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jueves, 18 de enero de 2018

Masones infiltrados en el Vaticano

En los primeros días de septiembre de 1978 comenzaron a hacerse públicas algunas medidas del programa del nuevo pontífice, Juan Pablo I. Una de sus intenciones iniciales se centraba en variar drásticamente las relaciones del Vaticano con el mundo de las finanzas internacionales. Aparte de eso, Albino Luciani ya había dado los primeros pasos hacia una revisión de la postura de la Iglesia sobre el controvertido asunto del control de la natalidad, algo que levantó ampollas en los sectores católicos más inmovilistas y, en especial, en el cardenal Jean Villot, contrario al empleo de métodos anticonceptivos. Pero, con todo, aquél era el menor de los problemas a los que tenía que enfrentarse Juan Pablo I. Por aquellos días, un periodista llamado Mino Pecorelli, antiguo miembro de la Logia P2, escribió un artículo muy polémico titulado «La Gran Logia del Vaticano». En él se daban los nombres de 121 presuntos francmasones infiltrados en el Vaticano. La lista, en gran parte, estaba compuesta por cardenales, obispos y otros prelados que ocupaban altos cargos dentro de la jerarquía vaticana. Los nombres de Jean Villot, su secretario de Estado, Paul Marcinkus, presidente del banco del Vaticano, y Pasquale Macchi, su secretario personal también estaban en esa lista. El papa, además, descubrió que Jean Villot había estado entre los que habían favorecido la derogación de la antigua regla canónica según la cual «aquel católico que entrase a formar parte de la francmasonería, en cualquiera de sus interpretaciones, sería excomulgado.» Según se desprendía del artículo de Pecorelli, el sumo pontífice estaba rodeado de masones. A partir del 20 de septiembre corrió la voz de que el papa se disponía a hacer una limpieza a fondo entre los que componían el gabinete de sus más estrechos colaboradores, todos ellos, veteranos de la época del anterior pontífice, Pablo VI.
Además del cardenal Jean Villot, uno de los más preocupados aquellos días era Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano, cuyos negocios con Marcinkus y el banco del Vaticano podían llevarle a cumplir una condena de cadena perpetua si eran descubiertos. Calvi se había apropiado indebidamente de más de 400 millones de dólares mediante evasión fiscal a través de entidades fantasmas. Era mucho lo que dependía de que Paul Marcinkus continuase en su puesto. La única y remota posibilidad de eludir el escándalo y la consiguiente bancarrota era que el papa muriese antes de destituir a los hombres de confianza del anterior pontífice y en su lugar fuese elegido para ocupar el solio papal alguien más maleable que estuviese dispuesto a dejar las cosas tal como estaban. Apenas un mes después de su elección, Juan Pablo I había sembrado el temor y el desasosiego en los corazones de los hombres que habían dirigido las finanzas del Vaticano en los últimos quince años.
El jueves 28 de septiembre, hacia el atardecer, Juan Pablo I discute la situación del banco del Vaticano con su secretario de Estado, Jean Villot. Éste había efectuado un informe preliminar que el papa desestimó y le dijo que Paul Marcinkus debía dimitir de su cargo al frente del banco del Vaticano. Se le buscaría una salida honrosa, tal vez en Chicago. Juan Pablo I comunicó a Jean Villot otros cambios que tenía planeados, como la destitución inmediata de todos los masones citados en la lista publicada por Pecorelli. El sagaz cardenal Villot entendió enseguida que aquella reestructuración también le afectaba a él, y que iba a ser cesado como secretario de Estado del Vaticano. El remate para Villot fue la confirmación de que el Santo Padre recibiría al Comité Norteamericano para el Control de la Población Mundial el 24 de octubre. Esa delegación del Gobierno de los Estados Unidos trataba de influir sobre el papa para modificar la posición de la Iglesia sobre la utilización de la píldora anticonceptiva, a lo que parecía ser que el papa no opondría demasiados reparos. En algún momento de aquel mismo día, jueves 28 de septiembre, entre las 21:30 y las 4:30 horas de la mañana del 29 de septiembre, viernes, el papa Juan Pablo I fue asesinado. Había sido papa durante 33 días.
Los conspiradores masones y los demás enemigos del papa obtuvieron la confirmación de su «milagro» y el cuerpo sin vida del sumo pontífice fue hallado en sus aposentos. La Santa Sede inició entonces una confusa campaña de mentiras aderezadas con medias verdades sobre la muerte del papa que levantaron las primeras sospechas de asesinato, dudas que no se han despejado casi cuatro décadas después de la extraña muerte del papa Juan Pablo I. En apenas un mes de pontificado, Albino Luciani se había ganado la enemistad de muchos individuos peligrosos que también residían entre los muros de la Ciudad del Vaticano. Hombres poderosos que temían perder sus privilegios y prebendas, por lo que estaban dispuestos a actuar de forma contundente y definitiva. Un atentado habría sido demasiado aparatoso. Tenía que ser algo más sutil, aparentemente accidental, sin comisiones de investigación e incómodos periodistas fisgoneando por el Vaticano, haciendo preguntas indiscretas a unos y a otros… La Iglesia debía recuperar su sosiego espiritual y financiero. La mejor forma de plantear un hipotético atentado contra el papa era mediante un veneno que después de administrado no dejara ningún rastro ni señal externa. De todos modos, a los pontífices romanos no se les practica la autopsia, lo que facilitaba los siniestros propósitos de los conspiradores. El autor debía ser, además, una persona familiarizada con la rutina doméstica del Vaticano y con acceso franco al pontífice. En este sentido, la actitud del cardenal Villot ha sido calificada de llamativa. Cuando llegó junto al cuerpo, al lado de la cama del papa, en la mesilla de noche estaba el frasco de medicamentos que Luciani tomaba para corregir sus problemas de baja presión arterial. Villot se lo guardó bajo la sotana y arrancó de las manos del cadáver los apuntes sobre las designaciones y los ceses de los que habían estado hablando la tarde anterior. Luego el cardenal Villot impuso el voto de silencio a la hermana Vincenza —la monja que había encontrado el cadáver y que formaba parte del servicio de cámara del papa desde que éste fuera cardenal en Venecia— e instruyó a todos convenientemente para que la muerte del Santo Padre fuera silenciada hasta que él ordenara lo contrario.
El método utilizado para el envenenamiento pudo ser la propia medicación que tomaba el papa: concretamente un fármaco líquido llamado Effortil o bien las inyecciones Cortiplex, ambas medicinas recomendados para controlar la hipotensión. La seguridad alrededor del pontífice era deficiente, aunque cabe suponer que quienes deseaban deshacerse de Juan Pablo I llevaban mucho más tiempo que él moviéndose entre las sombras en los pasillos del Vaticano y tenían el suficiente ascendente sobre los oficiales de la Guardia Suiza para influir sobre ellos, y hacer que mirasen hacia otro lado. La hora exacta, o aproximada, y demás circunstancias en las que se produjo la muerte no fueron establecidas. Nunca se realizó una autopsia. El certificado de defunción —que no estaba firmado— indicó el paro cardíaco como la causa probable del óbito. El embalsamamiento del cuerpo fue inusual y precipitado. No se extrajo la sangre del cadáver y se realizó a toda prisa dentro de las 14 horas siguientes al descubrimiento del cuerpo, no de la muerte. No obstante, la legislación italiana prescribe claramente que dicho embalsamamiento no debe iniciarse al menos hasta transcurridas 24 horas después de haberse verificado la muerte (no la hora de la muerte que pueda establecer la autopsia).
La conjura
Jean Villot fue el secretario de Estado del Vaticano durante el pontificado de Pablo VI (1963-1978) y secretario en funciones en el breve apostolado de Juan Pablo I. Inmediatamente después de producirse la muerte de Juan Pablo I, Villot se encargó de retirar del dormitorio papal sus medicinas, los papeles que aún sostenía entre sus manos, sus gafas graduadas para leer y sus zapatillas. Todos estos objetos desaparecieron y jamás fueron vistos de nuevo. Tras la repentina muerte del papa, el cardenal Villot asumió el papel de camarlengo, actuando como jefe provisional de la Iglesia mientras se elegía al nuevo pontífice y se hizo con el control absoluto de la situación, filtrando falsa información a la prensa internacional que cubría el trágico suceso. Dos de las decisiones más importantes que tomó Villot fueron éstas: no se debía practicar la autopsia al papa y el cónclave para designar al nuevo pontífice se iniciaría inmediatamente, el 15 de octubre, dos semanas después del óbito de Juan Pablo I. El objetivo principal de este apresurado cónclave era desviar seguidamente la atención de la opinión pública sobre la repentina muerte de Juan Pablo I hacia el entusiasmo y el suspense por saber quién sería el nuevo papa. Una vez designado, curiosamente también se llamó Juan Pablo con lo que la gente no tardó en olvidarse del primero. El Santo Padre seguía siendo «Juan Pablo». Pocos meses más tarde, en marzo de 1979, el cardenal Villot murió. Si estuvo o no implicado en la extraña muerte de Juan Pablo I no lo sabremos jamás. Aunque sí hay indicios, a juzgar por su comportamiento, de que parecía estar encubriendo a alguien, o de que él mismo cometió el crimen y, como hemos visto tantas veces, los conspiradores que manejan los hilos no dejan rastro, y los asesinos suelen ser a su vez asesinados. No importa que se llamen Oswald, Argala o Villot.


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