En los primeros días de septiembre
de 1978 comenzaron a hacerse públicas algunas medidas del programa del nuevo
pontífice, Juan Pablo I. Una de sus intenciones iniciales se centraba en variar
drásticamente las relaciones del Vaticano con el mundo de las finanzas internacionales.
Aparte de eso, Albino Luciani ya había dado los primeros pasos hacia una
revisión de la postura de la Iglesia sobre el controvertido asunto del control
de la natalidad, algo que levantó ampollas en los sectores católicos más
inmovilistas y, en especial, en el cardenal Jean Villot, contrario al empleo de
métodos anticonceptivos. Pero, con todo, aquél era el menor de los problemas a
los que tenía que enfrentarse Juan Pablo I. Por aquellos días, un periodista
llamado Mino Pecorelli, antiguo miembro de la Logia P2, escribió un artículo
muy polémico titulado «La Gran Logia del Vaticano». En él se daban los nombres
de 121 presuntos francmasones infiltrados en el Vaticano. La lista, en gran
parte, estaba compuesta por cardenales, obispos y otros prelados que ocupaban
altos cargos dentro de la jerarquía vaticana. Los nombres de Jean Villot, su
secretario de Estado, Paul Marcinkus, presidente del banco del Vaticano, y
Pasquale Macchi, su secretario personal también estaban en esa lista. El papa,
además, descubrió que Jean Villot había estado entre los que habían favorecido
la derogación de la antigua regla canónica según la cual «aquel católico que
entrase a formar parte de la francmasonería, en cualquiera de sus interpretaciones,
sería excomulgado.» Según se desprendía del artículo de
Pecorelli, el sumo pontífice estaba rodeado de masones. A partir del 20 de
septiembre corrió la voz de que el papa se disponía a hacer una limpieza a
fondo entre los que componían el gabinete de sus más estrechos colaboradores,
todos ellos, veteranos de la época del anterior pontífice, Pablo VI.
Además del cardenal Jean Villot, uno
de los más preocupados aquellos días era Roberto Calvi, presidente del Banco
Ambrosiano, cuyos negocios con Marcinkus y el banco del Vaticano podían llevarle
a cumplir una condena de cadena perpetua si eran descubiertos. Calvi se había
apropiado indebidamente de más de 400 millones de dólares mediante evasión
fiscal a través de entidades fantasmas. Era mucho lo que dependía de que
Paul Marcinkus continuase en su puesto. La única y remota posibilidad de eludir
el escándalo y la consiguiente bancarrota era que el papa muriese antes de
destituir a los hombres de confianza del anterior pontífice y en su lugar fuese
elegido para ocupar el solio papal alguien más maleable que estuviese dispuesto
a dejar las cosas tal como estaban. Apenas un mes después de su elección, Juan
Pablo I había sembrado el temor y el desasosiego en los corazones de los
hombres que habían dirigido las finanzas del Vaticano en los últimos quince
años.
El jueves 28 de septiembre, hacia el
atardecer, Juan Pablo I discute la situación del banco del Vaticano con su
secretario de Estado, Jean Villot. Éste había efectuado un informe preliminar
que el papa desestimó y le dijo que Paul Marcinkus debía dimitir de su cargo al
frente del banco del Vaticano. Se le buscaría una salida honrosa, tal vez en
Chicago. Juan Pablo I comunicó a Jean Villot otros cambios que tenía planeados,
como la destitución inmediata de todos los masones citados en la lista
publicada por Pecorelli. El sagaz cardenal Villot entendió
enseguida que aquella reestructuración también le afectaba a él, y que iba a
ser cesado como secretario de Estado del Vaticano. El remate para Villot fue la
confirmación de que el Santo Padre recibiría al Comité Norteamericano para el
Control de la Población Mundial el 24 de octubre. Esa delegación del Gobierno
de los Estados Unidos trataba de influir sobre el papa para modificar la
posición de la Iglesia sobre la utilización de la píldora anticonceptiva, a lo
que parecía ser que el papa no opondría demasiados reparos. En algún momento de aquel mismo día,
jueves 28 de septiembre, entre las 21:30 y las 4:30 horas de la mañana del 29
de septiembre, viernes, el papa Juan Pablo I fue asesinado. Había sido papa
durante 33 días.
Los conspiradores masones y los
demás enemigos del papa obtuvieron la confirmación de su «milagro» y el cuerpo
sin vida del sumo pontífice fue hallado en sus aposentos. La Santa Sede inició
entonces una confusa campaña de mentiras aderezadas con medias verdades sobre
la muerte del papa que levantaron las primeras sospechas de asesinato, dudas
que no se han despejado casi cuatro décadas después de la extraña muerte del
papa Juan Pablo I. En apenas un mes de pontificado,
Albino Luciani se había ganado la enemistad de muchos individuos peligrosos que
también residían entre los muros de la Ciudad del Vaticano. Hombres poderosos
que temían perder sus privilegios y prebendas, por lo que estaban dispuestos a
actuar de forma contundente y definitiva. Un atentado habría sido demasiado
aparatoso. Tenía que ser algo más sutil, aparentemente accidental, sin
comisiones de investigación e incómodos periodistas fisgoneando por el
Vaticano, haciendo preguntas indiscretas a unos y a otros… La Iglesia debía recuperar
su sosiego espiritual y financiero. La mejor forma de plantear un
hipotético atentado contra el papa era mediante un veneno que después de
administrado no dejara ningún rastro ni señal externa. De todos modos, a los pontífices
romanos no se les practica la autopsia, lo que facilitaba los siniestros propósitos
de los conspiradores. El autor debía ser, además, una persona familiarizada con
la rutina doméstica del Vaticano y con acceso franco al pontífice. En este
sentido, la actitud del cardenal Villot ha sido calificada de llamativa. Cuando
llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la mesilla de noche
estaba el frasco de medicamentos que Luciani tomaba para corregir sus problemas
de baja presión arterial. Villot se lo guardó bajo la sotana y arrancó de las
manos del cadáver los apuntes sobre las designaciones y los ceses de los que
habían estado hablando la tarde anterior. Luego el cardenal Villot impuso el
voto de silencio a la hermana Vincenza —la monja que había encontrado el
cadáver y que formaba parte del servicio de cámara del papa desde que éste
fuera cardenal en Venecia— e instruyó a todos convenientemente para que la
muerte del Santo Padre fuera silenciada hasta que él ordenara lo contrario.
El método utilizado para el
envenenamiento pudo ser la propia medicación que tomaba el papa: concretamente
un fármaco líquido llamado Effortil o
bien las inyecciones Cortiplex, ambas
medicinas recomendados para controlar la hipotensión. La seguridad alrededor
del pontífice era deficiente, aunque cabe suponer que quienes deseaban
deshacerse de Juan Pablo I llevaban mucho más tiempo que él moviéndose entre las
sombras en los pasillos del Vaticano y tenían el suficiente ascendente sobre
los oficiales de la Guardia Suiza para influir sobre ellos, y hacer que mirasen
hacia otro lado. La hora exacta, o aproximada, y
demás circunstancias en las que se produjo la muerte no fueron establecidas.
Nunca se realizó una autopsia. El certificado de defunción —que no estaba
firmado— indicó el paro cardíaco como la causa probable del óbito. El
embalsamamiento del cuerpo fue inusual y precipitado. No se extrajo la sangre
del cadáver y se realizó a toda prisa dentro de las 14 horas siguientes al
descubrimiento del cuerpo, no de la muerte. No obstante, la legislación
italiana prescribe claramente que dicho embalsamamiento no debe iniciarse al
menos hasta transcurridas 24 horas después de haberse verificado la muerte (no
la hora de la muerte que pueda establecer la autopsia).
La
conjura
Jean Villot fue el secretario de
Estado del Vaticano durante el pontificado de Pablo VI (1963-1978) y secretario
en funciones en el breve apostolado de Juan Pablo I. Inmediatamente después de
producirse la muerte de Juan Pablo I, Villot se encargó de retirar del
dormitorio papal sus medicinas, los papeles que aún sostenía entre sus manos,
sus gafas graduadas para leer y sus zapatillas. Todos estos objetos
desaparecieron y jamás fueron vistos de nuevo. Tras la repentina muerte del papa,
el cardenal Villot asumió el papel de camarlengo, actuando como jefe
provisional de la Iglesia mientras se elegía al nuevo pontífice y se hizo con
el control absoluto de la situación, filtrando falsa información a la prensa
internacional que cubría el trágico suceso. Dos de las decisiones más
importantes que tomó Villot fueron éstas: no se debía practicar la autopsia al
papa y el cónclave para designar al nuevo pontífice se iniciaría
inmediatamente, el 15 de octubre, dos semanas después del óbito de Juan Pablo
I. El objetivo principal de este
apresurado cónclave era desviar seguidamente la atención de la opinión pública
sobre la repentina muerte de Juan Pablo I hacia el entusiasmo y el suspense por
saber quién sería el nuevo papa. Una vez designado, curiosamente también se
llamó Juan Pablo con lo que la gente
no tardó en olvidarse del primero. El Santo Padre seguía siendo «Juan Pablo». Pocos meses más tarde, en marzo de
1979, el cardenal Villot murió. Si estuvo o no implicado en la extraña muerte
de Juan Pablo I no lo sabremos jamás. Aunque sí hay indicios, a juzgar por su
comportamiento, de que parecía estar encubriendo a alguien, o de que él mismo cometió
el crimen y, como hemos visto tantas veces, los conspiradores que manejan los
hilos no dejan rastro, y los asesinos suelen ser a su vez asesinados. No
importa que se llamen Oswald, Argala o Villot.
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