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lunes, 9 de julio de 2018

La tumba de Sebaste en Samaria


Cuando la Iglesia estableció el dogma de la Resurrección, fue necesario precisar el momento en que Jesús abandonó la tumba. Diversos argumentos apoyaban el principio de una permanencia de tres días en el seno del sepulcro. Durante la época conocida como del cautiverio en Babilonia (siglo VI a.C.), los judíos deportados no sólo habían traído de allí los nombres de los ángeles, su alfabeto cuadrado (reflejo innegable de la antigua escritura cuneiforme mesopotámica) y muchas creencias esotéricas procedentes directamente de la vieja religión de los magos de los zigurat, sino también la creencia en la resurrección futura de los muertos, tal como Zoroastro [Zaratustra] la había definido. Y según esa tradición, el alma no abandonaba el cadáver hasta tres días después de la muerte aparente. Doctrina que también acabaría asimilando el judaísmo.
Según el Talmud de Jerusalén; «el alma permanece tres días junto al cadáver, intentando entrar de nuevo en él. Y no se aleja definitivamente hasta que el aspecto del cuerpo empieza a alterarse». Es pues, el inicio del proceso de putrefacción lo que aleja el alma de su envoltura mortal. Esto lo confirma el episodio de Lázaro. Cuando Jesús ordena que se aparte la piedra del sepulcro, Marta, la hermana mayor del difunto, le hace la siguiente observación: «Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días ahí…» (Juan, 11, 39). Por eso, para no perturbar al alma del difunto, diversos textos judaicos recomiendan no dar sepultura al cuerpo antes de que hayan transcurrido tres días desde el óbito, es decir, después de haberse producido la muerte aparente. Por otra parte, nuestros anónimos redactores de los evangelios, tenían un enorme interés en sustentar sus palabras con algún paralelismo que probara de forma conmovedora la realidad de las profecías mesiánicas. Y es natural que en el entorno de Jesús, para quien los fines de su misión eran puramente políticos y mundanos, se esforzara particularmente en ello. Así, cuando el Salmo 22 de Zacarías evoca, según ellos [los anónimos copistas griegos], la pasión de Jesús, efectúan ligeras rectificaciones en el texto hebreo tradicional para hacerle decir lo que no dice. En el texto hebreo del versículo 17 leemos esto: «He aquí que me rodean perros, una banda de malvados me cerca, como a un león, atan mis manos y mis pies…» En el texto latino de la Vulgata de san Jerónimo leemos lo siguiente: «Foderunt manus meas et pedes meos…» Y traducen «perforar» las manos y los pies, en lugar de «lacerar» al atarlos. En la Antigüedad, se utilizaban redes para capturar a los animales salvajes, y después se les inmovilizaba con gruesas sogas que laceraban y desollaban la piel de sus patas por el roce, pero no se les perforaban las patas durante su captura. ¿Qué sentido tendría dejarles cojos?
Regresemos al Salmo 16, los versículos 10 y 11 dicen lo siguiente: «Porque no abandonarás mi alma al Seol, no dejarás a tus fieles en el abismo, tú me darás a conocer el camino de la vida, la plenitud de la alegría que se goza en tu presencia, las delicias eternas de las que uno se deleita a tu diestra…» De este texto no se puede extraer nada que sea aplicable al Verbo Eterno, puesto que en el versículo se presupone que el beneficiario de los placeres anunciados todavía no los ha conocido. Por otra parte, el mismo texto latino de la Vulgata está en contradicción con el texto hebreo original, pues la versión latina dice lo siguiente: «No permitirás que tu bienamado vea la corrupción…», en lugar de «No dejarás a tus fieles en el abismo…», podemos asegurar que son palabras muy diferentes. Así pues, una vez transcurridos tres días no podía hablarse de resurrección, dado que se suponía que el alma había sido arrastrada ya muy lejos, hacia los confines del tenebroso mundo de ultratumba. El concepto del Seol judaico se asemejaba al del Hades, el inframundo grecorromano, y ambos inspiraron el Purgatorio cristiano, anterior al tenebroso Infierno de fuego y azufre, creado alrededor del año 1000 por la Iglesia, en medio de la puesta en escena de un ambiente apocalíptico bien aderezado con un inminente Fin de los Tiempos, y que no tenía otro objetivo que el de inocular el veneno del temor y la ponzoña de la ignorancia en el corazón de los hombres, para así afianzar la Iglesia su liderazgo espiritual y su poder terrenal. Por otra parte, antes de tres días podía dudarse de la muerte real; como en el episodio de la hija de Jairo (Mateo, 9, 18 y 23-25), que había muerto hacía un momento y a la que Jesús declara viva: «No está muerta, duerme…» Esto permitiría sostener un argumento idéntico en el caso de la resurrección de Jesús. Ya que si realmente tomó el narcótico que le ofrecieron, pudo ser precisamente con ese fin: el de simular una muerte aparente. De ahí que muriese tan pronto, dando pie a la antigua creencia según la cual, le bajaron aún con vida de la cruz.
El herbario mágico del vudú africano y antillano incluye drogas que permiten hacer creer en una muerte real, y que no es sino aparente. La víctima es debidamente inhumada en el cementerio del pueblo, y al cabo de veinticuatro horas es desenterrada clandestinamente. La transportan en secreto a un pueblo muy alejado, y el beneficiario de la operación posee así un auténtico esclavo, totalmente narcotizado, del que podrá abusar a su antojo.
Puede que, en previsión de una artimaña semejante, el legionario romano Longino, siguiendo unas instrucciones concretas, asestase la definitiva lanzada a Jesús: «Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero, y al otro que estaba crucificado con él. Pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua…» (Juan, 19, 32-34).
También hemos visto en un capítulo anterior, que quizás el propósito de la lanzada fuese otro bien distinto. Observaremos, de paso, que el entusiasmo y el fanatismo irracional jamás tienen medida. Así, por ejemplo, otra leyenda pretende que ese soldado, que era ciego, recuperó milagrosamente la vista por virtud del líquido que brotó de la herida del costado de Jesús crucificado. Es difícil imaginar que Roma confiase la vigilancia de los condenados a muerte a un soldado ciego, o casi ciego. De todos modos, lo señalamos una vez más, la lanzada, asestada por un soldado experto, no tenía por qué ser mortal. Los gladiadores, por ejemplo, sabían cómo herir sin matar. Para evitar estos apaños y acuerdos tácitos, a veces, no siempre, se solía aplicar un hierro candente al luchador caído, para verificar su muerte.
Otra leyenda bíblica había descrito la permanencia de tres días en el sepulcro. Era la del profeta Jonás, engullido por un gran pez, y que, tras haberse mantenido milagrosamente con vida en el estómago de dicho monstruo marino, a pesar de los espasmos y de los jugos gástricos del animal, había sido devuelto a la playa al cabo de tres días. Suponiendo que Jonás hubiese permanecido tres días en las entrañas del cetáceo, es indudable que habría muerto como consecuencia de la acción corrosiva de los jugos gástricos del animal. De modo que no es de recibo, para cualquier mente racional, aceptar esa permanencia de tres días y tres noches (Jonás, 2, 1) de dicho profeta en el estómago del gran pez, con o sin milagro.
Fue la increíble leyenda de Jonás, sobre la que se cimentó, en buena medida, el dogma de la resurrección de Jesús: «La generación malvada y adúltera pide una señal, pero no le será dada más señal que la de Jonás el profeta. Porque, como estuvo Jonás en el vientre de un gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre tres días y tres noches en el seno de la Tierra…» (Mateo, 12, 39—40). Los cristianos de los primeros siglos vivían en medio de un ambiente pagano que les había acostumbrado a familiarizarse con las resurrecciones de los dioses. Y ellos no podían ser menos, para tener garantías de éxito y atraer a nuevos parroquianos, tenían que hacer resucitar también a su divinidad particular y propia. Por otra parte, la profecía de Oseas se lo decía así de claro: «Nos hará revivir dentro de dos días, al tercer día nos hará resurgir, y viviremos ante él…» (Oseas, 6, 2).
Del profeta Oseas, de la tribu de Isacar, la de los grandes videntes de Israel, sabemos muy pocas cosas, excepto el nombre de su padre, Beeri, (Oseas 1, 1), y que profetizó durante los reinados de Usías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y de Jeroboam II, rey de Israel, cuyos reinados pueden situarse a lo largo del siglo VIII a.C. Las especulaciones científicas referidas al tiempo en que Oseas ejerció su ministerio varían entre veinticinco y setenta años. Oseas desarrollaba sus actividades en el reino de las diez tribus del norte, Israel, pero, en parte, sus mensajes involucraban también al reino de Judá, en el sur. Podemos suponer que el servicio de Oseas finalizó cuando el reino del norte, Israel, fue aniquilado por los asirios en el 722 a.C. (catástrofe que él mismo había anunciado); por lo tanto, su ministerio como profeta debió desarrollarse a lo largo de entre 30 y 50 años, y si esto fue así, quiere decir que Oseas fue contemporáneo de Isaías, Miqueas y Amós. En cualquier caso, resulta evidente que su profecía se refiere a los Patriarcas, a los muertos que permanecerán a la espera del Mesías, y lo que dice sobre la acción de este último debe desarrollarse en el Más Allá, por lo tanto, en el Seol. Es decir, el Mesías muerto en el mundo de los vivos, dará una vida sobrenatural a los muertos que aguardan su llegada desde hace siglos, cuando él mismo haya penetrado en el Seol, después de haber muerto, a su vez, como ellos. Eso es lo que el profeta Oseas quiere anunciar con sus palabras. Pero, en el caso del Mesías, no se trata en modo alguno de regresar a una vida humana (mortal) corriente, de nuevo en el mundo de los vivos. Eso es lo que se sobreentiende con la frase: “…nos hará resurgir, y viviremos ante él…” Algunos traductores emplean resucitar en lugar de resurgir. No es exactamente lo mismo.
Seguramente, los cristianos de la primera época (ss. I-III), y en especial los gnósticos, interpretaron la resurrección en el sentido de Oseas. Fueron los escribas del siglo IV los que imaginaron una resurrección puramente carnal y terrenal. Nos sirve como prueba para hacer tal afirmación que la tradición gnóstica del docetismo negara que Jesús hubiese poseído jamás un cuerpo humano y carnal, y pretendiera que, ya en vida, no hubiese sido sino una materialización temporal de su espíritu. Una especie de espectro descendido del Protogonos para enseñar a los hombres el camino de la Salvación, dicho de otro modo: un fantasma o aparición tal como hoy lo entendemos.
Sabemos por el emperador romano Juliano, que en el año 362, los cristianos de Asia Menor adoraban, cerca de Sebaste, en Samaria, los restos de Jesús, lo que nos lleva a deducir, por pura lógica, que la creencia en una Ascensión corporal, en carne y hueso, no había sido aún elaborada por la Iglesia. Lo que intuían era que su espíritu y su alma, asociados en una forma evanescente, habían ascendido al Protogonos, para ocupar allí su lugar a la derecha de Dios.
Esta creencia no era incompatible con la veneración que pudiera rendirse a los restos mortales de Jesús, depositados en un sepulcro. Y la discusión de Juliano y de Severo de Antioquía, ambos obispos ortodoxos, lo demuestra de forma indiscutible y en seguida lo analizaremos. No fue hasta mucho tiempo después de la profanación de la tumba por orden de Juliano, y después de la supuesta destrucción de los restos de Jesús, cuando se elaboró la leyenda de la ascensión de Jesús [y de María, su madre] a los cielos. No obstante, parece ser que la intención de Juliano no era tanto la de destruir los huesos, para acabar con el culto del Resucitado [Jesús], como la de demostrar que aquel sedicioso crucificado como enemigo de Roma, tres siglos antes, fue humano y no un dios, que murió en la cruz, que fue sepultado y que jamás resucitó. Que su cuerpo mortal se pudrió en la tumba y que sus restos estaban todavía allí para demostrarlo. Por lo tanto, el propio emperador era el último interesado en destruir los restos mortales de Jesús que se veneraban en Samaria; la prueba concluyente de que el nuevo cristianismo católico se sostenía sobre una colosal mentira.
Decimos esto porque desde su llegada a Antioquía un año antes de profanar la tumba (362), Juliano no deja de anunciar sus intenciones, como si quisiese avisar con tiempo para que los restos fuesen puestos a salvo. Y a partir de ese momento empiezan a prodigarse las leyendas de unos personajes que, a pesar de llevar trescientos años muertos, viajan hacia Occidente. Y así desembarcaban las tres Marías en Marsella, José de Arimatea lo hace en Britania como portador del Grial y una solitaria nave, sin tripulación, como el barco que transportaba a Nosferatu [el no-muerto] arriba a las costas del noroeste español con un misterioso cofre que contiene los restos de un santo varón muerto mucho tiempo antes en Jerusalén. Da la impresión de que alguien se está encargando de trasladar todas las reliquias desde Oriente a Occidente. Pero ¿para salvarlas de quién, del apóstata emperador Juliano, o de la propia Iglesia?
Estamos a mediados del siglo IV, poco antes de que la Iglesia establezca el dogma de la divinidad de Jesús, convirtiéndole en Jesucristo, que ahora resulta que ascendió a los cielos tras la resurrección y con su envoltorio mortal intacto. Desde su institucionalización, tras el Concilio de Nicea en 325, la Iglesia católica trabajará febrilmente para reconvertir al predicador Jesús de Nazaret, en un semidiós al más puro estilo pagano. Y a partir de ese momento, será la propia Iglesia la más interesada en borrar el pasado mortal de Jesús y el de su madre, María, a la que convierten en virgen y también la hacen ascender a los cielos incorrupta, sin pasar por el sepulcro. Todo esto, no lo olvidemos, cuando la buena mujer ya llevaba trescientos años muerta.
La Iglesia católica, desde sus inicios, ha basado buena parte de su culto esotérico en la veneración de los restos humanos de sus mártires y santos, incluidos los de Jesús y María, hasta que decidió divinizarlos. Sin embargo, en aquellos momentos cruciales del siglo IV, la Iglesia tenía que dar un golpe de timón y deshacerse de las incómodas reliquias de los personajes principales de las Escrituras: Jesús, en primer lugar, y a continuación María, su madre. Luego, de forma más discreta, les llegaría el turno a Santiago, Pedro y todos los demás protagonistas de los evangelios.
María Magdalena, la más que previsible esposa de Jesús, quedó fuera de esta reinvención de los evangelios, dado que no quedaba suficientemente bien establecido su papel, más allá del de pecadora arrepentida, y, en cierto modo, se solapaba con el de la otra María, la madre de Jesús. Pero esto no significa en absoluto que los restos de María Magdalena no hubiesen sido objeto de culto y veneración antes de su divinización.
Buena parte del culto católico, todavía en nuestros días, y sobre todo en países como España e Italia, se basa en la veneración de restos humanos, a los que tradicionalmente se ha denominado reliquias. Luego no tiene nada de particular que hasta producirse la divinización de Jesús y de su madre María, sus restos, y los de otros protagonistas de los evangelios, también fuesen venerados por los primitivos cristianos.


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