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sábado, 10 de junio de 2017

Juliano el Apóstata, augusto de Occidente (361 d.C.)

Juliano ha sido considerado a menudo, en la historia de Occidente, como un «héroe» de la resistencia del helenismo frente al cristianismo. Pero lo que más sigue atrayendo de él es, además de la extraordinaria personalidad de Juliano, lo fascinante de la época en la que le tocó vivir; mediados del siglo IV. Durante los cincuenta años que transcurrieron entre el ascenso al principado de Constantino y la muerte de Juliano a los treinta y dos años —prácticamente la misma que su admirado Alejandro de Macedonia, y en la misma región del mundo—, un mundo antiguo comenzó a agonizar, y otro nuevo comenzó a emerger bajo el signo de la cruz y la sombra de los godos. Para bien o para mal, el gobierno de Juliano fue excesivamente breve, apenas dos años. No sabremos nunca qué hubiese sucedido si su principado hubiera durado tanto como el de Augusto.
Flavio Claudio Juliano, conocido como Juliano II o, como fue apodado por los cristianos, «el Apóstata», fue emperador de los romanos desde el 3 de noviembre de 361 hasta su muerte el 26 de junio de 363. Hijo de un hermanastro de Constantino el Grande, fue junto a su hermano Galo el único superviviente de la purga que acabó con su rama de la Dinastía en 337. Tras pasar su infancia y juventud apartado del poder, su primo Constancio II lo nombró césar de la pars occidentalis en 355, menos de un año después de la ejecución de su hermano, que también ostentó la dignidad de césar. Constancio le encargó rechazar la invasión germánica de la Galia, tarea que realizó con gran efectividad.
En 361 aprovechó sus éxitos para usurpar la dignidad de augusto, preparándose para la guerra civil. Sin embargo, la repentina muerte de su primo le convirtió en el legítimo heredero antes de que se iniciaran las hostilidades. Renegó entonces públicamente del cristianismo, declarándose pagano y neoplatónico, motivo por el cual fue tratado de apóstata. Juliano depuró a los miembros del gobierno que su primo Constantino había encumbrado, sobre todo a los cristianos, y llevó a cabo una activa política de reforma religiosa, tratando de revitalizar la agonizante religión pagana según sus propias ideas, y de impedir la expansión del cristianismo, pero su temprana muerte —quizás asesinado por los cristianos—, hizo que fracasaran sus planes de reinstaurar el paganismo.
En su último año de principado emprendió una infructuosa campaña contra el Imperio Persa de los sasánidas. Descartada la toma de su capital, Ctesifonte, para evitar verse atrapado entre las murallas de la ciudad y la caballería de Sapor II, emprendió una dramática retirada y ordenó una estrategia de tierra quemada mientras trataba de unirse al resto de las fuerzas romanas comandadas por Procopio, que culminó con su muerte en extrañas circunstancias en el transcurso de una escaramuza con las vanguardias sasánidas. Aunque su principado fue breve, y acabó en un desastre militar, la figura de Juliano ha despertado un gran interés entre historiadores y literatos debido a su peculiar personalidad y a su intento de restaurar el paganismo en el Imperio Romano.
La fecha exacta de su nacimiento se desconoce y se estima alrededor del año 331. Era hijo de Julio Constancio, hermanastro del emperador Constantino I, y su segunda esposa Basilina. Sus abuelos paternos fueron el emperador Constancio Cloro —que gobernó durante la tetrarquía— y su segunda esposa, Flavia Maximiana Teodora, que era a su vez hijastra del emperador Maximiano. Siendo niño, Juliano fue testigo del asesinato de su familia en un motín militar promovido por su primo y emperador, Constancio II, en 337. Esto, como él mismo afirmó, dio inicio a su desconfianza hacia el cristianismo. Su hermanastro Galo y él fueron llevados a la espléndida residencia imperial de Macelo, en un solitario paraje de Capadocia, donde ambos vivieron durante seis años, en una especie de exilio dorado, dedicados al estudio y la caza. Los dos recibieron una educación cristiana, llegando incluso a ser ordenados sacerdotes durante su minoría de edad. Posteriormente se le permitió completar su educación en Constantinopla y Nicomedia, donde Juliano asistió a las prestigiosas escuelas de retórica de Nicocles y Heccebolio. Tras el nombramiento como césar de su hermano Galo, Juliano dispuso de mayor libertad de movimientos, frecuentando las escuelas filosóficas de Atenas y Asia Menor. La enseñanzas de Edesio, famoso seguidor de Jámblico, y sus discípulos (Eusebio, Crisantio y, sobre todo, Prisco y Máximo de Éfeso) introdujeron a Juliano en la corriente neoplatónica más afín a las prácticas teúrgicas y místicas, por entonces en pleno auge, que se había convertido en el gran bastión del paganismo de las élites cultas. De entonces data su apostasía del cristianismo. Sin embargo, Juliano ocultó su conversión al paganismo hasta muchos años después, tras rebelarse abiertamente contra Constancio.
Después de que su hermano Galo fuera hecho césar de Oriente (351), y ejecutado al siguiente año por Constancio II, Juliano fue llamado a presencia del emperador en Mediolanum (Milán). En noviembre de 355, a los veinticuatro años de edad, fue nombrado césar de la parte occidental del Imperio y casado con la hermana de Constancio, Helena. Sin duda, el aprecio que hacia él sentía la emperatriz Eusebia debió ser decisivo para vencer las reticencias de Constancio y sus consejeros para nombrar césar al hermano del césar Galo. Aun así, el emperador seguía temiendo la inexperiencia de gobierno del nuevo césar. Por ello rodeó a Juliano de un conjunto de oficiales y funcionarios directamente nombrados por él.
Juliano solo contaba con una fuerza de 300 guardias escolares, insuficiente a todas luces para dar cumplimiento a las Órdenes de Constancio con garantías de éxito. Pero el augusto no contaba con la pericia militar de Juliano que, además, estaba bien asesorado por su amigo Salustio. Sorprendentemente, aquel muchacho amante de las letras y la filosofía demostró ser un excelente militar. En los siguientes años luchó contra las tribus germánicas que trataban de introducirse en el Imperio. Juliano llegó a Vienne y desde allí se dirigió a la amenazada Autun, donde llegó a fines de junio de 356, y después se dirigió a Troyes, librando varias escaramuzas con los germanos. Ese mismo año logró una paz precaria con los francos que le permitió reagrupar a sus tropas en Reims y reforzarlas antes de marchar hacia la frontera del Rin. Allí entabló nuevamente combate con los germanos, pero logró abrirse paso hasta alcanzar Colonia Agripina (la actual Colonia), que fue reconquistada ese mismo año. A continuación, pasó a cuarteles de invierno en Senona, donde fue cercado por una fuerza muy superior de alamanes. A pesar de que había destituido al comandante de la caballería, Marcelo, que siempre se mostró reacio a aceptar su autoridad. Juliano logró resistir el asedio y consiguió rechazar a los asaltantes. Constantino envió por fin refuerzos en la primavera del 357 comandados por el magister peditum Barbacio (25.000 hombres). Los romanos p atrapar a los bárbaros en un movimiento de tenaza, pero debido a los problemas de coordinación, los germanos rechazaron a Barbacio, que se retiró. A pesar de esta derrota parcial, Juliano, con su ejército de 13.000 hombres, atacó con decisión a los invasores, 35.000 de los cuales campaban por Alsacia con su rey Condomario, obteniendo sobre ellos una completa victoria al noroeste de la actual Estrasburgo. La batalla de Estrasburgo fue, sin duda, el mayor triunfo militar de Juliano en la Galia, aunque los dos años siguientes aún tuvo que realizar campañas menores de castigo en territorio de los alamanes. La expedición de 358 se dirigió contra los francos del bajo Rin. Tras penetrar en la actual Bélgica, derrotó a los chamavos, que se disponían a invadir la Galia, restableció las defensas romanas con nuevos fuertes levantados en el curso inferior del Mosa, y reforzó la flota de avituallamiento procedente de Britania. El verano siguiente Juliano penetró en territorio germano desde Maguncia sin encontrar excesiva resistencia. Así, hacia el 360, la frontera del Rin parecía asegurada. Ganado el aprecio de sus soldados, se aplicó en reducir a límites tolerables la captación de impuestos que estrangulaba la economía de las provincias tras las reformas fiscales emprendidas por Diocleciano. El joven césar demostró ser un excelente gestor y contar con dotes de organización, no solo para dirigir a sus tropas, sino para procurarles el sustento necesario durante una durísima campaña en la que apenas contó con el apoyo del augusto Constancio.
A medida que pasaba el tiempo y aumentaban sus éxitos militares, el césar Juliano iba sintiéndose más incómodo con una situación que consideraba de injusta subordinación, falta de autonomía y asfixiante vigilancia por parte de los altos funcionarios civiles —principalmente el prefecto del Pretorio Florencio—, fiel a los dictados de Constancio. Por otro lado, sus recientes éxitos en el campo de batalla, le habían hecho creer que le aguardaba un brillante destino bajo la protección de los verdaderos dioses de Roma.
Este ambiente enrarecido presidido por la tensión y la desconfianza mutua entre el césar Juliano y el augusto Constancio, se hizo público y patente con el panegírico pronunciado por el primero en honor de su tío en el verano de 358. Finalmente la chispa que encendió el conflicto fue la reclamación de Constancio, a principios del 360, de un tercio de las tropas de Juliano, para emplearlas en la guerra contra los partos. Juliano había prometido a sus galos al reclutarlos que jamás los enviaría a luchar lejos de su patria. Los partidarios de Juliano prepararon entonces un motín de las tropas acuarteladas en París. En el pronunciamiento militar, Juliano fue proclamado augusto de Occidente. Juliano intentó actuar con prudencia: su vida corría peligro si rechazaba su proclamación como augusto por el Ejército de la Galia, pero al mismo tiempo no deseaba iniciar una guerra civil que pondría en serio riesgo al Imperio de Occidente, con los germanos acechando todavía en las fronteras del Rin. Por otra parte, Juliano no podía olvidar que Constancio había ordenado la ejecución de su padre y la de su hermanastro Galo. Aun así, Juliano intentó razonar con Constancia, enviándole una larga misiva en la que le explicaba los motivos por lo que no podía desguarnecer las fronteras del norte enviándole un tercio de sus tropas, al tiempo que le explicaba con todo lujo de detalles que si enviaba las tropas solicitadas, éstas se amotinarían, pues no estaban dispuestas a prestar servicio fuera de la Galia. La carta, escrita por el propio Juliano en griego, no en latín, era sumamente cortés y guardaba las formas del protocolo —Constancio daba mucha importancia al protocolo—, pero Juliano firmaba como augusto, dándole a entender a su tío el emperador que el nombramiento era irrevocable.
Ese mismo año 360 Juliano aumentó su prestigio en la Galia dirigiendo una nueva y exitosa campaña en la orilla oriental del Rin contra los francos y alamanes, tal vez incitados a la guerra por Constancio. Al tiempo, fortificó y restauró el antiguo limes renano. Entre tanto, Juliano había logrado el apoyo de una parte importante de la clase senatorial romana —especialmente entre los que aún se resistían a convertirse al cristianismo—, y también se había granjeado simpatías en puntos tan distantes como las provincias balcánicas. Aun así, la negativa de Constancio a asociarse con su sobrino en pie de igualdad, decidió al joven Juliano a marchar sobre Oriente para zanjar la cuestión por las armas. Aunque Juliano contaba con hombres muy bien adiestrados y curtidos en el combate, sus efectivos eran muy inferiores en número a los de Constancio. Pero cuando Juliano se encontraba en Naiso (Nîs), recibió la noticia de la repentina muerte de su tío en Tarso, y difundió de inmediato la noticia de que Constancio le había designado sucesor en su lecho de muerte, adoptando los títulos de Victor ac triumphator perpetuus semper augustus. De esta manera legitimó su poder, y honrando la memoria del difunto augusto, se ganó la aceptación del Ejército y las provincias orientales.
El primer acto del nuevo emperador fue verdaderamente simbólico. Llegado a Constantinopla a finales del año 361 procedió al nombramiento de una comisión depuradora de los consejeros, cortesanos y eunucos de Constancio, compuesta principalmente por militares. En los llamados Juicios de Calcedonia, por el lugar de su celebración, dieron buena cuenta de la administración civil de Constancio. Con esta purga, Juliano se libraba de la tutela burocrática de los funcionarios cristianos, y la sustituía por una jerarquía militar compuesta por oficiales que le eran fieles, y entre los que predominaban los paganos. Instalado en Antioquía, Juliano se ganó la hostilidad de las tropas auxiliares sirias y de la población antioqueña, en su mayor parte cristianos. Solo las clases acomodadas, de amplia cultura helénica, mostraron cierta simpatía por Juliano y su proyecto de restaurar a los «verdaderos dioses», como él los llamaba, del mismo modo que a los cristianos los denominaba despectivamente «galileos», y se refería a sus iglesias como «osarios». Juliano era un aristócrata que había recibido, además de la cristiana, una educación helenística que, según él, era incompatible con las absurdidades dogmáticas que los cristianos pretendían mostrar como «verdades irrefutables». Para Juliano, como para muchos romanos conservadores y arraigados a las viejas tradiciones, el cristianismo era una religión de viejas, esclavos y libertos incultos. Quizá fuese así, pues el pueblo llano de Antioquía no tardó en rebelarse por las ceremonias paganas que el emperador presidía en público, considerándolos intolerables actos anticristianos y de provocación. A pesar de ello, Juliano intentó granjearse la simpatía de los antioqueños, y favoreció enormemente a Antioquía en detrimento de la cristianísima e imperial Constantinopla; llegando incluso a vender trigo por debajo de su coste, e imponiendo precios máximos en tiempos de escasez, siguiendo el ejemplo de Diocleciano. Pero ninguna de estas medidas sirvió para ganarse el afecto de los ciudadanos de Antioquía; espoleados por los sacerdotes y monjes cristianos, los antioqueños no perdieron ocasión de mostrarle su animadversión al joven augusto. Éstos no le perdonaban que, tras su llegada a la capital siria, y dado que el templo de Apolo había sufrido un terrible incendio —al parecer provocado por fanáticos galileos—, Juliano decidió castigarles cerrando su iglesia principal y destruyendo las reliquias de un santo mártir, un tal Babilas, al que Juliano consideraba un criminal justamente ejecutado.
San Babilas fue el duodécimo obispo de Antioquía desde el 237. Según su hagiografía, este rufián protagonizó un enfrentamiento público con el emperador Filipo el Árabe, al que acusó de haber matado a su predecesor, Gordiano III, haciéndole ocupar la zona posterior de la iglesia, la de los penitentes, durante la celebración de la vigilia pascual. El episodio, como tantos otros de la hagiografía cristiana, es poco verosímil, dado que en esa época los emperadores no eran cristianos; y dado que guarda similitud con el episodio que protagonizó san Ambrosio de Milán enfrentándose a Teodosio I en el año 390 e imponiéndole una penitencia, ya con el Imperio cristianizado. La falsa hazaña de Babilas parece ser una duplicación de éste. En cualquier caso, el tal Babilas fue martirizado en el año 251 (¿?) tras ser encarcelado durante la persecución decretada por el emperador Decio. Según Eusebio de Cesarea, el tal Babilas murió en prisión; pero según la versión de san Juan Crisóstomo —contemporáneo de Juliano— el obispo fue decapitado y parte de sus restos mortales se veneraban en la iglesia de Antioquía como sagradas reliquias.
Al fin, Antioquía vivió un ambiente de exaltación de la memoria de su predecesor Constancio II, a pesar de haber sido unánimemente odiado en todo Oriente, como el propio Juliano reconocería en su amargo panfleto titulado Misopogon («El que odia al hombre de la barba»), poco antes de partir a su fatal campaña contra los persas.
Constancio, el emperador muerto, era el tercer hijo de Constantino. Cuando su padre murió, en 337, eliminó a todos los descendientes de Constancio I Cloro y de su esposa Teodora (hijastra de Maximiano), quedando como únicos familiares varones suyos sus hermanos, Constantino II y Constante. Entre los tres se dividieron el Imperio, recibiendo Constantino II Britania, Galia e Hispania; Constante reinó sobre Italia, África y las provincias ilíricas, quedando para Constancio Constantinopla y todo Oriente. Juliano tenía buenas razones para odiar a su cristianísimo predecesor y asesino de su padre y de su hermano. En el año 341, cuando Juliano solo era un niño de pocos años, Constancio emprendió la persecución de «Todos los adivinos y helenistas». Muchos paganos griegos fueron encarcelados y ejecutados. Los fanatizados sacerdotes cristianos Marcos de Aretusa y Cirilo de Heliópolis se distinguieron como «destructores de templos» y lincharon a muchos paganos por el único delito de no aceptar convertirse al cristianismo. En el 346 hubo nuevas persecuciones contra los paganos en Constantinopla. El famoso orador Libanio —luego preceptor de Juliano— fue condenado al destierro acusado de «nigromante» y de practicar la magia. Un edicto del emperador Constancio del año 353, decretaba la pena de muerte para cualquiera que practicase un culto que incluyese un ritual de sacrificios de animales. Los dioses grecorromanos fueron tildados de «falsos ídolos» y, un nuevo edicto promulgado en el 354, ordenaba el cierre de todos los templos paganos. La mayoría de ellos fueron profanados, y los que no fueron destruidos —después de asesinar a sus sacerdotes—, se convirtieron en lupanares o en casas de juego. Esa fue la tolerancia que demostraron los cristianos hacia los odiados paganos.
Aparece el destierro del famoso orador Libanio, acusado de "mago". El decreto del emperador Constancio del año 353 ordena la pena de muerte para toda clase de culto con sacrificios a los «ídolos». Para el año 354 un nuevo decreto ordena el cierre de todos los templos paganos y la ejecución de los idólatras. Algunos de los más hermosos templos de la Antigüedad clásica son profanados y se convierten en burdeles o salas de juego, con la consabida ejecución de los sacerdotes presentes. Ese mismo año se producen las primeras quemas de bibliotecas en muchas ciudades del Imperio en Oriente. Se presentan las primeras fábricas de cal, instaladas al lado de los templos paganos clausurados. Una gran cantidad de la arquitectura sagrada pagana es convertida en cal para la construcción de iglesias y basílicas cristianas. El año 356, los ritos paganos son declarados ilegales y prohibida su práctica bajo pena de muerte a sus oficiantes. Al año siguiente, Constancio proscribe todos los métodos de adivinación, incluida la astrología; ciencia que, al parecer según los propios evangelios, practicaban los legendarios reyes magos que acudieron a adorar a Jesús en el pesebre. Imitando a su regio padre, Constancio favoreció el arrollador avance de la Iglesia, al tiempo que destruía un legado de varios siglos.
No es de extrañar, pues, que en medio de ambiente hostil de los cristianos hacia el helenismo clásico y la civilización grecorromana, Juliano fuese pasando de una actitud tolerante, a medidas cada vez más represivas contra los cristianos. La constitución del 17 de junio de 362 prohibía a los cristianos la enseñanza de la gramática y la retórica, pretextando el contenido pagano de los libros de texto. Lo que pretendía Juliano con estas medidas era que los cristianos no acabasen contaminando la filosofía griega clásica, adaptándola a sus burdas necesidades. El edicto afirmaba que si los «galileos» querían enseñar literatura, tenían a Lucas y a Marcos: «que vuelvan a sus iglesias y comenten sus evangelios». Era un durísimo golpe para la Iglesia, pues implicaba la marginación de los cristianos de toda la tradición cultural helenística; la destrucción, en una palabra, de la obra de los apologetas de los siglos anteriores. Juliano veía como un acto de hipocresía que las escuelas cristianas enseñaran la Biblia como única fuente de conocimiento, mientras, de forma simultánea, enseñaban también los textos clásicos, interpretándolos de forma interesada. Las medidas posteriores fueron más puntuales y violentas: el exilio de obispos recalcitrantes, como Atanasio; la incitación a violentos actos anticristianos; la creación de impuestos especiales y la confiscación de bienes eclesiásticos, haciendo temer la vuelta de las persecuciones. Hay que decir que Constantino y Constancio habían favorecido enormemente a la Iglesia con generosas donaciones, por una parte, y con exenciones fiscales por otra. Muchas de las propiedades confiscadas a los paganos, pasaron a ser propiedad de la Iglesia.
En 363, Juliano se dirigía a Persia con su ejército, deteniéndose en las ruinas del templo de Salomón en Jerusalén. Manteniendo su política de fortalecimiento de otras religiones no cristianas, Juliano ordenó la reconstrucción del templo. Uno de sus amigos personales, el gran historiador del siglo IV, Amiano Marcelino, escribió sobre este particular: «Juliano pretende reconstruir a un precio extravagante el que una vez fuera el orgulloso templo de Jerusalén, encargando esta tarea a Alipio de Antioquía. Alipio se puso en ello con vigor, ayudado por el gobernador de la provincia; entonces unas temibles bolas de fuego estallaron cerca de las obras, y tras continuados ataques, los obreros abandonaron y no volvieron a acercarse a las obras». El fracaso en reconstruir el templo fue atribuido a un terremoto, muy comunes en la región, y a la ambivalencia de los judíos sobre el proyecto. Algunos estaban de acuerdo en la reconstrucción, pero otros, quizá los más ortodoxos o piadosos, se negaban a ello. Se especula también con la posibilidad de un sabotaje, así como de un fuego accidental. Como no podía ser de otra manera, para los historiadores cristianos de la época el fracaso se debió a la intervención divina.
La campaña persa y la extraña muerte de Juliano
El creciente malestar entre la población civil y el Ejército —Libanio habla de una conspiración en su seno, posiblemente encabezada por los oficiales cristianos—, acabaron empujando al cada vez más aislado emperador a huir hacia delante con su gran ofensiva contra el Imperio Persa de los sasánidas. Desoyendo a sus consejeros paganos, se lanzó a una aventura de dudoso resultado, espoleado también por su megalomanía desbocada: Juliano se creía Alejandro Magno redivivo.
Para evitar una larga guerra de posiciones y desgaste —que se suponía beneficiaba a los persas por luchar en su territorio—, Juliano contaba con la alianza del rey armenio Arsaces. La intención de esta gran expedición de 65.000 hombres parecía ser la instalación en el trono persa del príncipe Hormizda, hermano del rey persa Sapor II, que había huido al Imperio Romano en 324. Los testimonios de Zósimo y Amiano Marcelino permiten una reconstrucción bastante precisa de la marcha del ejército romano, iniciada en marzo de 363. Una gran victoria lograda cerca de Seleucia del Tigris, permitió a Juliano alcanzar la capital sasánida, Ctesifonte, sin mayores contratiempos. Pero ante la imposibilidad de tomarla por asalto, decidió marchar hacia el norte, en busca de la unión con la columna conducida por su lugarteniente Procopio. Para conseguir una mayor rapidez de movimiento, ordenó, súbita y temerariamente, quemar la flota, que hasta entonces había acompañado al ejército a lo largo del Tigris, lo que sin duda desmoralizó a las tropas. En el curso de una marcha agotadora, continuamente hostigado por un enemigo que se negaba a presentar batalla, Juliano sucumbió en una escaramuza con la caballería persa el 26 de junio de 363, alcanzado en la espalda por una jabalina romana. Se ha planteado la posibilidad de que la jabalina fuese arrojada desde sus propias filas, además, al parecer Juliano no llevaba puesta la coraza debido al intenso calor. El que la jabalina fuese romana no demuestra que un traidor asesinara a Juliano, pues a menudo los contendientes utilizaban armas arrebatadas al enemigo. Sin embargo, aún hoy, son muchos los que creen que el venablo que mató al emperador partió de sus propias filas. En esta línea se ha especulado con una conjura del sector asiático–cristiano del Ejército, encabezado quizá por el conde Víctor y otros oficiales cristianos entre los cuales se ha sugerido la implicación de Valentiniano, con posterioridad emperador de Occidente. Sin ningún empacho, tradición histórica posterior, inspirada por eclesiásticos, no tuvo inconveniente en aceptar la versión de que el soldado que dio muerte al emperador era cristiano. En la Iglesia de San Mercurio, en El Cairo, puede contemplarse un curioso icono que representa a San Mercurio matando al emperador Juliano. Una vez más, se trata de una absurda apropiación de los primitivos cristianos, pues en la mitología romana Mercurio era el dios del comercio, la elocuencia y los ladrones; homólogo del dios griego Hermes. Difícilmente semejante dios hubiese accedido a hacerse cristiano y, menos aún, a asesinar cobardemente a su último benefactor.
El emperador fue llevado a su tienda donde fue atendido por su médico personal Oribaso de Pérgamo, que no pudo hacer nada por salvarlo, ya que Juliano tenía perforados el hígado y los intestinos. Después de conferenciar con algunos de sus oficiales, el emperador falleció. El corto reinado de Juliano terminaba así en un completo fracaso. El Ejército eligió como su sucesor a Joviano, un oficial cristiano de origen panonio, que se encontró en una situación desesperada, en territorio hostil y rodeado por un enemigo superior. Ansioso por llegar a territorio romano, y confirmar su nombramiento, firmó una paz muy desfavorable con los persas, a quienes cedió Nísibis y gran parte de la Armenia conquistada por Diocleciano en 298, a cambio del paso franco en su humillante retirada a territorio romano. Los restos de Juliano, embalsamado, fueron sepultados en Tarso, y posteriormente trasladados a la Iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla, siendo depositados en un gran sarcófago de pórfido. Aunque la iglesia fue destruida por los turcos otomanos en 1453, y sus restos vejados y expoliados, el sarcófago aún se conserva en el Museo Arqueológico de Estambul.
La política religiosa de Juliano ha sido el aspecto de su principado que ha despertado tradicionalmente más interés entre los historiadores, en particular su fallido intento de restaurar el paganismo grecorromano. Nada más conocer la muerte de Constancio, Juliano había hecho públicas sus creencias paganas: dio solemnemente las gracias a los dioses paganos y reunió a su alrededor a los intelectuales paganos más famosos del mundo helenístico tardío. Las creencias religiosas del nuevo emperador estuvieron determinadas en gran medida por la formación recibida en su juventud. El propio Juliano atestigua en su correspondencia con Libanio que el cristianismo le había sido impuesto desde niño por su intolerante tío, el emperador Constancio, pero que en su fuero interno nunca había aceptado realmente ninguna religión hasta su lectura de los poemas homéricos, que están entre los textos más importantes de la tradición griega clásica. De Porfirio y Jámblico tomó posiblemente la concepción de igualar helenismo con paganismo. Para Juliano, la antigua literatura helénica era la fuente principal de la cultura, siendo imposible separar su belleza formal de su contenido ideológico–religioso, todo lo contrario de lo que preconizaban los intelectuales cristianos coetáneos, como Gregorio Nacianceno y Basilio el Grande, a los que conoció durante sus estudios en Atenas.
Las convicciones religiosas de Juliano siguen siendo motivo de interminables disputas entre los eruditos, ya que no llegó a practicar el paganismo propio de los primeros años del Imperio, sino una especie de aproximación esotérica a la filosofía clásica identificada por algunos como teúrgica o neoplatónica. Reducía lo fundamental de la filosofía helénica a Pitágoras, Platón y, sobre todo, a Jámblico y sus discípulos. De tal forma que Juliano pretendía ser filósofo hasta en el atuendo, era un hombre propenso al misticismo, y a las prácticas adivinatorias. Detestaba por igual a los agnósticos, a los cínicos y a los cristianos, a los que en cierta manera consideraba ateos. Juliano, que en su juventud había recibido una importante formación cristiana, basaba su crítica al cristianismo en acusaciones como la discordancia de los evangelios, la oposición entre el monoteísmo judío y el principio cristiano de la Trinidad, el carácter tribal y no universal del Iahvé veterotestamentario, etcétera. Hijo de su tiempo, también concedía un lugar importante en su concepción religiosa a los populares misterios de Eleusis y a Mitra —éste muy popular entre los militares— y a los telúricos sortilegios propios del culto de Hécate.
Juliano tampoco olvidó la utilización política de su religión, que practicó intensamente, haciéndose descendiente del Sol Invicto, anunciando además que recibía visiones directas de éste o de la diosa Roma, alegoría que representaba antiguamente a la República. De acuerdo con Sócrates Escolástico, Juliano se creía a sí mismo Alejandro Magno, reencarnado en otro cuerpo por vía de la transmigración de almas, como proponían Platón y Pitágoras. En consecuencia con su ideología, uno de los primeros actos del nuevo emperador fue proclamar la libertad de cultos y religiones, suprimiendo toda la legislación represiva que de facto había hecho del cristianismo la religión del Estado. A pesar de que Constantino había legalizado el cristianismo, este no fue declarado religión oficial del Estado hasta que Teodosio lo hizo en 380 en virtud del Edicto de Tesalónica. Constantino y su inmediato sucesor habían prohibido la conservación de los templos paganos, y algunos de estos templos fueron destruidos o convertidos en templos cristianos. Juliano terminó con la cristianización y con la destrucción de los templos, al tiempo que decretó la restauración de cultos paganos y la consiguiente devolución de los bienes confiscados por Constantino y sus sucesores, ordenando además la reconstrucción de los templos paganos arruinados. Estas reconstrucciones no fueron de hecho muchas, dadas las limitaciones económicas y temporales, aunque sí tuvieron una clara intencionalidad reivindicativa.
Juliano trató de reorganizar el clero pagano de forma similar a la Iglesia Católica. A tal efecto, instauró en cada provincia una especie de vicario pagano, reclamando para sí el antiguo título de Pontifex Maximus. Al clero pagano le concedió también privilegios fiscales e intentó fomentar en él las dos virtudes que consideraba válidas en la moral cristiana: la pureza de costumbres y la caridad, que él denominaría filantropía, disponiendo algo semejante a la excomunión para aquellos sacerdotes paganos que no cumpliesen con sus deberes. Con ello trataba de minimizar la capacidad de los cristianos para organizarse en una resistencia activa contra el restablecimiento de las creencias paganas en el Imperio. Lo cierto es que la proclamada libertad de culto y religión tenía un fin último muy claro: la erradicación del cristianismo. Por de pronto Juliano suprimió las rentas concedidas al clero cristiano por Constantino y Constancio, así como la jurisdicción episcopal. Además reclamó de vuelta a los obispos cristianos considerados heréticos, reavivando así los disturbios y cismas internos en el seno de la Iglesia católica–nicena. Cuando se produjo el asesinato del obispo arriano de Alejandría, Jorge de Capadocia —su antiguo tutor en Macelo—, Juliano no intervino, mostrando satisfacción por la eliminación de un «enemigo de los dioses». A pesar de todo, la Iglesia cristiana resistió estos esfuerzos. Incluso en el turbulento Egipto, desgarrado por las luchas entre docenas de tendencias heréticas, Atanasio logró unirlas momentáneamente contra su enemigo común y, pese a las recompensas ofrecidas por el augusto, las apostasías fueron escasas.
Se considera que la famosa anécdota, según la cual Juliano se arrancó la lanza que le había herido y la arrojó hacia el cielo, pronunciando la famosa frase: «Vicisti Galilæ» («¡Has vencido, Galileo!»), es de origen apócrifo. Según Gore Vidal, el invento pertenece al apologista cristiano Teodoredo, quien lo escribió un siglo después de la muerte de Juliano. La frase da comienzo al poema de 1866 «Himno a Proserpina», de Algernon Swinburne, donde el poeta inglés se lamenta del triunfo del cristianismo por cuya culpa «el mundo se volvió gris». La vida de Juliano ha inspirado varias novelas históricas. Destacan las de Dmitri Merezhkovski (1861-1945) La muerte de los dioses (1896), Juliano el Apóstata, de Gore Vidal (1964), Dioses y legiones, de Michael Curtis Ford (2002) y El último pagano de Adrian Murdoch (2004).
Juliano, filósofo y genio militar, fue uno de los primeros en oponerse al absolutismo cristiano, que se negaba entonces —como se negó durante siglos— a tolerar cualquier creencia que no fuera la propia. No obstante, Juliano siempre prefirió los métodos de la razón, la persuasión, y aun la sátira. Hombre de ideas religiosas peculiares trató de organizar ritos, supersticiones y prácticas mágicas en una gran iglesia helenística y, por supuesto, fracasó. Si hubiera triunfado, o no hubiera muerto tan joven, quizá la historia de Europa habría sido muy distinta y el cristianismo sólo una más entre otras religiones de Occidente. 
Las tropas proclaman a Juliano augusto de Occidente

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