La fragmentación del Sacro Imperio se consolida a la muerte de
Carlos el Calvo, en el año 877. Los condes de las marcas hispánicas ya no
comparten titulación con las demarcaciones de la zona narbonesa ni participan en
las disputas por Aquitania. La introspección que se deriva facilita tanto el
arraigo de las dinastías condales, con sus titulares sucediéndose sin la
intervención del monarca franco, como la consolidación de las bases del poder condal sobre
unas sociedades caracterizadas por el aumento demográfico y la diversificación de
la economía. El desarrollo jerarquiza los distintos estratos sociales, entre
los que destacan unos emergentes sectores urbanos y unos, cada vez más,
poderosos barones y jerarcas eclesiásticos que consolidan su posición a lo
largo del siglo X coincidiendo con el aumento de la población europea, de
diversa procedencia, y el incremento del espacio agrario y de la acumulación de
riquezas. En este contexto, el feudalismo es el resultado de una larga
evolución de distintos fenómenos sociales, institucionales y económicos en la
región que constituía el corazón del Reino de los francos, es decir, entre el Rin y el
Loira, donde una realeza germánica y su séquito de guerreros se habían
instalado en un medio profundamente romanizado. Para comprender la conformación
definitiva del feudalismo es preciso remontarse a etapas muy anteriores al
siglo IX, especialmente al último período del Imperio Romano, cuando la
crisis de la sociedad, de la economía y del aparato político del Estado fue
favoreciendo la aparición de una serie de rasgos que acabarían concretándose en
el complejo fenómeno histórico conocido en Europa occidental como feudalismo. Según los historiadores, el feudalismo se formó a partir de
dos elementos clave: el vasallaje y el feudo, en un clima de inseguridad que
privilegiaba al guerrero, y en un contexto de una sociedad cada vez más rural. Ya en el siglo VI, los reyes germánicos, y a veces la aristocracia, experimentaban la necesidad de rodearse de «fieles»
en quienes pudieran confiar como garantes de su seguridad personal y para que
ejecutaran sus órdenes. Estos clientes eran conocidos como los hombres de
quien, mediante juramento solemne, se había convertido en dueño (dominus) o
señor (senior). Tales términos, que se encuentran ya acuñados en la época merovingia,
eran los mismos que se aplicaban al servidor, fuese o no libre: para referirse
a unos y a otros, el señor hablaba de homines mei, de «mis hombres». Como
contrapartida, ellos se convertían en sus «compañeros» (compartían su pan,
cum-panio) y en sus asociados (socii); participaban con él en el ejercicio de
la autoridad real y se beneficiaban de sus liberalidades, calificadas de
«beneficios» (beneficia), dotaciones de tierras, más o menos extensas, que
ellos poseerían mientras duraran sus funciones en la corte. Con los carolingios el vasallaje se convirtió en sistema de
gobierno. El soberano administraba el territorio con la ayuda de un «palacio» o
séquito donde reclutaba a los condes que lo representaban en los pagi
(circunscripciones territoriales), a los obispos que ponía a la cabeza de las
diócesis y a los abades a quienes confiaba las abadías más importantes. Todos
ellos estaban «encomendados» al rey, de quien eran los fideles por excelencia.
Y lo mismo cabe decir de los vassi dominici, en quienes recaía la administración
de las circunscripciones subalternas y los mandos militares. La mayoría de
ellos, educados en palacio, pertenecían a un reducido número de familias, a
menudo de origen franco, emparentadas entre ellas y con el rey. Recibían
honores, tierras y derechos.
El proceso de constitución de feudos se había visto
acelerado, en el transcurso del siglo VIII, a causa de transformación
experimentada por la organización militar, que se inició con Carlos Martel y
tuvo su culminación en tiempos de Carlomagno. La caballería reemplazó como
fuerza principal del ejército a la infantería, heredada del sistema romano a la
vez que de la tradición germánica; así, a finales del siglo VI,
el Strategicon del emperador Mauricio de Oriente, decía acerca de los francos que «los caballeros
—cuando los hay entre ellos— echan pie a tierra y pelean como infantes… aman el
combate a pie», en el año 891 puede leerse en los Anales de Fulda: «El combate
a pie es cosa inusitada entre los francos. Ahora bien, el caballo y su
guarnición (por no hablar también de la armadura del caballero) representaban
un capital considerable». Para hacer posible el equipamiento de sus caballeros,
Carlos Martel y sus sucesores confiscaron una parte de los bienes de la Iglesia
para otorgárselo a aquéllos a título de «beneficio», vitalicio al principio y
consolidado luego como concesión territorial hereditaria. Así fue cómo se formó
una casta de hombres de armas profesionales, de caballeros que, a cambio del
servicio militar que prestaban, disponían de dominios rurales lo
suficientemente extensos como para asegurar el sustento de su cabalgadura. Pero en la Franquia Occidental, la antigua Galia romana, el sistema empezó a fallar ya
desde el segundo tercio del siglo IX: los cargos y títulos condales tendían a permanecer
en manos de unas mismas familias y éstas, lógicamente, a considerarse como sus
poseedoras hereditarias. En 877, a finales del reinado de Carlos el Calvo, la
capitular de Quierzy llevó a reconocer como hereditarios los honores y los
poderes ejercidos en nombre del rey. Así se formaron nuevas concentraciones de
poder, lo cual condujo a la desmembración de la autoridad pública entre las
manos de marqueses o duques, quienes acumularon condados que hacían administrar
a sus propios fieles y formaron una especie de pantalla entre el rey y el conjunto
de los súbditos. Los administradores locales (vicarii) y a los antiguos
vasallos del rey instalados hereditariamente en las tierras de marqueses o
duques les prestaron fidelidad y pasaron a estar bajo su autoridad. En todo el Reino de los francos, las guerras civiles y, más aún las
invasiones normandas, contribuyeron a minar el Estado y llevaron al establecimiento de
numerosos poderes locales y a la construcción de castillos y a fortificar las ciudades. Todo aquel que
podía hacerlo estableció en su dominio un castillo desde el que poder controlar
el territorio circundante, y si no un castillo, por lo menos fortificaba una
mota por medio de un foso y una empalizada, detrás de la cual los campesinos
podían ponerse a salvo junto con sus bienes, en caso de incursiones o algaradas, como era el caso en la península Ibérica con los moros de Andalucía. Los obispos y los monasterios
reconstruyeron viejos recintos amurallados (castros) de la época romana, o construyeron
otros nuevos, para protegerse de los invasores y de las usurpaciones de sus
vecinos y de posibles rivales, y no dudaron en segregar de sus propios bienes
beneficios para entregarlos a procuradores laicos (advocati) o a simples
milites, capaces de defenderlos con las armas en la mano en caso de menester. La inseguridad constante en que vivían condujo a muchos propietarios
de tierras a buscar la protección de otros propietarios más poderosos que
ellos, para lo cual entraban a su servicio o en su vasallaje. Según su
importancia, la pequeña propiedad libre tendía a transformarse en censual, si
el propietario aceptaba pagar un censo a gravamen; o bien en feudo, si se
avenía a prestar homenaje y fidelidad a un señor. Así pues, entre mediados del
siglo X y mediados del siglo XI se produjo un intenso movimiento por el cual la
propiedad libre tendió a desaparecer, mientras que los derechos sobre la tierra
y sobre los hombres pasaban a ser ejercidos por los grandes propietarios de
tierras. La debilitación progresiva de la autoridad real favoreció que los
señores locales asumieran parte de sus prerrogativas públicas.
El segundo elemento característico del feudalismo será el
feudo. Éste era un bien real —tierra o derecho— o era concedido por un señor feudal a su
vasallo a cambio de unos servicios —normalmente militares—. Se oponía de una
parte al alodio —del latín medieval alodium, y este del franco alôd;
«patrimonio libre» o heredad o bien alodial—, bien poseído en propiedad plena y
hereditaria, y, de otra, a la tenencia censual, bien concedido a cambio del
pago de un censo. De manera que lo básico en el feudo no era su importancia
material. El bien concedido podía limitarse a algunas tierras, a la percepción
de ciertos derechos o al poder sobre unos pocos hombres de armas; por otro lado, se podía
dar el nombre de feudo a un bien entregado a un agente de una autoridad como
remuneración por sus servicios. Pero el feudo también podía incluir varios
dominios señoriales, uno o varios castillos, e incluso un territorio de gran
extensión, como era el caso de los grandes feudos poseídos por los altos
barones, príncipes territoriales que ejercían el poder público. La combinación de vasallaje y feudalismo hizo que el vasallo
empezara a prestar homenaje a su señor. A través del homenaje, el vasallo
juraba fidelidad al señor feudal, mientras que éste lo recibía como «su hombre»
ofreciéndole su protección. La fidelidad era la obligación primordial
del vasallo, y, en ese sentido, la «felonía» o infidelidad podía traer consigo
la confiscación del feudo. El vasallo debía servir con «honor y reverencia»,
comparecer en la corte del señor en ciertas ocasiones y ser testigo de alguno
de sus actos. Sus hijos podían ser educados en la corte del señor feudal, o
bien ser instruidos militarmente en ella; en caso de fallecimiento de su padre,
el señor ejercía para con ellos la función de tutor legal. El vasallo debía
prestar al señor la «ayuda», sobre todo la ayuda militar, que variaba según los
tiempos y los lugares, y que incluía desde simples servicios de guardia en el
castillo señorial o la participación en la defensa de éste en caso de ataque,
hasta el servicio personal bajo el estandarte del señor y el suministro de
contingentes militares o mesnadas. La ayuda revestía asimismo un aspecto financiero. En primer
lugar fue posible sustituir el servicio militar por una contribución
pecuniaria. Se estableció sobre todo que el vasallo debía ayudar a su señor en
ciertos casos, tales como contribuir al pago de su recate si era hecho
prisionero, el caballo y la armadura de su primogénito cuando era armado
caballero y a los gastos de casamiento de su hija mayor. El vasallo también
tenía la obligación de socorrer económicamente a su señor cuando éste
peregrinaba a Tierra Santa. El vasallo debía también al señor el «consejo»
acudiendo como asesor a su corte cuando éste tenía que tomar decisiones
importantes, sobre todo en materia judicial. En las tierras germánicas, los
vasallos constituían el Landgericht, donde el señor juzgaba a sus subordinados.
En Francia, la curia feudal ayudaba al señor en la administración de la
justicia en general, pero también, de modo especial, en lo concerniente a los
litigios de los vasallos entre sí o con su señor. Poco a poco, el feudo se
convirtió en personal a perpetuidad y, por lo tanto, en hereditario y, en
principio, inalienable. A lo largo de los siglos X y XI, el sistema hereditario
rigió de hecho la transmisión de los grandes dominios. En cualquier caso, el
cambio del vasallo o del señor daba lugar a una renovación del homenaje.
Las iglesias y parroquias podían beneficiarse de limosnas obtenidas del
feudo sólo si contaban con el beneplácito del señor (laudatio domini), y en
ocasiones ello implicaba el pago de una tasa de «amortización». Ya a partir del
siglo XII pueden verse subinfeudaciones de alguna de las partes del feudo,
asignaciones de dote a cuenta del feudo y hasta ventas parciales, si no
totales, provocadas por la degradación de las fortunas señoriales. Del siglo X
al XII se produjo en todo Occidente una evolución social considerable. La clase
de los próceres, primates y princeps, descendientes o sucesores de los grandes
señores de la época carolingia y usufructuarios de la autoridad pública como
representantes del soberano, siguió poseyendo, sobre unos territorios más o
menos extensos, los poderes máximos del mando militar, en su calidad de duques o de
condes, y de manera cada vez más autónoma. Bajo estos «príncipes
territoriales», aunque frecuentemente emparentados con ellos, se encontraban
los vizcondes y un cierto número de castellanos y también algunos condes que
habían pasado igualmente a estar bajo su poder. Todos ellos ejercían su
potestad sobre un número más o menos elevado de castillos y de tierras, y
constituían el núcleo de la verdadera nobleza. Sus vasallos, los diversos poseedores de feudos, que en
ocasiones no se distinguían mucho de los campesinos ricos, eran sus milites,
los hombres que, en razón de sus deberes de vasallaje y de las obligaciones que
se derivaban de su feudo, constituían las guarniciones de los castillos y
acompañaban a sus señores en las expediciones militares, que se sucedían
incesantemente. El combate a caballo era, en cierto modo, su oficio. Algunos de
estos milites podían ser encargados de la defensa de un castillo, en nombre de
su señor y con la ayuda de otros combatientes; se convertían así en alcaides de
los castillos, con funciones principalmente militares. Sin embargo, por el
hecho de encomendárseles también la tarea de hacer prevalecer la paz, sus funciones
alcanzaban mayor amplitud, en particular en cuestiones de policía y de
requisas. A pesar de que durante mucho tiempo los alcaides de los castillos o
castellanos fueron revocables y desplazables, esto no impidió que ya en el
siglo XI adquirieran una cierta estabilidad y que tendieran a constituirse en
un elemento esencial del sistema feudal; la castellanía llegó a ser entonces
una de las piezas maestras del sistema junto a los vizcondes, los castellanos
aparecían en la corte del conde como sus «barones». Este término, que en sus
orígenes no tenía otra significación que la de «hombre» o «vasallo», con el
tiempo pasó a designar a los grandes vasallos directos del príncipe territorial
y también a los del propio rey. Junto a ellos había otros hombres que, a pesar de ser de
distinto origen, se habían elevado hasta un nivel comparable al suyo por el
hecho de haber ejercido ciertas funciones de gestión, con frecuencia
transmitidas de padres a hijos, por lo que se les había remunerado con la
concesión de algún dominio.
Este era el caso de los ministeriales —agentes de
las autoridades públicas, de los príncipes o de los establecimientos
eclesiásticos—, de los jueces y notarios, de los maiores o villici colocados al
frente de aldeas o de dominios y, así mismo, de aquellos campesinos que, con
motivo de la fundación de nuevos poblados (villas francas, villas nuevas) en
zonas peligrosas, recibían tierras en tenencia con la obligación de mantener a
un caballo. Los milites u hombres de armas profesionales tendieron a
distinguirse del pueblo llano, cuyo oficio, basado en el trabajo manual, era
considerado innoble (ignobilis). En el transcurso del siglo XI, estos soldados
de caballería se convertirían en «caballeros» y darían lugar a la formación de
una nueva nobleza que tendría como vocación única y exclusiva el oficio de las
armas, y a la cual accederían también los descendientes de los ministeriales.
La ceremonia de ser armado caballero (adoubement) y la entrega solemne de las
armas por un noble de alto rango contribuyeron a la formación de un nuevo orden
en la sociedad altomedieval. Desde entonces, la palabra miles cobró el sentido
de caballero. Se establecieron, pues, ciertas jerarquías en el orden
nobiliario. En Alemania se distingue netamente el principio un Herrenstand, una
«baronía» que incluía a príncipes (Fürsten) y a simples barones (Herren). Desde
finales del siglo XII, la compilación legal de los Usatges de Barcelona
presentaba una tarifa de compensaciones por los homicidios que establecía la
siguiente escala: 160 onzas de oro por el de un vizconde, 80 onzas por el de un
barón, 40 onzas en el caso de un vasallo, 12 si se trataba de un caballero y
solamente 6 por el de un campesino. Paralelamente a esta jerarquía social se formó en Francia, a
mediados del siglo XII, una pirámide feudal que tendría en el futuro graves
consecuencias. Bajo el reinado de Luis VI y, sobre todo, bajo Luis VII, la
realeza se acomodó a las reglas de la nobleza feudal: el homenaje fue requerido
con mayor regularidad a quienes se daba el título de «grandes barones», que
pasaron a ser los barones del rey. Éste los convocó en 1124, con sus fuerzas
militares, para rechazar a un ejército imperial; recurría a sus consejos a la
hora de adoptar ciertas ordenanzas o disposiciones, que eran estampadas con sus
sellos y que habían de ser ejecutadas en sus propios dominios; les aplicaba las
costumbres del derecho feudal, y no dudó en proceder a la investidura del
condado de Flandes cuando éste quedó sin herederos naturales tras el asesinato
de Carlos el Bueno. Y Felipe Augusto llevaría las cosas aún más lejos al hacer
que su vasallo el rey Juan I de Inglaterra (1199-1216), más conocido como Juan
sin Tierra, fuera condenado por los barones a la confiscación de sus feudos en
Francia por haber incurrido en felonía. Juan, de la casa Plantagenet, también
fue apodado «Espada Suave» por su conocida ineptitud militar.
Simultáneamente se proclamó que todo feudo era poseído por
concesión de un señor, que a su vez lo obtenía de su propio señor, y también
que un vasallo podía apelar contra las decisiones de su señor ante el señor de
éste; en consecuencia, todo homenaje y toda fidelidad acababan por remontarse
hasta el rey, colocado en la cumbre de esta pirámide jerárquica. De este modo,
en el mismo momento en que dentro del Imperio la autoridad se desintegra en
beneficio de los príncipes y en Inglaterra el rey, en otro tiempo indiscutido,
se bate en retirada ante los barones, el rey de Francia recobra sin mayores
esfuerzos la plenitud de su poder público (potestas) en el seno de una sociedad
enteramente feudalizada. La posesión de un feudo no solamente daba a su titular
un rango social y un medio de dominación política; el feudo se convertía
también en un capital y en una fuente de ingresos. Estos últimos provenían, por
una parte, de la gestión de los dominios, y por otra, del ejercicio de derechos
señoriales y derechos feudales. Toda tenencia feudal comprendía un dominio, más o menos
extenso, en el cual se ejercían unos poderes, se percibían unas prestaciones y
se llevaban a cabo unos cobros en especie o en metálico a costa de los campesinos
o artesanos que trabajaban en él. A veces, el «señorío» se limitaba a unas
cuantas explotaciones rurales que estaban obligadas a pagar censos en metálico
y ciertas prestaciones en especie. Al señor se le debían asimismo algunos
servicios en trabajo o corveas ejecutadas en las tierras de la reserva señorial
y que consistían en operaciones de siega del heno, cosecha, vendimia, labranza,
rastrillaje, transportes con carro, reparaciones de cerca o de caminos. El
señor también podía ejercer sobre sus subordinados los poderes que le
reconocían los usos y costumbres, particularmente en el caso de los siervos,
con sus cargas características (capitación, derecho de la mano muerta sobre la
sucesión, de formariage o tasa de matrimonio cuando el casamiento se realizaba
fuera del feudo), así como el ejercicio de la justicia ordinaria, con capacidad
para imponer multas y sanciones, que podían llegar hasta la confiscación de la
tenencia. A todo ello se sumaban los derechos del laudemio —derecho que se
pagaba al señor del dominio directo cuando se enajenaban las tierras y
posesiones dadas en enfiteusis; esto es la cesión perpetua o por largo tiempo
del dominio útil de un inmueble, mediante el pago anual de un canon y de
laudemio por cada enajenación de dicho dominio—, sobre la venta de tierras, y a
veces los de redención o compra de la libertad (remensa) si el teniente quería
abandonar la tierra a la que la costumbre había acabado por considerarlo
adscrito como siervo de la gleba. Éstos eran los rasgos característicos de lo que
hoy llamamos señorío y que en la Edad Media recibía el nombre de dominium. El
verdadero punto de apoyo del sistema feudal se basaba en la trama de los
señoríos que constituían las castellanías. Los señores que disponían de un
castillo del que dependían los feudos y los dominios de sus vasallos y
subvasallos gozaban de la potestad de mando en una jurisdicción más o menos
extensa (districtus). La autoridad de que disfrutaban era fruto en buena parte
de la disgregación de los derechos del rey, que durante las épocas carolingia y
postcarolingia habían pasado a manos de los condes, o que habían sido usurpados. Responsables de la «paz» pública, y por tanto de la policía,
estos señores exigían de las comunidades aldeanas derechos de guardia o
vigilancia (custodia, salvamentum); de «guía» o «conducción» en la circulación
por los caminos; de requisa para ellos y para sus agentes en visitas de
inspección (marescalcia); de hospedaje y de yantar en casa de los vecinos,
tanto para sí mismos como para sus acompañantes, y el de contar con servicios
para el acarreo de todo lo necesario para la construcción del castillo y el
mantenimiento de éste y de sus moradores. Como responsables de la vigilancia
del mercado, estos señores percibían también derechos de lezda; un tributo o
impuesto que se pagaba por las mercancías. De sisa o de aporte sobre los
productos que se llevaban a vender; de almacenamiento; de instalación de
puestos de venta o sobre los espacios ya ocupados, y también de pesos y
medidas. Como responsables de la conservación de los caminos, puentes y
puertos, establecían derechos de paso, de pontazgo, de atraque de las barcazas,
etcétera.
El conjunto de todos estos gravámenes demuestra un gran
ingenio en lo concerniente a los impuestos y a las modalidades de recaudación:
derechos sobre la utilización de los montes; sobre el apacentamiento del
ganado; sobre el bellotear de los cerdos; sobre el transporte fluvial de la
madera y el paso de las balsas; sobre el envío de los animales a los pastos de
altura; sobre la fabricación de quesos; sobre la matanza en las carnicerías;
sobre las bestias de tiro, de carga o de labor; sobre la medida de la fachada
de las casas. Todo ello recibía el nombre de consuetudines (usos y costumbres).
Cualquier mal uso de las concesiones señoriales daba lugar a una multa más o
menos arbitraria. Como quiera que los señores frecuentemente habían construido
o ayudado a construir las ermitas de sus aldeas y habían dotado a los
sacerdotes, tenían como un bien propio las iglesias parroquiales y percibían
los diezmos, que consideraban como un elemento que los compensaba por el
mantenimiento y reparación de los templos. Al orden de los oratores (obispos y gentes de la Iglesia) correspondía la misión de rezar, al de los bellatores, poderosos que empuñaban
la espada —con los reyes a la cabeza—, la función de combatir y de mandar; al
de los laboratores, la tarea de trabajar la tierra y la de servir. Este
esquema, que a finales del siglo XII se había convertido en un lugar común, iba
acompañado de la afirmación de que los tres órdenes no padecían por el hecho de
estar desunidos: sobre la función de uno de ellos se apoyaban las obras de los
otros dos. Se trata de un sistema económico, político y social ciertamente
coherente, en el que la solidaridad de intereses entre los diversos órdenes se
manifiesta. Gracias al empeño de algunos creyentes, la fe se extendía; merced a
su enriquecimiento, afluían las donaciones, se fundaban nuevos monasterios y
colegiatas, se construían iglesias en todas las aldeas: la Iglesia prosperaba.
Pero la solidaridad de los bellatores y los laboratores era todavía más
evidente. El sistema feudal se basaba en la sustracción del excedente campesino
por parte del señor. La gran expansión demográfica del siglo XII —como causa o como consecuencia—
acompañó este desarrollo en Europa. La villa o gran propiedad, heredad de la época del
Imperio Romano, desapareció siendo reemplazada por la aldea. Al abrigo del
recinto del castillo (o de la abadía) nació un nuevo hábitat. Como la condición
de las personas tenía menos importancia que su número y las rentas que pudieran
obtenerse de su trabajo, el señor se esforzaba en atraer nuevos brazos hacia sus
tierras ofreciendo mejores condiciones; en consecuencia, los siervos
disminuyeron considerablemente. Se concedieron a las colectividades franquicias
que regulaban el ejercicio de los poderes y de los derechos. Se crearon
mercados y ferias, sobre las cuales pesaban tributos nuevos. Se fundaron villas
nuevas y también villas francas. El incremento de las rentas señoriales permitió construir vastas zonas
de viticultura, que dieron un buen rendimiento gracias al sistema de la
complantatio, plantación compartida entre el dueño de las tierras y el de las
vides. En todas partes surgieron sinergias que requerían inversiones
—principalmente en el caso de los molinos— y que si economizaban el esfuerzo de
hombres y mano de obra, gracias al bannum o derecho banal, sirvieron para
acrecentar los ingresos del señor. De esta manera, concebido como un bloque, el
sistema feudal aseguró durante dos siglos un desarrollo económico sin
precedentes, en contradicción con un clima general que parecía favorecer la
violencia individual, pero que, en todos los niveles, privilegiaba la
iniciativa de quienes explotaban el suelo y las tierras de sus amos.
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