Juliano
ha sido considerado a menudo, en la historia de Occidente, como un «héroe» de
la resistencia del helenismo frente al cristianismo. Pero lo que más sigue atrayendo
de él es, además de la extraordinaria personalidad de Juliano, lo fascinante de
la época en la que le tocó vivir; mediados del siglo IV. Durante los cincuenta
años que transcurrieron entre el ascenso al principado de Constantino y la
muerte de Juliano a los treinta y dos años —prácticamente la misma que su
admirado Alejandro de Macedonia, y en la misma región del mundo—, un mundo
antiguo comenzó a agonizar, y otro nuevo comenzó a emerger bajo el signo de la
cruz y la sombra de los godos. Para bien o para mal, el gobierno de Juliano fue
excesivamente breve, apenas dos años. No sabremos nunca qué hubiese sucedido si
su principado hubiera durado tanto como el de Augusto.
Flavio
Claudio Juliano, conocido como Juliano II o, como fue apodado por los cristianos,
«el Apóstata», fue emperador de los romanos desde el 3 de noviembre de 361
hasta su muerte el 26 de junio de 363. Hijo de un hermanastro de Constantino el
Grande, fue junto a su hermano Galo el único superviviente de la purga que
acabó con su rama de la Dinastía en 337. Tras pasar su infancia y juventud
apartado del poder, su primo Constancio II lo nombró césar de la pars
occidentalis en 355, menos de un año después de la ejecución de su hermano, que
también ostentó la dignidad de césar. Constancio le encargó rechazar la
invasión germánica de la Galia, tarea que realizó con gran efectividad.
En
361 aprovechó sus éxitos para usurpar la dignidad de augusto, preparándose para
la guerra civil. Sin embargo, la repentina muerte de su primo le convirtió en
el legítimo heredero antes de que se iniciaran las hostilidades. Renegó
entonces públicamente del cristianismo, declarándose pagano y neoplatónico,
motivo por el cual fue tratado de apóstata. Juliano depuró a los miembros del
gobierno que su primo Constantino había encumbrado, sobre todo a los
cristianos, y llevó a cabo una activa política de reforma religiosa, tratando
de revitalizar la agonizante religión pagana según sus propias ideas, y de
impedir la expansión del cristianismo, pero su temprana muerte —quizás
asesinado por los cristianos—, hizo que fracasaran sus planes de reinstaurar el
paganismo.
En
su último año de principado emprendió una infructuosa campaña contra el Imperio
Persa de los sasánidas. Descartada la toma de su capital, Ctesifonte, para
evitar verse atrapado entre las murallas de la ciudad y la caballería de Sapor
II, emprendió una dramática retirada y ordenó una estrategia de tierra quemada mientras
trataba de unirse al resto de las fuerzas romanas comandadas por Procopio, que
culminó con su muerte en extrañas circunstancias en el transcurso de una
escaramuza con las vanguardias sasánidas. Aunque su principado fue breve, y
acabó en un desastre militar, la figura de Juliano ha despertado un gran
interés entre historiadores y literatos debido a su peculiar personalidad y a
su intento de restaurar el paganismo en el Imperio Romano.
La
fecha exacta de su nacimiento se desconoce y se estima alrededor del año 331.
Era hijo de Julio Constancio, hermanastro del emperador Constantino I, y su
segunda esposa Basilina. Sus abuelos paternos fueron el emperador Constancio
Cloro —que gobernó durante la tetrarquía— y su segunda esposa, Flavia Maximiana
Teodora, que era a su vez hijastra del emperador Maximiano. Siendo niño,
Juliano fue testigo del asesinato de su familia en un motín militar promovido
por su primo y emperador, Constancio II, en 337. Esto, como él mismo afirmó,
dio inicio a su desconfianza hacia el cristianismo. Su hermanastro Galo y él
fueron llevados a la espléndida residencia imperial de Macelo, en un solitario
paraje de Capadocia, donde ambos vivieron durante seis años, en una especie de
exilio dorado, dedicados al estudio y la caza. Los dos recibieron una educación
cristiana, llegando incluso a ser ordenados sacerdotes durante su minoría de
edad. Posteriormente se le permitió completar su educación en Constantinopla y
Nicomedia, donde Juliano asistió a las prestigiosas escuelas de retórica de
Nicocles y Heccebolio. Tras el nombramiento como césar de su hermano Galo,
Juliano dispuso de mayor libertad de movimientos, frecuentando las escuelas
filosóficas de Atenas y Asia Menor. La enseñanzas de Edesio, famoso seguidor de
Jámblico, y sus discípulos (Eusebio, Crisantio y, sobre todo, Prisco y Máximo
de Éfeso) introdujeron a Juliano en la corriente neoplatónica más afín a las
prácticas teúrgicas y místicas, por entonces en pleno auge, que se había
convertido en el gran bastión del paganismo de las élites cultas. De entonces
data su apostasía del cristianismo. Sin embargo, Juliano ocultó su conversión al
paganismo hasta muchos años después, tras rebelarse abiertamente contra
Constancio.
Después
de que su hermano Galo fuera hecho césar de Oriente (351), y ejecutado al
siguiente año por Constancio II, Juliano fue llamado a presencia del emperador
en Mediolanum (Milán). En noviembre de 355, a los veinticuatro años de edad,
fue nombrado césar de la parte occidental del Imperio y casado con la hermana
de Constancio, Helena. Sin duda, el aprecio que hacia él sentía la emperatriz
Eusebia debió ser decisivo para vencer las reticencias de Constancio y sus
consejeros para nombrar césar al hermano del césar Galo. Aun así, el emperador
seguía temiendo la inexperiencia de gobierno del nuevo césar. Por ello rodeó a
Juliano de un conjunto de oficiales y funcionarios directamente nombrados por
él.
Juliano
solo contaba con una fuerza de 300 guardias escolares, insuficiente a todas
luces para dar cumplimiento a las Órdenes de Constancio con garantías de éxito.
Pero el augusto no contaba con la pericia militar de Juliano que, además,
estaba bien asesorado por su amigo Salustio. Sorprendentemente, aquel muchacho
amante de las letras y la filosofía demostró ser un excelente militar. En los
siguientes años luchó contra las tribus germánicas que trataban de introducirse
en el Imperio. Juliano llegó a Vienne y desde allí se dirigió a la amenazada
Autun, donde llegó a fines de junio de 356, y después se dirigió a Troyes,
librando varias escaramuzas con los germanos. Ese mismo año logró una paz
precaria con los francos que le permitió reagrupar a sus tropas en Reims y
reforzarlas antes de marchar hacia la frontera del Rin. Allí entabló nuevamente
combate con los germanos, pero logró abrirse paso hasta alcanzar Colonia Agripina
(la actual Colonia), que fue reconquistada ese mismo año. A continuación, pasó
a cuarteles de invierno en Senona, donde fue cercado por una fuerza muy
superior de alamanes. A pesar de que había destituido al comandante de la caballería,
Marcelo, que siempre se mostró reacio a aceptar su autoridad. Juliano logró
resistir el asedio y consiguió rechazar a los asaltantes. Constantino envió por
fin refuerzos en la primavera del 357 comandados por el magister peditum
Barbacio (25.000 hombres). Los romanos p atrapar a los bárbaros en un
movimiento de tenaza, pero debido a los problemas de coordinación, los germanos
rechazaron a Barbacio, que se retiró. A pesar de esta derrota parcial, Juliano,
con su ejército de 13.000 hombres, atacó con decisión a los invasores, 35.000
de los cuales campaban por Alsacia con su rey Condomario, obteniendo sobre
ellos una completa victoria al noroeste de la actual Estrasburgo. La batalla de
Estrasburgo fue, sin duda, el mayor triunfo militar de Juliano en la Galia,
aunque los dos años siguientes aún tuvo que realizar campañas menores de
castigo en territorio de los alamanes. La expedición de 358 se dirigió contra
los francos del bajo Rin. Tras penetrar en la actual Bélgica, derrotó a los
chamavos, que se disponían a invadir la Galia, restableció las defensas romanas
con nuevos fuertes levantados en el curso inferior del Mosa, y reforzó la flota
de avituallamiento procedente de Britania. El verano siguiente Juliano penetró
en territorio germano desde Maguncia sin encontrar excesiva resistencia. Así,
hacia el 360, la frontera del Rin parecía asegurada. Ganado el aprecio de sus
soldados, se aplicó en reducir a límites tolerables la captación de impuestos
que estrangulaba la economía de las provincias tras las reformas fiscales
emprendidas por Diocleciano. El joven césar demostró ser un excelente gestor y
contar con dotes de organización, no solo para dirigir a sus tropas, sino para
procurarles el sustento necesario durante una durísima campaña en la que apenas
contó con el apoyo del augusto Constancio.
A
medida que pasaba el tiempo y aumentaban sus éxitos militares, el césar Juliano
iba sintiéndose más incómodo con una situación que consideraba de injusta
subordinación, falta de autonomía y asfixiante vigilancia por parte de los
altos funcionarios civiles —principalmente el prefecto del Pretorio Florencio—,
fiel a los dictados de Constancio. Por otro lado, sus recientes éxitos en el
campo de batalla, le habían hecho creer que le aguardaba un brillante destino
bajo la protección de los verdaderos dioses de Roma.
Este
ambiente enrarecido presidido por la tensión y la desconfianza mutua entre el
césar Juliano y el augusto Constancio, se hizo público y patente con el
panegírico pronunciado por el primero en honor de su tío en el verano de 358.
Finalmente la chispa que encendió el conflicto fue la reclamación de
Constancio, a principios del 360, de un tercio de las tropas de Juliano, para
emplearlas en la guerra contra los partos. Juliano había prometido a sus galos
al reclutarlos que jamás los enviaría a luchar lejos de su patria. Los partidarios
de Juliano prepararon entonces un motín de las tropas acuarteladas en París. En
el pronunciamiento militar, Juliano fue proclamado augusto de Occidente.
Juliano intentó actuar con prudencia: su vida corría peligro si rechazaba su
proclamación como augusto por el Ejército de la Galia, pero al mismo tiempo no
deseaba iniciar una guerra civil que pondría en serio riesgo al Imperio de Occidente,
con los germanos acechando todavía en las fronteras del Rin. Por otra parte,
Juliano no podía olvidar que Constancio había ordenado la ejecución de su padre
y la de su hermanastro Galo. Aun así, Juliano intentó razonar con Constancia,
enviándole una larga misiva en la que le explicaba los motivos por lo que no
podía desguarnecer las fronteras del norte enviándole un tercio de sus tropas,
al tiempo que le explicaba con todo lujo de detalles que si enviaba las tropas
solicitadas, éstas se amotinarían, pues no estaban dispuestas a prestar
servicio fuera de la Galia. La carta, escrita por el propio Juliano en griego,
no en latín, era sumamente cortés y guardaba las formas del protocolo
—Constancio daba mucha importancia al protocolo—, pero Juliano firmaba como
augusto, dándole a entender a su tío el emperador que el nombramiento era
irrevocable.
Ese
mismo año 360 Juliano aumentó su prestigio en la Galia dirigiendo una nueva y
exitosa campaña en la orilla oriental del Rin contra los francos y alamanes,
tal vez incitados a la guerra por Constancio. Al tiempo, fortificó y restauró
el antiguo limes renano. Entre tanto, Juliano había logrado el apoyo de una
parte importante de la clase senatorial romana —especialmente entre los que aún
se resistían a convertirse al cristianismo—, y también se había granjeado
simpatías en puntos tan distantes como las provincias balcánicas. Aun así, la
negativa de Constancio a asociarse con su sobrino en pie de igualdad, decidió
al joven Juliano a marchar sobre Oriente para zanjar la cuestión por las armas.
Aunque Juliano contaba con hombres muy bien adiestrados y curtidos en el
combate, sus efectivos eran muy inferiores en número a los de Constancio. Pero
cuando Juliano se encontraba en Naiso (Nîs), recibió la noticia de la repentina
muerte de su tío en Tarso, y difundió de inmediato la noticia de que Constancio
le había designado sucesor en su lecho de muerte, adoptando los títulos de Victor
ac triumphator perpetuus semper augustus. De esta manera legitimó su poder, y
honrando la memoria del difunto augusto, se ganó la aceptación del Ejército y
las provincias orientales.
El
primer acto del nuevo emperador fue verdaderamente simbólico. Llegado a
Constantinopla a finales del año 361 procedió al nombramiento de una comisión
depuradora de los consejeros, cortesanos y eunucos de Constancio, compuesta
principalmente por militares. En los llamados Juicios de Calcedonia, por el
lugar de su celebración, dieron buena cuenta de la administración civil de
Constancio. Con esta purga, Juliano se libraba de la tutela burocrática de los
funcionarios cristianos, y la sustituía por una jerarquía militar compuesta por
oficiales que le eran fieles, y entre los que predominaban los paganos. Instalado
en Antioquía, Juliano se ganó la hostilidad de las tropas auxiliares sirias y de
la población antioqueña, en su mayor parte cristianos. Solo las clases acomodadas,
de amplia cultura helénica, mostraron cierta simpatía por Juliano y su proyecto
de restaurar a los «verdaderos dioses», como él los llamaba, del mismo modo que
a los cristianos los denominaba despectivamente «galileos», y se refería a sus
iglesias como «osarios». Juliano era un aristócrata que había recibido, además
de la cristiana, una educación helenística que, según él, era incompatible con
las absurdidades dogmáticas que los cristianos pretendían mostrar como
«verdades irrefutables». Para Juliano, como para muchos romanos conservadores y
arraigados a las viejas tradiciones, el cristianismo era una religión de
viejas, esclavos y libertos incultos. Quizá fuese así, pues el pueblo llano de
Antioquía no tardó en rebelarse por las ceremonias paganas que el emperador
presidía en público, considerándolos intolerables actos anticristianos y de
provocación. A pesar de ello, Juliano intentó granjearse la simpatía de los
antioqueños, y favoreció enormemente a Antioquía en detrimento de la
cristianísima e imperial Constantinopla; llegando incluso a vender trigo por
debajo de su coste, e imponiendo precios máximos en tiempos de escasez,
siguiendo el ejemplo de Diocleciano. Pero ninguna de estas medidas sirvió para
ganarse el afecto de los ciudadanos de Antioquía; espoleados por los sacerdotes
y monjes cristianos, los antioqueños no perdieron ocasión de mostrarle su
animadversión al joven augusto. Éstos no le perdonaban que, tras su llegada a
la capital siria, y dado que el templo de Apolo había sufrido un terrible incendio
—al parecer provocado por fanáticos galileos—, Juliano decidió castigarles
cerrando su iglesia principal y destruyendo las reliquias de un santo mártir,
un tal Babilas, al que Juliano consideraba un criminal justamente ejecutado.
San
Babilas fue el duodécimo obispo de Antioquía desde el 237. Según su
hagiografía, este rufián protagonizó un enfrentamiento público con el emperador
Filipo el Árabe, al que acusó de haber matado a su predecesor, Gordiano III,
haciéndole ocupar la zona posterior de la iglesia, la de los penitentes,
durante la celebración de la vigilia pascual. El episodio, como tantos otros de
la hagiografía cristiana, es poco verosímil, dado que en esa época los
emperadores no eran cristianos; y dado que guarda similitud con el episodio que
protagonizó san Ambrosio de Milán enfrentándose a Teodosio I en el año 390 e
imponiéndole una penitencia, ya con el Imperio cristianizado. La falsa hazaña
de Babilas parece ser una duplicación de éste. En cualquier caso, el tal
Babilas fue martirizado en el año 251 (¿?) tras ser encarcelado durante la
persecución decretada por el emperador Decio. Según Eusebio de Cesarea, el tal
Babilas murió en prisión; pero según la versión de san Juan Crisóstomo —contemporáneo
de Juliano— el obispo fue decapitado y parte de sus restos mortales se
veneraban en la iglesia de Antioquía como sagradas reliquias.
Al
fin, Antioquía vivió un ambiente de exaltación de la memoria de su predecesor
Constancio II, a pesar de haber sido unánimemente odiado en todo Oriente, como
el propio Juliano reconocería en su amargo panfleto titulado Misopogon («El que
odia al hombre de la barba»), poco antes de partir a su fatal campaña contra
los persas.
Constancio,
el emperador muerto, era el tercer hijo de Constantino. Cuando su padre murió,
en 337, eliminó a todos los descendientes de Constancio I Cloro y de su esposa
Teodora (hijastra de Maximiano), quedando como únicos familiares varones suyos
sus hermanos, Constantino II y Constante. Entre los tres se dividieron el
Imperio, recibiendo Constantino II Britania, Galia e Hispania; Constante reinó
sobre Italia, África y las provincias ilíricas, quedando para Constancio
Constantinopla y todo Oriente. Juliano tenía buenas razones para odiar a su
cristianísimo predecesor y asesino de su padre y de su hermano. En el año 341,
cuando Juliano solo era un niño de pocos años, Constancio emprendió la
persecución de «Todos los adivinos y helenistas». Muchos paganos griegos fueron
encarcelados y ejecutados. Los fanatizados sacerdotes cristianos Marcos de
Aretusa y Cirilo de Heliópolis se distinguieron como «destructores de templos»
y lincharon a muchos paganos por el único delito de no aceptar convertirse al
cristianismo. En el 346 hubo nuevas persecuciones contra los paganos en
Constantinopla. El famoso orador Libanio —luego preceptor de Juliano— fue
condenado al destierro acusado de «nigromante» y de practicar la magia. Un
edicto del emperador Constancio del año 353, decretaba la pena de muerte para
cualquiera que practicase un culto que incluyese un ritual de sacrificios de
animales. Los dioses grecorromanos fueron tildados de «falsos ídolos» y, un
nuevo edicto promulgado en el 354, ordenaba el cierre de todos los templos
paganos. La mayoría de ellos fueron profanados, y los que no fueron destruidos
—después de asesinar a sus sacerdotes—, se convirtieron en lupanares o en casas
de juego. Esa fue la tolerancia que demostraron los cristianos hacia los
odiados paganos.
Aparece
el destierro del famoso orador Libanio, acusado de "mago". El decreto
del emperador Constancio del año 353 ordena la pena de muerte para toda clase
de culto con sacrificios a los «ídolos». Para el año 354 un nuevo decreto
ordena el cierre de todos los templos paganos y la ejecución de los idólatras.
Algunos de los más hermosos templos de la Antigüedad clásica son profanados y
se convierten en burdeles o salas de juego, con la consabida ejecución de los
sacerdotes presentes. Ese mismo año se producen las primeras quemas de bibliotecas
en muchas ciudades del Imperio en Oriente. Se presentan las primeras fábricas
de cal, instaladas al lado de los templos paganos clausurados. Una gran
cantidad de la arquitectura sagrada pagana es convertida en cal para la construcción
de iglesias y basílicas cristianas. El año 356, los ritos paganos son
declarados ilegales y prohibida su práctica bajo pena de muerte a sus oficiantes.
Al año siguiente, Constancio proscribe todos los métodos de adivinación,
incluida la astrología; ciencia que, al parecer según los propios evangelios,
practicaban los legendarios reyes magos que acudieron a adorar a Jesús en el
pesebre. Imitando a su regio padre, Constancio favoreció el arrollador avance
de la Iglesia, al tiempo que destruía un legado de varios siglos.
No
es de extrañar, pues, que en medio de ambiente hostil de los cristianos hacia
el helenismo clásico y la civilización grecorromana, Juliano fuese pasando de
una actitud tolerante, a medidas cada vez más represivas contra los cristianos.
La constitución del 17 de junio de 362 prohibía a los cristianos la enseñanza
de la gramática y la retórica, pretextando el contenido pagano de los libros de
texto. Lo que pretendía Juliano con estas medidas era que los cristianos no
acabasen contaminando la filosofía griega clásica, adaptándola a sus burdas necesidades.
El edicto afirmaba que si los «galileos» querían enseñar literatura, tenían a
Lucas y a Marcos: «que vuelvan a sus iglesias y comenten sus evangelios». Era
un durísimo golpe para la Iglesia, pues implicaba la marginación de los
cristianos de toda la tradición cultural helenística; la destrucción, en una
palabra, de la obra de los apologetas de los siglos anteriores. Juliano veía
como un acto de hipocresía que las escuelas cristianas enseñaran la Biblia como
única fuente de conocimiento, mientras, de forma simultánea, enseñaban también
los textos clásicos, interpretándolos de forma interesada. Las medidas
posteriores fueron más puntuales y violentas: el exilio de obispos
recalcitrantes, como Atanasio; la incitación a violentos actos anticristianos;
la creación de impuestos especiales y la confiscación de bienes eclesiásticos,
haciendo temer la vuelta de las persecuciones. Hay que decir que Constantino y
Constancio habían favorecido enormemente a la Iglesia con generosas donaciones,
por una parte, y con exenciones fiscales por otra. Muchas de las propiedades
confiscadas a los paganos, pasaron a ser propiedad de la Iglesia.
En
363, Juliano se dirigía a Persia con su ejército, deteniéndose en las ruinas
del templo de Salomón en Jerusalén. Manteniendo su política de fortalecimiento
de otras religiones no cristianas, Juliano ordenó la reconstrucción del templo.
Uno de sus amigos personales, el gran historiador del siglo IV, Amiano
Marcelino, escribió sobre este particular: «Juliano pretende reconstruir a un
precio extravagante el que una vez fuera el orgulloso templo de Jerusalén,
encargando esta tarea a Alipio de Antioquía. Alipio se puso en ello con vigor,
ayudado por el gobernador de la provincia; entonces unas temibles bolas de
fuego estallaron cerca de las obras, y tras continuados ataques, los obreros
abandonaron y no volvieron a acercarse a las obras». El fracaso en reconstruir
el templo fue atribuido a un terremoto, muy comunes en la región, y a la
ambivalencia de los judíos sobre el proyecto. Algunos estaban de acuerdo en la
reconstrucción, pero otros, quizá los más ortodoxos o piadosos, se negaban a
ello. Se especula también con la posibilidad de un sabotaje, así como de un
fuego accidental. Como no podía ser de otra manera, para los historiadores
cristianos de la época el fracaso se debió a la intervención divina.
La
campaña persa y la extraña muerte de Juliano
El
creciente malestar entre la población civil y el Ejército —Libanio habla de una
conspiración en su seno, posiblemente encabezada por los oficiales cristianos—,
acabaron empujando al cada vez más aislado emperador a huir hacia delante con
su gran ofensiva contra el Imperio Persa de los sasánidas. Desoyendo a sus
consejeros paganos, se lanzó a una aventura de dudoso resultado, espoleado
también por su megalomanía desbocada: Juliano se creía Alejandro Magno redivivo.
Para
evitar una larga guerra de posiciones y desgaste —que se suponía beneficiaba a
los persas por luchar en su territorio—, Juliano contaba con la alianza del rey
armenio Arsaces. La intención de esta gran expedición de 65.000 hombres parecía
ser la instalación en el trono persa del príncipe Hormizda, hermano del rey
persa Sapor II, que había huido al Imperio Romano en 324. Los testimonios de
Zósimo y Amiano Marcelino permiten una reconstrucción bastante precisa de la
marcha del ejército romano, iniciada en marzo de 363. Una gran victoria lograda
cerca de Seleucia del Tigris, permitió a Juliano alcanzar la capital sasánida,
Ctesifonte, sin mayores contratiempos. Pero ante la imposibilidad de tomarla
por asalto, decidió marchar hacia el norte, en busca de la unión con la columna
conducida por su lugarteniente Procopio. Para conseguir una mayor rapidez de
movimiento, ordenó, súbita y temerariamente, quemar la flota, que hasta
entonces había acompañado al ejército a lo largo del Tigris, lo que sin duda
desmoralizó a las tropas. En el curso de una marcha agotadora, continuamente
hostigado por un enemigo que se negaba a presentar batalla, Juliano sucumbió en
una escaramuza con la caballería persa el 26 de junio de 363, alcanzado en la
espalda por una jabalina romana. Se ha planteado la posibilidad de que la
jabalina fuese arrojada desde sus propias filas, además, al parecer Juliano no
llevaba puesta la coraza debido al intenso calor. El que la jabalina fuese
romana no demuestra que un traidor asesinara a Juliano, pues a menudo los
contendientes utilizaban armas arrebatadas al enemigo. Sin embargo, aún hoy,
son muchos los que creen que el venablo que mató al emperador partió de sus
propias filas. En esta línea se ha especulado con una conjura del sector
asiático–cristiano del Ejército, encabezado quizá por el conde Víctor y otros
oficiales cristianos entre los cuales se ha sugerido la implicación de
Valentiniano, con posterioridad emperador de Occidente. Sin ningún empacho,
tradición histórica posterior, inspirada por eclesiásticos, no tuvo
inconveniente en aceptar la versión de que el soldado que dio muerte al emperador
era cristiano. En la Iglesia de San Mercurio, en El Cairo, puede contemplarse
un curioso icono que representa a San Mercurio matando al emperador Juliano.
Una vez más, se trata de una absurda apropiación de los primitivos cristianos,
pues en la mitología romana Mercurio era el dios del comercio, la elocuencia y
los ladrones; homólogo del dios griego Hermes. Difícilmente semejante dios
hubiese accedido a hacerse cristiano y, menos aún, a asesinar cobardemente a su
último benefactor.
El emperador
fue llevado a su tienda donde fue atendido por su médico personal Oribaso de
Pérgamo, que no pudo hacer nada por salvarlo, ya que Juliano tenía perforados
el hígado y los intestinos. Después de conferenciar con algunos de sus
oficiales, el emperador falleció. El corto reinado de Juliano terminaba así en
un completo fracaso. El Ejército eligió como su sucesor a Joviano, un oficial
cristiano de origen panonio, que se encontró en una situación desesperada, en
territorio hostil y rodeado por un enemigo superior. Ansioso por llegar a
territorio romano, y confirmar su nombramiento, firmó una paz muy desfavorable
con los persas, a quienes cedió Nísibis y gran parte de la Armenia conquistada
por Diocleciano en 298, a cambio del paso franco en su humillante retirada a
territorio romano. Los restos de Juliano, embalsamado, fueron sepultados en
Tarso, y posteriormente trasladados a la Iglesia de los Santos Apóstoles en
Constantinopla, siendo depositados en un gran sarcófago de pórfido. Aunque la
iglesia fue destruida por los turcos otomanos en 1453, y sus restos vejados y
expoliados, el sarcófago aún se conserva en el Museo Arqueológico de Estambul.
La
política religiosa de Juliano ha sido el aspecto de su principado que ha
despertado tradicionalmente más interés entre los historiadores, en particular
su fallido intento de restaurar el paganismo grecorromano. Nada más conocer la
muerte de Constancio, Juliano había hecho públicas sus creencias paganas: dio
solemnemente las gracias a los dioses paganos y reunió a su alrededor a los
intelectuales paganos más famosos del mundo helenístico tardío. Las creencias
religiosas del nuevo emperador estuvieron determinadas en gran medida por la
formación recibida en su juventud. El propio Juliano atestigua en su
correspondencia con Libanio que el cristianismo le había sido impuesto desde
niño por su intolerante tío, el emperador Constancio, pero que en su fuero
interno nunca había aceptado realmente ninguna religión hasta su lectura de los
poemas homéricos, que están entre los textos más importantes de la tradición
griega clásica. De Porfirio y Jámblico tomó posiblemente la concepción de
igualar helenismo con paganismo. Para Juliano, la antigua literatura helénica
era la fuente principal de la cultura, siendo imposible separar su belleza
formal de su contenido ideológico–religioso, todo lo contrario de lo que
preconizaban los intelectuales cristianos coetáneos, como Gregorio Nacianceno y
Basilio el Grande, a los que conoció durante sus estudios en Atenas.
Las
convicciones religiosas de Juliano siguen siendo motivo de interminables
disputas entre los eruditos, ya que no llegó a practicar el paganismo propio de
los primeros años del Imperio, sino una especie de aproximación esotérica a la
filosofía clásica identificada por algunos como teúrgica o neoplatónica.
Reducía lo fundamental de la filosofía helénica a Pitágoras, Platón y, sobre
todo, a Jámblico y sus discípulos. De tal forma que Juliano pretendía ser
filósofo hasta en el atuendo, era un hombre propenso al misticismo, y a las
prácticas adivinatorias. Detestaba por igual a los agnósticos, a los cínicos y
a los cristianos, a los que en cierta manera consideraba ateos. Juliano, que en
su juventud había recibido una importante formación cristiana, basaba su
crítica al cristianismo en acusaciones como la discordancia de los evangelios,
la oposición entre el monoteísmo judío y el principio cristiano de la Trinidad,
el carácter tribal y no universal del Iahvé veterotestamentario, etcétera. Hijo
de su tiempo, también concedía un lugar importante en su concepción religiosa a
los populares misterios de Eleusis y a Mitra —éste muy popular entre los
militares— y a los telúricos sortilegios propios del culto de Hécate.
Juliano
tampoco olvidó la utilización política de su religión, que practicó
intensamente, haciéndose descendiente del Sol Invicto, anunciando además que
recibía visiones directas de éste o de la diosa Roma, alegoría que representaba
antiguamente a la República. De acuerdo con Sócrates Escolástico, Juliano se
creía a sí mismo Alejandro Magno, reencarnado en otro cuerpo por vía de la
transmigración de almas, como proponían Platón y Pitágoras. En consecuencia con
su ideología, uno de los primeros actos del nuevo emperador fue proclamar la
libertad de cultos y religiones, suprimiendo toda la legislación represiva que
de facto había hecho del cristianismo la religión del Estado. A pesar de que
Constantino había legalizado el cristianismo, este no fue declarado religión
oficial del Estado hasta que Teodosio lo hizo en 380 en virtud del Edicto de
Tesalónica. Constantino y su inmediato sucesor habían prohibido la conservación
de los templos paganos, y algunos de estos templos fueron destruidos o
convertidos en templos cristianos. Juliano terminó con la cristianización y con
la destrucción de los templos, al tiempo que decretó la restauración de cultos
paganos y la consiguiente devolución de los bienes confiscados por Constantino
y sus sucesores, ordenando además la reconstrucción de los templos paganos
arruinados. Estas reconstrucciones no fueron de hecho muchas, dadas las
limitaciones económicas y temporales, aunque sí tuvieron una clara
intencionalidad reivindicativa.
Juliano
trató de reorganizar el clero pagano de forma similar a la Iglesia Católica. A
tal efecto, instauró en cada provincia una especie de vicario pagano, reclamando
para sí el antiguo título de Pontifex Maximus. Al clero pagano le concedió
también privilegios fiscales e intentó fomentar en él las dos virtudes que
consideraba válidas en la moral cristiana: la pureza de costumbres y la
caridad, que él denominaría filantropía, disponiendo algo semejante a la
excomunión para aquellos sacerdotes paganos que no cumpliesen con sus deberes. Con
ello trataba de minimizar la capacidad de los cristianos para organizarse en
una resistencia activa contra el restablecimiento de las creencias paganas en
el Imperio. Lo cierto es que la proclamada libertad de culto y religión tenía
un fin último muy claro: la erradicación del cristianismo. Por de pronto
Juliano suprimió las rentas concedidas al clero cristiano por Constantino y
Constancio, así como la jurisdicción episcopal. Además reclamó de vuelta a los
obispos cristianos considerados heréticos, reavivando así los disturbios y
cismas internos en el seno de la Iglesia católica–nicena. Cuando se produjo el
asesinato del obispo arriano de Alejandría, Jorge de Capadocia —su antiguo
tutor en Macelo—, Juliano no intervino, mostrando satisfacción por la
eliminación de un «enemigo de los dioses». A pesar de todo, la Iglesia
cristiana resistió estos esfuerzos. Incluso en el turbulento Egipto, desgarrado
por las luchas entre docenas de tendencias heréticas, Atanasio logró unirlas
momentáneamente contra su enemigo común y, pese a las recompensas ofrecidas por
el augusto, las apostasías fueron escasas.
Se
considera que la famosa anécdota, según la cual Juliano se arrancó la lanza que
le había herido y la arrojó hacia el cielo, pronunciando la famosa frase: «Vicisti
Galilæ» («¡Has vencido, Galileo!»), es de origen apócrifo. Según Gore Vidal, el
invento pertenece al apologista cristiano Teodoredo, quien lo escribió un siglo
después de la muerte de Juliano. La frase da comienzo al poema de 1866 «Himno a
Proserpina», de Algernon Swinburne, donde el poeta inglés se lamenta del
triunfo del cristianismo por cuya culpa «el mundo se volvió gris». La vida de
Juliano ha inspirado varias novelas históricas. Destacan las de Dmitri
Merezhkovski (1861-1945) La muerte de los dioses (1896), Juliano el Apóstata,
de Gore Vidal (1964), Dioses y legiones, de Michael Curtis Ford (2002) y El
último pagano de Adrian Murdoch (2004).
Juliano,
filósofo y genio militar, fue uno de los primeros en oponerse al absolutismo
cristiano, que se negaba entonces —como se negó durante siglos— a tolerar
cualquier creencia que no fuera la propia. No obstante, Juliano siempre
prefirió los métodos de la razón, la persuasión, y aun la sátira. Hombre de
ideas religiosas peculiares trató de organizar ritos, supersticiones y
prácticas mágicas en una gran iglesia helenística y, por supuesto, fracasó. Si
hubiera triunfado, o no hubiera muerto tan joven, quizá la historia de Europa
habría sido muy distinta y el cristianismo sólo una más entre otras religiones de
Occidente.
Las tropas proclaman a Juliano augusto de Occidente |
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