Cuando la Iglesia estableció el dogma de la Resurrección,
fue necesario precisar el momento en que Jesús abandonó la tumba. Diversos
argumentos apoyaban el principio de una permanencia de tres días en el seno del
sepulcro. Durante la época
conocida como del cautiverio en Babilonia (siglo VI a.C.), los judíos
deportados no sólo habían traído de allí los nombres de los ángeles, su
alfabeto cuadrado (reflejo innegable de la antigua escritura cuneiforme
mesopotámica) y muchas creencias esotéricas procedentes directamente de la
vieja religión de los magos de los zigurat, sino también la creencia en la
resurrección futura de los muertos, tal como Zoroastro [Zaratustra] la había
definido. Y según esa tradición, el alma no abandonaba el cadáver hasta tres
días después de la muerte aparente. Doctrina que también acabaría asimilando el
judaísmo.
Según el Talmud de
Jerusalén; «el alma permanece tres días junto al cadáver, intentando entrar de
nuevo en él. Y no se aleja definitivamente hasta que el aspecto del cuerpo
empieza a alterarse». Es pues, el inicio del proceso de putrefacción lo que
aleja el alma de su envoltura mortal. Esto lo confirma el
episodio de Lázaro. Cuando Jesús ordena que se aparte la piedra del sepulcro,
Marta, la hermana mayor del difunto, le hace la siguiente observación: «Señor,
ya hiede, pues lleva cuatro días ahí…» (Juan, 11, 39). Por eso, para no
perturbar al alma del difunto, diversos textos judaicos recomiendan no dar
sepultura al cuerpo antes de que hayan transcurrido tres días desde el óbito,
es decir, después de haberse producido la muerte aparente. Por otra parte,
nuestros anónimos redactores de los evangelios, tenían un enorme interés en
sustentar sus palabras con algún paralelismo que probara de forma conmovedora
la realidad de las profecías mesiánicas. Y es natural que en el entorno de
Jesús, para quien los fines de su misión eran puramente políticos y mundanos,
se esforzara particularmente en ello. Así, cuando el Salmo 22
de Zacarías evoca, según ellos [los anónimos copistas griegos], la pasión de
Jesús, efectúan ligeras rectificaciones en el texto hebreo tradicional para
hacerle decir lo que no dice. En el texto hebreo del versículo 17 leemos esto:
«He aquí que me rodean perros, una banda de malvados me cerca, como a un león,
atan mis manos y mis pies…» En el texto latino de la
Vulgata de san Jerónimo leemos lo siguiente: «Foderunt manus meas et pedes
meos…» Y traducen «perforar»
las manos y los pies, en lugar de «lacerar» al atarlos. En la Antigüedad, se utilizaban
redes para capturar a los animales salvajes, y después se les inmovilizaba con
gruesas sogas que laceraban y desollaban la piel de sus patas por el roce, pero
no se les perforaban las patas durante su captura. ¿Qué sentido tendría
dejarles cojos?
Regresemos al Salmo 16,
los versículos 10 y 11 dicen lo siguiente: «Porque no abandonarás mi alma al
Seol, no dejarás a tus fieles en el abismo, tú me darás a conocer el camino de
la vida, la plenitud de la alegría que se goza en tu presencia, las delicias
eternas de las que uno se deleita a tu diestra…» De este texto no se
puede extraer nada que sea aplicable al Verbo Eterno, puesto que en el
versículo se presupone que el beneficiario de los placeres anunciados todavía
no los ha conocido. Por otra parte, el mismo texto latino de la Vulgata está en
contradicción con el texto hebreo original, pues la versión latina dice lo
siguiente: «No permitirás que tu bienamado vea la corrupción…», en lugar de «No
dejarás a tus fieles en el abismo…», podemos asegurar que son palabras muy
diferentes. Así pues, una vez
transcurridos tres días no podía hablarse de resurrección, dado que se suponía
que el alma había sido arrastrada ya muy lejos, hacia los confines del
tenebroso mundo de ultratumba. El concepto del Seol judaico se asemejaba al del
Hades, el inframundo grecorromano, y ambos inspiraron el Purgatorio cristiano,
anterior al tenebroso Infierno de fuego y azufre, creado alrededor del año 1000
por la Iglesia, en medio de la puesta en escena de un ambiente apocalíptico
bien aderezado con un inminente Fin de los Tiempos, y que no tenía otro
objetivo que el de inocular el veneno del temor y la ponzoña de la ignorancia
en el corazón de los hombres, para así afianzar la Iglesia su liderazgo
espiritual y su poder terrenal. Por otra parte, antes de
tres días podía dudarse de la muerte real; como en el episodio de la hija de
Jairo (Mateo, 9, 18 y 23-25), que había muerto hacía un momento y a la que
Jesús declara viva: «No está muerta, duerme…» Esto permitiría sostener
un argumento idéntico en el caso de la resurrección de Jesús. Ya que si
realmente tomó el narcótico que le ofrecieron, pudo ser precisamente con ese
fin: el de simular una muerte aparente. De ahí que muriese tan pronto, dando
pie a la antigua creencia según la cual, le bajaron aún con vida de la cruz.
El herbario mágico del
vudú africano y antillano incluye drogas que permiten hacer creer en una muerte
real, y que no es sino aparente. La víctima es debidamente inhumada en el
cementerio del pueblo, y al cabo de veinticuatro horas es desenterrada
clandestinamente. La transportan en secreto a un pueblo muy alejado, y el
beneficiario de la operación posee así un auténtico esclavo, totalmente
narcotizado, del que podrá abusar a su antojo.
Puede que, en previsión
de una artimaña semejante, el legionario romano Longino, siguiendo unas
instrucciones concretas, asestase la definitiva lanzada a Jesús: «Vinieron, pues, los
soldados y rompieron las piernas al primero, y al otro que estaba crucificado
con él. Pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las
piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al
instante salió sangre y agua…» (Juan, 19, 32-34).
También hemos visto en
un capítulo anterior, que quizás el propósito de la lanzada fuese otro bien
distinto. Observaremos, de paso, que el entusiasmo y el fanatismo irracional
jamás tienen medida. Así, por ejemplo, otra leyenda pretende que ese soldado,
que era ciego, recuperó milagrosamente la vista por virtud del líquido que brotó
de la herida del costado de Jesús crucificado. Es difícil imaginar que Roma
confiase la vigilancia de los condenados a muerte a un soldado ciego, o casi
ciego. De todos modos, lo señalamos una vez más, la lanzada, asestada por un
soldado experto, no tenía por qué ser mortal. Los gladiadores, por ejemplo,
sabían cómo herir sin matar. Para evitar estos apaños y acuerdos tácitos, a
veces, no siempre, se solía aplicar un hierro candente al luchador caído, para
verificar su muerte.
Otra leyenda bíblica
había descrito la permanencia de tres días en el sepulcro. Era la del profeta
Jonás, engullido por un gran pez, y que, tras haberse mantenido milagrosamente
con vida en el estómago de dicho monstruo marino, a pesar de los espasmos y de
los jugos gástricos del animal, había sido devuelto a la playa al cabo de tres
días. Suponiendo que Jonás
hubiese permanecido tres días en las entrañas del cetáceo, es indudable que
habría muerto como consecuencia de la acción corrosiva de los jugos gástricos
del animal. De modo que no es de recibo, para cualquier mente racional, aceptar
esa permanencia de tres días y tres noches (Jonás, 2, 1) de dicho profeta en el
estómago del gran pez, con o sin milagro.
Fue la increíble leyenda
de Jonás, sobre la que se cimentó, en buena medida, el dogma de la resurrección
de Jesús: «La generación malvada y
adúltera pide una señal, pero no le será dada más señal que la de Jonás el
profeta. Porque, como estuvo Jonás en el vientre de un gran pez tres días y
tres noches, así estará el Hijo del Hombre tres días y tres noches en el seno
de la Tierra…» (Mateo, 12, 39—40). Los cristianos de los
primeros siglos vivían en medio de un ambiente pagano que les había acostumbrado a familiarizarse con las resurrecciones de los dioses. Y
ellos no podían ser menos, para tener garantías de éxito y atraer a nuevos
parroquianos, tenían que hacer resucitar también a su divinidad particular y
propia. Por otra parte, la profecía de Oseas se lo decía así de claro: «Nos
hará revivir dentro de dos días, al tercer día nos hará resurgir, y viviremos
ante él…» (Oseas, 6, 2).
Del profeta Oseas, de la
tribu de Isacar, la de los grandes videntes de Israel, sabemos muy pocas cosas,
excepto el nombre de su padre, Beeri, (Oseas 1, 1), y que profetizó durante los
reinados de Usías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y de Jeroboam II, rey
de Israel, cuyos reinados pueden situarse a lo largo del siglo VIII a.C. Las
especulaciones científicas referidas al tiempo en que Oseas ejerció su
ministerio varían entre veinticinco y setenta años. Oseas desarrollaba sus
actividades en el reino de las diez tribus del norte, Israel, pero, en parte,
sus mensajes involucraban también al reino de Judá, en el sur. Podemos suponer
que el servicio de Oseas finalizó cuando el reino del norte, Israel, fue
aniquilado por los asirios en el 722 a.C. (catástrofe que él mismo había
anunciado); por lo tanto, su ministerio como profeta debió desarrollarse a lo
largo de entre 30 y 50 años, y si esto fue así, quiere decir que Oseas fue
contemporáneo de Isaías, Miqueas y Amós. En cualquier caso,
resulta evidente que su profecía se refiere a los Patriarcas, a los muertos que
permanecerán a la espera del Mesías, y lo que dice sobre la acción de este
último debe desarrollarse en el Más Allá, por lo tanto, en el Seol. Es decir, el Mesías
muerto en el mundo de los vivos, dará una vida sobrenatural a los muertos que
aguardan su llegada desde hace siglos, cuando él mismo haya penetrado en el
Seol, después de haber muerto, a su vez, como ellos. Eso es lo que el profeta
Oseas quiere anunciar con sus palabras. Pero, en el caso del Mesías, no se
trata en modo alguno de regresar a una vida humana (mortal) corriente, de nuevo
en el mundo de los vivos. Eso es lo que se sobreentiende con la frase: “…nos
hará resurgir, y viviremos ante él…” Algunos traductores emplean resucitar en
lugar de resurgir. No es exactamente lo mismo.
Seguramente, los
cristianos de la primera época (ss. I-III), y en especial los gnósticos,
interpretaron la resurrección en el sentido de Oseas. Fueron los escribas del
siglo IV los que imaginaron una resurrección puramente carnal y terrenal. Nos
sirve como prueba para hacer tal afirmación que la tradición gnóstica del
docetismo negara que Jesús hubiese poseído jamás un cuerpo humano y carnal, y
pretendiera que, ya en vida, no hubiese sido sino una materialización temporal
de su espíritu. Una especie de espectro descendido del Protogonos para
enseñar a los hombres el camino de la Salvación, dicho de otro modo: un fantasma o aparición tal como hoy lo entendemos.
Sabemos por el emperador
romano Juliano, que en el año 362, los cristianos de Asia Menor adoraban, cerca
de Sebaste, en Samaria, los restos de Jesús, lo que nos lleva a deducir, por
pura lógica, que la creencia en una Ascensión corporal, en carne y hueso, no
había sido aún elaborada por la Iglesia. Lo que intuían era que su espíritu y
su alma, asociados en una forma evanescente, habían ascendido al Protogonos,
para ocupar allí su lugar a la derecha de Dios.
Esta creencia no era
incompatible con la veneración que pudiera rendirse a los restos mortales de
Jesús, depositados en un sepulcro. Y la discusión de Juliano y de Severo de
Antioquía, ambos obispos ortodoxos, lo demuestra de forma indiscutible y
en seguida lo analizaremos. No fue hasta mucho
tiempo después de la profanación de la tumba por orden de Juliano, y después de
la supuesta destrucción de los restos de Jesús, cuando se elaboró la leyenda de
la ascensión de Jesús [y de María, su madre] a los cielos. No obstante, parece ser
que la intención de Juliano no era tanto la de destruir los huesos, para acabar
con el culto del Resucitado [Jesús], como la de demostrar que aquel sedicioso
crucificado como enemigo de Roma, tres siglos antes, fue humano y no un dios,
que murió en la cruz, que fue sepultado y que jamás resucitó. Que su cuerpo
mortal se pudrió en la tumba y que sus restos estaban todavía allí para
demostrarlo. Por lo tanto, el propio emperador era el último interesado en
destruir los restos mortales de Jesús que se veneraban en Samaria; la prueba
concluyente de que el nuevo cristianismo católico se sostenía sobre una colosal
mentira.
Decimos esto porque
desde su llegada a Antioquía un año antes de profanar la tumba (362), Juliano
no deja de anunciar sus intenciones, como si quisiese avisar con tiempo para
que los restos fuesen puestos a salvo. Y a partir de ese momento empiezan a
prodigarse las leyendas de unos personajes que, a pesar de llevar trescientos
años muertos, viajan hacia Occidente. Y así desembarcaban las tres Marías en
Marsella, José de Arimatea lo hace en Britania como portador del Grial y una
solitaria nave, sin tripulación, como el barco que transportaba a Nosferatu [el
no-muerto] arriba a las costas del noroeste español con un misterioso cofre que
contiene los restos de un santo varón muerto mucho tiempo antes en Jerusalén.
Da la impresión de que alguien se está encargando de trasladar todas las
reliquias desde Oriente a Occidente. Pero ¿para salvarlas de quién, del
apóstata emperador Juliano, o de la propia Iglesia?
Estamos a mediados del
siglo IV, poco antes de que la Iglesia establezca el dogma de la divinidad de
Jesús, convirtiéndole en Jesucristo, que ahora resulta que ascendió a los
cielos tras la resurrección y con su envoltorio mortal intacto. Desde su
institucionalización, tras el Concilio de Nicea en 325, la Iglesia católica trabajará
febrilmente para reconvertir al predicador Jesús de Nazaret, en un semidiós al
más puro estilo pagano. Y a partir de ese momento, será la propia Iglesia la
más interesada en borrar el pasado mortal de Jesús y el de su madre, María, a
la que convierten en virgen y también la hacen ascender a los cielos
incorrupta, sin pasar por el sepulcro. Todo esto, no lo olvidemos, cuando la
buena mujer ya llevaba trescientos años muerta.
La Iglesia católica, desde sus
inicios, ha basado buena parte de su culto esotérico en la veneración de los
restos humanos de sus mártires y santos, incluidos los de Jesús y María, hasta
que decidió divinizarlos. Sin embargo, en aquellos
momentos cruciales del siglo IV, la Iglesia tenía que dar un golpe de timón y
deshacerse de las incómodas reliquias de los personajes principales de las
Escrituras: Jesús, en primer lugar, y a continuación María, su madre. Luego, de
forma más discreta, les llegaría el turno a Santiago, Pedro y todos los demás
protagonistas de los evangelios.
María Magdalena, la más
que previsible esposa de Jesús, quedó fuera de esta reinvención de los
evangelios, dado que no quedaba suficientemente bien establecido su papel, más
allá del de pecadora arrepentida, y, en cierto modo, se solapaba con el de la
otra María, la madre de Jesús. Pero esto no significa en absoluto que los
restos de María Magdalena no hubiesen sido objeto de culto y veneración antes
de su divinización.
Buena parte del culto
católico, todavía en nuestros días, y sobre todo en países como España e
Italia, se basa en la veneración de restos humanos, a los que tradicionalmente
se ha denominado reliquias. Luego no tiene nada de particular que hasta
producirse la divinización de Jesús y de su madre María, sus restos, y los de
otros protagonistas de los evangelios, también fuesen venerados por los primitivos cristianos.
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