En 192 d.C., Marco
Cómodo desaparecía sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos poseía la talla
suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección
recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio
Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una
familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los
escalafones de la jerarquía militar y del cursus
honorum, la carrera de los honores cívicos romanos, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar
peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido
centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus
brillantes servicios en el decurso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en
Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían
valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera
militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer
orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen
corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado cuantiosos recursos públicos y bajo su desgobierno decayó la disciplina del Ejército.
Pertinax no dudó en afrontar estos problemas. Apoyándose en el Senado, frente al
cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la
administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en
las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas
en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos
imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las
costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron
airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el
emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus
dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del
Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en
pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a
quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente;
se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el
mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente:
Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su
opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente
del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la
aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las
exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo
adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entre cada
guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los
pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura.
Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su
obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar,
y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas
prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño,
también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible
para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y del
Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador
aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo
ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus
intereses, los demás ejércitos coligieron
que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis
del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro
emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.
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