Hildebrando Aldobrandeschi nació en la Toscana, en el seno de
una familia de modesta extracción social. Se educó en el ámbito de la Iglesia
romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el
Aventino, donde hizo los votos monásticos. En el año 1045 fue nombrado
secretario del papa Gregorio VI, cargo que ocupó hasta 1046 en que acompañará a
dicho pontífice a su destierro en Colonia tras ser depuesto en el sínodo celebrado
en Sutri, acusado de cometer simonía en su elección. En 1046, al fallecer Gregorio VI,
Hildebrando ingresa como monje en el monasterio de Cluny en donde adquirirá las
ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la
conocida Reforma gregoriana. Hildebrando no regresa a Roma, pero en el año 1049
es requerido por el papa León IX para actuar como legado papal, lo que le
permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se
encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como
papa de Víctor II cuando éste falleció y se eligió como sucesor al antipapa
Benedicto X. Hildebrando se opuso a esta elección y logró que se eligiese papa
a Nicolás II. En 1059 es nombrado por Nicolás II archidiácono y administrador
efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder
que se llegó a decir que «echaba de comer a su Nicolás como a un asno en el
establo». La Santa Sede fue cayendo en manos de las facciones de
condes y príncipes, auténticos clanes nobiliarios. Con el tiempo quedó sometida
al tiránico dominio de estas familias, que lograron la elección de papas afectos, que fueron, en su mayoría, individuos insignificantes o indignos y que
hicieron descender el Pontificado a los más bajos niveles que ha conocido en su
historia. Así, el siglo X fue el Siglo Oscuro de la Iglesia. Durante siglo y
medio, desfilaron cerca de cuarenta papas y antipapas, muchos de los cuales
tuvieron pontificados efímeros o sufrieron una muerte violenta, sin dejar
apenas memoria. Pero ya en el siglo XI surgía la escolástica, corriente
teológico-filosófica dominante que propició la clara subordinación de la razón
a la fe —Philosophia ancilla theologiae, es decir, la filosofía es sierva de la
teología—. La escolástica predominaría en las escuelas catedralicias y en los
estudios generales que dieron lugar a las universidades medievales europeas
hasta mediados del siglo XV. El cesaropapismo, que había sido inaugurado en la
práctica por la política de Carlomagno, tendrá que ceder definitivamente ante
el peso de las tesis de papas como Gregorio VII; el gran teórico que propugna
la supremacía del poder espiritual detentado por los pontífices, sobre el poder
temporal que ejerce el emperador. A comienzos del siglo
XI, ante un Papado impotente ante las poderosas facciones nobiliarias, se verificó un
auténtico cesaropapismo con el emperador Enrique III (1039-1056), verdadero
dispensador de cargos eclesiásticos a su conveniencia. Tras la muerte de
Enrique III surge un nuevo movimiento tendente a liberar al Papado del sometimiento
al Imperio. En todo el mundo cristiano comienza a reivindicarse la libertad de
la Iglesia, principalmente para nombrar a sus funcionarios. Se tratará de
dignificar la vida moral de los clérigos, condenando la simonía, el nicolaísmo
e imponiendo el celibato. Se pretenderá fortalecer la autoridad papal en contra
de la voracidad de los príncipes imperiales.
Hildebrando fue elegido pontífice por aclamación popular el
22 de abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida
en 1059 por el concilio de Melfi, que había decretado que en la elección papal
solo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. No
obstante, obtuvo la consagración episcopal el 30 de junio de 1073. En 1075,
Gregorio VII publicó el Dictatus Papae, veintisiete axiomas donde Gregorio
expresa sus ideas sobre cuál ha de ser el papel del pontífice en su relación
con los poderes temporales, especialmente con el Sacro Imperio.
Estas pretensiones papales llevaban claramente a un enfrentamiento con el
emperador alemán en la disputa conocida como Querella de las Investiduras que se inicia cuando, en un sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la
prohibición de la investidura por laicos. Esta prohibición no fue admitida por
Enrique IV que siguió nombrando obispos en Milán, Espoleto y Fermo, territorios
colindantes con los estados Pontificios, por lo que el papa intentó intimidarle
mediante la amenaza de excomunión y de la deposición como emperador. Enrique
reacciona, en enero de 1076, celebrando un sínodo de Worms donde depone al
Papa. La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus
súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia, por lo que el
emperador, temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido
a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de
Gregorio y pedirle la absolución. El encuentro entre el Papa y el Emperador tuvo
lugar en Canosa, concretamente en el castillo Stammburg de la
gran condesa Matilde de Canosa. Enrique no se presentó como rey, sino como
penitente sabiendo que, con ello, el pontífice en su calidad de sacerdote no
podría negarle el perdón. El 28 de enero de 1077, Gregorio VII absolvió a
Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una dieta en la que se
debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Sin embargo,
Enrique dilata en el tiempo la celebración de la prometida dieta por lo que
Gregorio VII lanza contra el emperador una segunda condena de excomunión, lo depone
y procede a reconocer como nuevo soberano a Rodolfo, duque de Suabia. Esta segunda excomunión no obtuvo los efectos de la primera
ya que los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un sínodo
celebrado en Brixen en 1080, proclama papa a Clemente III y marcha al
frente de su ejército sobre Roma, que le abre sus puertas en 1084. Se celebra
entonces un sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio
VII y se confirma el pontificado del antipapa Clemente III, que procedió en seguida a coronar como
emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta. Gregorio VII se refugió en el
Castillo de Sant'Angelo esperando la ayuda de sus aliados normandos
capitaneados por Roberto Guiscardo. La llegada de los normandos obliga a
Enrique IV a abandonar Roma, que es sometida a saqueo e incendiada por las hordas de fieros normandos, acción que desencadenó el levantamiento de los romanos
contra Gregorio, que se vio obligado a retirarse a la ciudad de Salerno donde
fallecería el 25 de mayo de 1085. La disputa sobre las investiduras finalizó
mediante el Concordato de Worms en 1122, que deslindó la investidura
eclesiástica de la feudal.
El Sacro Imperio bajo los Hohenstaufen
Conrado III de Alemania llegó al trono en 1138 e inició una
nueva Dinastía, la de los Hohenstaufen. Con ella el Imperio entró en una época
de apogeo bajo las condiciones del Concordato de Worms en 1122. De este período
cabe destacar la figura de Federico I Barbarroja (rey en 1152, y emperador entre 1155-1190). Bajo su reinado tomó fuerza la idea de «romanización» del
Imperio, como modo de proclamar la independencia del emperador respecto a la
Iglesia, pero simultáneamente rebautizaría el Imperio como «Sacro», pero bajo
los dictados del monarca, no del papa. Una asamblea imperial reunida en 1158 en
Roncaglia proclamó de forma explícita los derechos imperiales. Aconsejada por
diversos doctores de la emergente facultad de Derecho de la Universidad de
Bolonia, se inspiraron en el «Corpus Iuris Civilis», de donde extrajeron
principios como el de «princeps legibus solutus (el príncipe no está sometido
a la Ley)». El hecho de que las leyes romanas hubieran sido creadas para un
sistema totalmente diferente, y que no fuesen adecuadas a la estructura del
Sacro Imperio, era obviamente secundario; la importancia residía en el intento
de la corte imperial de establecer una especie de texto constitucional. Hasta la Querella de las Investiduras, los derechos
imperiales eran referidos de forma genérica como «regalías», y no fue hasta la
asamblea de Roncaglia, que dichos derechos fueron explicitados. La lista
completa incluía derechos de peaje, tarifas, acuñación de moneda, impuestos
punitivos colectivos, y la investidura (elección y destitución) de los
detentores de cargos públicos. Estos derechos buscaban su justificación de
forma explícita en el Derecho romano, un acto legislativo de profundo calado.
Al norte de los Alpes, el sistema también estaba ligado al derecho feudal.
Barbarroja consiguió así vincular a los duques germánicos, renuentes al
concepto de una institución imperial, como ente unificador. Para solucionar el
problema que suponía que el emperador (tras la Querella de las Investiduras) no
pudiese continuar utilizando a la Iglesia como parte de su aparato de gobierno,
los Hohenstaufen cedieron cada vez más territorio a los «ministerialia», que
formalmente eran siervos no libres, de los cuales Federico esperaba fuesen más
sumisos que los duques locales. Utilizada inicialmente para situaciones de
guerra, esta nueva clase formaría la base de la caballería, otro de los
fundamentos del poder imperial. Otro paso importante que se dio en Roncaglia fue el
establecimiento de una nueva paz (Landfrieden) en todo el Imperio Germánico, un intento
de abolir las vendettas privadas entre los duques, al tiempo que se conseguía
someter a los subordinados del emperador a un sistema legislativo y
jurisdiccional público, encargado de la persecución de los actos delictivos,
una idea que en esos tiempos aún no era universalmente aceptada. Otro nuevo
concepto de la época fue la sistemática fundación de ciudades, tanto por parte
del emperador como de los duques locales. Este fenómeno, justificado por el
crecimiento exponencial de la población, también supuso una forma de concentrar
el poder económico en lugares estratégicos, teniendo en cuenta que las ciudades
ya existentes eran fundamentalmente de origen romano o antiguas sedes
episcopales. Entre las ciudades fundadas en el siglo XII se incluyen Friburgo
de Brisgovia, modelo económico para muchas otras ciudades posteriores, o
Múnich.
La lucha entre los «Poderes Universales»
Los Poderes Universales eran el Papado y el Imperio, por
cuanto ambos se disputaban el llamado «Dominium mundi» o dominio del mundo; un
alambicado concepto con implicaciones terrenales y espirituales. En 1176 se
libró la batalla de Legnano, que tuvo una repercusión crucial en la lucha que
mantenía Federico Barbarroja contra las comunas de la Liga Lombarda (bajo la
égida del papa Alejandro III). Esa batalla fue un hito dentro del prolongado
conflicto interno entre güelfos y gibelinos, y del todavía más antiguo
existente entre los dos poderes universales: Pontificado e Imperio. Las tropas
imperiales sufrieron una derrota humillante y Federico se vio forzado a firmar
la Paz de Venecia (1177) por la que reconoció a Alejandro III como papa
legítimo. Al mismo tiempo, reconocía a las ciudades el derecho de construir
murallas, de gobernarse a sí mismas (y su territorio circundante) eligiendo
libremente a sus magistrados, de constituir una Liga y de conservar las
tradiciones y costumbres que tenían «desde los tiempos antiguos». Este amplio
grado de tolerancia, al que el historiador Jacques Le Goff llama «güelfismo
moderado», permitió crear en Italia una situación de equilibrio entre las
pretensiones imperiales y el poder efectivo de las comunas urbanas, similar al
equilibrio logrado entre el Imperio y el Papado a través del Concordato de
Worms (1122) que resolvió la Querella de las Investiduras. El reinado del último monarca de los Staufen fue en muchos aspectos
diferente de los de sus predecesores. Federico II Hohenstaufen subió al trono
de Sicilia siendo todavía un niño. Mientras, en Alemania, el nieto de
Barbarroja, Felipe de Suabia, y el hijo de Enrique el León, Otón IV, le
disputaron el título de Rey de los Alemanes. Después de ser coronado emperador
en 1220, se arriesgó a un enfrentamiento con el papa al reclamar poderes sobre
Roma; sorprendentemente para muchos, logró tomar Jerusalén mediante un acuerdo
diplomático en la VI Cruzada (1228) cuando todavía pesaba sobre él la
excomunión papal. Se proclamó rey de Jerusalén en 1229 y también obtuvo las
plazas de Belén y Nazaret. A la vez que Federico elevaba el ideal imperial a sus más
altas cotas, inició también los cambios que llevarían a su desintegración. Por
un lado, se concentró en establecer un Estado de gran modernidad en Sicilia:
con servicios públicos, finanzas o legislación propias. Pero a la vez, Federico
fue el emperador que cedió mayores poderes ante los duques germanos. Y esto lo
hizo mediante la instauración de dos medidas de largo alcance que nunca serían
revocadas por el poder central. En la «Confoederatio cum princibus
ecclesiasticis» de 1220, Federico cedió una serie de las regalías a favor de
los obispos, entre ellas impuestos, acuñación de moneda, jurisdicciones y
fortificaciones, y más tarde, en 1232 el «Statutem in favorem principum» fue
fundamentalmente una extensión de esos privilegios al resto de los territorios
no eclesiásticos. Esta última cesión la hizo para acabar con la rebelión de su
propio hijo Enrique, y a pesar de que muchos de estos privilegios ya habían
existido con anterioridad, ahora se encontraban garantizados de forma
universal, de una vez y para todos los duques alemanes, al permitirles ser los
garantes del orden al norte de los Alpes, mientras que los de Federico se
restringían a los de sus territorios en Italia. El documento de 1232 señala el
momento en que por primera vez los duques alemanes fueron designados «domini
terrae», señores de sus tierras, un matiz semántico muy significativo.
Sacro emperador romano germánico |
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