Las Cruzadas ocasionaron la extensión a
Europa occidental de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, Orden del
Hospital (llamada también de Malta o de San Juan) y la del Temple, que con su
violenta supresión como consecuencia del enfrentamiento con el rey de Francia
provocó el nacimiento de nuevas órdenes militares: las de Santiago, Alcántara y
Calatrava en la Corona de Castilla; y la Orden de Montesa en Aragón. Estas
órdenes tendrían un papel decisivo en la reconquista y repoblación de la Meseta
Sur (actuales Extremadura y Castilla–La Mancha), y el Maestrazgo aragonés y
valenciano. Hubo una orden orientada a la defensa naval de Castilla, la Orden
de Santa María de España u Orden de la Estrella, con base en Cartagena, pero
tras varios fracasos militares fue disuelta e incorporada a la de Santiago. Órdenes redentoras de cautivos fueron
los trinitarios y mercedarios, esta última nacida en Cataluña (San Pedro
Nolasco, San Pedro Armengol y San Ramón Nonato).
Órdenes mendicantes
El desafío de las herejías urbanas, que
denunciaban la riqueza de la Iglesia y su contradicción con la pobreza
evangélica, supuso una convulsión en los siglos XI al XIII. Los albigenses
fueron particularmente importantes en los territorios del Languedoc y
Occitania, de interés para la Corona de Aragón (que los perdió intentando
defenderlos en la batalla de Muret en 1213). En los territorios peninsulares no
hubo una dimensión semejante del fenómeno. La vida monástica tradicional no se
adecuaba a las exigencias de la respuesta a ese desafío, que llevó al éxito un
nuevo tipo de orden religiosa: las órdenes mendicantes. Las dos principales
fueron los dominicos y los franciscanos. Estas exigencias a las que respondían
eran: la visualización de su presencia ejemplarizante, el combate dialéctico, con
decisiva presencia en las nuevas universidades. Incluso hubo cambios en el uso
de los espacios arquitectónicos: mientas que los edificios de las comunidades
benedictinas estaban casi cerrados a los laicos, las órdenes mendicantes
ofrecían una mayor apertura, lo que se traducía en el templo a restringirse a
un espacio limitado, y un pequeño coro tras el altar para el rezo de las horas
canónicas.
Los dominicos
Santo Domingo de Guzmán, castellano, fue el
fundador de los dominicos, bajo el nombre de Orden de Predicadores. Preocupación
personal suya fue también la extensión de la devoción mariana a través del rezo
del rosario. Conventos importantes de esta orden fueron San Esteban de
Salamanca, San Pablo de Valladolid o de Sevilla, y Santo Domingo de Madrid o de
Valencia; también fuera de ciudades importantes, como Santa María la Real de
Nieva (Segovia). En la Corona de Aragón destacó la actividad de San Raimundo de
Peñafort, tercer maestro general de la Orden, que introdujo la Inquisición y
apoyó a Pedro Nolasco en la fundación de los mercedarios.
Los franciscanos
La extensión de los franciscanos, cuya
forma de entender la vida conventual estuvo muy presente en la sociedad y
adaptada a la realidad urbana, les hizo alcanzar una gran popularidad, y una
gran atracción de recursos y vocaciones, entre las que se incluyen
personalidades destacadas como Raimundo Lulio, fray Antonio de Marchena (que
acogió a Colón en el monasterio de La Rábida), y algunos reyes. Son importantes
conventos como San Francisco de Teruel (uno de los primeros en fundarse), Santa
Clara de Palencia, el de las clarisas de Pedralbes (Barcelona) y San Francisco
de Palma. El propio san Francisco de Asís estuvo en España en 1217, fundando el
convento de Rocaforte (Sangüesa, Navarra) en su peregrinación a Santiago. La
división original entre terciarios, clarisas y frailes menores, fue aumentada
con la confusión de diversos enfrentamientos, que terminaron dibujando una
agrupación en capuchinos, conventuales y observantes.
Otras órdenes religiosas
Los premostratenses (mostenses o norbertinos)
tuvieron su principal establecimiento en el monasterio de Santa María la Real
(Aguilar de Campoo), desde 1169. Las primeras fundaciones habían sido Santa
María de Retuerta (1146) y Santa María de La Vid; y posteriormente Bujedo, San
Pelayo de Cerrato o Santa Cruz de Ribas, todos ellos en Castilla. Desde el
siglo XIV mantuvieron una red de hospitales en el Camino de Santiago. En la
Corona de Aragón hubo fundaciones en Nuestra Señora de la Alegría (Benabarre,
Aragón), Bellpuig de las Avellanas (Cataluña) y Bellpuig de Artá (Mallorca).
Los cartujos se instalan desde 1163 en
Scala Dei, cerca de Poblet, y algo más tarde en el Reino de Valencia (Porta
Coeli y Vall de Crist), donde Bernardo Fontova elaboró un tratado espiritual de
las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, de gran influencia en la
ascética y mística española. Otras fundaciones en la Corona de Aragón fueron
Benifasar y Vallparadís. La de Aula Dei (Zaragoza) es ya del siglo XVI. También
se extendieron por Castilla: Cartuja de El Paular (Sierra de Madrid, 1390),
Cartuja de Miraflores (Burgos, 1441), Sevilla, Jerez, Granada (proyectada desde
1506), etcétera.
La Orden de San Jerónimo aparece en el
siglo XIV a partir del retiro como ermitaños de Fernando Sánchez de Figueroa,
canónigo de Toledo, y el caballero Pedro Fernández Pecha, y reúnen grupos de
ermitaños del centro de Castilla promovidos por el franciscano terciario
italiano Tomás Succio. Las más importantes fundaciones fueron los monasterios
de Lupiana (Guadalajara), El Parral (Segovia), Guadalupe y Yuste (ambos en
Cáceres). También se implantaron en Cataluña: Murtra y Valle de Hebrón
(Barcelona). Guadalupe (1389), Santa Catalina de Talavera (1397) y ya en el siglo
XVI, en tiempos de Felipe II, San Lorenzo de El Escorial, fueron los tres
monasterios más ricos de esta elitista orden.
Seglares de vida ascética
Hubo en Valencia desde el siglo XIV una
comunidad de beguinas. Esto es beaterios de seglares que hacen vida ascética en
común aunque no entran propiamente en religión, es decir, en el clero regular,
y pueden salir libremente de su comunidad para casarse, y a las que no afectó
la supresión de Juan XXIII (antipapa), por la bula Cum inter nonnulos, centrada en las comunidades de beguinos y franciscanos espirituales
de Europa septentrional. En el habla popular, el nombre de beguina pasó a ser
sinónimo de beata, y aplicado a cualquier persona con inclinaciones ascéticas.
Arnau de Vilanova realizó una encendida defensa de beguinos y beguinas ante los
reyes Jaime II de Aragón y Federico III de Sicilia, escribiendo el tratado Raonament
d'Avinyó en defensa de las prácticas de penitencia
entre seglares.
El diezmo
El clero secular añadió a su base de
propiedades territoriales e inmuebles un recurso económico que representaba un
porcentaje altísimo del excedente productivo: el diezmo, que pasa de ser de
cobro esporádico y voluntario a hacerse general en el siglo XII y formalmente
obligatorio desde el IV Concilio Lateranense, aunque solo con la colaboración
del rey —Alfonso X el Sabio (†1284) en Castilla y León— pudo hacerse efectivo.
Se distribuía en un principio en tres Tercios: el pontifical (al obispo), el
parroquial (al sacerdote), y el de fábrica (a la construcción y mantenimiento
del edificio de la Iglesia). La hacienda real consiguió detraer para sí las dos
terceras partes del tercio de fábrica (Tercias Reales).
Las capillas de uso funerario y piadoso por
parte de familias nobles, clérigos y corporaciones se multiplicaron en las
iglesias, a medida que la demanda social cubría con creces las posibilidades
técnicas que ofrecía la arquitectura gótica. Los templos pasaron de tenerlas solo
en la cabecera a cubrir toda la extensión de sus muros articulados con capillas
perimetrales. Su elevado precio aseguraba recursos que mantenían la fiebre
constructiva. Si bien en un principio las capillas regularizadas se mantuvieron,
la presión de clérigos y nobles poderosos consiguió desalojar las capillas ya
existentes a su conveniencia (por ejemplo, primero el cardenal Gil de Albornoz
y luego el valido Álvaro de Luna se apropiaron de las capillas de la girola de
la catedral de Toledo). Algunas alcanzaron dimensiones verdaderamente
extraordinarias (como las citadas, o la Capilla del Condestable de la Catedral
de Burgos). La finalidad de esta apropiación de espacios dentro de los templos
era claramente obtener prestigio social, y se intentó frenar con multitud de
normas, sistemáticamente incumplidas.
Los cristianos nuevos
La existencia de una población judía se
conocía desde la época romana, pero aumentó notablemente hasta constituir una
comunidad de cientos de miles de individuos a mediados del siglo XIV. El antisemitismo
funcionó eficazmente al aportar un chivo expiatorio de las tensiones sociales
producidas por la crisis del siglo XIV. Las predicaciones antisemitas del
arcediano de Écija, Ferrán Martínez, actuaron como catalizador de una energía
social contenida que estalló en 1391 con los asaltos a las juderías con la
matanza indiscriminada de sus habitantes. Lo mismo puede decirse de las de san
Vicente Ferrer, que también ejerció un papel político fundamental en el
Compromiso de Caspe. Las conversiones masivas de judíos que se habían producido
a finales del siglo XIV llevaron a la presencia de un numeroso colectivo de
conversos o cristianos nuevos, cuya prosperidad económica y social —ya no
obstaculizada por la diferencia religiosa— no dejó de observarse y plantear un
hondo resentimiento en los que se sentían superiores por su condición de
cristiano viejo.
Estos sentimientos, muy extendidos y convenientemente
manipulados por Pedro Sarmiento en Toledo en 1442, condujeron a una revuelta en
la que se implicaron de forma decisiva los canónigos cristianos viejos de la Catedral,
en contra de los canónigos cristianos nuevos. La redacción por parte de los
ideólogos de la revuelta de un documento (el primer estatuto de limpieza de
sangre), que impedía a los cristianos nuevos la entrada en el regimiento de la
ciudad, el cabildo catedralicio o cualquier otro cargo público, fue imitada con
entusiasmo por toda Castilla. Sus opositores llegaron hasta el papa, que les
dio la razón, pero el movimiento social era imparable. La sospecha de judaísmo emboscado
e incluso la imaginación de prácticas sacrílegas y aberrantes (presunto crimen
del Santo Niño de la Guardia) excitaba la imaginación popular y alimentaba el
denominado «problema de los conversos», que no acabó ni con la institución de
la moderna Inquisición en 1478 ni con la expulsión de los judíos de España en
1492. Un caso particular fueron los judíos mallorquines, forzados a convertirse
en 1435, y sometidos al control de la Inquisición en1478, que mantuvieron una
religiosidad problemática incluso después de intensificarse la represión en el
siglo XVII, cuando se originó una fortísima estigmatización y segregación de su
comunidad, que se sigue conociendo con el nombre de chuetas,
descendientes de judíos conversos.
La Crisis del siglo XIV produjo una notable
presión sobre los recursos económicos del clero, dejando en evidencia la
subordinación de su justificación espiritual a su función estamental de defensa
de los privilegiados y su dominio social. El Cisma de Occidente —que trasladó
la sede pontificia a Peñíscola, entre excomuniones cruzadas que devaluaron la
eficacia de tan terrible castigo y el prestigio papal—, evidenció más aún la necesidad
de lo que se demostró inevitable en el siglo siguiente: una Reforma que
adaptara las instituciones eclesiásticas a la nueva realidad urbana, en la que
la presencia de una minoría culta, formada en las universidades, ya no era
escasa, y las monarquías absolutistas estaban en proceso de construcción.
Fue a partir de entonces cuando la
presencia de clérigos de origen español en la curia romana empezó a ser
significativa, y en algunos casos trascendental, como los cardenales
castellanos Juan de Cervantes, Juan de Torquemada y Gil de Albornoz, o el aragonés
Pedro Martínez de Luna —que llegó a ser papa con el nombre de Benedicto XIII
(antipapa para sus adversarios) durante el cisma de 1394–1423—, los dos últimos
de la familia aragonesa Luna (durante el cuestionado pontificado de este último
papa de Aviñón, el papel de los clérigos españoles —como Francisco Eiximenis—
se vio lógicamente impulsado); y la poderosísima familia Borja (valenciano–aragonesa,
italianizada como Borgia), que llegó en dos ocasiones al papado (Calixto III,
1455–1458, y Alejandro VI, 1492–1503). Previamente (1276–1277), el portugués
Pedro Julião había sido elegido papa con el nombre de Juan XXI (y a veces se le
identifica con el enigmático Petrus Hispanus). En el
concilio de Basilea tuvo una destacada actividad Juan de Segovia. El papel de
la Iglesia en la crisis bajomedieval, y su relación con la monarquía, la nobleza
y las ciudades, convirtió al clero en unas de las más importantes instituciones
españolas del Antiguo Régimen, fijando su función económica, social y política
para los siglos siguientes.
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