El rey Midas fue
célebre en la antigüedad por su proverbial avaricia y por acumular enormes
riquezas.
Un día llegó al
palacio del monarca un caminante exhausto. Midas, encantado con las fabulosas
narraciones del viajero acerca de los países lejanos que había visitado, lo
agasajó durante varios días. Antes de partir, el misterioso peregrino le dijo
al rey que era en realidad un poderoso mago y que quería agradecerle su
hospitalidad. Así que le preguntó cómo quería que le recompensara. Midas
respondió sin vacilar:
—Deseo que me otorgues
el don de convertir en oro todo lo que toque.
El hechicero le
concedió al rey su deseo y, a partir de ese momento, no sólo se convirtieron en
oro las piedras, las flores y los muebles de su palacio, sino también los
alimentos, el agua y el vino, de modo que no podía comer ni beber. Pronto Midas
suplicó al mago que le liberara de su deseo, pues se estaba muriendo de hambre
y de sed; en vista de ello, el brujo le dijo que para conjurar el encantamiento
se lavara en el río que discurría cerca de su palacio.
El soberano obedeció,
y quedó inmediatamente libre de la hechicería.
Midas siguió
gobernando su reino y un día recibió una invitación del hechicero para que le
asistiese en calidad de juez en un concurso musical. Los finalistas fueron un pastor
y un hombre rico que sobornó a Midas para que le proclamase vencedor. Mas el
hechicero se enteró del apaño y castigó al rey con un par de orejas de asno.
Durante mucho tiempo,
Midas logró ocultar las enormes orejas bajo su corona real; pero un día sintió
la necesidad de confesar su secreto y cavó un agujero en su jardín, y, después
de haberse asegurado de que no había nadie en las cercanías, metió la cabeza en
el hoyo y susurró:
—¡El rey Midas tiene orejas
de asno!
Acto seguido, rellenó
el agujero y se marchó muy satisfecho. Algún tiempo después, brotó un
alcornoque que susurraba el secreto a todo el que pasaba por allí. Cuando Midas
descubrió que su desgracia era ya del dominio público, se encerró en las
bodegas de su palacio, sin más compañía que sus fabulosas riquezas, y así
terminó sus días.
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