El famoso anarquista Bakunin declaró que los
seguidores de Karl Marx «tenían un pie en el banco y otro en el movimiento
socialista». Desde luego no iba mal encaminado. Es un hecho que la Revolución
bolchevique que llevó (brevemente) a Lenin al poder fue financiada por la banca
internacional. Movidos por su afán de estar en todas las salsas, los
especuladores financieros vieron inmediatamente la oportunidad de apoderarse del antiguo
imperio ruso.
Jamás se ha aclarado
quién financió el viaje en un tren blindado de Lenin desde Suiza a Moscú,
atravesando un continente en guerra, con más de seis millones de dólares en
metálico en el maletín para financiar a los revolucionarios profesionales
contratados por Trotsky en Nueva York. La mayor parte de ese
dinero lo había facilitado el banquero Max Warburg, cuyo hermano Paul fue uno
de los asistentes a la legendaria reunión en la isla de Jekyll en 1911 que
hicieron posible la creación de la Reserva Federal estadounidense tres años
después. El tercer hermano, Félix Warburg, estaba casado con la hija de Jacob
Schiff que según declaró su nieto, John Schiff, ayudó con unos 20 millones de
dólares de su propio bolsillo al triunfo de la Revolución bolchevique en 1917.
León Trotsky también
recibió el apoyo directo del trust de banqueros y cuando fue apresado
por el Ejército canadiense que le acusaba de espiar para Alemania, fue
inmediatamente liberado gracias a los buenos oficios de un enigmático individuo
que se hacía llamar coronel sin serlo y que no era otro que Edward Mandel House,
el misterioso secretario personal del presidente Woodrow Wilson, y a quien éste
llamada mi otro yo. En realidad, Edward
Mandel House fue un tutor impuesto al presidente de los Estados Unidos por el
trust de banqueros para controlar todos sus movimientos hasta que dejó de
serles útil y le quitaron de en medio, como a Lenin. Muchos piensan que fue
Mandel House quien pudo inducir el infarto cerebrovascular que sufrió Wilson
el 2 de octubre de 1919 y que le provocó la hemiplejia que le dejó inmóvil hasta
el día de su muerte. Lenin tuvo una muerte parecida, pocos años después de
sufrir un atentado que le dejó graves secuelas, sufrió también un
tromboembolismo cerebrovascular que le postró en una cama para siempre con
medio cuerpo paralizado, lo que favoreció la ascensión al poder de Josef
Stalin.
El programa de Woodrow
Wilson para acabar con la guerra, conocido como los 14 Puntos de Wilson que el
propio presidente leyó el 8 de enero de 1918 ante el Congreso de su país,
haciendo pública su declaración de intenciones de acabar con la guerra, no
gustaron a quienes le habían llevado en volandas hasta la Casa Blanca,
especialmente el primero de esos puntos, que proponía la inmediata supresión de
la llamada diplomacia secreta, término con el que Wilson no se refería a la
natural discreción entre gobiernos, sino a las maniobras urdidas por políticos aficionados pero con mucho poder, que veían en la política un medio para
alcanzar sus fines: obtener el poder de forma ilícita a través de la influencia
ejercida sobre los políticos. Además, aquel discurso
era una invitación a todas las naciones en guerra para que aceptasen un
armisticio y se sentasen a dialogar con vistas a negociar la paz. No habría
vencedores ni vencidos. Pero los planes de Wilson no fueron del agrado de los
especuladores, que habían invertido mucho dinero en la guerra.
En febrero de 1917, al
producirse la llamada Revolución de Febrero, paso previo a la generalizada de
octubre, León Trotsky vivía en Nueva York donde colaboraba con un supuesto
periódico ruso aunque su actividad principal se concentraba en la contratación
de revolucionarios profesionales a los que aleccionaba convenientemente en su
supuesta ideología antes de enviarles a Rusia para predicar la revolución.
¿Quién financió esas actividades? El banquero Max Warburg cumpliendo el encargo
de otros banqueros aún más poderosos: Rockefeller y Rothschild.
En mayo de 1917, un mes
después de entrar en guerra los Estados Unidos, Trotsky se reúne con Lenin y
pasa a formar parte del Soviet de Petrogrado, nuevo nombre que se dio a la
ciudad de San Petersburgo. De esta forma Trotsky se apartaba definitivamente de
su anterior neutralidad durante el exilio, implicándose directamente con los
bolcheviques en el proceso revolucionario. Gracias a su poderosa verborrea,
Trotsky pronto alcanzó una enorme popularidad que le permitió llegar a formar
parte del Comité Central, posición privilegiada desde la que le resultaría aún
más fácil apoyar los postulados de Lenin en cuanto a la necesidad de derrocar
al Gobierno provisional surgido de la Revolución de Febrero y presidido por el
socialista moderado Alexander Kerensky. A partir de entonces, todos sus
esfuerzos se dirigirán a recabar apoyos para el movimiento bolchevique para
asestar el golpe decisivo a la incipiente democracia rusa que Kerensky, con la
ayuda de los aliados, pretendía desarrollar después de la guerra. Esta ayuda que los
aliados habían prometido a Kerensky estaba condicionada a la continuidad del
frente oriental, es decir, a que Rusia siguiese tomando parte activa en la
guerra contra Alemania y que el nuevo Gobierno no negociase la paz por
separado. Entretanto, Lenin tiene que ocultarse y Trotsky asume la Jefatura del
Comité Militar Revolucionario, puesto desde el cual dirigió la fase final de la
Revolución de Octubre.
Durante la primera etapa
de la Revolución, Trotsky se convierte en el hombre de confianza de Lenin y
éste le encomienda varias misiones. La primera será la de sacar a Rusia de la
guerra y firmar la paz con Alemania a cualquier precio. Trotsky será el encargado, como comisario
de Asuntos Exteriores, de firmar con los alemanes el tratado de Brest-Litovsk,
que supondrá para Rusia una pérdida considerable de su territorio.
Primer error por parte
de Lenin y Trotsky: los banqueros no querían que Rusia se desentendiese de la
guerra tan pronto. Estaban dispuestos a abastecer al paupérrimo Ejército ruso
para que siguiese combatiendo a los alemanes en el frente oriental. Los banqueros temían que ahora Alemania, libre del frente oriental, desbordase a
los aliados en el frente occidental y que la guerra terminase en verano de
1918. Sin embargo, si la guerra se alargaba, Alemania y los aliados,
especialmente Francia y Gran Bretaña, los más solventes, tendrían que suscribir
nuevos créditos (bonos de guerra) para hacer frente al gasto militar. ¿Quién
facilitaba esos bonos de guerra en Europa desde hacía más de cien años? ¡Los
Rothschild!
Lenin y Trotsky
acabarían pagando caro su error. Inmediatamente después de firmar la paz con
los alemanes, Trotsky fue nombrado Comisario de Guerra por Lenin. Desde este
puesto se encargó de la creación y organización del Ejército Rojo, instrumento
indispensable para imponerse en la guerra civil que se desató tras firmar la
paz con Alemania y que se prolongó hasta 1920.
A las fuerzas contrarrevolucionarias,
los rusos blancos de Kornilov, se unieron también los aliados en un conflicto
poco conocido que también se extendió por Europa oriental, y que abrió una
especie de suma y sigue a la guerra europea después del Armisticio del 11 de noviembre
de 1918. La guerra terminaba en
el frente occidental, pero se recrudecía en el oriental, ahora con viejos y
nuevos protagonistas.
Los anarquistas acusaron
a Trotsky de reprimir cualquier movimiento de izquierdas opuesto a la postura
oficial del Partido Bolchevique, como por ejemplo, al movimiento libertario de
Néstor Makhno en Ucrania o la rebelión de los marineros del Kronstadt en el
golfo de Finlandia. Esta acusación, absolutamente cierta de los anarquistas
contra los bolcheviques, se repitió en la Guerra Civil española cuando el POUM
(Partido Obrero de Unificación Marxista) partidario de llevar a cabo la
revolución marxista más allá de las metas señaladas por la Internacional
Comunista de Moscú, fue aniquilado por los comunistas del PCE (Partido Comunista
de España) en los sucesos de mayo de 1937, una auténtica guerra civil dentro
de otra guerra civil. Tanto en Rusia en 1918, como en España dos décadas más
tarde, daba la impresión de que existían dos tendencias dentro de la supuesta
revolución marxista: la propiamente revolucionaria y la oficial que se
marcaba, en ambos casos, desde el Comité Central de Partido Comunista en Moscú, pero que no parecía tener nada de marxista ni de revolucionaria. Entonces, ¿al
servicio de quién estaban esos supuestos revolucionarios que hacían la guerra
a la propia Revolución?
Como en el caso de
Woodrow Wilson, una oportuna apoplejía obligó a Lenin a apartarse de la
política. Entonces, en oposición a Trotsky, se unieron Grígoriy Zinóviev, Liev
Kámenev y Josef Stalin. Este triunvirato se hizo con la dirección del Partido
Bolchevique y acusó a Trotsky, el hombre de Lenin, de suponer una amenaza para
el Partido y para la Revolución, en consecuencia Trotsky fue destituido como
Comisario de Guerra, luego apartado de la dirección del Partido y
posteriormente expulsado del mismo. Más tarde fue deportado a Kazajistán (Asia
Central) y finalmente expulsado de la URSS en 1929.
Trotsky acabó
refugiándose en México, pero Stalin había dado orden de asesinarle, y Jotov,
encargado de las operaciones contra Trotsky en México, se valió de dos
comunistas españoles, Caridad y Ramón Mercader (madre e hijo), para llevar a
cabo el plan. Aunque el palacete en el que vivía estaba fuertemente custodiado,
Ramón Mercader lograría infiltrarse en su círculo de amistades ganándose la
confianza de una de las secretarias de Trotsky. Con el pretexto de que leyera
un escrito suyo se acercó a Trotsky y le clavó un objeto metálico punzante en
la cabeza. Trotsky murió doce horas más tarde a consecuencia de las terribles
heridas. Nunca quedó claro de
dónde sacaba Trotsky el dinero para costearse el palacete en el que vivía y el
tren de vida que llevaba en México.
Ramón Mercader había
nacido en Barcelona en 1914 y fue uno de los fundadores de Partido Socialista
Unificado de Cataluña (PSUC). Durante la guerra civil formó parte de los
servicios secretos soviéticos en España y posteriormente se infiltró en los
círculos de simpatizantes trotskistas en París. Artistas fracasados y gente
adinerada que disfrutaba escandalizando a sus familiares y amigos haciéndose
pasar por bolcheviques por mero esnobismo.
Mercader se trasladó a
México en 1939 con el nombre falso de Frank Jackson y dispuesto a cumplir el
encargo de la temida NKVD estalinista de asesinar a León Trotsky. Cumplió una condena de
20 años en prisión por este crimen. Pero hasta 1953 no se averiguó la verdadera
identidad de Frank Johnson. Ramón Mercader abandonó
la cárcel en 1960 y fijó su residencia en la URSS, más tarde viajó a
Checoslovaquia y por último a Cuba, donde le aguardaba su madre, quien también
había sido agente de la NKVD. Mercader fue condecorado
en secreto como Héroe de la Unión Soviética y falleció en La Habana en 1978.
Los Rothschild fueron
los grandes impulsores del trust internacional de banqueros en el último cuarto
del siglo XVIII, en vísperas de la Revolución francesa y de la emancipación de
las colonias norteamericanas de Gran Bretaña. Puesto que España y
Rusia contaban con abundantes reservas de oro, los Rothschild no lograron
introducir su modelo bancario (basado en el ficticio papel-moneda) en esos
países, ni que sus gobiernos suscribiesen créditos con ellos. En el resto de Europa,
algunas de las prebendas obtenidas por la banca Rothschild a cambio de los
préstamos a los estados se referían a concesiones de explotación de recursos
naturales, facilidades en todo tipo de industrias manufactureras, etcétera.
Pero lo que ansiaban los banqueros era el control de la moneda nacional en esos
países. Para ello consiguieron que las principales potencias europeas, como
pago a los préstamos, les concediesen el control de sus bancos centrales. Así
nacieron los bancos centrales de Alemania y Francia, siguiendo el patrón del Banco
de Inglaterra.
Cada vez un mayor número
de políticos se percataba de que las grandes familias de banqueros, en vez de
competir entre sí, más bien constituían alianzas para llevar a cabo un plan de
acción común. Pero estos sindicatos de banqueros no se constituyeron mediante
fusiones bancarias al uso, sino por medio de lazos mucho más fuertes: los del
matrimonio. Así, con las uniones de sangre e interviniendo especulativamente en
las economías de los países donde operaban, comenzó el asalto de las familias
de banqueros al poder político.
Veamos algunos ejemplos:
Paul Warburg se casó con Nina Loeb; Félix Warburg con Fiedra Schiff y la hija
de Nelson Aldrich, agente de la banca Morgan, se unió a John D. Rockefeller. Una vez conseguido el
poder en Europa, los especuladores pusieron sus ojos en Estados Unidos, pieza
fundamental para obtener la anhelada influencia política a escala mundial. Su
plan era fomentar la creación de un banco central estadounidense que ellos
controlarían totalmente, al igual que estaban haciendo con los bancos centrales
europeos. Siguiendo instrucciones precisas de Paul Warburg y los demás
banqueros del trust, el senador Nelson Aldrich se dedicó a fomentar la idea de
que era necesaria una urgente reforma del sistema bancario en Estados Unidos.
Dicha reforma acabó cristalizando con el establecimiento del Banco de la
Reserva Federal de Nueva York en 1914.
El historiador W. Cleon
Skousen describe en su libro El Capitalista Desnudo cómo se produjo el
desarrollo de las dinastías financieras de los J.P. Morgan y los Rockefeller
en Estados Unidos, y cómo consiguieron crear el sistema de la Reserva Federal y
usarlo en su propio provecho. Se pregunta el autor en su libro: «¿Quién
controla la Reserva Federal? ¿Cuáles son las metas de la Reserva Federal y de
los demás bancos centrales? ¿Cuáles son las metas de las familias de banqueros
internacionales que controlan a los bancos centrales?» Inquietantes preguntas,
desde luego, pero mucho más lo son las respuestas. En cuanto a ¿quién controla
la Reserva Federal? Skousen prefiere explicar primero quién no la controla: el
Gobierno de los Estados Unidos. Más adelante Skousen se refiere así al primer
presidente de la Reserva Federal de Nueva York, Benjamín Strong: «Strong debía su carrera
a los favores de la Banca Morgan […] en 1914 fue designado presidente del Banco
de la Reserva Federal de Nueva York, nombrado conjuntamente por J.P. Morgan y
por Kuhn & Loeb y Compañía. Dos años más tarde Strong conoció a lord
Montagu Norman, y entonces acordaron colaborar para establecer un sistema
financiero internacional».
Lord Montagu Norman era
entonces el presidente del Banco de Inglaterra, y el mentor de John P. Morgan,
quien le veneraba por haber sido el promotor de su carrera como banquero. Pero
lo inquietante eran las nuevas prácticas que deseaban imponer en la Reserva
Federal y en los demás bancos centrales. Los banqueros internacionales querían
usar el poder financiero de Estados Unidos y Gran Bretaña para forzar a los
demás países importantes a operar a través de bancos centrales liberalizados y
emancipados de cualquier control por parte de sus respectivos gobiernos. Exactamente lo que consiguieron antes de desencadenarse la terrible crisis financiera de 2008: la desregularización bancaria. Esto es que los bancos comerciales, los de inversión y las compañías de seguros pudiesen actuar de forma colegiada y sin estar sometidas a ningún control por parte del Gobierno. Un
sistema colegiado con capacidad y autonomía para resolver todas las cuestiones
financieras internacionales mediante mutuos convenios, sin ningún control
gubernamental.
El profesor Quigley
describe así las principales metas del trust internacional de banqueros: «…nada menos que crear
un sistema mundial de control financiero en manos privadas capaz de dominar al
propio sistema político de cada país y la economía mundial, entendido como un
todo. Este sistema debía controlarse con los bancos centrales de todo el mundo
actuando mediante convenios secretos fijados en reuniones periódicas a puerta
cerrada». Más o menos, lo que ya se ha conseguido. En manos de hombres de
la talla de lord Montagu Norman, del Banco de Inglaterra, Benjamín Strong de la
Reserva Federal de Nueva York, Charles Rist del Banco de Francia y Hjalmar
Schacht del Reichsbank alemán, cada banco central buscaba dominar al Gobierno
de su país mediante su capacidad para controlar los préstamos al Tesoro
Público, manipular el cambio de divisas extranjeras, influir en la actividad
económica del país, y actuar sobre los políticos dispuestos a colaborar por
medio de recompensas en el mundo de los negocios. Schacht fue también banquero de Hitler, aunque más tarde fue apartado del gobierno y quizás por esto logró salir bien parado de los juicios de Núremberg y salvar la vida.
Estaba previsto que, cuando un Gobierno
democráticamente elegido se mostrase poco dispuesto a colaborar con el trust
de banqueros, éstos podían desencadenar una crisis económica y financiera que
provocase la caída de dicho Gobierno. Recordemos que el presidente Zapatero fue prácticamente obligado a aceptar el rescate bancario de España, lo que se consumaría en 2011 con la victoria electoral de Mariano Rajoy.
También se pregunta Skousen sobre las metas últimas del poderoso cártel de banqueros que se ha
adueñado de la economía mundial. Lo cual es muy preocupante en países que se
tienen por democráticos y soberanos, y donde sus ciudadanos creen ser quienes
eligen libremente a sus representantes por sufragio universal. Porque si esto
es cómo aseguran Skousen y otros, ¿para qué sirve votar? Skousen dedica buena
parte de su libro a describir con todo lujo de detalles y de manera precisa
cómo las élites financieras prepararon el terreno y llevaron al poder a Lenin y
Stalin en Rusia, a Hitler en Alemania, y a Mao Zedong en China. Tal vez los dos primeros
casos quedan algo lejanos en el tiempo, pero el caso de China es obvio y de
plena actualidad. De lo contrario, de no contar con ese apoyo financiero
internacional, ¿cómo se entiende que una dictadura comunista, donde no se
respetan los derechos humanos y sigue vigente la pena de muerte, sea el
paradigma de este Nuevo Orden Mundial de inspiración estrictamente capitalista?
A principios del siglo
XX alcanzó un notable éxito una obra titulada Los protocolos de los sabios de
Sión que denunciaba la existencia de una supuesta conspiración sionista
internacional para derrocar a las monarquías europeas, erradicar el
cristianismo e instaurar una sinarquía después de una gran guerra en la que
serían eliminados todos los que se opusiesen a ella. El modelo griego de
sinarquía se ajustaba perfectamente con el
patrón del antiguo Sanedrín hebreo y la gran guerra europea llegó en 1914. Cuando terminó,
cuatro años y medio después, casi todas las monarquías habían desaparecido de
Europa, o lo que era lo mismo: de la Cristiandad. Esto hizo que muchos se
replanteasen la verosimilitud de cuanto se vaticinaba en los Protocolos que fueron publicados por primera vez en 1903, en la Rusia zarista.
El texto sería la transcripción de las actas de unas supuestas reuniones en las
que estos sabios detallaban los planes de una conspiración judía para hacerse
con el gobierno del mundo. Esos planes incluirían hacerse con el control de la
banca internacional y alentar los movimientos revolucionarios, especialmente en
todos los países europeos regidos por monarquías. Los reyes debían ser
ajusticiados, como había sucedido en Francia tras el triunfo de la Revolución
en 1789, y más recientemente en Rusia en 1918. Asimismo, la Iglesia católica
debía ser abolida.
Los conciliábulos en los
que supuestamente tuvieron lugar las reuniones que inspiraron los Protocolos,
se habrían llevado a cabo durante el Primer Congreso Sionista de Basilea
(Suiza), celebrado entre el 20 y el 31 de agosto de 1897 y que estuvo presidido
por Theodor Herzl. Los textos de los Protocolos serían las actas levantadas a
la conclusión de las sesiones de dicho Congreso Sionista. No obstante, si bien los
Protocolos han sido leídos y citados por muchos intelectuales que han
denunciado al sionismo como un movimiento beligerante que fomenta el odio hacia
los cristianos, y especialmente hacia los católicos, su verdadera autoría resulta
confusa. La teoría más aceptada entre los propios sionistas y algunos
estudiosos, sostiene que fue obra de los servicios secretos zaristas, que
buscaban desacreditar a la izquierda bolchevique acusándolos de colaborar con
una supuesta conspiración judía para derrocar al zar. Lo cierto es que Marx,
Trotsky y Kerensky, por ejemplo, eran de ascendencia judía. Y que la inmensa
mayoría de banqueros internacionales a principios del siglo XX, también lo eran. Durante los primeros
quince años desde su publicación, los Protocolos tuvieron escasa influencia.
Sin embargo, a partir de 1918, tras la revolución bolchevique y el brutal
fusilamiento del zar y de toda su familia, se vendieron millones de ejemplares
en más de veinte idiomas y su difusión se fue incrementando a medida que se iba
cumpliendo trágicamente el calendario de los dramáticos acontecimientos
descritos en los Protocolos: la derrota rusa en la guerra contra el Japón en
1905 y la consiguiente intentona revolucionaria; la Primera Guerra Mundial que
estallaba en 1914; la Revolución rusa de 1917. Todos estos acontecimientos
venían sugeridos en los Protocolos como parte de una serie de acciones que los
judíos deberían promocionar en Europa para hacerse finalmente con el poder
mundial e imponer el perverso sistema de gobierno monolítico descrito más
arriba.
Después de 1918 los
Protocolos fueron un éxito imparable, pues venían a confirmar de forma palmaria
las sospechas de millones de personas que se negaban a creer que los profundos
cambios políticos y sociales de finales del siglo XIX y principios del XX se
hubiesen producido de forma aleatoria. Sin más. Ciertamente la Okhrana (la
antigua Policía Secreta rusa) los utilizó extensamente para tratar de convencer
al pueblo y al propio zar de que los afanes para la democratización de Rusia eran
en realidad una conspiración revolucionaria alentada por los judíos. La revolución de 1905
confirmó los peores temores de todos los que utilizaron los Protocolos para
prevenir al zar y aconsejarle que Rusia no entrase en guerra en 1914, porque
aquél sería el principio del fin de la monarquía. Los revolucionarios ya habían
utilizado la derrota militar de 1905 frente a los japoneses para intentar
derrocarle.
Existe un antecedente de
los Protocolos, que tal vez pudo inspirarlo, en la novela de Hermann Goedesche,
Biarritz, escrita en 1868. En el capítulo El cementerio judío de Praga y el
Consejo de Representantes de las Doce Tribus de Israel, Goedesche describió una reunión nocturna entre los miembros de una misteriosa cábala
rabínica, que describía cómo a medianoche, el diablo se aparecía ante los que
se habían reunido en nombre de las Doce Tribus de Israel para planificar una
«conspiración judía». Al margen del valor
literario o esotérico de la obra en su conjunto, lo cierto es que el capítulo al
que aquí hacemos mención guarda unas inquietantes similitudes con las actuales
instituciones supranacionales de la Unión Europea, y que la bandera de la misma
está formada por doce estrellas que representan a las Doce Tribus de Israel, y
no a doce países europeos como se ha pretendido hacer creer. Además, si es así
¿por qué no se ha ido incrementando el número de estrellas a medida que nuevos
países ingresaban en la UE? En la bandera de los
Estados Unidos cada estrella representa a un estado, pero el número de
estrellas se fue incrementando al tiempo que nuevos estados se iban
incorporando a la Unión.
El texto de la obra que
nos ocupa está dividido en 24 «protocolos» y algunos de los temas referidos en
el texto advierten sobre el peligro de la instauración de una sinarquía sionista a
escala mundial que estaría compuesta por un Consejo de Ancianos al estilo del
antiguo Sanedrín de los judíos. Estos ancianos son los sabios a los que se
hace mención en los Protocolos.
Los Protocolos gozaron
de gran popularidad en los años veinte y treinta. Se tradujeron a casi todos
los idiomas de Europa y se vendían ampliamente en los países árabes, Estados
Unidos e Inglaterra. Pero fue en Alemania, después de la Primera Guerra
Mundial, donde obtuvieron su mayor éxito. Allí se utilizaron para explicar
todos los desastres que asolaron al país: la derrota en la guerra, la abolición
de la monarquía y la proclamación de la república con la consiguiente intentona
revolucionaria para imponer el comunismo. Una situación muy
parecida a la que se dio en España con el golpe de Estado de 1931 que acabó con
la monarquía, y el de 1934 contra la República recientemente creada para
imponer un régimen socialista soviético como el de la URSS. Con todo, el mito de los
Protocolos traspasó las fronteras del tiempo, en buena parte porque, al margen
de la autenticidad de la obra y de su autoría, sus siniestras profecías se iban
cumpliendo con una exactitud diabólica.
Pero fue a partir de
1921 cuando los Protocolos alcanzaron su mayor difusión gracias a que el
industrial norteamericano Henry Ford quedó tan impresionado por el contenido de
los mismos que, además de subvencionar varias ediciones, creó una revista
(The Dearborn Independent) dedicada exclusivamente a denunciar la existencia de un «conspiración sionista internacional». Luego reunió el
resultado de sus investigaciones en una extensa obra en cuatro volúmenes
titulada El judío internacional, con el que pretendió demostrar a través de
diversos ejemplos la veracidad de los Protocolos. Estos libros no tuvieron
mucho éxito en Estados Unidos, donde fueron boicoteados por la comunidad judía,
pero su lectura se popularizó inmediatamente en Europa durante la época de
entreguerras.
Acerca de los Protocolos
en sí, en una entrevista publicada el 17 de febrero de 1921 en la revista New
York World, Ford dijo: «La única declaración que voy a hacer respecto a los
Protocolos es que tienen 18 años y que encajan con todo lo que está ocurriendo
hasta el momento». Tanto la extensa obra de
Henry Ford como Los protocolos de los sabios de Sión se volvieron elementos
indispensables entre los que estaban convencidos de que algunos sucesos
trágicos de la reciente historia de la humanidad eran el resultado de
decisiones concretas que emanaban de confabulaciones urdidas por personajes muy
poderosos e influyentes, ya fuesen éstos judíos o no. Aunque predominó la idea
de culpar de todos estos acontecimientos a los judíos.
El origen judío de la
élite de la banca internacional, precursora del actual sistema económico globalizado basado en el mercantilismo, es un hecho incuestionable y, en muchos países, los
Protocolos representan una evidencia real de la conspiración sionista.
Conspiración que, por otra parte, los propios sionistas no se han cansado de
negar al tiempo que soslayan la confirmación palmaria de esa conspiración: la
fundación del Estado de Israel en 1948, tal como la había propugnado Theodor
Herzl en el Primer Congreso Sionista de Basilea (Suiza) celebrado en 1897. Sin embargo, los
sionistas siguen acusando de antisemitismo a cuantos se atreven a poner en tela
de juicio la legitimidad del Estado de Israel, argumentando, entre otras cosas,
que unos individuos nacidos en Europa oriental, no podían tener más derechos
sobre la tierra de Palestina que los árabes que habían nacido allí.
Los modernos sionistas
han recurrido torticeramente a la Biblia y extraído de ella el absurdo
argumento de que los judíos son el Pueblo Elegido de Dios, por lo que, según
esta perorata, a Israel le pertenece no sólo Palestina, sino toda la tierra de
Oriente Medio. No es de extrañar que, visto lo visto, la inmensa mayoría de
países árabes y musulmanes perciban la existencia del Estado hebreo como una
amenaza para su propia seguridad. Pero lo más asombroso de
los Protocolos, al margen de quién los escribiese y con qué propósito, es la
exactitud con la que pronostican varios de los sucesos más trascendentales de
la historia de la humanidad acontecidos en la primera mitad del siglo XX, y otros que se vienen produciendo en nuestros días.
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