de guerra) para hacer frente al gasto militar. ¿Quién facilitaba esos bonos de guerra en Europa desde hacía más de cien años? ¡Los Rothschild!
Lenin y Trotsky acabarían pagando caro su error. Inmediatamente después de firmar la paz con los alemanes, Trotsky fue nombrado Comisario de Guerra por Lenin. Desde este puesto se encargó de la creación y organización del Ejército Rojo, instrumento indispensable para imponerse en la guerra civil que se desató tras firmar la paz con Alemania y que se prolongó hasta 1920.
A las fuerzas contrarrevolucionarias, los rusos blancos de Kornilov, se unieron también los aliados en un conflicto poco conocido que también se extendió por Europa oriental, y que abrió una especie de suma y sigue a la guerra europea después del Armisticio del 11 de noviembre de 1918. La guerra terminaba en el frente occidental, pero se recrudecía en el oriental, ahora con viejos y nuevos protagonistas.
Los anarquistas acusaron a Trotsky de reprimir cualquier movimiento de izquierdas opuesto a la postura oficial del Partido Bolchevique, como por ejemplo, al movimiento libertario de Néstor Makhno en Ucrania o la rebelión de los marineros del Kronstadt en el golfo de Finlandia. Esta acusación, absolutamente cierta de los anarquistas contra los bolcheviques, se repitió en la Guerra Civil española cuando el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) partidario de llevar a cabo la revolución marxista más allá de las metas señaladas por la Internacional Comunista de Moscú, fue aniquilado por los comunistas del PCE (Partido Comunista de España) en los sucesos de mayo de 1937, una auténtica guerra civil dentro de otra guerra civil. Tanto en Rusia en 1918, como en España dos décadas más tarde, daba la impresión de que existían dos tendencias dentro de la supuesta revolución marxista: la propiamente revolucionaria y la oficial que se marcaba, en ambos casos, desde el Comité Central de Partido Comunista en Moscú, pero que no parecía tener nada de marxista ni de revolucionaria. Entonces, ¿al servicio de quién estaban esos supuestos revolucionarios que hacían la guerra a la propia Revolución?
Como en el caso de Woodrow Wilson, una oportuna apoplejía obligó a Lenin a apartarse de la política. Entonces, en oposición a Trotsky, se unieron Grígoriy Zinóviev, Liev Kámenev y Josef Stalin. Este triunvirato se hizo con la dirección del Partido Bolchevique y acusó a Trotsky, el hombre de Lenin, de suponer una amenaza para el Partido y para la Revolución, en consecuencia Trotsky fue destituido como Comisario de Guerra, luego apartado de la dirección del Partido y posteriormente expulsado del mismo. Más tarde fue deportado a Kazajistán (Asia Central) y finalmente expulsado de la URSS en 1929.
Trotsky acabó refugiándose en México, pero Stalin había dado orden de asesinarle, y Jotov, encargado de las operaciones contra Trotsky en México, se valió de dos comunistas españoles, Caridad y Ramón Mercader (madre e hijo), para llevar a cabo el plan. Aunque el palacete en el que vivía estaba fuertemente custodiado, Ramón Mercader lograría infiltrarse en su círculo de amistades ganándose la confianza de una de las secretarias de Trotsky. Con el pretexto de que leyera un escrito suyo se acercó a Trotsky y le clavó un objeto metálico punzante en la cabeza. Trotsky murió doce horas más tarde a consecuencia de las terribles heridas. Nunca quedó claro de dónde sacaba Trotsky el dinero para costearse el palacete en el que vivía y el tren de vida que llevaba en México.
Ramón Mercader había nacido en Barcelona en 1914 y fue uno de los fundadores de Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC). Durante la guerra civil formó parte de los servicios secretos soviéticos en España y posteriormente se infiltró en los círculos de simpatizantes trotskistas en París. Artistas fracasados y gente adinerada que disfrutaba escandalizando a sus familiares y amigos haciéndose pasar por bolcheviques por mero esnobismo.
Mercader se trasladó a México en 1939 con el nombre falso de Frank Jackson y dispuesto a cumplir el encargo de la temida NKVD estalinista de asesinar a León Trotsky. Cumplió una condena de 20 años en prisión por este crimen. Pero hasta 1953 no se averiguó la verdadera identidad de Frank Johnson. Ramón Mercader abandonó la cárcel en 1960 y fijó su residencia en la URSS, más tarde viajó a Checoslovaquia y por último a Cuba, donde le aguardaba su madre, quien también había sido agente de la NKVD. Mercader fue condecorado en secreto como Héroe de la Unión Soviética y falleció en La Habana en 1978.

Los Rothschild fueron los grandes impulsores del trust internacional de banqueros en el último cuarto del siglo XVIII, en vísperas de la Revolución francesa y de la emancipación de las colonias norteamericanas de Gran Bretaña. Puesto que España y Rusia contaban con abundantes reservas de oro, los Rothschild no lograron introducir su modelo bancario (basado en el ficticio papel-moneda) en esos países, ni que sus gobiernos suscribiesen créditos con ellos. En el resto de Europa, algunas de las prebendas obtenidas por la banca Rothschild a cambio de los préstamos a los estados se referían a concesiones de explotación de recursos naturales, facilidades en todo tipo de industrias manufactureras, etcétera. Pero lo que ansiaban los banqueros era el control de la moneda nacional en esos países. Para ello consiguieron que las principales potencias europeas, como pago a los préstamos, les concediesen el control de sus bancos centrales. Así nacieron los bancos centrales de Alemania y Francia, siguiendo el patrón del Banco de Inglaterra.
Cada vez un mayor número de políticos se percataba de que las grandes familias de banqueros, en vez de competir entre sí, más bien constituían alianzas para llevar a cabo un plan de acción común. Pero estos sindicatos de banqueros no se constituyeron mediante fusiones bancarias al uso, sino por medio de lazos mucho más fuertes: los del matrimonio. Así, con las uniones de sangre e interviniendo especulativamente en las economías de los países donde operaban, comenzó el asalto de las familias de banqueros al poder político.
Veamos algunos ejemplos: Paul Warburg se casó con Nina Loeb; Félix Warburg con Fiedra Schiff y la hija de Nelson Aldrich, agente de la banca Morgan, se unió a John D. Rockefeller. Una vez conseguido el poder en Europa, los especuladores pusieron sus ojos en Estados Unidos, pieza fundamental para obtener la anhelada influencia política a escala mundial. Su plan era fomentar la creación de un banco central estadounidense que ellos controlarían totalmente, al igual que estaban haciendo con los bancos centrales europeos. Siguiendo instrucciones precisas de Paul Warburg y los demás banqueros del trust, el senador Nelson Aldrich se dedicó a fomentar la idea de que era necesaria una urgente reforma del sistema bancario en Estados Unidos. Dicha reforma acabó cristalizando con el establecimiento del Banco de la Reserva Federal de Nueva York en 1914.
El historiador W. Cleon Skousen describe en su libro El Capitalista Desnudo cómo se produjo el desarrollo de las dinastías financieras de los J.P. Morgan y los Rockefeller en Estados Unidos, y cómo consiguieron crear el sistema de la Reserva Federal y usarlo en su propio provecho. Se pregunta el autor en su libro: «¿Quién controla la Reserva Federal? ¿Cuáles son las metas de la Reserva Federal y de los demás bancos centrales? ¿Cuáles son las metas de las familias de banqueros internacionales que controlan a los bancos centrales?» Inquietantes preguntas, desde luego, pero mucho más lo son las respuestas. En cuanto a ¿quién controla la Reserva Federal? Skousen prefiere explicar primero quién no la controla: el Gobierno de los Estados Unidos. Más adelante Skousen se refiere así al primer presidente de la Reserva Federal de Nueva York, Benjamín Strong: «Strong debía su carrera a los favores de la Banca Morgan […] en 1914 fue designado presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, nombrado conjuntamente por J.P. Morgan y por Kuhn & Loeb y Compañía. Dos años más tarde Strong conoció a lord Montagu Norman, y entonces acordaron colaborar para establecer un sistema financiero internacional».
Lord Montagu Norman era entonces el presidente del Banco de Inglaterra, y el mentor de John P. Morgan, quien le veneraba por haber sido el promotor de su carrera como banquero. Pero lo inquietante eran las nuevas prácticas que deseaban imponer en la Reserva Federal y en los demás bancos centrales. Los banqueros internacionales querían usar el poder financiero de Estados Unidos y Gran Bretaña para forzar a los demás países importantes a operar a través de bancos centrales liberalizados y emancipados de cualquier control por parte de sus respectivos gobiernos. Exactamente lo que consiguieron antes de desencadenarse la terrible crisis financiera de 2008: la desregularización bancaria. Esto es que los bancos comerciales, los de inversión y las compañías de seguros pudiesen actuar de forma colegiada y sin estar sometidas a ningún control por parte del Gobierno. Un sistema colegiado con capacidad y autonomía para resolver todas las cuestiones financieras internacionales mediante mutuos convenios, sin ningún control gubernamental.
El profesor Quigley describe así las principales metas del trust internacional de banqueros: «…nada menos que crear un sistema mundial de control financiero en manos privadas capaz de dominar al propio sistema político de cada país y la economía mundial, entendido como un todo. Este sistema debía controlarse con los bancos centrales de todo el mundo actuando mediante convenios secretos fijados en reuniones periódicas a puerta cerrada». Más o menos, lo que ya se ha conseguido. En manos de hombres de la talla de lord Montagu Norman, del Banco de Inglaterra, Benjamín Strong de la Reserva Federal de Nueva York, Charles Rist del Banco de Francia y Hjalmar Schacht del Reichsbank alemán, cada banco central buscaba dominar al Gobierno de su país mediante su capacidad para controlar los préstamos al Tesoro Público, manipular el cambio de divisas extranjeras, influir en la actividad económica del país, y actuar sobre los políticos dispuestos a colaborar por medio de recompensas en el mundo de los negocios. Schacht fue también banquero de Hitler, aunque más tarde fue apartado del gobierno y quizás por esto logró salir bien parado de los juicios de Núremberg y salvar la vida.
Estaba previsto que, cuando un Gobierno democráticamente elegido se mostrase poco dispuesto a colaborar con el trust de banqueros, éstos podían desencadenar una crisis económica y financiera que provocase la caída de dicho Gobierno. Recordemos que el presidente Zapatero fue prácticamente obligado a aceptar el rescate bancario de España, lo que se consumaría en 2011 con la victoria electoral de Mariano Rajoy. 
También se pregunta Skousen sobre las metas últimas del poderoso cártel de banqueros que se ha adueñado de la economía mundial. Lo cual es muy preocupante en países que se tienen por democráticos y soberanos, y donde sus ciudadanos creen ser quienes eligen libremente a sus representantes por sufragio universal. Porque si esto es cómo aseguran Skousen y otros, ¿para qué sirve votar? Skousen dedica buena parte de su libro a describir con todo lujo de detalles y de manera precisa cómo las élites financieras prepararon el terreno y llevaron al poder a Lenin y Stalin en Rusia, a Hitler en Alemania, y a Mao Zedong en China. Tal vez los dos primeros casos quedan algo lejanos en el tiempo, pero el caso de China es obvio y de plena actualidad. De lo contrario, de no contar con ese apoyo financiero internacional, ¿cómo se entiende que una dictadura comunista, donde no se respetan los derechos humanos y sigue vigente la pena de muerte, sea el paradigma de este Nuevo Orden Mundial de inspiración estrictamente capitalista?

A principios del siglo XX alcanzó un notable éxito una obra titulada Los protocolos de los sabios de Sión que denunciaba la existencia de una supuesta conspiración sionista internacional para derrocar a las monarquías europeas, erradicar el cristianismo e instaurar una sinarquía después de una gran guerra en la que serían eliminados todos los que se opusiesen a ella. El modelo griego de sinarquía se ajustaba perfectamente con el patrón del antiguo Sanedrín hebreo y la gran guerra europea llegó en 1914. Cuando terminó, cuatro años y medio después, casi todas las monarquías habían desaparecido de Europa, o lo que era lo mismo: de la Cristiandad. Esto hizo que muchos se replanteasen la verosimilitud de cuanto se vaticinaba en los Protocolos que fueron publicados por primera vez en 1903, en la Rusia zarista. El texto sería la transcripción de las actas de unas supuestas reuniones en las que estos sabios detallaban los planes de una conspiración judía para hacerse con el gobierno del mundo. Esos planes incluirían hacerse con el control de la banca internacional y alentar los movimientos revolucionarios, especialmente en todos los países europeos regidos por monarquías. Los reyes debían ser ajusticiados, como había sucedido en Francia tras el triunfo de la Revolución en 1789, y más recientemente en Rusia en 1918. Asimismo, la Iglesia católica debía ser abolida.
Los conciliábulos en los que supuestamente tuvieron lugar las reuniones que inspiraron los Protocolos, se habrían llevado a cabo durante el Primer Congreso Sionista de Basilea (Suiza), celebrado entre el 20 y el 31 de agosto de 1897 y que estuvo presidido por Theodor Herzl. Los textos de los Protocolos serían las actas levantadas a la conclusión de las sesiones de dicho Congreso Sionista. No obstante, si bien los Protocolos han sido leídos y citados por muchos intelectuales que han denunciado al sionismo como un movimiento beligerante que fomenta el odio hacia los cristianos, y especialmente hacia los católicos, su verdadera autoría resulta confusa. La teoría más aceptada entre los propios sionistas y algunos estudiosos, sostiene que fue obra de los servicios secretos zaristas, que buscaban desacreditar a la izquierda bolchevique acusándolos de colaborar con una supuesta conspiración judía para derrocar al zar. Lo cierto es que Marx, Trotsky y Kerensky, por ejemplo, eran de ascendencia judía. Y que la inmensa mayoría de banqueros internacionales a principios del siglo XX, también lo eran. Durante los primeros quince años desde su publicación, los Protocolos tuvieron escasa influencia. Sin embargo, a partir de 1918, tras la revolución bolchevique y el brutal fusilamiento del zar y de toda su familia, se vendieron millones de ejemplares en más de veinte idiomas y su difusión se fue incrementando a medida que se iba cumpliendo trágicamente el calendario de los dramáticos acontecimientos descritos en los Protocolos: la derrota rusa en la guerra contra el Japón en 1905 y la consiguiente intentona revolucionaria; la Primera Guerra Mundial que estallaba en 1914; la Revolución rusa de 1917. Todos estos acontecimientos venían sugeridos en los Protocolos como parte de una serie de acciones que los judíos deberían promocionar en Europa para hacerse finalmente con el poder mundial e imponer el perverso sistema de gobierno monolítico descrito más arriba.
Después de 1918 los Protocolos fueron un éxito imparable, pues venían a confirmar de forma palmaria las sospechas de millones de personas que se negaban a creer que los profundos cambios políticos y sociales de finales del siglo XIX y principios del XX se hubiesen producido de forma aleatoria. Sin más. Ciertamente la Okhrana (la antigua Policía Secreta rusa) los utilizó extensamente para tratar de convencer al pueblo y al propio zar de que los afanes para la democratización de Rusia eran en realidad una conspiración revolucionaria alentada por los judíos. La revolución de 1905 confirmó los peores temores de todos los que utilizaron los Protocolos para prevenir al zar y aconsejarle que Rusia no entrase en guerra en 1914, porque aquél sería el principio del fin de la monarquía. Los revolucionarios ya habían utilizado la derrota militar de 1905 frente a los japoneses para intentar derrocarle.
Existe un antecedente de los Protocolos, que tal vez pudo inspirarlo, en la novela de Hermann Goedesche, Biarritz, escrita en 1868. En el capítulo El cementerio judío de Praga y el Consejo de Representantes de las Doce Tribus de Israel, Goedesche describió una reunión nocturna entre los miembros de una misteriosa cábala rabínica, que describía cómo a medianoche, el diablo se aparecía ante los que se habían reunido en nombre de las Doce Tribus de Israel para planificar una «conspiración judía». Al margen del valor literario o esotérico de la obra en su conjunto, lo cierto es que el capítulo al que aquí hacemos mención guarda unas inquietantes similitudes con las actuales instituciones supranacionales de la Unión Europea, y que la bandera de la misma está formada por doce estrellas que representan a las Doce Tribus de Israel, y no a doce países europeos como se ha pretendido hacer creer. Además, si es así ¿por qué no se ha ido incrementando el número de estrellas a medida que nuevos países ingresaban en la UE? En la bandera de los Estados Unidos cada estrella representa a un estado, pero el número de estrellas se fue incrementando al tiempo que nuevos estados se iban incorporando a la Unión.
El texto de la obra que nos ocupa está dividido en 24 «protocolos» y algunos de los temas referidos en el texto advierten sobre el peligro de la instauración de una sinarquía sionista a escala mundial que estaría compuesta por un Consejo de Ancianos al estilo del antiguo Sanedrín de los judíos. Estos ancianos son los sabios a los que se hace mención en los Protocolos.
Los Protocolos gozaron de gran popularidad en los años veinte y treinta. Se tradujeron a casi todos los idiomas de Europa y se vendían ampliamente en los países árabes, Estados Unidos e Inglaterra. Pero fue en Alemania, después de la Primera Guerra Mundial, donde obtuvieron su mayor éxito. Allí se utilizaron para explicar todos los desastres que asolaron al país: la derrota en la guerra, la abolición de la monarquía y la proclamación de la república con la consiguiente intentona revolucionaria para imponer el comunismo. Una situación muy parecida a la que se dio en España con el golpe de Estado de 1931 que acabó con la monarquía, y el de 1934 contra la República recientemente creada para imponer un régimen socialista soviético como el de la URSS. Con todo, el mito de los Protocolos traspasó las fronteras del tiempo, en buena parte porque, al margen de la autenticidad de la obra y de su autoría, sus siniestras profecías se iban cumpliendo con una exactitud diabólica.
Pero fue a partir de 1921 cuando los Protocolos alcanzaron su mayor difusión gracias a que el industrial norteamericano Henry Ford quedó tan impresionado por el contenido de los mismos que, además de subvencionar varias ediciones, creó una revista (The Dearborn Independent) dedicada exclusivamente a denunciar la existencia de un «conspiración sionista internacional». Luego reunió el resultado de sus investigaciones en una extensa obra en cuatro volúmenes titulada El judío internacional, con el que pretendió demostrar a través de diversos ejemplos la veracidad de los Protocolos. Estos libros no tuvieron mucho éxito en Estados Unidos, donde fueron boicoteados por la comunidad judía, pero su lectura se popularizó inmediatamente en Europa durante la época de entreguerras.
Acerca de los Protocolos en sí, en una entrevista publicada el 17 de febrero de 1921 en la revista New York World, Ford dijo: «La única declaración que voy a hacer respecto a los Protocolos es que tienen 18 años y que encajan con todo lo que está ocurriendo hasta el momento». Tanto la extensa obra de Henry Ford como Los protocolos de los sabios de Sión se volvieron elementos indispensables entre los que estaban convencidos de que algunos sucesos trágicos de la reciente historia de la humanidad eran el resultado de decisiones concretas que emanaban de confabulaciones urdidas por personajes muy poderosos e influyentes, ya fuesen éstos judíos o no. Aunque predominó la idea de culpar de todos estos acontecimientos a los judíos.
El origen judío de la élite de la banca internacional, precursora del actual sistema económico globalizado basado en el mercantilismo, es un hecho incuestionable y, en muchos países, los Protocolos representan una evidencia real de la conspiración sionista. Conspiración que, por otra parte, los propios sionistas no se han cansado de negar al tiempo que soslayan la confirmación palmaria de esa conspiración: la fundación del Estado de Israel en 1948, tal como la había propugnado Theodor Herzl en el Primer Congreso Sionista de Basilea (Suiza) celebrado en 1897. Sin embargo, los sionistas siguen acusando de antisemitismo a cuantos se atreven a poner en tela de juicio la legitimidad del Estado de Israel, argumentando, entre otras cosas, que unos individuos nacidos en Europa oriental, no podían tener más derechos sobre la tierra de Palestina que los árabes que habían nacido allí.
Los modernos sionistas han recurrido torticeramente a la Biblia y extraído de ella el absurdo argumento de que los judíos son el Pueblo Elegido de Dios, por lo que, según esta perorata, a Israel le pertenece no sólo Palestina, sino toda la tierra de Oriente Medio. No es de extrañar que, visto lo visto, la inmensa mayoría de países árabes y musulmanes perciban la existencia del Estado hebreo como una amenaza para su propia seguridad. Pero lo más asombroso de los Protocolos, al margen de quién los escribiese y con qué propósito, es la exactitud con la que pronostican varios de los sucesos más trascendentales de la historia de la humanidad acontecidos en la primera mitad del siglo XX, y otros que se vienen produciendo en nuestros días.


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