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lunes, 12 de febrero de 2018

El «Sansón de Extremadura» fue un formidable soldado español

Diego García de Paredes, también conocido como el «Sansón de Extremadura» era célebre por su habilidad con las armas y su extraordinaria fuerza física. En tiempos de Carlos V, gran admirador del legendario guerrero, fue nombrado Caballero de la Espuela Dorada. Diego García de Paredes nació en Trujillo en torno al año 1468. Poco se sabe de su infancia y juventud más allá de que aprendió a leer y escribir, y que ya por entonces se inclinaba por el oficio de las armas. Se sabe que en 1496, tras el fallecimiento de su madre, Diego García de Paredes ya se encontraba en Italia buscando fortuna como soldado. En ese momento, Gonzalo Fernández de Córdoba combatía en Nápoles contra las ambiciones francesas de anexionarse ese reino, tradicionalmente bajo la esfera de Aragón. Sin embargo, la actividad militar estaba parada a la llegada de García de Paredes, que decidió entonces ir a Roma para ofrecerse como guardia del papa Alejandro VI, de origen español. Alejandro VI presenció por casualidad como Diego García de Paredes se impuso en una reyerta callejera a un grupo de más de veinte italianos. Armado solamente con una barra de hierro, el español destrozó a todos sus rivales, que habían echado mano de las espadas, «matando cinco, hiriendo a diez, y dejando a los demás bien malheridos y fuera de combate». Alejandro VI, asombrado por la fuerza del extremeño, le nombró miembro de su escolta. Diego García de Paredes adquirió rápidamente gran fama como espadachín en Italia. Tras matar durante un duelo a un capitán italiano de la confianza de los Borgia, el extremeño pasó a los servicios del duque de Urbino, una de las familias rivales del Pontífice. No en vano, su tiempo como soldado a sueldo quedó aparcado cuando el Gran Capitán reclamó hombres para recuperar Cefalonia, una ciudad de Grecia que había sido arrebatada por los turcos a la República de Venecia. Durante el interminable asedio a esta plaza, los turcos usaron un garfio para elevar a Diego García al interior de su muralla. Una práctica muy habitual en los asedios de la época, que era posible gracias a una máquina provista de garfios que los españoles llamaban «lobos», con los cuales aferraban a los soldados por la armadura y los lanzaban contra la muralla.
El extremeño consiguió zafarse de las ataduras en lo alto de la fortificación y resistió el envite de los otomanos durante tres días, donde a cada instante «parecía que le aumentaba las fuerzas con la dificultad». Una vez reducido, los turcos respetaron la vida del español con la intención de usarlo como rehén en el intercambio de prisioneros. No en vano, el soldado Paredes escapó por su propio pie y se unió al combate, poco antes de la rendición turca. Fue aquella gesta el origen de su leyenda y cuando comenzó a ser conocido como «el Sansón de Extremadura» y «el Hércules español». Ya convertido en un mito viviente, Diego García se reincorporó a los ejércitos del Papa a principios de 1501. César Borgia tenía puestos los ojos en la Romaña y permitió que las ofensas pasadas quedaran olvidadas. El hijo de Alejandro VI le nombró coronel en el ejército que participó en las tomas de Rímini, Fosara y Faenza. Pero tampoco duró mucho esta nueva asociación con los Borgia, puesto que ese mismo año acudió a la llamada del Gran Capitán para luchar en Nápoles. Se presumía, por las tropas y recursos invertidos, que quien venciera en esta ocasión se haría definitivamente con el reino de Nápoles. El Gran Capitán se valió de la fama ganada por «el Sansón de Extremadura» para combatir a los franceses, quienes le «temían por hazañas y grandes cosas que hacía y acometía». Y de nuevo, es difícil estimar cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en los episodios bélicos que supuestamente protagonizó García de Paredes. Así, aunque está confirmada su participación en las batallas de Ceriñola y de Garellano en 1503, más cuestionable es el relato sobre una escaramuza previa a esta segunda batalla donde el extremeño, contrariado con una decisión táctica de Fernández de Córdoba, se dirigió en solitario hacia las tropas francesas y causó cerca de 500 muertos. «Túvose por género de milagro, que siendo tantos los golpes que dieron en Diego García de Paredes los enemigos... saliese sin lesión», explica una de las crónicas. Al acabar la guerra en Italia en 1504, Nápoles pasó a la Corona de España y el Gran Capitán gobernó el reino napolitano en calidad de virrey. Como agradecimiento a sus servicios, Gonzalo Fernández de Córdoba nombró a Diego García de Paredes marqués de Colonnetta. Sin embargo, cuando el Gran Capitán cayó en desgracia, la defensa que hizo «el Sansón de Extremadura» de su antiguo comandante le costó la pérdida del marquesado de Colonnetta y forzó un exilio voluntario de la corte. Durante años, el soldado extremeño se dedicó a la piratería en el Mediterráneo, teniendo como presas favoritas a los barcos berberiscos y franceses.
En 1509, Diego García de Paredes recuperó el favor real y se unió a la campaña española para conquistar el norte de África. Durante estos años Paredes participó en el asedio de Orán, fue maestre de campo de la infantería española que el emperador de Alemania usó para atacar a la República de Venecia, y sirvió como coronel de la Liga Santa al servicio del papa Julio II en la batalla de Rávena, entre un sinfín de gestas militares. Con la llegada de Carlos de Habsburgo a España, gran admirador de su leyenda, el extremeño acompañó al emperador por Europa, y éste le nombró Caballero de la Espuela Dorada, sirviendo al monarca en Alemania, Flandes, Austria y en todos los conflictos acontecidos en España, desde la Guerra de los Comuneros a la conquista de Navarra. En 1533, tras regresar con Carlos V de hacer frente a los turcos en el Danubio, don Diego García de Paredes falleció a causa de las heridas sufridas durante un accidente cuando jugaba con unos niños a tirar con la lanza unos palos en la pared. Lo que no habían conseguido quince batallas campales y diecisiete asedios, lo logró un inocente juego infantil: matar al gigante. 


jueves, 12 de octubre de 2017

Orden del Templo: la primera multinacional europea

Cien años después de su fundación oficial, hacia 1220, la Orden del Temple era la organización más grande de Occidente en todos los sentidos: desde el militar hasta el económico, con más de 9.000 encomiendas repartidas por toda Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos —más los siervos, escuderos, peones, artesanos, campesinos, etcétera—, además de 50 castillos y fortalezas en Europa y Próximo Oriente, una flota mercante y una armada propias, anclada en puertos propios en el Mediterráneo (Marsella) y en La Rochelle, en la costa atlántica de Francia. Todo este poderío económico se articulaba en torno a dos instituciones características de los templarios: la encomienda y la banca. Uno de los aspectos en los que la Orden del Temple destacó de una manera extremadamente rápida y sobresaliente, fue a la hora de afianzar todo un sistema socioeconómico sin precedentes en la Historia. La dura tarea de llevar un frente de guerra en ultramar les hizo proveerse de una gran escuadra, una red de comercio fija y establecida, así como de un buen número de posesiones en Europa para mantener en pie un flujo de dinero constante que permitiera subsistir al ejército del Temple en Tierra Santa. A la hora de hacer donaciones, la gente lo hacía de buena gana; unos, interesados en ganarse el cielo; otros, por el hecho de quedar bien con la Orden. De este modo la misma recibía posesiones, bienes inmuebles, parcelas, tierras, títulos, derechos, porcentajes en bienes, e incluso pueblos y villas enteras con los derechos y aranceles que sobre ellas recaían. Muchos nobles europeos confiaron en ellos como guardianes de sus riquezas e incluso muchos templarios fueron usados como tesoreros reales, como en el caso del Reino francés, que dispuso de tesoreros templarios que tenían la obligación de personarse en las reuniones de palacio en las que se debatiera el uso del tesoro. Para mantener un flujo constante de dinero, la Orden tenía que tener garantías de que el capital no fuera usurpado o robado en los largos viajes. Con este fin se estableció en Francia una serie de encomiendas que se esparcían por prácticamente toda su geografía y que no distaban unas de otras más que un día de viaje. Con esta idea se aseguraban de que los comerciantes durmieran siempre a resguardo bajo techo, y poder así garantizar la seguridad de sus caminos. No solo supieron crear todo un sistema de mercado, sino que se convirtieron en los primeros banqueros modernos. Y lo hicieron a sabiendas de la escasez de oro y plata en Europa desde la época del Bajo Imperio, y ofreciendo en sus tratos intereses más razonables que los ofrecidos por los usureros judíos e italianos. Así pues, crearon libros de cuentas, base de la contabilidad moderna, los pagarés e incluso la primera letra de cambio. En esta época era costumbre viajar con dinero en metálico por los caminos, y la Orden dispuso de documentos acreditativos para poder recoger una cantidad anteriormente entregada en cualquier otra encomienda de la Orden. Solamente hacía falta la firma, o en su caso, el sello.
La encomienda
La encomienda era un bien inmueble, territorial, localizado en un determinado lugar, que se formaba gracias a donaciones y compras posteriores y a cuya cabeza se encontraba un Preceptor. Así, a partir de un molino —por ejemplo— los templarios compraban un bosque aledaño, luego unas tierras de labor, después adquirían los derechos sobre un pueblo, etcétera, y con todo ello formaban una encomienda, a manera de un feudo clásico. También podían formarse encomiendas reuniendo bajo un único preceptor varias donaciones más o menos dispersas. Tenemos noticia de encomiendas rurales (Mason Dieu, en Inglaterra, por ejemplo) y urbanas (el Vieux Temple, recinto amurallado en plena capital francesa. Al poco tiempo, su red de encomiendas derivó en toda una serie de redes de comercio a gran escala desde Inglaterra hasta Jerusalén, que ayudadas por una potente flota en el Mediterráneo consiguió hacerle la competencia a los mercaderes italianos (sobre todo de Génova y Venecia). La gente confiaba en la Orden, sabía que sus donaciones y sus negocios estaban asegurados y por ello no dejaron nunca de tener clientela. Llegaron hasta el punto de hacerles préstamos a los mismísimos reyes de Francia e Inglaterra.
Tráfico de reliquias
Los templarios tuvieron uno de sus más lucrativos negocios en la comercialización de reliquias. Así pues, distribuían el óleo del milagro de Saidnaya, un santuario a 30 kilómetros de Damasco a cuya Virgen se atribuía el milagro de exudar un líquido oleoso. Los templarios lo embotellaban en pequeños frascos y lo distribuían en Occidente. Al parecer, también comercializaron numerosos fragmentos del Lignum Crucis, la Santa Cruz en la que había sido crucificado Cristo y que los templarios aseguraban haber encontrado. Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a la Orden de los fondos suficientes para mantener en Tierra Santa un ejército en pie de guerra constante.
La Cruz paté roja
El 27 de abril de 1147, el papa Eugenio III convoca en Francia la II Cruzada, y, de paso, asiste al capítulo de la Orden celebrado en París. El Papa concedió a los templarios el derecho a llevar permanentemente una cruz sencilla, pero ancorada o paté, que simbolizaba el martirio de Cristo. El color autorizado para tal cruz fue el rojo porque «que era el símbolo de la sangre vertida por Cristo, así como también de la vida. Puesto que el voto de cruzada se acompañaba de la toma de la cruz, y llevarla permanentemente simbolizaba la persistencia del voto de cruzada de los templarios». La cruz estaba colocada sobre el hombro izquierdo, encima del corazón. En el caso de los caballeros, sobre el manto blanco, símbolo de pureza y castidad. En el caso de los sargentos, sobre el manto negro o pardo, símbolo de fuerza y valor. Asimismo, el pendón del Temple, que recibe el nombre de baussant, también incluía estos dos colores, el blanco y el negro.


El trágico final de la Orden del Templo

El último gran maestre de la Orden del Templo, Jacques de Molay, se negó a aceptar el proyecto de fusión de las órdenes militares bajo un único rey soltero o viudo —proyecto Rex Bellator, impulsado por el gran sabio mallorquín Raimundo Lulio—, a pesar de las presiones papales. El 6 de junio de 1306 fue llamado a Poitiers por el papa Clemente V para un último intento, tras cuyo fracaso, el destino de la Orden quedó sellado. Felipe IV de Francia, ante las deudas que había adquirido, entre otras cosas, por el préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su ominoso rescate tras ser capturado durante la VII Cruzada, y su deseo de un Reino fuerte, con el rey concentrando todo el poder —que, entre otros obstáculos, debía superar el poder de la Iglesia y las diversas Órdenes religiosas y militares, como la de los Templarios), convenció, o más bien intimidó, a Clemente V, fuertemente ligado a Francia, para que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía y adoración de ídolos paganos. Se les acusó, además, de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a Bafomet —variante tardía del dios cananeo Baal— y de mantener relaciones homosexuales, entre otras acusaciones. En esta labor, el rey francés contó con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del Reino, famoso en la historia por haber sido el estratega del incidente de Anagni, en el que Sciarra Colonna había abofeteado al papa Bonifacio VIII, con lo que el Sumo Pontífice había muerto de humillación al cabo de un mes; del inquisidor general de Francia, Guillermo de París; y de Eguerrand de Marigny, quien al final se apoderará del tesoro de la Orden y lo administró en nombre del Rey hasta que fue transferido a la Orden de los Hospitalarios. Para ello se sirvieron de las acusaciones de un tal Esquieu de Floyran, espía a las órdenes de Francia y de la Corona de Aragón, indistintamente.
Parece ser que Esquieu le fue a Jaime II de Aragón con la historia de que un prisionero templario, con quien había compartido celda, y éste le había confesado los pecados de la Orden. El rey Jaime no le creyó y lo echó de su corte. Así que Esquieu se fue a Francia a probar suerte ante Guillermo de Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, y que no perdió la oportunidad de usarlo como pie para organizar el dispositivo inquisitorial que llevó a la disolución de la Orden. Felipe despachó correos a todos los rincones de su Reino con órdenes lacradas que nadie debía leer hasta un día concreto: el viernes 13 de octubre de 1307, en la que se podría decir que fue una operación conjunta simultánea en toda Francia. En esos pliegos se ordenaba la captura de todos los templarios y la confiscación de sus bienes. De esta manera, en Francia, Jacques de Molay, último gran maestre de la Orden, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y seguidamente sometidos a tormento, método por el cual consiguieron que la mayoría de los acusados se declararan culpables de los cargos, inventados o no. Cierto es que algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para evitar el suplicio y salvar la vida. Por otra parte, la misiva papal de 1308 arribó a varios reinos europeos incluyendo el de Hungría, donde el recientemente coronado Carlos I, tenía otros problemas mayores, pues una serie de nobles boyardos no reconocían su legitimidad y estaba en constante guerra con ellos. En 1314, en el concilio de Zagreb, el rey húngaro y el alto clero decidieron la disolución de los estados y dominios de los templarios en Hungría y Eslovaquia. Posteriormente se procedió con la confiscación de sus propiedades. Carlos I las donó posteriormente a los boyardos y a la Orden Hospitalaria, asunto que se concretó en la década de 1340, pues el rey dejó estipulado en uno de sus documentos que entregaba momentáneamente las propiedades de los Templarios a un noble, mientras se dilucidaba la situación y el destino de la Orden. Llevada a cabo sin la autorización del papa, que tenía a las Órdenes religiosas y militares bajo su jurisdicción personal, esta investigación era irregular en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos, pues los templarios debían ser juzgados con arreglo al Derecho canónico y no por la justicia ordinaria. Esta intervención del poder temporal en la esfera de individuos que estaban aforados y sometidos a la jurisdicción papal, provocó una enérgica protesta del papa Clemente V, y el pontífice anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la acusación había sido admitida a trámite y permanecería como la base irrevocable de todos los procesos posteriores.
Felipe el Hermoso sacó ventaja del desenmascaramiento, y se hizo otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», y, en los estados Generales convocados en Tours supo poner a la opinión pública en contra de los supuestos crímenes de los templarios. Más aún, logró que se confirmaran delante del papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, que habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión de investigación, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la Orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes. La comisión papal asignada al examen de la causa de la Orden había asumido sus deberes y reunió toda la documentación que habría de ser sometida al Papa y al concilio convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la Orden. Aunque la defensa de la ésta fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la Orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Vienne, en el Delfinado, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la Orden, pero el papa, indeciso y hostigado por el rey de Francia, principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación, y no por sentencia penal, sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312). El Papa reservó a su propio arbitrio la causa del gran maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y solo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral Nôtre Dame de París fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, Molay recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto a sacrificar su vida y fue arrestado inmediatamente como hereje reincidente, junto a otro dignatario que eligió compartir su destino, y fue quemado vivo junto a Godofredo de Charnay atados a un poste frente a las puertas de Nôtre Dame en Île-de-France el 18 de marzo de 1314.

Jacques de Molay

miércoles, 11 de octubre de 2017

El ducado de Borgoña

Borgoña es una región histórica de Francia. Con la Revolución francesa de finales del siglo XVIII, las divisiones administrativas propias de las antiguas provincias de origen medieval se suprimieron y no fueron restauradas hasta la V República, en los años 1970. La región administrativa de la actual región de Borgoña comprende la mayor parte de lo que fuera el histórico ducado de Borgoña y su capital es Dijon. La antigua Borgoña estaba situada al centro-noreste del país, y en la remota Antigüedad la región estuvo habitada por celtas o galos y fue ocupada por los romanos tras la conquista en tiempos de Julio César. En el siglo V, los galorromanos de la provincia se aliaron con los burgundios, uno de los pueblos germánicos que llenaron el vacío de poder dejado tras la caída del Imperio de Occidente. También se identifica a los burgundios como oriundos de Escandinavia y de las tierras bañadas por el mar Báltico. No resulta sencillo establecer esta conexión histórica dado que en los siglos IV y V, sobre todo, se produjeron grandes migraciones de pueblos nórdicos y germánicos que se dilataron varias generaciones en el tiempo. Los godos, por ejemplo, se localizan en distintos escenarios geográficos de Europa oriental a partir del siglo III, cuando empiezan a migrar a Occidente a consecuencia del empuje de los hunos, principalmente. En 411, los burgundios cruzaron el Rin y establecieron su reino en Worms. En el siglo V, en medio de las luchas entre romanos y hunos, el reino burgundio ocupó las tierras en la zona que hoy se encuentra delimitada por las fronteras de Suiza, Francia e Italia. En 534, los francos derrotaron a Gondomaro, el último rey burgundio, y se anexionaron sus territorios, aunque el reino burgundio continuó como tal bajo la égida de los monarcas francos. Más tarde, la región se dividió entre el ducado de Borgoña (al oeste) y el condado de Borgoña (al este). El ducado de Borgoña es el más conocido de ambos, convirtiéndose más adelante en la provincia francesa de Borgoña, mientras que el condado de Borgoña se convirtió en la provincia francesa del Franco-Condado, que permaneció bajo soberanía española hasta la firma del Tratado de Utrecht en 1714. La actual división administrativa de Borgoña tiene sus raíces en la disolución del imperio carolingio. En los años 880, hubo hasta cuatro Borgoñas: los reinos de la Alta y Baja Borgoña, el Ducado y el Condado.
Durante la Edad Media, Borgoña fue la sede de algunos de los más importantes monasterios, entre ellos Cluny, Citeaux y Vézelay. En tiempos de la Guerra de los Cien Años (1337-1453), el rey Juan II de Francia dio el ducado a su hijo menor, Felipe el Atrevido. El ducado de Borgoña pronto se convirtió en un importante rival de la corona de Francia. La magnífica corte de Dijon rivalizaba con la corte francesa tanto económica como culturalmente. En 1477, durante la guerra de Borgoña, el último duque borgoñés, Carlos el Temerario, resultó muerto en la decisiva batalla de Nancy y, dado que no tenía heredero varón, el ducado fue anexionado por Francia. No obstante, la parte septentrional (Flandes) fue ocupada por los austríacos tras el matrimonio entre Maximiliano de Habsburgo y María de Borgoña, única hija del duque Carlos el Temerario. El nieto de ambos, Carlos V, reinaría también en España, pero fracasó en su intento de anexionarse Borgoña, a pesar de las victorias militares obtenidas sobre el rey Francisco I de Francia.


domingo, 20 de agosto de 2017

Orígenes del feudalismo en Europa occidental

La fragmentación del Sacro Imperio se consolida a la muerte de Carlos el Calvo, en el año 877. Los condes de las marcas hispánicas ya no comparten titulación con las demarcaciones de la zona narbonesa ni participan en las disputas por Aquitania. La introspección que se deriva facilita tanto el arraigo de las dinastías condales, con sus titulares sucediéndose sin la intervención del monarca franco, como la consolidación de las bases del poder condal sobre unas sociedades caracterizadas por el aumento demográfico y la diversificación de la economía. El desarrollo jerarquiza los distintos estratos sociales, entre los que destacan unos emergentes sectores urbanos y unos, cada vez más, poderosos barones y jerarcas eclesiásticos que consolidan su posición a lo largo del siglo X coincidiendo con el aumento de la población europea, de diversa procedencia, y el incremento del espacio agrario y de la acumulación de riquezas. En este contexto, el feudalismo es el resultado de una larga evolución de distintos fenómenos sociales, institucionales y económicos en la región que constituía el corazón del Reino de los francos, es decir, entre el Rin y el Loira, donde una realeza germánica y su séquito de guerreros se habían instalado en un medio profundamente romanizado. Para comprender la conformación definitiva del feudalismo es preciso remontarse a etapas muy anteriores al siglo IX, especialmente al último período del Imperio Romano, cuando la crisis de la sociedad, de la economía y del aparato político del Estado fue favoreciendo la aparición de una serie de rasgos que acabarían concretándose en el complejo fenómeno histórico conocido en Europa occidental como feudalismo. Según los historiadores, el feudalismo se formó a partir de dos elementos clave: el vasallaje y el feudo, en un clima de inseguridad que privilegiaba al guerrero, y en un contexto de una sociedad cada vez más rural. Ya en el siglo VI, los reyes germánicos, y a veces la aristocracia, experimentaban la necesidad de rodearse de «fieles» en quienes pudieran confiar como garantes de su seguridad personal y para que ejecutaran sus órdenes. Estos clientes eran conocidos como los hombres de quien, mediante juramento solemne, se había convertido en dueño (dominus) o señor (senior). Tales términos, que se encuentran ya acuñados en la época merovingia, eran los mismos que se aplicaban al servidor, fuese o no libre: para referirse a unos y a otros, el señor hablaba de homines mei, de «mis hombres». Como contrapartida, ellos se convertían en sus «compañeros» (compartían su pan, cum-panio) y en sus asociados (socii); participaban con él en el ejercicio de la autoridad real y se beneficiaban de sus liberalidades, calificadas de «beneficios» (beneficia), dotaciones de tierras, más o menos extensas, que ellos poseerían mientras duraran sus funciones en la corte. Con los carolingios el vasallaje se convirtió en sistema de gobierno. El soberano administraba el territorio con la ayuda de un «palacio» o séquito donde reclutaba a los condes que lo representaban en los pagi (circunscripciones territoriales), a los obispos que ponía a la cabeza de las diócesis y a los abades a quienes confiaba las abadías más importantes. Todos ellos estaban «encomendados» al rey, de quien eran los fideles por excelencia. Y lo mismo cabe decir de los vassi dominici, en quienes recaía la administración de las circunscripciones subalternas y los mandos militares. La mayoría de ellos, educados en palacio, pertenecían a un reducido número de familias, a menudo de origen franco, emparentadas entre ellas y con el rey. Recibían honores, tierras y derechos.
El proceso de constitución de feudos se había visto acelerado, en el transcurso del siglo VIII, a causa de transformación experimentada por la organización militar, que se inició con Carlos Martel y tuvo su culminación en tiempos de Carlomagno. La caballería reemplazó como fuerza principal del ejército a la infantería, heredada del sistema romano a la vez que de la tradición germánica; así, a finales del siglo VI, el Strategicon del emperador Mauricio de Oriente, decía acerca de los francos que «los caballeros —cuando los hay entre ellos— echan pie a tierra y pelean como infantes… aman el combate a pie», en el año 891 puede leerse en los Anales de Fulda: «El combate a pie es cosa inusitada entre los francos. Ahora bien, el caballo y su guarnición (por no hablar también de la armadura del caballero) representaban un capital considerable». Para hacer posible el equipamiento de sus caballeros, Carlos Martel y sus sucesores confiscaron una parte de los bienes de la Iglesia para otorgárselo a aquéllos a título de «beneficio», vitalicio al principio y consolidado luego como concesión territorial hereditaria. Así fue cómo se formó una casta de hombres de armas profesionales, de caballeros que, a cambio del servicio militar que prestaban, disponían de dominios rurales lo suficientemente extensos como para asegurar el sustento de su cabalgadura. Pero en la Franquia Occidental, la antigua Galia romana, el sistema empezó a fallar ya desde el segundo tercio del siglo IX: los cargos y títulos condales tendían a permanecer en manos de unas mismas familias y éstas, lógicamente, a considerarse como sus poseedoras hereditarias. En 877, a finales del reinado de Carlos el Calvo, la capitular de Quierzy llevó a reconocer como hereditarios los honores y los poderes ejercidos en nombre del rey. Así se formaron nuevas concentraciones de poder, lo cual condujo a la desmembración de la autoridad pública entre las manos de marqueses o duques, quienes acumularon condados que hacían administrar a sus propios fieles y formaron una especie de pantalla entre el rey y el conjunto de los súbditos. Los administradores locales (vicarii) y a los antiguos vasallos del rey instalados hereditariamente en las tierras de marqueses o duques les prestaron fidelidad y pasaron a estar bajo su autoridad. En todo el Reino de los francos, las guerras civiles y, más aún las invasiones normandas, contribuyeron a minar el Estado y llevaron al establecimiento de numerosos poderes locales y a la construcción de castillos y a fortificar las ciudades. Todo aquel que podía hacerlo estableció en su dominio un castillo desde el que poder controlar el territorio circundante, y si no un castillo, por lo menos fortificaba una mota por medio de un foso y una empalizada, detrás de la cual los campesinos podían ponerse a salvo junto con sus bienes, en caso de incursiones o algaradas, como era el caso en la península Ibérica con los moros de Andalucía. Los obispos y los monasterios reconstruyeron viejos recintos amurallados (castros) de la época romana, o construyeron otros nuevos, para protegerse de los invasores y de las usurpaciones de sus vecinos y de posibles rivales, y no dudaron en segregar de sus propios bienes beneficios para entregarlos a procuradores laicos (advocati) o a simples milites, capaces de defenderlos con las armas en la mano en caso de menester. La inseguridad constante en que vivían condujo a muchos propietarios de tierras a buscar la protección de otros propietarios más poderosos que ellos, para lo cual entraban a su servicio o en su vasallaje. Según su importancia, la pequeña propiedad libre tendía a transformarse en censual, si el propietario aceptaba pagar un censo a gravamen; o bien en feudo, si se avenía a prestar homenaje y fidelidad a un señor. Así pues, entre mediados del siglo X y mediados del siglo XI se produjo un intenso movimiento por el cual la propiedad libre tendió a desaparecer, mientras que los derechos sobre la tierra y sobre los hombres pasaban a ser ejercidos por los grandes propietarios de tierras. La debilitación progresiva de la autoridad real favoreció que los señores locales asumieran parte de sus prerrogativas públicas.
El segundo elemento característico del feudalismo será el feudo. Éste era un bien real —tierra o derecho— o era concedido por un señor feudal a su vasallo a cambio de unos servicios —normalmente militares—. Se oponía de una parte al alodio —del latín medieval alodium, y este del franco alôd; «patrimonio libre» o heredad o bien alodial—, bien poseído en propiedad plena y hereditaria, y, de otra, a la tenencia censual, bien concedido a cambio del pago de un censo. De manera que lo básico en el feudo no era su importancia material. El bien concedido podía limitarse a algunas tierras, a la percepción de ciertos derechos o al poder sobre unos pocos hombres de armas; por otro lado, se podía dar el nombre de feudo a un bien entregado a un agente de una autoridad como remuneración por sus servicios. Pero el feudo también podía incluir varios dominios señoriales, uno o varios castillos, e incluso un territorio de gran extensión, como era el caso de los grandes feudos poseídos por los altos barones, príncipes territoriales que ejercían el poder público. La combinación de vasallaje y feudalismo hizo que el vasallo empezara a prestar homenaje a su señor. A través del homenaje, el vasallo juraba fidelidad al señor feudal, mientras que éste lo recibía como «su hombre» ofreciéndole su protección. La fidelidad era la obligación primordial del vasallo, y, en ese sentido, la «felonía» o infidelidad podía traer consigo la confiscación del feudo. El vasallo debía servir con «honor y reverencia», comparecer en la corte del señor en ciertas ocasiones y ser testigo de alguno de sus actos. Sus hijos podían ser educados en la corte del señor feudal, o bien ser instruidos militarmente en ella; en caso de fallecimiento de su padre, el señor ejercía para con ellos la función de tutor legal. El vasallo debía prestar al señor la «ayuda», sobre todo la ayuda militar, que variaba según los tiempos y los lugares, y que incluía desde simples servicios de guardia en el castillo señorial o la participación en la defensa de éste en caso de ataque, hasta el servicio personal bajo el estandarte del señor y el suministro de contingentes militares o mesnadas. La ayuda revestía asimismo un aspecto financiero. En primer lugar fue posible sustituir el servicio militar por una contribución pecuniaria. Se estableció sobre todo que el vasallo debía ayudar a su señor en ciertos casos, tales como contribuir al pago de su recate si era hecho prisionero, el caballo y la armadura de su primogénito cuando era armado caballero y a los gastos de casamiento de su hija mayor. El vasallo también tenía la obligación de socorrer económicamente a su señor cuando éste peregrinaba a Tierra Santa. El vasallo debía también al señor el «consejo» acudiendo como asesor a su corte cuando éste tenía que tomar decisiones importantes, sobre todo en materia judicial. En las tierras germánicas, los vasallos constituían el Landgericht, donde el señor juzgaba a sus subordinados. En Francia, la curia feudal ayudaba al señor en la administración de la justicia en general, pero también, de modo especial, en lo concerniente a los litigios de los vasallos entre sí o con su señor. Poco a poco, el feudo se convirtió en personal a perpetuidad y, por lo tanto, en hereditario y, en principio, inalienable. A lo largo de los siglos X y XI, el sistema hereditario rigió de hecho la transmisión de los grandes dominios. En cualquier caso, el cambio del vasallo o del señor daba lugar a una renovación del homenaje.
Las iglesias y parroquias podían beneficiarse de limosnas obtenidas del feudo sólo si contaban con el beneplácito del señor (laudatio domini), y en ocasiones ello implicaba el pago de una tasa de «amortización». Ya a partir del siglo XII pueden verse subinfeudaciones de alguna de las partes del feudo, asignaciones de dote a cuenta del feudo y hasta ventas parciales, si no totales, provocadas por la degradación de las fortunas señoriales. Del siglo X al XII se produjo en todo Occidente una evolución social considerable. La clase de los próceres, primates y princeps, descendientes o sucesores de los grandes señores de la época carolingia y usufructuarios de la autoridad pública como representantes del soberano, siguió poseyendo, sobre unos territorios más o menos extensos, los poderes máximos del mando militar, en su calidad de duques o de condes, y de manera cada vez más autónoma. Bajo estos «príncipes territoriales», aunque frecuentemente emparentados con ellos, se encontraban los vizcondes y un cierto número de castellanos y también algunos condes que habían pasado igualmente a estar bajo su poder. Todos ellos ejercían su potestad sobre un número más o menos elevado de castillos y de tierras, y constituían el núcleo de la verdadera nobleza. Sus vasallos, los diversos poseedores de feudos, que en ocasiones no se distinguían mucho de los campesinos ricos, eran sus milites, los hombres que, en razón de sus deberes de vasallaje y de las obligaciones que se derivaban de su feudo, constituían las guarniciones de los castillos y acompañaban a sus señores en las expediciones militares, que se sucedían incesantemente. El combate a caballo era, en cierto modo, su oficio. Algunos de estos milites podían ser encargados de la defensa de un castillo, en nombre de su señor y con la ayuda de otros combatientes; se convertían así en alcaides de los castillos, con funciones principalmente militares. Sin embargo, por el hecho de encomendárseles también la tarea de hacer prevalecer la paz, sus funciones alcanzaban mayor amplitud, en particular en cuestiones de policía y de requisas. A pesar de que durante mucho tiempo los alcaides de los castillos o castellanos fueron revocables y desplazables, esto no impidió que ya en el siglo XI adquirieran una cierta estabilidad y que tendieran a constituirse en un elemento esencial del sistema feudal; la castellanía llegó a ser entonces una de las piezas maestras del sistema junto a los vizcondes, los castellanos aparecían en la corte del conde como sus «barones». Este término, que en sus orígenes no tenía otra significación que la de «hombre» o «vasallo», con el tiempo pasó a designar a los grandes vasallos directos del príncipe territorial y también a los del propio rey. Junto a ellos había otros hombres que, a pesar de ser de distinto origen, se habían elevado hasta un nivel comparable al suyo por el hecho de haber ejercido ciertas funciones de gestión, con frecuencia transmitidas de padres a hijos, por lo que se les había remunerado con la concesión de algún dominio. 
Este era el caso de los ministeriales —agentes de las autoridades públicas, de los príncipes o de los establecimientos eclesiásticos—, de los jueces y notarios, de los maiores o villici colocados al frente de aldeas o de dominios y, así mismo, de aquellos campesinos que, con motivo de la fundación de nuevos poblados (villas francas, villas nuevas) en zonas peligrosas, recibían tierras en tenencia con la obligación de mantener a un caballo. Los milites u hombres de armas profesionales tendieron a distinguirse del pueblo llano, cuyo oficio, basado en el trabajo manual, era considerado innoble (ignobilis). En el transcurso del siglo XI, estos soldados de caballería se convertirían en «caballeros» y darían lugar a la formación de una nueva nobleza que tendría como vocación única y exclusiva el oficio de las armas, y a la cual accederían también los descendientes de los ministeriales. La ceremonia de ser armado caballero (adoubement) y la entrega solemne de las armas por un noble de alto rango contribuyeron a la formación de un nuevo orden en la sociedad altomedieval. Desde entonces, la palabra miles cobró el sentido de caballero. Se establecieron, pues, ciertas jerarquías en el orden nobiliario. En Alemania se distingue netamente el principio un Herrenstand, una «baronía» que incluía a príncipes (Fürsten) y a simples barones (Herren). Desde finales del siglo XII, la compilación legal de los Usatges de Barcelona presentaba una tarifa de compensaciones por los homicidios que establecía la siguiente escala: 160 onzas de oro por el de un vizconde, 80 onzas por el de un barón, 40 onzas en el caso de un vasallo, 12 si se trataba de un caballero y solamente 6 por el de un campesino. Paralelamente a esta jerarquía social se formó en Francia, a mediados del siglo XII, una pirámide feudal que tendría en el futuro graves consecuencias. Bajo el reinado de Luis VI y, sobre todo, bajo Luis VII, la realeza se acomodó a las reglas de la nobleza feudal: el homenaje fue requerido con mayor regularidad a quienes se daba el título de «grandes barones», que pasaron a ser los barones del rey. Éste los convocó en 1124, con sus fuerzas militares, para rechazar a un ejército imperial; recurría a sus consejos a la hora de adoptar ciertas ordenanzas o disposiciones, que eran estampadas con sus sellos y que habían de ser ejecutadas en sus propios dominios; les aplicaba las costumbres del derecho feudal, y no dudó en proceder a la investidura del condado de Flandes cuando éste quedó sin herederos naturales tras el asesinato de Carlos el Bueno. Y Felipe Augusto llevaría las cosas aún más lejos al hacer que su vasallo el rey Juan I de Inglaterra (1199-1216), más conocido como Juan sin Tierra, fuera condenado por los barones a la confiscación de sus feudos en Francia por haber incurrido en felonía. Juan, de la casa Plantagenet, también fue apodado «Espada Suave» por su conocida ineptitud militar.
Simultáneamente se proclamó que todo feudo era poseído por concesión de un señor, que a su vez lo obtenía de su propio señor, y también que un vasallo podía apelar contra las decisiones de su señor ante el señor de éste; en consecuencia, todo homenaje y toda fidelidad acababan por remontarse hasta el rey, colocado en la cumbre de esta pirámide jerárquica. De este modo, en el mismo momento en que dentro del Imperio la autoridad se desintegra en beneficio de los príncipes y en Inglaterra el rey, en otro tiempo indiscutido, se bate en retirada ante los barones, el rey de Francia recobra sin mayores esfuerzos la plenitud de su poder público (potestas) en el seno de una sociedad enteramente feudalizada. La posesión de un feudo no solamente daba a su titular un rango social y un medio de dominación política; el feudo se convertía también en un capital y en una fuente de ingresos. Estos últimos provenían, por una parte, de la gestión de los dominios, y por otra, del ejercicio de derechos señoriales y derechos feudales. Toda tenencia feudal comprendía un dominio, más o menos extenso, en el cual se ejercían unos poderes, se percibían unas prestaciones y se llevaban a cabo unos cobros en especie o en metálico a costa de los campesinos o artesanos que trabajaban en él. A veces, el «señorío» se limitaba a unas cuantas explotaciones rurales que estaban obligadas a pagar censos en metálico y ciertas prestaciones en especie. Al señor se le debían asimismo algunos servicios en trabajo o corveas ejecutadas en las tierras de la reserva señorial y que consistían en operaciones de siega del heno, cosecha, vendimia, labranza, rastrillaje, transportes con carro, reparaciones de cerca o de caminos. El señor también podía ejercer sobre sus subordinados los poderes que le reconocían los usos y costumbres, particularmente en el caso de los siervos, con sus cargas características (capitación, derecho de la mano muerta sobre la sucesión, de formariage o tasa de matrimonio cuando el casamiento se realizaba fuera del feudo), así como el ejercicio de la justicia ordinaria, con capacidad para imponer multas y sanciones, que podían llegar hasta la confiscación de la tenencia. A todo ello se sumaban los derechos del laudemio —derecho que se pagaba al señor del dominio directo cuando se enajenaban las tierras y posesiones dadas en enfiteusis; esto es la cesión perpetua o por largo tiempo del dominio útil de un inmueble, mediante el pago anual de un canon y de laudemio por cada enajenación de dicho dominio—, sobre la venta de tierras, y a veces los de redención o compra de la libertad (remensa) si el teniente quería abandonar la tierra a la que la costumbre había acabado por considerarlo adscrito como siervo de la gleba. Éstos eran los rasgos característicos de lo que hoy llamamos señorío y que en la Edad Media recibía el nombre de dominium. El verdadero punto de apoyo del sistema feudal se basaba en la trama de los señoríos que constituían las castellanías. Los señores que disponían de un castillo del que dependían los feudos y los dominios de sus vasallos y subvasallos gozaban de la potestad de mando en una jurisdicción más o menos extensa (districtus). La autoridad de que disfrutaban era fruto en buena parte de la disgregación de los derechos del rey, que durante las épocas carolingia y postcarolingia habían pasado a manos de los condes, o que habían sido usurpados. Responsables de la «paz» pública, y por tanto de la policía, estos señores exigían de las comunidades aldeanas derechos de guardia o vigilancia (custodia, salvamentum); de «guía» o «conducción» en la circulación por los caminos; de requisa para ellos y para sus agentes en visitas de inspección (marescalcia); de hospedaje y de yantar en casa de los vecinos, tanto para sí mismos como para sus acompañantes, y el de contar con servicios para el acarreo de todo lo necesario para la construcción del castillo y el mantenimiento de éste y de sus moradores. Como responsables de la vigilancia del mercado, estos señores percibían también derechos de lezda; un tributo o impuesto que se pagaba por las mercancías. De sisa o de aporte sobre los productos que se llevaban a vender; de almacenamiento; de instalación de puestos de venta o sobre los espacios ya ocupados, y también de pesos y medidas. Como responsables de la conservación de los caminos, puentes y puertos, establecían derechos de paso, de pontazgo, de atraque de las barcazas, etcétera.
El conjunto de todos estos gravámenes demuestra un gran ingenio en lo concerniente a los impuestos y a las modalidades de recaudación: derechos sobre la utilización de los montes; sobre el apacentamiento del ganado; sobre el bellotear de los cerdos; sobre el transporte fluvial de la madera y el paso de las balsas; sobre el envío de los animales a los pastos de altura; sobre la fabricación de quesos; sobre la matanza en las carnicerías; sobre las bestias de tiro, de carga o de labor; sobre la medida de la fachada de las casas. Todo ello recibía el nombre de consuetudines (usos y costumbres). Cualquier mal uso de las concesiones señoriales daba lugar a una multa más o menos arbitraria. Como quiera que los señores frecuentemente habían construido o ayudado a construir las ermitas de sus aldeas y habían dotado a los sacerdotes, tenían como un bien propio las iglesias parroquiales y percibían los diezmos, que consideraban como un elemento que los compensaba por el mantenimiento y reparación de los templos. Al orden de los oratores (obispos y gentes de la Iglesia) correspondía la misión de rezar, al de los bellatores, poderosos que empuñaban la espada —con los reyes a la cabeza—, la función de combatir y de mandar; al de los laboratores, la tarea de trabajar la tierra y la de servir. Este esquema, que a finales del siglo XII se había convertido en un lugar común, iba acompañado de la afirmación de que los tres órdenes no padecían por el hecho de estar desunidos: sobre la función de uno de ellos se apoyaban las obras de los otros dos. Se trata de un sistema económico, político y social ciertamente coherente, en el que la solidaridad de intereses entre los diversos órdenes se manifiesta. Gracias al empeño de algunos creyentes, la fe se extendía; merced a su enriquecimiento, afluían las donaciones, se fundaban nuevos monasterios y colegiatas, se construían iglesias en todas las aldeas: la Iglesia prosperaba. Pero la solidaridad de los bellatores y los laboratores era todavía más evidente. El sistema feudal se basaba en la sustracción del excedente campesino por parte del señor. La gran expansión demográfica del siglo XII —como causa o como consecuencia— acompañó este desarrollo en Europa. La villa o gran propiedad, heredad de la época del Imperio Romano, desapareció siendo reemplazada por la aldea. Al abrigo del recinto del castillo (o de la abadía) nació un nuevo hábitat. Como la condición de las personas tenía menos importancia que su número y las rentas que pudieran obtenerse de su trabajo, el señor se esforzaba en atraer nuevos brazos hacia sus tierras ofreciendo mejores condiciones; en consecuencia, los siervos disminuyeron considerablemente. Se concedieron a las colectividades franquicias que regulaban el ejercicio de los poderes y de los derechos. Se crearon mercados y ferias, sobre las cuales pesaban tributos nuevos. Se fundaron villas nuevas y también villas francas. El incremento de las rentas señoriales permitió construir vastas zonas de viticultura, que dieron un buen rendimiento gracias al sistema de la complantatio, plantación compartida entre el dueño de las tierras y el de las vides. En todas partes surgieron sinergias que requerían inversiones —principalmente en el caso de los molinos— y que si economizaban el esfuerzo de hombres y mano de obra, gracias al bannum o derecho banal, sirvieron para acrecentar los ingresos del señor. De esta manera, concebido como un bloque, el sistema feudal aseguró durante dos siglos un desarrollo económico sin precedentes, en contradicción con un clima general que parecía favorecer la violencia individual, pero que, en todos los niveles, privilegiaba la iniciativa de quienes explotaban el suelo y las tierras de sus amos.


domingo, 11 de junio de 2017

Órdenes religiosas y militares en la España de la Reconquista

Las Cruzadas ocasionaron la extensión a Europa occidental de la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, Orden del Hospital (llamada también de Malta o de San Juan) y la del Temple, que con su violenta supresión como consecuencia del enfrentamiento con el rey de Francia provocó el nacimiento de nuevas órdenes militares: las de Santiago, Alcántara y Calatrava en la Corona de Castilla; y la Orden de Montesa en Aragón. Estas órdenes tendrían un papel decisivo en la reconquista y repoblación de la Meseta Sur (actuales Extremadura y Castilla–La Mancha), y el Maestrazgo aragonés y valenciano. Hubo una orden orientada a la defensa naval de Castilla, la Orden de Santa María de España u Orden de la Estrella, con base en Cartagena, pero tras varios fracasos militares fue disuelta e incorporada a la de Santiago. Órdenes redentoras de cautivos fueron los trinitarios y mercedarios, esta última nacida en Cataluña (San Pedro Nolasco, San Pedro Armengol y San Ramón Nonato).
Órdenes mendicantes
El desafío de las herejías urbanas, que denunciaban la riqueza de la Iglesia y su contradicción con la pobreza evangélica, supuso una convulsión en los siglos XI al XIII. Los albigenses fueron particularmente importantes en los territorios del Languedoc y Occitania, de interés para la Corona de Aragón (que los perdió intentando defenderlos en la batalla de Muret en 1213). En los territorios peninsulares no hubo una dimensión semejante del fenómeno. La vida monástica tradicional no se adecuaba a las exigencias de la respuesta a ese desafío, que llevó al éxito un nuevo tipo de orden religiosa: las órdenes mendicantes. Las dos principales fueron los dominicos y los franciscanos. Estas exigencias a las que respondían eran: la visualización de su presencia ejemplarizante, el combate dialéctico, con decisiva presencia en las nuevas universidades. Incluso hubo cambios en el uso de los espacios arquitectónicos: mientas que los edificios de las comunidades benedictinas estaban casi cerrados a los laicos, las órdenes mendicantes ofrecían una mayor apertura, lo que se traducía en el templo a restringirse a un espacio limitado, y un pequeño coro tras el altar para el rezo de las horas canónicas.
Los dominicos
Santo Domingo de Guzmán, castellano, fue el fundador de los dominicos, bajo el nombre de Orden de Predicadores. Preocupación personal suya fue también la extensión de la devoción mariana a través del rezo del rosario. Conventos importantes de esta orden fueron San Esteban de Salamanca, San Pablo de Valladolid o de Sevilla, y Santo Domingo de Madrid o de Valencia; también fuera de ciudades importantes, como Santa María la Real de Nieva (Segovia). En la Corona de Aragón destacó la actividad de San Raimundo de Peñafort, tercer maestro general de la Orden, que introdujo la Inquisición y apoyó a Pedro Nolasco en la fundación de los mercedarios.
Los franciscanos
La extensión de los franciscanos, cuya forma de entender la vida conventual estuvo muy presente en la sociedad y adaptada a la realidad urbana, les hizo alcanzar una gran popularidad, y una gran atracción de recursos y vocaciones, entre las que se incluyen personalidades destacadas como Raimundo Lulio, fray Antonio de Marchena (que acogió a Colón en el monasterio de La Rábida), y algunos reyes. Son importantes conventos como San Francisco de Teruel (uno de los primeros en fundarse), Santa Clara de Palencia, el de las clarisas de Pedralbes (Barcelona) y San Francisco de Palma. El propio san Francisco de Asís estuvo en España en 1217, fundando el convento de Rocaforte (Sangüesa, Navarra) en su peregrinación a Santiago. La división original entre terciarios, clarisas y frailes menores, fue aumentada con la confusión de diversos enfrentamientos, que terminaron dibujando una agrupación en capuchinos, conventuales y observantes.
Otras órdenes religiosas
Los premostratenses (mostenses o norbertinos) tuvieron su principal establecimiento en el monasterio de Santa María la Real (Aguilar de Campoo), desde 1169. Las primeras fundaciones habían sido Santa María de Retuerta (1146) y Santa María de La Vid; y posteriormente Bujedo, San Pelayo de Cerrato o Santa Cruz de Ribas, todos ellos en Castilla. Desde el siglo XIV mantuvieron una red de hospitales en el Camino de Santiago. En la Corona de Aragón hubo fundaciones en Nuestra Señora de la Alegría (Benabarre, Aragón), Bellpuig de las Avellanas (Cataluña) y Bellpuig de Artá (Mallorca).
Los cartujos se instalan desde 1163 en Scala Dei, cerca de Poblet, y algo más tarde en el Reino de Valencia (Porta Coeli y Vall de Crist), donde Bernardo Fontova elaboró un tratado espiritual de las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, de gran influencia en la ascética y mística española. Otras fundaciones en la Corona de Aragón fueron Benifasar y Vallparadís. La de Aula Dei (Zaragoza) es ya del siglo XVI. También se extendieron por Castilla: Cartuja de El Paular (Sierra de Madrid, 1390), Cartuja de Miraflores (Burgos, 1441), Sevilla, Jerez, Granada (proyectada desde 1506), etcétera.
La Orden de San Jerónimo aparece en el siglo XIV a partir del retiro como ermitaños de Fernando Sánchez de Figueroa, canónigo de Toledo, y el caballero Pedro Fernández Pecha, y reúnen grupos de ermitaños del centro de Castilla promovidos por el franciscano terciario italiano Tomás Succio. Las más importantes fundaciones fueron los monasterios de Lupiana (Guadalajara), El Parral (Segovia), Guadalupe y Yuste (ambos en Cáceres). También se implantaron en Cataluña: Murtra y Valle de Hebrón (Barcelona). Guadalupe (1389), Santa Catalina de Talavera (1397) y ya en el siglo XVI, en tiempos de Felipe II, San Lorenzo de El Escorial, fueron los tres monasterios más ricos de esta elitista orden.
Seglares de vida ascética
Hubo en Valencia desde el siglo XIV una comunidad de beguinas. Esto es beaterios de seglares que hacen vida ascética en común aunque no entran propiamente en religión, es decir, en el clero regular, y pueden salir libremente de su comunidad para casarse, y a las que no afectó la supresión de Juan XXIII (antipapa), por la bula Cum inter nonnulos, centrada en las comunidades de beguinos y franciscanos espirituales de Europa septentrional. En el habla popular, el nombre de beguina pasó a ser sinónimo de beata, y aplicado a cualquier persona con inclinaciones ascéticas. Arnau de Vilanova realizó una encendida defensa de beguinos y beguinas ante los reyes Jaime II de Aragón y Federico III de Sicilia, escribiendo el tratado Raonament d'Avinyó en defensa de las prácticas de penitencia entre seglares.
El diezmo
El clero secular añadió a su base de propiedades territoriales e inmuebles un recurso económico que representaba un porcentaje altísimo del excedente productivo: el diezmo, que pasa de ser de cobro esporádico y voluntario a hacerse general en el siglo XII y formalmente obligatorio desde el IV Concilio Lateranense, aunque solo con la colaboración del rey —Alfonso X el Sabio (†1284) en Castilla y León— pudo hacerse efectivo. Se distribuía en un principio en tres Tercios: el pontifical (al obispo), el parroquial (al sacerdote), y el de fábrica (a la construcción y mantenimiento del edificio de la Iglesia). La hacienda real consiguió detraer para sí las dos terceras partes del tercio de fábrica (Tercias Reales). Las capillas de uso funerario y piadoso por parte de familias nobles, clérigos y corporaciones se multiplicaron en las iglesias, a medida que la demanda social cubría con creces las posibilidades técnicas que ofrecía la arquitectura gótica. Los templos pasaron de tenerlas solo en la cabecera a cubrir toda la extensión de sus muros articulados con capillas perimetrales. Su elevado precio aseguraba recursos que mantenían la fiebre constructiva. Si bien en un principio las capillas regularizadas se mantuvieron, la presión de clérigos y nobles poderosos consiguió desalojar las capillas ya existentes a su conveniencia (por ejemplo, primero el cardenal Gil de Albornoz y luego el valido Álvaro de Luna se apropiaron de las capillas de la girola de la catedral de Toledo). Algunas alcanzaron dimensiones verdaderamente extraordinarias (como las citadas, o la Capilla del Condestable de la Catedral de Burgos). La finalidad de esta apropiación de espacios dentro de los templos era claramente obtener prestigio social, y se intentó frenar con multitud de normas, sistemáticamente incumplidas.
Los cristianos nuevos
La existencia de una población judía se conocía desde la época romana, pero aumentó notablemente hasta constituir una comunidad de cientos de miles de individuos a mediados del siglo XIV. El antisemitismo funcionó eficazmente al aportar un chivo expiatorio de las tensiones sociales producidas por la crisis del siglo XIV. Las predicaciones antisemitas del arcediano de Écija, Ferrán Martínez, actuaron como catalizador de una energía social contenida que estalló en 1391 con los asaltos a las juderías con la matanza indiscriminada de sus habitantes. Lo mismo puede decirse de las de san Vicente Ferrer, que también ejerció un papel político fundamental en el Compromiso de Caspe. Las conversiones masivas de judíos que se habían producido a finales del siglo XIV llevaron a la presencia de un numeroso colectivo de conversos o cristianos nuevos, cuya prosperidad económica y social —ya no obstaculizada por la diferencia religiosa— no dejó de observarse y plantear un hondo resentimiento en los que se sentían superiores por su condición de cristiano viejo. Estos sentimientos, muy extendidos y convenientemente manipulados por Pedro Sarmiento en Toledo en 1442, condujeron a una revuelta en la que se implicaron de forma decisiva los canónigos cristianos viejos de la Catedral, en contra de los canónigos cristianos nuevos. La redacción por parte de los ideólogos de la revuelta de un documento (el primer estatuto de limpieza de sangre), que impedía a los cristianos nuevos la entrada en el regimiento de la ciudad, el cabildo catedralicio o cualquier otro cargo público, fue imitada con entusiasmo por toda Castilla. Sus opositores llegaron hasta el papa, que les dio la razón, pero el movimiento social era imparable. La sospecha de judaísmo emboscado e incluso la imaginación de prácticas sacrílegas y aberrantes (presunto crimen del Santo Niño de la Guardia) excitaba la imaginación popular y alimentaba el denominado «problema de los conversos», que no acabó ni con la institución de la moderna Inquisición en 1478 ni con la expulsión de los judíos de España en 1492. Un caso particular fueron los judíos mallorquines, forzados a convertirse en 1435, y sometidos al control de la Inquisición en 1478, que mantuvieron una religiosidad problemática incluso después de intensificarse la represión en el siglo XVII, cuando se originó una fortísima estigmatización y segregación de su comunidad, que se sigue conociendo con el nombre de chuetas, descendientes de judíos conversos.
La profunda crisis económica y demográfica del siglo XIV, debida en buena parte a la propagación de la Peste Negra en 1348, produjo una notable presión sobre los recursos económicos del clero, dejando en evidencia la subordinación de su justificación espiritual a su función estamental de defensa de los privilegiados y su dominio social. El Cisma de Occidente —que trasladó la sede pontificia a Peñíscola, entre excomuniones cruzadas que devaluaron la eficacia de tan terrible castigo y el prestigio papal—, evidenció más aún la necesidad de lo que se demostró inevitable en el siglo siguiente: una Reforma que adaptara las instituciones eclesiásticas a la nueva realidad urbana, en la que la presencia de una minoría culta, formada en las universidades, ya no era escasa, y las monarquías absolutistas estaban en proceso de construcción. Fue a partir de entonces cuando la presencia de clérigos de origen español en la curia romana empezó a ser significativa, y en algunos casos trascendental, como los cardenales castellanos Juan de Cervantes, Juan de Torquemada y Gil de Albornoz, o el aragonés Pedro Martínez de Luna —que llegó a ser papa con el nombre de Benedicto XIII (antipapa para sus adversarios) durante el cisma de 1394–1423—, los dos últimos de la familia aragonesa Luna (durante el cuestionado pontificado de este último papa de Aviñón, el papel de los clérigos españoles —como Francisco Eiximenis— se vio lógicamente impulsado); y la poderosísima familia Borja (valenciano–aragonesa, italianizada como Borgia), que llegó en dos ocasiones al papado (Calixto III, 1455–1458, y Alejandro VI, 1492–1503). Previamente (1276–1277), el portugués Pedro Julião había sido elegido papa con el nombre de Juan XXI (y a veces se le identifica con el enigmático Petrus Hispanus). En el concilio de Basilea tuvo una destacada actividad Juan de Segovia. El papel de la Iglesia en la crisis bajomedieval, y su relación con la monarquía, la nobleza y las ciudades, convirtió al clero en unas de las más importantes instituciones españolas del Antiguo Régimen, fijando su función económica, social y política para los siglos siguientes.
Caballero templario orando

lunes, 29 de mayo de 2017

La Peste Negra de 1348

Hasta la irrupción de la Gripe Española en 1918, la Peste Negra del siglo XIV, también conocida como «peste bubónica», fue la pandemia más devastadora en la historia de Europa y se calcula que mató a un tercio de la población continental entre 1347 y 1361. Se cree que la epidemia comenzó en alguna zona al norte de la India, probablemente en las estepas de Asia Central, desde donde fue llevada hacia el oeste por las tropas del kanato de la Horda de Oro. En 1347, la ciudad de Kaffa en Crimea, era sitiada por los ejércitos tártaros. Como muchos de los atacantes habían muerto ya a causa de la peste, sus compañeros de armas catapultaron los cadáveres al interior de la ciudad para infectar a los defensores y minar su resistencia. Y, aunque la enfermedad no se contrae por estar en contacto con los muertos, según cuentan las crónicas de entonces, la Peste llegó a Europa a través de la ruta marítima que une el mar Negro con el Mediterráneo. Algunos comerciantes de la colonia genovesa de Kaffa lograron burlar el asedio y escapar por barco a Sicilia; desde allí la peste se extendió a la península Itálica y después al resto de Europa. Los refugiados de Kaffa llevaron la peste a Mesina, Génova y Venecia entre los años 1347 y 1348. En algunos barcos no quedaba nadie vivo a bordo cuando arribaban a puerto.
Para empeorar aún más las cosas, en 1347 se desató una guerra entre los reinos de Hungría y Nápoles porque el rey húngaro, Luis I, reclamó el trono napolitano tras el asesinato de su hermano Andrés a manos de su esposa, la reina Juana. El de Nápoles no era un reino soberano, sino vasallo de la Corona de Aragón. El caso fue que las tropas húngaros entraron en tierras italianas cuando la epidemia estaba en su momento de mayor virulencia. Hubo tantos muertos entre los eslavos que tuvieron que retirarse, pero muchos de ellos ya habían contraído la enfermedad. Entre las primeras víctimas se contó a la esposa del rey húngaro. La Peste Negra pasó entonces de Italia a Francia, de allí a España, y llegó a Inglaterra en junio de 1348. Las tropas infectadas la transmitieron por Hungría, Alemania, Escandinavia y, finalmente, llegó al noroeste de Rusia. Otra víctima ilustre de la peste fue el rey Alfonso XI de Castilla, que contrajo la enfermedad y falleció a causa de ella durante el asedio a la plaza de Gibraltar de 1350.
Las consecuencias sociales de la Peste Negra llegaron muy lejos; rápidamente se acusó a los judíos de ser los causantes de la epidemia por medio de la intoxicación y el envenenamiento de pozos. En consecuencia, en muchos lugares de Europa se iniciaron pogromos contra los judíos porque se creyó que éstos, mediante encantamientos y malas artes, habían provocado la pandemia del mismo modo que Moisés, en el Antiguo Testamento, hirió a los egipcios con la ayuda de Yahvé, envenenando sus pozos y arruinando sus cosechas con terribles plagas, además de dar muerte a todos los  primogénitos de Egipto. También se recurrió al episodio bíblico en el que el dios de los hebreos envía una plaga de ratones que propagan la peste entre los asirios que han invadido Israel, exterminándolos a todos en el transcurso de una sola noche. Sea como fuere, lo cierto es que la Peste Negra acabó con un tercio de la población europea y reapareció varias veces a lo largo del siglo XV, aunque con menor intensidad que la epidemia de 1348, de la que se calcula que mató a unos 25 millones de personas en toda Europa.
Un esqueleto o una calavera solían representar a la Peste Negra de 1348

viernes, 26 de mayo de 2017

El singular paseo a caballo de lady Godiva

Lady Godiva fue una dama sajona que vivió a mediados del siglo XI y que era famosa por su bondad y su belleza. Era la esposa de Leofric, conde de Chester y Mercia, y señor de Coventry, con quien contrajo matrimonio hacia el año 1040. De acuerdo con el cronista del siglo XIII, Roger de Wendower, Godiva rogó a su cónyuge que redujera los impuestos que abrumaban a los habitantes de Coventry. Quizás enojado por su insistencia, y queriendo acabar con sus fastidiosas peticiones, el conde le hizo una escandalosa propuesta a su esposa: «Monta desnuda en tu caballo, sin más prenda que cubra tu desnudez que tu larga cabellera, y pasea por el mercado de abastos cuando toda la gente esté allí reunida. Si así lo haces, accederé a lo que me pides». El conde Leofric le prometió a lady Godiva, que cuando regresara de su paseo a caballo aprobaría su petición. Pero lo que Leofric esperaba era que su esposa, escandalizada ante tan humillante condición, desistiese en su empeño.
Godiva es la versión latinizada del nombre sajón «Godgifu» [gift of God], lo que viene a ser «regalo de Dios». Esta noble dama de legendaria belleza, compadeciéndose de los sufrimientos y apuros de sus siervos, a los que su marido esquilmaba con exacciones abusivas, intercedió por ellos y paseó desnuda a la vista de todos sus vecinos. Al saber sus siervos lo que iba a hacer, acordaron en concejo encerrarse en sus casas para no avergonzarla contemplando impúdicamente su desnudez.
El día elegido lady Godiva paseó desnuda por el pueblo, montada en su caballo, mientras todos los vecinos de Coventry permanecían en sus casas encerrados y con las ventanas cerradas. Todos menos un sastre conocido más tarde como Peeping Tom «Tom el Mirón», que no pudo resistir la tentación de contemplar desnuda a tan bella dama a través de una rendija en la persiana de su ventana. Según la leyenda, el libidinoso sastre se quedó ciego por su pecado de lujuria. Además, la expresión pasó a designar en el idioma inglés a quien en español se llama «mirón» y en francés «voyeur».
El conde Leofric, conmovido por el gesto de su esposa, cumplió su promesa y rebajó los impuestos. En adelante, la gobernanza del conde fue célebre por su buena administración y para perpetuar su memoria y la de su esposa, mandó edificar el monasterio de Coventry. 
Lady Godiva paseando desnuda a lomos de su caballo por Coventry

sábado, 23 de enero de 2016

Sacro Imperio Romano Germánico

El nombre de Sacro Imperio Romano Germánico deriva de la pretensión de los monarcas medievales de continuar la tradición del Imperio Carolingio —desaparecido en el siglo X—, el cual, con la aquiescencia del papa, había usurpado el título de emperador romano en Occidente, como una forma de conservar el prestigio del antiguo Imperio Romano. El adjetivo «sacro» no fue empleado hasta el reinado de Federico Barbarroja (sancionado en 1157) para legitimar su existencia como la santa voluntad divina en el sentido cristiano. Así, la designación Sacrum Imperium fue documentada por primera vez en 1157, mientras que el título Sacrum Romanum Imperium apareció hacia 1184 y fue usado de manera definitiva desde 1254.
El Imperio se formó en 962 bajo una dinastía sajona, y a partir de los territorios que conformaban una de las tres partes en las que se dividió el Imperio Carolingio. Desde su creación, el Sacro Imperio se convirtió en la entidad predominante en la Europa central durante casi un milenio, hasta su disolución en 1806. En el curso de los siglos, sus fronteras fueron considerablemente modificadas. En el momento de su mayor expansión, el Sacro Imperio comprendía casi todo el territorio de la actual Europa central, y partes en el sur del Continente. 
Así, a inicios del siglo XVI, en tiempos del emperador Carlos V, además del territorio de Holstein, el Sacro Imperio comprendía Bohemia, Moravia y Silesia. Por el sur se extendía hasta Carniola en las costas del Adriático; por el oeste, abarcaba el condado libre de Borgoña, Franco Condado y Saboya. Génova, Lombardía y Toscana en Italia. También estaba integrada en el Imperio la mayor parte de los Países Bajos, con la excepción del Artois y Flandes, al oeste del Escalda. Debido a su carácter supranacional, el Sacro Imperio nunca se convirtió en un Estado–nación o en un Estado moderno; más bien, mantuvo un gobierno monárquico y una tradición imperial estamental. En 1648, los estados vecinos fueron constitucionalmente integrados como estados imperiales. El Imperio debía asegurar la estabilidad política y la resolución pacífica de los conflictos mediante la restricción de la dinámica del poder y ofrecía protección a los súbditos contra la arbitrariedad de la nobleza.
El Sacro Imperio cumplió también una función disuasoria en el sistema de potencias europeas; sin embargo, desde mediados del siglo XVII, fue estructuralmente incapaz de emprender guerras ofensivas, extender su poder o su territorio. Así, a partir de mediados del siglo XVIII, el Imperio ya no fue capaz de seguir protegiendo a sus miembros de las políticas expansionistas de las demás potencias europeas que aspiraban a hacerse con la hegemonía continental: especialmente Francia; ya que Inglaterra tenía puestos los ojos en ultramar. La defensa del derecho y la conservación de la paz en Europa, se convirtieron en los objetivos fundamentales del Sacro Imperio. Y éstas fueron las causas que determinaron su declive. Las guerras napoleónicas y el consiguiente establecimiento de la Confederación del Rin demostraron la debilidad del Sacro Imperio, el cual se convirtió en un conjunto de territorios fragmentados incapaces de actuar como una gran potencia. El Sacro Imperio Romano Germánico desapareció el 6 de agosto de 1806 cuando Francisco II renunció a la Corona imperial para mantenerse únicamente como emperador austriaco, debido a las derrotas sufridas a manos de Napoleón Bonaparte.
El Sacro Imperio Romano Germánico se originó en la Francia Oriental. Debido a su naturaleza supranacional, y a la época de su fundación, el Imperio no fue un Estado–nación moderno, como en el caso de Francia, por lo que nunca se desarrolló un sentimiento nacional integral. El Imperio mantuvo una organización monárquica y corporativa, dirigida por un emperador, y los diferentes estados que constituían el Imperio, compartían muy pocas instituciones, y raramente tenían intereses comunes.
El poder imperial no se encontraba únicamente en manos del emperador y de los príncipes electores; por ello, el Sacro Imperio no puede ser entendido como un estado federal ni como una confederación de estados, dado que nunca logró romper la obstinación regional de sus territorios, el Imperio se vino abajo en una confederación informe. De todos modos, el Sacro Imperio fue una institución supranacional única en la historia mundial, y es por ello que la forma más sencilla de entenderlo es mostrando sus diferencias respecto a otras entidades más comunes:
El Sacro Imperio nunca tuvo vocación de convertirse en un Estado–nación, solo buscó integrar naciones en un solo concepto sagrado de naciones con bases cristianas y con un mismo propósito, a pesar del carácter germánico de la mayor parte de sus gobernantes y habitantes. Desde sus inicios, el Sacro Imperio estuvo constituido por diversos pueblos, y una parte sustancial de su nobleza y cargos electos procedía de fuera de la comunidad germano–hablante. En su apogeo, el Imperio englobaba la mayor parte de las actuales Alemania, Austria, Suiza, Liechtenstein, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, República Checa y Eslovenia, así como el este de Francia, norte de Italia y oeste de Polonia. Y con ellos sus idiomas, que comprendían multitud de dialectos y variantes de lo que formarían el alemán, el italiano y el francés, además de las lenguas eslavas. Por otro lado, su división en numerosos territorios gobernados por príncipes seculares y eclesiásticos, obispos, condes, caballeros y ciudades libres hacían de él, al menos en la época moderna, un territorio mucho menos cohesionado que los emergentes estados modernos que tenía a su alrededor.
A diferencia de las confederaciones, el concepto de Imperio no solo implicaba el gobierno de un territorio específico, sino que tenía fuertes connotaciones religiosas (de ahí el prefijo «sacro»), y durante mucho tiempo mantuvo un fuerte ascendiente sobre otros gobernantes del orbe cristiano. Hasta 1508, los reyes alemanes no eran considerados como emperadores hasta que el papa los hubiese coronado formalmente como tales.
Desde la Alta Edad Media, el Sacro Imperio se caracterizó por una peculiar coexistencia entre el emperador y los poderes locales. A diferencia de los gobernantes de la Francia Occidentalis, que más tarde se convertiría en Francia, el emperador nunca obtuvo el control directo sobre los estados que oficialmente regentaba. De hecho, desde sus inicios se vio obligado a ceder más y más poderes a los duques y a sus territorios. Dicho proceso empezaría en el siglo XII, concluyendo en gran medida con la Paz de Westfalia (1648). Oficialmente, el Imperio o Reich se componía del monarca, que había de ser coronado emperador por el papa —hasta 1508—, y los Reichsstände (estados imperiales).
La coronación de Carlomagno como emperador de los Romanos en 800 constituyó el ejemplo que siguieron los posteriores reyes, y fue la actuación de Carlomagno defendiendo al Papa frente a la rebelión de los ciudadanos de Roma, lo que inició la noción del emperador como protector de la Iglesia. Convertirse en emperador requería acceder previamente al título de Rey de los Alemanes (Deutscher König). Desde tiempos inmemoriales, los reyes germanos habían sido designados por elección. En el siglo IX era elegido entre los líderes de las cinco tribus más importantes (francos, sajones, bávaros, zuavos y turingios), posteriormente entre los duques laicos y religiosos del reino, reduciéndose finalmente a los llamados Kurfürsten (príncipes electores). Finalmente, el colegio de electores quedó establecido mediante la Bula de Oro promulgada en 1356. Inicialmente había siete electores, pero su número fue variando ligeramente a través de los siglos.
Hasta 1508, los recién elegidos reyes debían trasladarse a Roma para ser coronados emperadores por el papa. No obstante, el proceso solía demorarse hasta la resolución de algunos conflictos «crónicos»: imponerse en el inestable norte de Italia, resolver disputas pendientes con el Patriarca romano, etcétera. Las tareas habituales de un soberano, como decretar normas o gobernar el territorio, fueron siempre, en el caso del emperador, sumamente complejas. Su poder estaba fuertemente restringido por los diversos líderes locales. Desde finales del siglo XV, el Reichstag (la Dieta o Parlamento) se estableció como órgano legislativo del Imperio: una complicada asamblea que se reunía a petición del emperador, sin una periodicidad establecida y en cada ocasión en una nueva sede. En 1663, el Reichstag se transformó en una asamblea permanente.

Los estados Imperiales
Una entidad era considerada como un Reichsstand (Estado imperial) si, conforme a las leyes feudales, no tenía más autoridad por encima que la del emperador del Sacro Imperio. Entre dichos estados se contaban: los territorios gobernados por un príncipe o duque, y en algunos casos reyes. A los gobernadores del Sacro Imperio, con la excepción de la Corona de Bohemia, no se les permitía ser reyes de territorios dentro del Imperio, pero algunos gobernaron reinos fuera del mismo, como ocurrió durante algún tiempo con el Reino de la Gran Bretaña, cuyo rey era también príncipe elector de Brunswick–Luneburgo. Estaban también los territorios eclesiásticos gobernados por un obispo o príncipe de la Iglesia. En el primer caso, el territorio era con frecuencia idéntico al de la diócesis, recayendo en el obispo tanto los poderes civiles como los eclesiásticos. Un ejemplo, entre muchos otros, podría ser el de Osnabrück. Por su parte, un príncipe–obispo de notable importancia en el Sacro Imperio fue el obispo de Maguncia, cuya sede episcopal se encontraba en la catedral de esa ciudad.

Ciudades imperiales libres
El número de territorios era muy grande, llegando a varios centenares en tiempos de la Paz de Westfalia, no sobrepasando la extensión de muchos de ellos unos pocos kilómetros cuadrados. El Imperio en una definición afortunada era descrito como una «alfombra hecha de retales» (Flickenteppich).

El Reichstag
El Reichstag o Parlamento era el órgano legislativo del Sacro Imperio Romano Germánico. Se dividía a fines del s. XVIII (1777–1797) en tres clases: el Consejo de los electores, que incluía a los 8 electores del Sacro Imperio Romano Germánico. El Consejo de los príncipes, que incluía tanto a laicos como a eclesiásticos. El brazo laico o secular estaba compuesto por 91 Príncipes —con título de príncipe, gran duque, duque, conde palatino, margrave o landgrave— tenían derecho a voto; algunos tenían varios votos al poseer el gobierno de más de un territorio con derecho a voto. Asimismo, el Consejo incluía cuatro colegios electorales que agrupaban a unos 100 condes (Grafen) y Señores (Herren): Renania, Suabia, Franconia y Westfalia. Cada colegio podía emitir un voto conjunto. El brazo eclesiástico: arzobispos, algunos abades y los dos grandes maestres de la Orden de los Caballeros Teutónicos y de los Caballeros Hospitalarios (Orden de San Juan) tenían cada uno de ellos un voto (33 a fines del siglo XVIII). Varios abades y prelados más (unos 40) estaban agrupados en dos colegios: Suabia y Renania. Cada colegio tenía un voto colectivo. El Consejo de las 51 ciudades imperiales, que incluía representantes de las ciudades imperiales agrupados en dos colegios: Suabia y Renania, teniendo cada uno un voto colectivo. El Consejo de las ciudades imperiales, sin embargo, no era totalmente igual al resto, ya que no tenía derecho de voto en diversas materias, como el de la admisión de nuevos territorios. El Imperio también contaba con dos cortes: el Reichshofrat (conocido también como Consejo Áulico) en la corte del emperador (con posterioridad asentado en Viena), y la Reichskammergericht, establecida mediante la Reforma imperial de 1495.