Esparta fue una polis de carácter eminentemente
militarista. Los dorios, conquistadores de la región, mantenían su dominio
sobre pueblos mucho más numerosos que ellos a base de una rígida organización
militar. Los ciudadanos de Esparta eran soldados durante casi toda su vida y no
se dedicaban más que a la milicia. Vivían del trabajo de los pueblos sometidos.
Gobernaba la ciudad una asamblea de ciudadanos notables, que cada año designaba
unos magistrados (éforos).
Atenas era una polis de
muy diferente índole. Entre sus ciudadanos existían grandes propietarios,
comerciantes, artesanos, marineros, campesinos con pequeñas propiedades y
jornaleros. Y lo más notable es que después de una época en la que solo
gobernaban los más ricos (plutócratas), tras diversas vicisitudes (luchas y
negociaciones) todos los ciudadanos, ricos y pobres, mientras fuesen mayores de
edad, varones y libres, acabaron por tener acceso al gobierno del Estado. Una
gran asamblea, a la que podían asistir todos los ciudadanos y que se celebraba
al aire libre, designaba otra asamblea más reducida (de unas 500 personas,
entre las más capacitadas). Esta asamblea, dividida en diversas comisiones,
hacía las leyes y nombraba a los magistrados del Estado (arcontes), que
gobernaban la ciudad durante un año. Esta forma de gobierno se llamaba
democracia (gobierno del pueblo) y fue imitada por mucha polis o
ciudades-estado. Frente al poder despótico de los faraones egipcios o de los
reyes asirios, semíticos, babilonios o persas, la democracia representaba una
conquista esencial de la civilización. Entre los sabios gobernantes de Atenas
destacan el sabio Solón, Pisístrato, que dirigió una revolución de las clases
humildes, pero que una vez en el poder se negó a abandonarlo, Clístenes,
creador de la democracia, y su descendiente Pericles, que fue elegido arconte
diez años seguidos y dio a Atenas días de magnificencia.
La guerra del Peloponeso
y sus consecuencias
El triunfo sobre los
persas benefició especialmente a Atenas, que se convirtió en la mayor potencia naval
de Grecia. Esta época de apogeo político de Atenas se correspondió con un
momento de gran esplendor cultural durante los años del gobierno de Pericles.
De ahí que se conozca esa época (s. V a.C.) como el Siglo de Oro o el Siglo de
Pericles.
Esparta, por su parte,
siendo la primera potencia por tierra, fiel a su férrea organización militar.
Conjurado el peligro persa, entre las dos ciudades estallaron una serie de
conflictos, que se acentuaron por las diferencias existentes entre las ciudades
aliadas de una y de otra y que acabaron por desembocar en la guerra llamada del
Peloponeso. Esta guerra fue terrible y se prolongó 30 años. Las polis griegas
se dividieron en dos bandos, unas a favor de Atenas y otras a favor de Esparta.
Esta lucha fue de desgaste, porque ambos contrincantes, no pudiendo vencer al
adversario en el terreno que le era propicio, el mar o la tierra, se agotaron
en empresas secundarias. Al fin, Esparta consiguió hacerse con una poderosa
escuadra y aniquiló a la flota ateniense.
Antecedentes: en el 550
a.C., se había fundado una liga entre las ciudades del Peloponeso (Liga del
Peloponeso), dirigida por Esparta. Aprovechando el descontento general de las
ciudades griegas, la Liga del Peloponeso empezó a enfrentarse a Atenas. En el
año 431 a.C. se desató una serie de guerras cruentas como no las había conocido
Grecia en siglos pasados. El casus belli fue que la isla de Corcira (Corfú)
tenía una disputa con Corinto, ciudad aliada de Esparta, y Atenas ofreció ayuda
a dicha isla. Así comenzó la guerra del Peloponeso que duró 27 años. Las
ciudades griegas entraron en el conflicto aunque el peso de la guerra recayó
sobre las dos grandes potencias rivales: Atenas y Esparta. Atenas mostró su
superioridad por mar, mientras que Esparta demostró que por tierra era casi
invencible. Los espartanos invadieron el Ática, territorio que pertenecía a
Atenas. Pericles tuvo que proteger a su gente detrás de los Muros Largos, un
recinto amurallado entre la ciudad y el puerto de El Pireo. Allí, hacinados y
con malas condiciones higiénicas, se desencadenó una epidemia de peste a causa
de la cual murieron miles de personas, entre ellas el propio Pericles. La liga
del Peloponeso derrotó definitivamente a Atenas y a sus aliados en el año 404
a.C. en la batalla naval de Egospótamos y se produjo un periodo de hegemonía de
Esparta que estableció gobiernos afectos en todas las ciudades griegas. Su
dominación no tardó en ser aborrecida por los demás griegos y, para hacer
frente a las rebeliones de las ciudades sometidas, Esparta se alió con los
persas. Esto indignó tanto a los demás griegos, que la ciudad de Tebas, antigua
aliada de Atenas, consiguió derrotar a los espartanos en la batalla de Leuctra
en 371 a.C.
La polis de Tebas se
alzó con el liderazgo en Grecia tras la derrota de Atenas en la guerra del
Peloponeso, enfrentándose a la vencedora del conflicto, la siempre belicosa
Esparta. Pero la clave de la victoria final de los tebanos no estuvo en el
número de sus hoplitas ni en su excelente preparación, sino en la magistral
táctica empleada por su gran estratega: Epaminondas, que revolucionó el arte de
la guerra en la Antigüedad. Este genial tebano cambió para siempre la
estrategia militar al dividir su ejército en fuerzas de combate distintas con
diferentes objetivos. El vencedor de los espartanos en Leuctra pagó cara su
victoria, pues perdió la vida a causa de las heridas recibidas en la refriega.
Tras su muerte, Tebas no logró imponer su supremacía de forma absoluta y
duradera a las demás polis griegas, así que en el año 338 a.C., el rey Filipo
II de Macedonia, derrotó a los tebanos y a sus aliados en la decisiva batalla
de Queronea, sometiendo a los griegos. Paradójicamente, Filipo y su hijo
Alejandro emplearon para vencerlos muchas de las estrategias que tan exitosamente
había desarrollado Epaminondas cuarenta años antes.
Atenas y Esparta
estuvieron varias veces a punto de concluir una paz definitiva: por ejemplo, en
423 a.C., estipularon un armisticio válido incluso para sus aliados, pero fue
roto dos días después; en 421 a.C., gracias al ateniense Nicias, se concertó un
tratado de paz que debía durar cincuenta años, pero ninguna de las ciudades
contendientes quiso renunciar a sus políticas expansionistas, sostenidas sobre
todo por el ateniense Alcibíades: la guerra estalló nuevamente en 414 a.C.
Antes de declararse las
hostilidades, Atenas había cometido el error de quedar expuesta en dos frentes:
había enviado una expedición a Sicilia, contra los siracusanos, y al mismo
tiempo apoyo la sublevación antipersa de Caria. En Sicilia los atenienses
cosecharon una derrota desastrosa, tanto por mar como por tierra, y cuando se
conoció la magnitud de este desastre en Persia, Darío II aprovechó para exigir
a todas las ciudades de Asia Menor tributos iguales a los de los años anteriores,
infringiendo de esta manera los acuerdos establecidos con Calia. Al mismo
tiempo, Eubea, Lesbos, Quíos, Eritrea y otras ciudades de Jonia, sometidas al
dominio de Atenas, aprovecharon la ocasión para rebelarse contra el yugo que
les imponía la ciudad ática y pidieron ayuda a Esparta. También prometieron
ayuda a los espartanos y a las ciudades rebeldes Tisafernes y Farnabazo,
sátrapa de Dascilio, y dado que la alianza con los persas significaba contar el
apoyo de la flota fenicia y el aporte de cuantiosas riquezas, Esparta aceptó.
Entre los años 412 y 411
a.C. se concluyeron tratados, varias veces, entre Esparta y Tisafernes, en los
cuales se reconocía a Darío II la soberanía sobre toda Asia y la ciudad griega
se comprometía a renunciar en el futuro a toda aspiración respecto de los
territorios que pertenecían al Gran Rey o a sus predecesores. Además, los
espartanos se comprometieron a no firmar una paz por separado con los
atenienses sin previo consentimiento de Persia. Con la ayuda de Esparta, que en
el ínterin había conquistado Mileto, Tisafernes, que fue quien se benefició a
raíz de esta alianza que había puesto firme voluntad en conseguir, logró
doblegar finalmente la resistencia de Amorges, venciéndolo en Iasos, y sometió
a Caria. Sin embargo, no tardaron en sobrevenir disensiones entre los persas y
los peloponesios, debidas a que los primeros consideraban excesivas las
exigencias de los mercenarios griegos y los segundos reprochaban a Tisafernes
no haber intervenido en el Egeo con la flota fenicia, concentrada en Aspendo.
Entretanto, la noticia
de la derrota sufrida en Sicilia había insuflado en Atenas nuevas fuerzas a los
adversarios del partido democrático, que retomaron momentáneamente el poder y
reanudaron las relaciones con Alcibíades, que estaba en el destierro. Éste,
fiándose de la amistad de Tisafernes, se acerco a él para convencerlo de que se
marchara definitivamente de Esparta, pero el sátrapa lo hizo arrestar y
conducir a Sardes. Alcibíades consiguió escapar y tomó el mando de una flota reconstruida
con gran premura por parte de los atenienses, que habían apelado a sus últimos
recursos, y derrotó a los espartanos, primero en Abidos y después en Cícico,
entre el otoño del 411 y la primavera del 410 a.C. Estos sucesos, que
impulsaron a Esparta a pedir una tregua, reforzaron al partido democrático
ateniense, que recibió a Alcibíades en el 409 a.C. en loor de multitud.
Aprovechándose de que
los espartanos no podían contar ya con el apoyo de Tisafernes, debido a una
definitiva ruptura entre ellos, Atenas, ayudada por el rey macedonio Arquelao,
construyó una escuadra cuyo mando se confió a Trasilio. Pero el oro de los
persas no dejó de ser un protagonista de excepción en la guerra del Peloponeso:
el sátrapa Farnabazo financió la construcción de una flota espartana y
sustituyó como aliado de los lacedemonios a Tisafernes, caído en desgracia
incluso con Darío II.
Mientras Alcibíades
presentaba batalla a Farnabazo en el Helesponto y lo derrotaba varias veces, el
comandante ateniense Trasilio llegó hasta Lidia, que fue devastada, y puso
sitio a Éfeso, pero la ciudad logró resistir hasta la llegada de refuerzos y la
flota ateniense fue destruida. Este revés marcó el eclipse de la buena estrella
de Alcibíades, que se retiró a sus posesiones del Quersoneso, desde donde,
condenado al ostracismo, buscó refugio, primero en Esparta y después junto a
Farnabazo, quien ordenó que se le diera muerte en el 404 a.C.
Mientras tanto, la
política del Gran Rey frente a los atenienses experimentó un vuelto: cansado de
las vacilaciones de Tisafernes y espoleado por la insistencia de Parisátides,
confinó al sátrapa en la provincia de Caria y puso a su hijo Ciro, predilecto
de la reina, a cargo de Lidia, Frigia y Capadocia. Al asumir sus funciones,
éste tenía solo dieciséis años: no obstante, fue nombrado comandante de todas
las fuerzas persas que operaban en la región de Asia Menor. Sin embargo, Ciro
el Joven no tuvo una actuación relevante en la continuación de la guerra: en
realidad siguió desempeñando el mismo papel que su predecesor Tisafernes, o
sea, la de financiador de los espartanos. A la postre, el oro persa demostró
ser el arma más eficaz de la que dispusieron los enemigos de Atenas para vencer
su resistencia. Infructuosos resultaron los esfuerzos de los atenienses para
sufragar la construcción de otra escuadra en el año 406 a.C. A pesar de haber
sido derrotados en la batalla naval de las islas Arginusas, donde murió hasta
su almirante Kalicátrides, los espartanos pudieron rearmarse rápidamente merced
a la ayuda de Ciro, y luego, guiados por Lisandro —nuevo almirante de la flota—
lograron presentar batalla en Egospótamos, en el Quersoneso de Tracia, y
derrotaron a la armada ateniense. Esta victoria (405 a.C.) puso prácticamente
fin a la guerra del Peloponeso, que finalmente se resolvió en el mar. Al año
siguiente Atenas no tuvo más remedio que firmar la paz bajo condiciones
durísimas, e ingresar en la Liga del Peloponeso.
Hoplita ateniense del siglo V a.C. |
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