El rey Felipe
II de España luchó contra la Corona inglesa por motivos religiosos, por el apoyo que
ofrecían éstos a los rebeldes flamencos, y por los problemas que suponían los
corsarios ingleses que robaban la mercancía americana a los galeones españoles
en la zona del Caribe a partir de 1560. Así pues, los principales escenarios de
los combates serían el Atlántico y el Caribe. Se ha mostrado en varias obras
literarias y especialmente en películas el agobio causado por la continua
piratería inglesa y francesa contra los barcos españoles en el Atlántico y la
consecuente disminución de los ingresos del oro de las Indias. Sin embargo,
investigaciones más profundas indican que esta piratería realmente consistía en
varias decenas de barcos y varios cientos de piratas, siendo los primeros de
escaso tonelaje, por lo que no podían enfrentarse con los galeones españoles,
teniéndose que conformar con los pequeños barcos mercantes que pudieran
apartarse de las flotas armadas que los escoltaban. En segundo lugar está el
dato según el cual, durante el siglo XVI, ningún pirata ni corsario logró
hundir galeón alguno; además de unas 600 flotas fletadas por España —dos por
año durante unos 300 años—, solo dos cayeron en manos enemigas y ambas por
acciones bélicas de flotas de guerra enemigas, no por piratas ni corsarios. La
ejecución de la reina católica de Escocia, María Estuardo, decidió a Felipe II
de España a enviar la Grande y Felicísima Armada —en la Leyenda Negra, «Armada
Invencible»— en 1588, la cual fracasó, lo que posibilitó una mayor libertad al
comercio inglés y holandés, un mayor número de ataques a los puertos españoles
—como el de Cádiz que fue incendiado por una flota inglesa en 1596— y,
asimismo, la colonización inglesa de Norteamérica. A partir de estos hechos y
hasta el final de la guerra, España e Inglaterra consiguieron victorias a la
par en los combates navales librados por ambos reinos, tanto en el mar como en
tierra. Con lo que la guerra se mantuvo en un empate de pérdidas de recursos
para los países hasta el final. Mientras los ingleses saqueaban las posesiones
españolas y no consiguieron nunca el objetivo de capturar una flota de Indias,
la Armada española se preparó sin mucho éxito para invadir Inglaterra, repelió
algún ataque inglés y los corsarios españoles capturaban toneladas de
mercancías de los barcos ingleses. Los ataques ingleses (y los de piratas y
corsarios a sueldo de la reina de Inglaterra) solían acabar en fracasos con
pérdidas nada desdeñables, entre los que destacó el fracaso de la Armada
Inglesa o Contraarmada. La situación de las operaciones bélicas, navales y
terrestres, se mantuvo en empate técnico, hasta que, por fin, el nuevo rey de
España, Felipe III, firmó el Tratado de Londres en 1604 con Jacobo I, sucesor
de Isabel I. Algunas de las expediciones militares españolas se vieron
coronadas por el éxito, logrando desembarcar tropas de infantería en el sur de
Inglaterra, o en Irlanda. Tras una dura batalla con los defensores, don Carlos
de Amésquita desembarcó en 1595 en el sur de Inglaterra.
Tras
el contratiempo sufrido en 1588, Felipe II refuerza urgentemente la Armada
española y encarga la construcción de doce nuevos galeones. En 1591, la
reconstituida columna vertebral de su Marina de Guerra ya dispone de diecinueve
de estos buques, entre los que encontramos tres nuevos, dos capturados a los
ingleses, y cuatro veteranos supervivientes de la Flota portuguesa. Don Alonso
de Bazán, hermano del fallecido don Álvaro, arremete contra Thomas Howard con
una flota de 55 navíos, logrando atrapar a los ingleses entre Punta Delgada y
Punta Negra. Los ingleses logran huir, pero el galeón Revenge es abordado y
apresado por los españoles. En 1595 los ingleses preparan la definitiva toma e
instalación de una base en Panamá con una flota de 28 barcos. Pero las cosas no
fueron bien para los piratas. Al mando de Francis Drake, los ingleses marchan a
Panamá, y es allí donde concluye su existencia el famoso corsario. Perseguidos
por los españoles, y después de diversas vicisitudes, tan solo ocho barcos de
la expedición inglesa lograron regresar a su patria. Tras la contraofensiva
inglesa, don Carlos de Amésquita desembarca en las costas de Cornualles
sembrando el pánico en Penzance y otras localidades cercanas, y después se
retira de Cornualles. Además,
un sistema sofisticado de escolta y de inteligencia frustraron la mayoría de
los ataques corsarios a la Flota de Indias a partir de la década de 1590: las
expediciones de corsarios ingleses mandadas por Francis Drake, Martin Frobisher
y John Hawkins en el comienzo de dicha década, terminaron en absolutos
fracasos.
La Contraarmada inglesa
En medio de la guerra
anglo–española de 1585–1604 se dio el poco conocido episodio de la «Invencible»
inglesa o Contraarmada, una flota de invasión enviada contra la península
Ibérica por la reina Isabel I de Inglaterra en la primavera de 1589. Los
anglosajones se refieren a ella como English Armada, Counter Armada o Drake-Norreys
Expedition. Esta última denominación se debe a que la expedición fue mandada
por sir Francis Drake, que ejercía de almirante de la flota, y por sir John
Norreys en calidad de comandante de las tropas de desembarco. La intención de esta
fuerza de invasión era aprovechar la ventaja estratégica obtenida sobre España
tras el fracaso de la Armada enviada por Felipe II contra Inglaterra el año
anterior. Los objetivos ingleses eran tres. El primero y fundamental era
destruir el grueso de los restos de la Armada española que se encontraban en
reparación en los puertos de la costa cantábrica, principalmente en Santander.
El segundo objetivo era tomar Lisboa y entronizar al prior de Crato, don
Antonio de Crato pretendiente a la Corona portuguesa, y primo de Felipe II, que
viajaba con la expedición inglesa. Crato había firmado con Isabel I unas
cláusulas secretas por las que, a cambio de la ayuda inglesa, le ofrecía cinco
millones de ducados de oro y un tributo anual de 300.000 ducados. También le
ofrecía entregar a Inglaterra los principales castillos portugueses, y mantener
a la guarnición inglesa a costa de Portugal. Unas condiciones draconianas que,
de facto, sometían a Portugal a una situación mucho que continuar bajo la
soberanía de España. Asimismo, prometía el pretendiente darle quince pagas a la
infantería inglesa y permitir que Lisboa fuera saqueada durante doce días,
siempre que se respetasen las haciendas y vidas de los portugueses, y se
limitase el saqueo a la población y hacienda de los españoles. Además de todo
esto, se daba vía libre para la penetración inglesa en Brasil y en el resto de
las posesiones coloniales portuguesas. Estas cláusulas convertían a Portugal en
un vasallo de Inglaterra y le brindaban a Isabel I la posibilidad de obtener su
propio imperio colonial. Finalmente, como tercer objetivo, se tomarían las
islas Azores y capturaría a la Flota de Indias. Esto último permitiría a
Inglaterra tener una base permanente en el Atlántico desde la que atacar los
convoyes españoles procedentes de América, lo que supondría un avance
significativo hacia el objetivo más a largo plazo de arrebatar a España el
control de las rutas comerciales hacia el Nuevo Mundo. La operación acabó en
una derrota sin precedentes para los ingleses, de proporciones aún mayores que
el descalabro de la famosa Armada española. A raíz de este desastre, el que
había sido hasta entonces héroe popular en Inglaterra, sir Francis Drake, cayó
en desgracia.
Objetivos y organización de la expedición inglesa
El objetivo básico de
Isabel I era aprovechar la supuesta debilidad de la Armada española tras de el
fracaso de 1588 y asestar un golpe definitivo a Felipe II, obligándolo a
aceptar los términos de paz que Inglaterra impusiese. El primer punto del plan
consistía en destruir los restos de la Armada Invencible, mientras estaban
sometidos a reparaciones en sus bases de La Coruña, San Sebastián y sobre todo,
Santander. Además, se aprovecharían estos ataques para abastecerse de agua y
víveres mediante el saqueo de dichas localidades. Posteriormente, se
desembarcaría en Lisboa para apoyar una revuelta contra Felipe II en Portugal,
país recientemente anexionado al Imperio Español. De este modo, y una vez
asegurado el control sobre Portugal, Inglaterra se convertiría en principal
aliado y socio comercial del país, y se adueñaría de alguna de las islas Azores
para disponer así de una base permanente en el Atlántico desde la que atacar a
las flotas comerciales españolas. La Invencible Inglesa
acometió con evidente exceso de optimismo una empresa que resultaba
prácticamente imposible dada la tecnología disponible en aquella época.
Posiblemente influidos por el exitoso ataque de Drake a Cádiz en 1587, los
ingleses cometerían graves errores tácticos y estratégicos, que desembocarían
en un desastre. Todo el plan se construyó como si de una operación comercial se
tratase. La expedición fue financiada por una compañía privada con acciones
cuyo capital era de 80.000 libras. Del capital, un cuarto lo pagó la reina, un
octavo el gobierno holandés y el resto varios nobles, mercaderes, navieros y
gremios. Todos ellos esperaban no ya recuperar lo invertido, sino obtener
grandes beneficios. Este criterio organizativo, basado en un conjunto de
intereses económicos particulares, se había mostrado efectivo hasta aquel
momento para promocionar expediciones de barcos negreros y corsarios, basadas
fundamentalmente en ataques por sorpresa a poblaciones costeras indefensas, o
desprevenidas. Pero en esta ocasión, dada la enormidad de los objetivos
estratégicos y la duración de la campaña frente a un enemigo alerta, se
demostraría calamitoso.
A diferencia de los
españoles, los ingleses no tenían en aquel momento ninguna experiencia en la
organización de grandes campañas militares, ya fuesen éstas navales o
terrestres, por lo que la logística fue muy deficiente. Diversas preocupaciones
unidas al mal tiempo retrasaron la salida de la flota. Además, los holandeses
no proporcionaron todos los barcos de guerra que habían prometido, pues, hay
que decirlo, recelaban de los ingleses. El retraso en la partida provocó que se
consumiera un tercio de las provisiones antes de salir del puerto, quedándoles
solo para dos semanas de campaña. Solo había 1.800 soldados veteranos frente a
19.000 voluntarios novatos e indisciplinados, que no se contaba con la
artillería y las máquinas de asedio necesarias para tomar fortalezas tan
sólidas como las españolas, construidas con gruesos muros de piedra. Tampoco se
disponía de fuerzas de caballería para cargar contra la bien entrenada
infantería española en las operaciones terrestres. Es más, en tierra, los
ingleses no eran rival para los Tercios españoles. Es posible que los que
diseñaron y organizaron la expedición inglesa subestimasen a los españoles y el
problema logístico debido a que cuando combatieron contra la Grande y
Felicísima Armada el año anterior, lo hicieron frente a sus propias costas,
siendo constantemente aprovisionados por pequeñas embarcaciones que iban y venían
llevándoles todo lo que necesitaban. Atacar la Península era otra cosa. Quizá un punto
controvertido fue la decisión de otorgar el mando de la escuadra a sir Francis
Drake. Si bien Drake había obtenido notables éxitos actuando como corsario y
contrabandista de esclavos negros, pero numerosos compañeros del «gremio» de
los filibusteros habían criticado furiosamente su actitud durante la campaña
contra la Armada, aunque Drake finalmente consiguió atribuirse todo el mérito
de la derrota española. Una derrota de dimensiones aumentadas hasta la
exageración, y de cuya trascendencia dudan diversos historiadores. Según su
historial anterior, la expedición de la Invencible Inglesa requería de un jefe
con sus supuestas cualidades: o lo que es lo mismo, de un comandante
familiarizado con las acciones de corso. Pero dirigir las operaciones en alta
mar contra una flota armada, no es lo mismo que atacar por sorpresa poblaciones
desprevenidas, o a barcos mercantes indefensos. Por lo que los hechos
posteriores demostrarían que el filibustero Drake no era el hombre adecuado
para mandar una gran expedición naval.
El corsario Drake
Sir Francis Drake
siempre fue considerado como un filibustero por las autoridades españolas,
mientras que en Inglaterra se le valoró como corsario y se le honró como héroe.
Lo cierto es que unas veces actuó como filibustero, y otras como corsario. Los
filibusteros eran piratas, que por los siglos XVI y XVII formaron parte de los
grupos que infestaron el mar de las Antillas. Filibusteros eran también
aquellos que conspiraban en secreto por la emancipación de las provincias
americanas de España. Los corsarios, por su parte, eran buques que mandados por
un capitán, con patente del gobierno de su nación, se dedicaban a la piratería,
repartiendo el producto de sus rapiñas entre la tripulación, y reservando una
parte del botín para el monarca que les concedía dicha licencia de corso, a
condición de que solo asaltasen y robasen las naves de otros países. La flota inglesa
partió de Plymouth el 13 de abril de 1589. Al salir, la flota consistía en 6
galeones reales, 60 buques mercantes ingleses, 60 urcas holandesas y unas 20
pinazas, además de docenas de barcazas y lanchas. En total, entre 170 y 200
naves, mucho más numerosa que la Armada española, compuesta por entre 121 y 137
barcos. Además de las tropas de tierra, embarcaron 4.000 marineros y 1.500
oficiales. El número total de combatientes, entre marinos y soldados, fue
contabilizado antes de zarpar en 27.667 hombres. Emulando la táctica utilizada
el año anterior frente a los españoles, Drake dividió su flota en 5
escuadrones, mandados respectivamente por él (Revenge), Norreys (Nonpareil), el
hermano de Norreys, Edward (Foresight), Thomas Fenner (Dreadnought) y Roger
Williams (Swiftsure). Junto a ellos, y en contra de las órdenes de la reina
—que había prohibido expresamente su participación en la campaña—, navegaba el
amante de Isabel I, la Reina Virgen: sir Robert Devereux, II conde de Essex. Desde el primer
momento, la indisciplina de la chusma que componía las tripulaciones inglesas,
se hizo notar. Antes incluso de llegar a divisar la costa española, ya habían
desertado una veintena de pequeñas embarcaciones, con un total de unos 2.000
hombres a bordo. A ello se sumó la desobediencia del propio Drake, quien se
negó a atacar Santander como se le había ordenado, alegando vientos
desfavorables y el temor a verse cercado por la flota española en el golfo de
Vizcaya, o a embarrancar en el Cantábrico. En su lugar, Drake decidió poner
rumbo a la ciudad gallega de La Coruña. No están claros los motivos que le
llevaron a tomar esta decisión, pero pudo haber dos razones fundamentales: en
primer lugar el deseo de Drake de repetir su éxito de 1587 cuando atacó Cádiz,
pues corría el rumor de que en La Coruña se custodiaba un fabuloso tesoro
valorado en millones de ducados, lo cual era falso, y por otra parte La Coruña
era base de partida de numerosas flotas españolas, por lo que poseía grandes
reservas de víveres.
Ataque a La Coruña (4-19 de mayo de 1589)
Las defensas de La
Coruña eran bastante deficientes. Tras divisarse las primeras velas inglesas en
el horizonte, se ordenó encender fuego en la Torre de Hércules para avisar del
peligro a toda la comarca. El gobernador de la ciudad, el marqués de Cerralbo
reuniendo a los pocos soldados de los que disponía, además de las milicias
locales y los hidalgos tan solo podía contar con unos 1.500 hombres. A pesar de
todo, la población civil de la ciudad se dispuso a ayudar a la defensa en todo
lo que fuese necesario, lo cual resultaría decisivo. En cuanto a la flota
disponible, tan solo se contaba con el galeón San Juan, la nao San Bartolomé,
la urca Sansón y el pequeños galeón San Bernardo, así como con dos galeras, la
Princesa, mandada por el capitán Pantoja, y la Diana bajo mando del capitán
Palomino. El 4 de mayo la flota inglesa se asomaba a la bocana del puerto de la
ciudad gallega. El San Juan, la Princesa y la Diana se apostaron junto al
fuerte de San Antón y cañonearon, apoyadas por las baterías del fuerte, a la
flota inglesa a medida que ésta se iba introduciendo en la bahía, forzando así
a los atacantes a mantenerse alejados. Unos 8.000 ingleses desembarcaron al día
siguiente en la playa de Santa María de Oza, en la orilla opuesta al fuerte,
llevando a tierra varias piezas de artillería y batiendo desde allí a los
barcos españoles que no podían cubrirse ni responder al fuego enemigo.
Finalmente, los marinos españoles tomaron la decisión de incendiar el galeón
San Juan y resguardar a las galeras en el puerto de Betanzos, dejando a la
mayor parte de las tripulaciones en la ciudad para unirse a la defensa. Durante los siguientes
días, las tropas inglesas bajo mando de John Norreys atacaron la ciudad,
tomando sin demasiada dificultad la parte baja de La Coruña, saqueando el
barrio de La Pescadería, y matando a unos 500 españoles, entre los cuales se
contaron numerosos civiles: ancianos, mujeres y niños. Tras esto, los hombres
de Norreys se lanzaron a por la parte alta de la ciudad, pero esta vez se
estrellaron contra las murallas. Apostados tras ellas, la guarnición española y
la población de la villa, incluyendo a mujeres y niños, se defendió con total
determinación del ataque inglés, matando a cerca de 1.000 asaltantes. Fue
durante esta acción donde se distinguió la que hoy en día sigue siendo
considerada heroína popular en la ciudad de La Coruña: doña María Mayor
Fernández de la Cámara y Pita, más conocida como «María Pita». La leyenda
cuenta que muerto su marido en los combates, cuando un alférez inglés arengaba
a sus tropas al pie de las murallas, doña María se fue sobre él con una pica y
lo atravesó, arrebatándole además el estandarte, lo que provocó el derrumbe
definitivo de la moral de los filibusteros ingleses. Otra mujer que aparece en
las crónicas de la época por su distinción en los combates fue doña Inés de
Ben. María Pita fue nombrada por Felipe II alférez perpetuo, y el capitán don
Juan Varela fue premiado por su heroica actuación al mando de las tropas y
milicias coruñesas. Finalmente, y ante la
noticia de la llegada de refuerzos terrestres, las tropas inglesas abandonaron
la pretensión de tomar la ciudad y se retiraron para reembarcar el 18 de mayo
habiendo dejado tras de sí unos 1.000 muertos españoles, y habiendo perdido por
su parte unos 1.300 hombres, además de entre 2 y 3 buques y 4 barcazas de
desembarco, todos ellos hundidos por los cañones del fuerte y los barcos españoles.
Además, en aquel momento las epidemias empezaron a hacer mella entre las tropas
inglesas, lo cual unido al duro e inesperado rechazo en La Coruña contribuyó al
decaimiento de la moral y al aumento de la indisciplina entre los ingleses.
Tras hacerse a la mar, otros diez buques de pequeño tamaño con unos 1.000
hombres a bordo decidieron desertar y tomaron rumbo a Inglaterra. El resto de
la flota, a pesar de no haber conseguido aprovisionarse en La Coruña, prosiguió
con el plan establecido y puso rumbo a Lisboa.
Ataque a Lisboa (26 de mayo-16 de junio de 1589)
Tras el fracaso en La
Coruña, el siguiente paso era provocar el levantamiento portugués contra los
españoles. La aristocracia portuguesa había aceptado a Felipe II como rey de
Portugal en 1580 quedando el país anexionado a España. El pretendiente, el
prior de Crato, no habiendo sido capaz de establecer un gobierno en el exilio,
había pedido ayuda a Inglaterra para tratar de hacerse con la Corona
portuguesa. Isabel I aceptó ayudarle con el objetivo de disminuir el poder de
España en Europa, obtener una base permanente en las islas Azores, desde la que
atacar a los mercantes españoles y, finalmente, arrebatar a España el control
de las rutas comerciales a las Indias Occidentales. El prior de Crato, heredero
de la Casa de Avís, no era un candidato demasiado bueno: carecía de carisma, su
causa estaba comprometida por falta de legitimidad, y tenía un oponente mejor
visto por las Cortes portuguesas, doña Catalina, duquesa de Braganza. Este
hecho ponía en duda la estrategia inglesa para Portugal, pues se suponía que
don Antonio de Crato debería captar seguidores y liderarlos en la guerra contra
España. Con unos precedentes
poco halagüeños, finalmente la flota inglesa fondeó en la ciudad portuguesa de
Peniche el 26 de mayo de 1589 e inmediatamente comenzó el desembarco de las
tropas expedicionarias comandadas por Norreys. Pese a no contar con resistencia
de consideración, los ingleses perdieron 80 hombres y unas 14 barcazas debido a
la mala mar. Inmediatamente la fortaleza de la ciudad, bajo mando de un
seguidor de Crato, se rindió a los invasores. Acto seguido, el ejército
comandado por Norreys, compuesto a aquellas alturas de la misión por unos
10.000 hombres, partió rumbo a Lisboa, defendida mayormente por una guardia
teóricamente poco afecta a Felipe II. Paralelamente, la flota comandada por
Drake también puso rumbo a la capital portuguesa. El plan consistía en que
Drake forzaría la boca del Tajo y atacaría Lisboa por mar, mientras Norreys,
que iría reuniendo adeptos y pertrechos por el camino, atacaría la capital por
tierra para finalmente tomarla. Pero lo cierto es que
el ejército inglés tuvo que soportar una durísima marcha hasta llegar a Lisboa,
siendo diezmados por los constantes ataques de las partidas hispano–lusas, que
les causaron cientos de bajas, y por las epidemias que ya traían de los barcos.
Además, las autoridades españolas habían vaciado de materiales y pertrechos
utilizables por los ingleses todos los pueblos entre Peniche y Lisboa. Por otro
lado, la esperada adhesión de la población portuguesa no se produjo nunca. Más
bien al contrario, la población civil lusa hizo el completo vacío a las tropas
inglesas, y en todo el camino hacia Lisboa los ingleses no consiguieron sumar
más que unos 300 hombres. En realidad, parece que para los portugueses de a
pie, los supuestos libertadores no eran más que unos herejes que llevaban años
saqueando sus costas y atacando sus barcos pesqueros y mercantes. Por otro
lado, los ingleses no contaban más que con 44 caballos, por lo que tenían que
transportar la mayor parte del material haciendo uso de los soldados. Al llegar
los ingleses a Lisboa, tras haber recorrido 75 kilómetros infernales, su
situación era dramática porque carecían de medios para forzar su entrada en la
capital. Les faltaban pólvora y municiones, no tenían caballos ni cañones
suficientes y se les habían agotado los alimentos.
Sorprendentemente para
los ingleses, la ciudad no solo no daba muestras de pretender rendirse, sino
que se aprestaba a la defensa. La guarnición lisboeta estaba compuesta por unos
7.000 hombres entre españoles y portugueses. Si bien las autoridades españolas
no confiaban totalmente en las tropas portuguesas, nunca llegaron a producirse
levantamientos ni motines. Por otra parte, en el puerto fondeaban unos 40
barcos de vela bajo mando de don Matías de Alburquerque, y las 18 galeras de la
Escuadra de Portugal, bajo mando de don Alonso de Bazán —hermano del ilustre
marino español—, se preparaban para el combate. Inmediatamente las galeras de
Bazán atacaron a las fuerzas terrestres inglesas desde la ribera del Tajo
causando numerosas bajas a los invasores con su artillería y con el fuego de
mosquetería de las tropas embarcadas. Los ingleses buscaron refugio en el
convento de Santa Catalina, pero fueron acribillados por la artillería de la
galera comandada por el capitán Montfrui, y se vieron forzados a salir y
continuar la marcha bajo un fuego incesante. La noche siguiente, los soldados
de Norreys montaron su campamento en la oscuridad para evitar ser detectados
por las temibles galeras. Al no conseguir localizar la posición de las tropas
invasoras, don Alonso de Bazán ordenó simular un desembarco echando varios
botes al agua, indicando a sus hombres que hiciesen el mayor ruido posible, que
disparasen al aire y gritasen, lo cual provocó inmediatamente la alerta y la
confusión en el campamento inglés, que se preparó para la defensa. Las galeras
españolas distinguieron en la oscuridad los fuegos de las antorchas y las
mechas encendidas de las baterías inglesas, por lo que Bazán ordenó concentrar
el fuego de sus barcos sobre las luces, lo que provocó una nueva matanza entre
los ingleses. En el castillo de San Jorge, que protege Lisboa, se concentraron
las tropas ibéricas en 1589. Al día siguiente,
Norreys intentó asaltar la ciudad por el barrio de Alcántara, pero de nuevo las
galeras acribillaron a las tropas inglesas forzándolas a dispersarse y
retirarse para ponerse a cubierto, tras haberles causado un gran número de
muertos. Tras conocerse que algunos habían vuelto a buscar refugio en el
convento de Santa Catalina, las galeras abrieron de nuevo fuego contra el
edificio forzando a los atrincherados a salir y matando a muchos de ellos.
Posteriormente, los prisioneros ingleses relatarían el pavor que les producían
las galeras de Bazán, responsables de un enorme número de bajas entre sus
filas. Finalmente Bazán desembarcó 300 soldados para atacar desde tierra al
maltrecho ejército inglés. Durante los combates,
la pasividad de Drake que no se decidía a entrar en batalla provocó un aluvión
de reproches por parte de Norreys y Crato que lo acusaron de cobardía. Drake
alegaba que no tenía posibilidades de entrar en Lisboa debido a las fuertes
defensas y al mal estado de su tripulación. Lo cierto es que mientras las
tropas terrestres llevaban todo el peso de la batalla, el almirante inglés se
mantenía a la expectativa, bien porque realmente no pudiese hacer nada, bien
porque estuviese esperando el momento adecuado para entrar en batalla cuando la
victoria fuese segura y recoger los laureles. En cualquier caso, el 11 de junio
entraban en Lisboa otras 9 galeras de la Armada española, bajo el mando de don
Martín de Padilla, transportando a 1.000 soldados de refuerzo. Esto supuso el
punto de inflexión definitivo en la batalla, y el 16 de junio, siendo ya
insostenible la situación del ejército inglés, Norreys ordenó la retirada.
Inmediatamente las tropas hispano-lusas salieron en persecución de los
ingleses. Si bien no se registraron combates de entidad, las tropas ibéricas
hicieron numerosos prisioneros que iban quedando rezagados y se apropiaron de
gran cantidad de pertrechos ingleses. Sorprendentemente, también se hicieron
con los papeles secretos de don Antonio de Crato, que incluían una lista con
los nombres de numerosos conjurados contra el rey Felipe II de España.
Persecución de la flota inglesa y principales combates
navales
Tras la dura derrota
sufrida por el ejército de Norreys, el filibustero Drake decidió abandonar con
su flota las aguas lisboetas y adentrarse en el Atlántico. Por su parte, los
marinos españoles se dispusieron para iniciar la persecución del enemigo. Don
Martín de Padilla, al mando de la Escuadra de galeras de España, contaba con
una gran experiencia en combate, ya que llevaba más de 20 años comandando
flotas de galeras en una lucha sin cuartel contra piratas y corsarios turcos,
argelinos e ingleses, desde que en 1567 se le otorgara el mando de la Escuadra
de galeras de Sicilia. Padilla sabía muy bien que una galera no podía
enfrentarse con posibilidades de éxito a cualquier velero de tonelaje medio,
pues las galeras estaban muy poco artilladas, tan solo contaban con un cañón de
grueso calibre y varias piezas de menor tamaño y alcance, y todas ellas
situadas a la proa de la embarcación. A esto se unía el fuego de mosquetería de
las tropas embarcadas. Si bien las galeras eran ideales para atacar tropas
terrestres desde las aguas costeras poco profundas, como se había demostrado
una vez más en Lisboa, éstas eran claramente inferiores a cualquier buque de
guerra en un combate naval. No obstante, existía una condición táctica en la
que una flota de galeras podía hacer mucho daño a una formada por veleros: la
ausencia de viento. Esta circunstancia dejaba a los barcos de vela
prácticamente inmóviles, sin capacidad de maniobra y al capricho de las
corrientes marinas. En cambio, las galeras podían utilizar su propulsión a remo
para maniobrar y situarse a popa del velero, batiéndolo con su escasa
artillería de modo que los proyectiles atravesasen el velero longitudinalmente
causando grandes estragos y sin exponerse a los cañones situados en el costado
enemigo. En cualquier caso, esta maniobra era extremadamente arriesgada, pues
la aparición repentina del viento podía permitir al velero ponerse de costado a
la galera atacante y destrozarla gracias a su abrumadora superioridad
artillera. De este modo, Padilla
partió el 20 de junio en persecución de la flota inglesa al mando de 7 galeras:
la capitana comandada por el propio Padilla, la segunda comandada por don Juan
de Portocarrero, la Peregrina, la Serena, la Leona, la Palma y La Florida. Los
españoles mantuvieron la distancia con la flota enemiga, esperando un golpe de
fortuna que dejase a los ingleses sin viento y permitiese atacarlos y
destruirlos. El comandante español estaba preocupado por los planes de Drake, y
temía que su intención fuese volver sobre Cádiz para a atacarla como ya había
hecho en 1587. Durante la noche, Padilla se adentró entre la flota enemiga, y
envió a un capitán inglés católico a bordo de un esquife para ponerse en
contacto con los marinos ingleses y tratar de averiguar sus planes. La única
información que pudieron obtener fue que las tripulaciones inglesas se
encontraban enfermas y desmoralizadas. Los vientos flojos impedían a los ingleses
alejarse de las costas portuguesas, y finalmente llegó a los españoles la
oportunidad que estaban esperando. Con vientos muy débiles que impedían
maniobrar a los veleros, las galeras se lanzaron a la caza. Padilla ordenó a
sus barcos formar en hilera y atacar a los buques enemigos que se encontraban
descolgados de la formación. Así, la fila de galeras iba situándose a popa de
los buques ingleses, y batiéndolos sucesivamente con su artillería se iban
relevando unas a otras a medida que se recargaban los cañones. Por su parte,
las tropas embarcadas batían las cubiertas inglesas con sus mosquetes. Debido a
la imposibilidad de defenderse o huir, los barcos ingleses atacados sufrieron
un terrible castigo, siendo finalmente apresados 4 buques de entre 300 y 500
toneladas, un patache de 60 toneladas y una lancha de 20 remos. Durante
aquellos durísimos combates murieron unos 570 ingleses, y unos 130 fueron
hechos prisioneros. Entre estos últimos se contaban 3 capitanes, 1 oficial de
ingenieros y varios pilotos. Por su parte, los españoles solo lamentaron 2
muertos y 10 heridos. Pero una ligera brisa comenzó a soplar de nuevo, por lo
que Drake, que había sido un mero testigo del ataque pudo maniobrar con su
buque insignia, y seguido por otras 4 embarcaciones mayores se dirigió hacia
las galeras españolas que trataban de remolcar sus presas de vuelta a Lisboa.
Los españoles decidieron entonces quemar los buques de mayor tamaño y hundir a
cañonazos los más pequeños, hecho lo cual se retiraron manteniendo las distancias
con los grandes veleros enemigos, que no pudieron alcanzarlos. A eso de las 5
de la tarde comenzó a soplar un fuerte viento, por lo que los ingleses largaron
velas y pusieron rumbo al Norte. Tras esto, Padilla, muy preocupado por el
peligro que corría Cádiz, y a pesar de haber recibido 3 nuevas galeras de
refuerzo, decidió abandonar la lucha y poner rumbo a la ciudad andaluza para
participar en su defensa llegado el caso. Por su parte, don Alonso de Bazán
decidió relevar a Padilla con varias galeras de la Escuadra de Portugal y
continuar con la persecución, apresando tres buques ingleses más durante los
días siguientes. El Revenge, buque insignia de Drake en 1589, fue capturado por
la Armada española en aguas de las islas Azores en 1591, dos años después del
desastre inglés.
Drake puso rumbo
entonces a las islas Azores, para tratar de conseguir el último de los
objetivos acordados al planearse la expedición, pero sus fuerzas estaban ya muy
mermadas, y fueron rechazados sin grandes dificultades por las tropas ibéricas
destacadas en el archipiélago. Perdida la ventaja de la sorpresa inicial, con
las tropas de desembarco diezmadas por los combates y la tripulación cada vez
más cansada y afectada por enfermedades —solo quedaban 2.000 hombres capaces de
luchar—, se decidió que el objetivo de formar una base permanente en las Azores
no era posible. Tras otra tormenta que provocó nuevos naufragios y muertes
entre los ingleses, Drake saqueó la pequeña isla de Puerto Santo en Madeira, y
ya en las costas gallegas, desesperado por la falta de víveres y agua potable
se detuvo en las Rías Bajas de Galicia para, el 27 de junio, arrasar la
indefensa villa de Vigo, que en aquella época era un pueblo marinero de unos
600 habitantes, a pesar de lo cual, la resistencia de la población civil causó
nuevas bajas a los atacantes. Al tenerse noticia de la llegada de tropas de la
milicia al mando de don Luis Sarmiento, los ingleses reembarcaron cobardemente,
sin presentar batalla. Tras numerosas deserciones, y un nuevo brote de tifus,
Drake decidió dividir la expedición. El propio Drake, al mando de los 20
mejores bajeles regresaría a las Azores para tratar de apresar la Flota de
Indias española, mientras que el resto de la expedición regresaría a
Inglaterra. Essex recibió orden de Isabel de volver a la corte y Norreys
decidió también poner rumbo a Inglaterra. El 30 de junio Drake
capturó una flota de barcos mercantes hanseáticos, que habían roto el bloqueo
inglés rodeando las islas por Escocia. Pero aquello no sirvió para sufragar los
gastos de la expedición porque para acallar las protestas de las ciudades de La
Liga Hanseática, estos navíos tuvieron que ser devueltos con sus mercancías a
sus legítimos propietarios. Antes de conseguir llegar de nuevo a las islas
Azores, otro temporal obligó al filibustero inglés a retroceder, momento en el
que se dio por vencido y ordenó la retirada poniendo rumbo a Inglaterra. Mientras la flota
inglesa navegaba dispersa debido las tempestades y a la escasez de dotaciones
en los navíos, don Diego Aramburu recibió la noticia de que el enemigo navegaba
en pequeños grupos por el Cantábrico camino de Inglaterra por lo que
inmediatamente partió de los puertos cantábricos al mando de una flotilla de
zabras a la caza de presas, consiguiendo finalmente capturar dos buques
ingleses más, que remolcó a Santander. La retirada inglesa degeneró en una
carrera individual en la que cada buque luchaba por su cuenta para llegar lo
antes posible a un puerto amigo. El pánico y la indisciplina predominaron hasta
el final en la Flota inglesa. Al arribar sir Francis Drake a Plymouth el 10 de
julio con las manos vacías, habiendo perdido a más de la mitad de sus hombres y
numerosas embarcaciones, y habiendo fracasado absolutamente en todos los
objetivos de la expedición, la soldadesca se amotinó porque no aceptaban los
cinco chelines que como paga se les ofrecieron. Y tan mal cariz tomó la
protesta, que para sofocarla, las autoridades portuarias inglesas ahorcaron a
siete amotinados a modo de escarmiento.
Consecuencias de la derrota inglesa
La expedición de la
Contraarmada está considerada como uno de los mayores desastres militares en la
historia de Gran Bretaña, quizá solo superado, siglo y medio después y durante
la guerra del Asiento, por la derrota sufrida en el sitio de Cartagena de
Indias de nuevo a manos de tropas españolas. Según el historiador británico M.
S. Hume, de los más de 18.000 hombres que formaron aquella flota de invasión,
descontados los numerosos desertores, solo 5.000 regresaron vivos a Inglaterra.
Es decir, más del 70 por 100 de los expedicionarios fallecieron en la
operación. Entre la oficialidad, las bajas mortales también fueron muy altas:
el contraalmirante William Fenner, ocho coroneles, decenas de capitanes y
centenares de nobles voluntarios murieron debido a los combates, los
naufragios, y las epidemias de aquella empresa. A las pérdidas humanas hay que
añadir la destrucción o captura por los españoles de al menos doce navíos, y
otros tantos hundidos por temporales. Además de esto, los ingleses perdieron
también unas 18 barcazas y varias lanchas. Aparte de perder la
oportunidad de aprovechar el que la Armada española se encontrase en horas
bajas, los costes de la expedición agotaron el tesoro real de Isabel I,
pacientemente amasado durante su largo reinado. Entre los cañones capturados en
La Coruña, los bastimentos y otras mercancías de variada índole apresadas en
Galicia y en Portugal, el total del botín a repartir entre los numerosos
inversores no alcanzaba las 29.000 libras. Teniendo en cuenta que las pérdidas
de la Corona inglesa debidas a la derrota habían superado las 160.000 libras,
el negocio no podía ser más ruinoso para Isabel I, también llama la «Reina
Virgen». Ante la magnitud del desastre, las autoridades inglesas nombraron una
comisión para tratar de esclarecer las causas de la derrota, pero pronto el
asunto fue enterrado debido a conveniencias políticas y propagandísticas. Por
su parte, el hasta entonces considerado azote de los españoles, el filibustero
sir Francis Drake, quedó condenado a un casi total ostracismo tras el fracaso,
asignándosele la dirección de las defensas costeras de Plymouth y negándosele
el mando de cualquier expedición naval durante los siguientes 6 años. Cuando
finalmente se le concedió la oportunidad de resarcirse del fracaso de 1589,
otorgándosele el mando de una gran expedición naval contra la América española,
de nuevo volvió a guiar a sus hombres al desastre, finalmente perdiendo la vida
él mismo en 1595 en combates contra fuerzas españolas destacadas en el mar Caribe.
Y es que «ser un avezado corsario, no faculta para ser un gran almirante».
La guerra
anglo–española fue muy costosa para ambos contendientes, hasta el punto de que Felipe
II tuvo que declararse en bancarrota en 1596, tras otro ataque a Cádiz. Después
de la muerte de Isabel I, y la llegada al trono de Jacobo I, rey de Escocia e
hijo de María Estuardo, en 1603, éste hizo todo lo posible por terminar con la
guerra. La paz llegó en 1604 a petición inglesa. Las cláusulas de la misma se
estipulaban en el Tratado de Londres, y resultaron muy favorables a los
intereses españoles. Ambas naciones estaban ya cansadas de luchar, pero
especialmente Inglaterra, que en aquel momento era tan solo una potencia media
y que estaba luchando en ese momento contra la monarquía más poderosa de
Europa, y más cuando ya no podía sostener los costes de un conflicto que fue
muy lesivo para su economía. A raíz de este acuerdo de paz, Inglaterra fue
capaz de consolidar su soberanía en Irlanda, además de ser autorizada a
establecer colonias en determinados territorios de América del Norte que no
revestían interés para España. Por su parte, los ingleses debieron abandonar su
pretensión de controlar las rutas comerciales entre Europa y América, y su
promoción de flotas corsarias contra España, cesar en su apoyo a las revueltas
en Flandes, y permitir a las flotas españolas enviadas para combatir a los
rebeldes holandeses utilizar los puertos ingleses, lo cual suponía una total
rectificación en la política exterior inglesa. Tras la derrota de la Contraarmada,
España reconstruyó su Marina de Guerra, que rápidamente incrementó su
supremacía marítima hasta extremos superiores a los de antes de la Felicísima
Armada. Dicha supremacía duró casi 50 años más, hasta la batalla naval de las
Dunas, en la que Holanda comenzó a asomar como nueva potencia marítima.
Inglaterra no emergería definitivamente como primera potencia naval hasta la
guerra de Sucesión Española, en 1700–1715. Aunque durante el protectorado de
Oliver Cromwell, la marina inglesa venció repetidamente a la holandesa en la
primera guerra anglo-holandesa.
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