Según las antiguas tradiciones precristianas, el vampiro es una criatura maligna que se alimenta de
sangre, el fluido que proporciona la vida, para así mantenerse vitalmente
activo. En la tradición judeocristiana a menudo se ha asociado el vampirismo
con los antiguos cultos paganos del Próximo Oriente, como el del Baal cananeo
que se transformó en el demonio Belcebú (Baalcebú). Es probable que el mito
del vampiro en el folclore de muchas culturas desde tiempos inmemoriales
provenga inicialmente de la necesidad de personificar la encarnación del mal
como entidad y una representación del lado salvaje del hombre en su atavismo
bestial, latente en su sistema límbico; parte del cerebro implicada en las emociones, el hambre y el deseo sexual, y a menudo en conflicto con las normas
sociales y la moral religiosa. Pero el mito del vampiro, tal como es
conocido en nuestros días, además del citado temor a los bajos instintos naturales. Algunos estudiosos
sugieren que el mito del vampiro, sobre todo el que se popularizó en Europa
después del siglo XIV, se debe en parte a la necesidad de explicar, en medio de
una atmósfera de pánico colectivo, la terrible epidemia que azotó Europa causando una gran mortandad, conocida como la Peste Negra de 1348.
La palabra vampiro comenzó a ser usada en Europa en el siglo XVIII y fue incluida por primera
vez en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, en la IX edición
de 1843. Tiene origen en el término vampyre procedente del francés, que asu vez lo incorporó del vocablo polaco wampir, que significa a la vez ser volador, lobo y bebedor de sangre. La definición hace también
referencia a cierto tipo de murciélago hematófago: una criatura voladora, con cara de perro o de lobo, y que se alimenta de sangre fresca. Según el Diccionario
Oxford de la Lengua Inglesa la primera aparición de la palabra vampiro (en inglés vampire) fue en 1734, en un diario de viaje titulado Travels of
three English gentlemen (Viajes de tres caballeros ingleses), publicado posteriormente
en el Harleian miscellany en 1745. Según las leyendas de Europa Central, el vampiro o no-muerto regresa a la vida al ingerir la sangre, y a veces también la carne, de sus víctimas. La descripción de estas
criaturas fantásticas varía según el folclore de cada país o región europea. Además, la mayoría de atributos
del vampiro según cada cultura provienen de la literatura, sobre
todo de la novela Drácula de Bram Stoker. Los vampiros fueron
humanos, pero ahora están en un estado intermedio entre la vida y la muerte, de
ahí que se les llame no-muertos. Esta naturaleza determina su aspecto físico
básico: entre los eslavos, griegos y pueblos de Europa del Este, un cadáver desenterrado era considerado vampiro si su
cuerpo parecía hinchado y le salía sangre (presuntamente de sus víctimas) de la
boca o la nariz. También si notaban que sus uñas, pelo y dientes eran más
largos que cuando había sido enterrado e incluso poseía un aspecto más
saludable de lo esperado, mostrando piel sonrosada y pocos o ningún signo de
descomposición. En Transilvania (Rumanía) se consideraba que los vampiros eran
flacos, pálidos y tenían las uñas largas y afiladas, así como unos caninos tan puntiagudos que se asemejaban a los colmillos de los lobos y otras fieras.
En Bulgaria y Polonia se
les atribuye a los vampiros tener un solo orificio nasal así como una especie de aguijón en la
punta de la lengua para perforar la piel de sus víctimas. Según el folclore rumano, el vampiro puede transformarse en animales como gatos y perros. Incluso de transformarse en niebla u otras formas vaporosas. La forma más mencionada en la ficción
popular, además de la del murciélago, es la del lobo, por lo que a veces se confunde al no-muerto con el licántropo u hombre-lobo- Los vampiros se
alimentan, sobre todo, con la sangre de sus víctimas, aunque hay descripciones
de que también son antropófagos. Su imagen no se refleja en los espejos ni
tienen sombra, tal vez como manifestación de su carencia de alma. Este
atributo no es universal, pues, por ejemplo, el vampiro griego vrykolakas poseía
tanto sombra como reflejo, pero es muy popular gracias a novelistas como Bram
Stoker, que lo menciona en su novela Drácula. Los vampiros, por su
naturaleza demoníaca, no soportan los símbolos cristianos
y se les puede alejar usando una cruz o agua bendita, tampoco
pueden atravesar lugares consagrados como el recinto de una iglesia, sin embargo merodean los camposantos que también son lugares consagrados. Son
indestructibles por medios convencionales y son muy fuertes y
rápidos, pero se debilitan junto a las corrientes de agua y bajo exposición a la
luz del sol. Algunas
tradiciones sostienen que un vampiro no puede entrar en una casa si no es
invitado por el dueño; pero que una vez es invitado puede entrar y salir a
placer. En Europa del Este, se
cree que el vampiro es un ser lujurioso que vuelve al lecho conyugal a fornicar con su esposa, pero también gusta de mantener relaciones sexuales con otras
mujeres a las que seduce y convierte en
sus concubinas después de sodomizarlas.
Los vampiros tienen una afinidad
natural con la magia negra y concretamente con la nigromancia, que dominan con
mayor facilidad que el taumaturgo más diestro. En el conjunto de
creencias populares se pueden distinguir unas condiciones básicas para que un ser humano se convierta en vampiro; a menudo por
predisposición desde el nacimiento. En Rumanía tenía más posibilidades de ser
un strigoi el séptimo o el duodécimo hijo cuyos hermanos mayores eran todos del
mismo sexo. O tener unas marcas de nacimiento como el hueso sacro pronunciado,
abundante vello corporal y haber nacido encapuchado, es decir, con la cabeza
envuelta en la membrana placentaria, o haber ingerido parte de la
misma. También podían transformarse en vampiros aquellos difuntos con los que no se habían observado adecuadamente los ritos funerarios y las ceremonias religiosas propias de las exequias: en Grecia, Bulgaria y Rumanía también se
creía que alguien se convertía en vampiro después de morir si quienes debían
ocuparse de preparar y vigilar debidamente el cadáver no realizaban los
rituales adecuados o no cumplían bien su tarea, como impedir que un animal,
especialmente un perro o un gato, e incluso una persona, pasaran sobre el muerto. Como parte de una maldición por haber cometido acciones criminales graves o sacrílegas: en la antigua China también se creía que se convertían
en vampiros ciertos criminales, tradición similar a la existente entre los
eslavos y los griegos, que creían que los vampiros eran brujas o personas
que se habían rebelado contra la Iglesia mientras estaban vivos, vendiendo su
alma al diablo a cambio de determinados conocimientos, y que al morir sus cuerpos podían ser poseídos por demonios. En
la Europa cristiana y especialmente entre los griegos bizantinos, esta creencia era
reforzada con los conceptos desarrollados por el cristianismo basados en la
idea neoplatónica de la vida después de la muerte y la idea de la supervivencia
del alma hasta el día del Juicio Final a pesar de la corrupción del cuerpo, de
aquellos que murieran arrepentidos de sus pecados y que hubieran recibidos los
últimos sacramentos. Por esto los griegos y los eslavos creían que todos aquellos que no
fueran enterrados en tierra consagrada (en particular los suicidas y los
excomulgados) o los que no hubieran recibido la extremaunción, tenían más posibilidades de convertirse
en vampiros. También podían transformarse en vampiros aquellos que habían sido mordidos por uno de ellos más de veces, y con su consentimiento: según casi todas las tradiciones, especialmente entre los eslavos, aquella persona que moría después de ser mordida por un vampiro se
convertiría a su vez en uno. Los escritores ocultistas aducen que esta manera sólo
es posible si hay aceptación por parte de la víctima. Los creadores de literatura de ficción le han conferido a esta manera de
convertirse en vampiro una connotación sexual intensa, ya que se considera la mordedura del vampiro como parte del acto sexual, y proporciona un intenso placer, incluso el orgasmo, a la víctima que se somete a él voluntariamente.
Existían numerosos y
variados rituales que se utilizaban para identificar a los vampiros. La
comprobación más socorrida consistía en la exhumación del cadáver para verificar si tenía las características tradicionales y destruirlo,
práctica que llegó a ocasionar numerosas profanaciones de tumbas. Uno de los métodos
descrito por el abate Calumet, citado también por el padre Feijoo, para localizar la tumba de uno consistía en guiar a un muchacho virgen montado en un
caballo también virgen a través de un cementerio; el caballo se negaría a avanzar
sobre la tumba del vampiro. Otra evidencia de la
actividad de un vampiro en la localidad incluía la excesiva lluvia o granizo,
así como la enfermedad y muerte de familiares o conocidos, o del ganado,
en los tres días siguientes a la muerte y enterramiento del sospechoso. Algunos
también se manifestaban mediante actos sobrenaturales inexplicables como mover los
muebles de la casa, producir ruidos y dar golpes. Para evitar que un
muerto se convirtiera en vampiro, entre los celtas una de las prácticas más
extendidas era enterrar el cuerpo cabeza abajo, así como también colocar hoces
o guadañas cerca de la tumba, para evitar que los demonios poseyeran el cuerpo
o para apaciguar al muerto y que no se levantara de su tumba. Con igual
propósito los tracios y los búlgaros antiguos solían amputar las extremidades,
cortar los talones y los tendones de las rodillas o perforar otras partes del
cuerpo. En Rodas y en la isla griega de
Quíos se ponía una cruz de cera entre los labios del cadáver, así como
una pieza de cerámica con la imagen de Jesucristo para evitar que
se convirtiera en vrykolakas.
En Europa Oriental era
frecuente introducir un diente de ajo en la boca del difunto, y a veces en cada uno de los
nueve orificios corporales, así como atravesarles el corazón con
un objeto corto punzante, antes de inhumarlos. En Sajonia se colocaba un limón en la boca del sospechoso de ser
un vampiro. Los gitanos clavaban agujas de hierro y acero en el corazón del
cadáver y colocaban pequeños fragmentos de acero dentro de la boca, sobre los
ojos, en las orejas y entre los dedos de los pies durante el entierro. También introducían
espino en un calcetín del muerto, le clavaban una estaca de espino en la entrepierna o rodeaban la tumba con una barrera de plantas espinosas. En Bulgaria, los arqueólogos han encontrado varios esqueletos de
origen medieval cuyo tórax había sido apuntillado con estacas de hierro, una práctica
común hasta principios del siglo XX realizada para evitar que individuos considerados malvados regresaran de la tumba convertidos en vampiros. En Polonia se han hallado enterramientos en
los que los sospechosos
de vampirismo eran decapitados y la cabeza colocada entre las piernas. Numerosos objetos y
sustancias, que varían según cada región, son mencionados en las leyendas
sobre vampiros por su efecto apotropaico: dicho de un rito, de un sacrificio,
de una fórmula, etcétera, que, por su carácter mágico, se cree que aleja el mal
o propicia el bien. En Europa Oriental se cree que una rama de rosa silvestre o
de espino pueden dañar al vampiro, así como el ajo o el azufre y objetos
sagrados como un crucifijo, un rosario o el agua bendita. Otros métodos comunes
en Europa del Este incluían esparcir semillas de mostaza o arena sobre el
tejado de la casa a proteger a los que moraban en ella, o en la tierra de una tumba sospechosa de contener
a un vampiro para mantenerlo ocupado durante toda la noche contando los granos
caídos.
Aunque no se los
considera como un objeto de protección, el que los vampiros no se reflejen en
ellos ha hecho que los espejos fueran utilizados para mantenerlos alejados: eso
se conseguía situándolos en una puerta, orientados hacia fuera. En los Balcanes, existía
el cazador de vampiros que podía ser un religioso o alguien que según la
tradición gitana era el hijo o descendiente de un vampiro con el poder de
detectarlos —aunque fueran invisibles— y destruirlos. Hasta principios del
siglo XX, unos estuches o kits con las herramientas tradicionales para destruir
vampiros eran ofrecidos a los viajeros que iban a visitar Europa del Este en
particular. Actualmente, estos equipos son propiedad de museos o de coleccionistas particulares aficionados a lo esotérico. Otra manera de acabar
con los vampiros era clavar una estaca en el pecho de los cadáveres, como tantas veces hemos visto hacerlo en las películas. Es el método más usado, y procede
de las culturas eslavas del sur. Se usaban estacas y punzones hechos de madera o de hierro forjado. El fresno era la madera preferida en Rusia y en los países bálticos,
el espino en Serbia y en Bulgaria, y el roble en la
región de
Silesia. La estaca solía clavarse dirigida hacia la boca en Rusia y el norte de
Alemania, o hacia el estómago en el noreste de Serbia. La decapitación era el
método preferido en los países germánicos y eslavos del oeste de Europa. La cabeza se
enterraba junto a los pies, tras las nalgas o alejada del cuerpo. Este acto se veía como un modo de acelerar la marcha del alma, debido
a que —en algunas culturas— se creía que esta permanecía en el cuerpo incorrupto del vampiro. La incineración completa
del cadáver o del corazón y rociar la tumba con agua hirviendo eran las
medidas más habituales en Grecia. También, sobre
todo en casos recalcitrantes, se desmembraba el cuerpo y se quemaban las partes
o se hervían en vino. Los rumanos, eslavos y gitanos utilizaban las cenizas
para preparar bebidas
que suministraban a los familiares o víctimas a modo de antídoto. Repetir el funeral, cambiando
de lugar la tumba, rociando agua bendita sobre el cadáver, o con un exorcismo,
era una medida propugnada en los Balcanes y especialmente recomendada por la Iglesia ortodoxa en
Grecia para evitar la incineración, pues esta disminuía la posibilidad de
salvación del alma inmortal.
En la antigua Mesopotamia se
invocaba a los dioses protectores para que acabaran con los Utku, seres
culpables de las enfermedades y de las pestes, que pueden considerarse como precursores
de los vampiros.En Egipto la
diosa de la guerra con cabeza de leona, Sejmet, hija de Ra, asoló
la tierra para castigar a los hombres y sólo pudo ser apaciguada embriagándola con sangre. Por esto los egipcios sacrificaban a cautivos de guerra para calmar su sed. En el folclore árabe y
africano se menciona la existencia de unos demonios necrófagos y bebedores de sangre, que
cambian de forma a su antojo, llamados efrit
—en árabe genio o demonio—, que se convertían en tales por haber tenido
una muerte violenta. En uno de los relatos de Las mil y una noches titulado El
honor de un vampiro el protagonista es un efrit.
En el judaísmo uno de
sus arquetipos del vampiro bebedor de sangre y semen es Lilit, la primera mujer de Adán, de quien se decía
que se alimentaba de la sangre de los niños no circundados y que es inspiradora de
muchos personajes de vampiresas seductoras en la ficción por su acentuada voluptuosidad. En Europa, la mitología
griega incluye la leyenda de Lamia, hija de Belo, rey de Libia, quien por
sostener un romance con Zeus sufrió la ira de la diosa Hera, que asesinó a sus
hijos y la convirtió en un monstruo despiadado que mataba niños y seducía a
viajeros extraviados para devorarlos y alimentarse con su sangre. Otro mito
griego es Lampedusa, un ser monstruoso con pies de bronce que podía
transformarse en una bella mujer para seducir a los hombres y beber su sangre o
devorarlos vivos. En las leyendas rumanas se habla de los strigoi, deidades con
rostro de mujer y cuerpo de pájaro que absorbían la sangre de los humanos
mientras éstos dormían. Los romanos tenían a los
larvae, no-muertos que no habían pagado sus crímenes en vida, y se vengaban de
su estado esquelético y fantasmal absorbiendo la vida de los vivos. Entre los francos la Ley
Sálica, promulgada en el siglo V, preveía multas a quienes practicasen el
vampirismo: «...La mujer vampiro que devore a un hombre, comprobándose su
culpabilidad, deberá pagar una multa de 8000 dineros, o sea, 200 sueldos». Lo cual no deja de ser curioso, sobre todo teniendo en cuenta que en otras culturas a las brujas y hechiceras se las quemaba vivas, no digamos, pues, lo que les harían a las vampiresas.
En el Medievo los
vampiros empiezan a ser parte de consejas y leyendas relacionadas con personajes
reales, sobre todo de la nobleza, o con fábulas y patrañas con un poso de realidad. En la
Saga Eyrbygja que data del siglo XIII, y relata la colonización de Islandia con esclavos por los nórdicos, se
cuenta cómo un jefe normando, Thorolf, regresa de su tumba para aterrorizar a
la población hasta que su cadáver es incinerado. En Rusia las creencias sobre
vampiros, ligadas al culto a los antepasados como parte del paganismo eslavo
persistente, eran motivo de preocupación entre los evangelizadores cristianos
en el siglo XI, según se desprende de los comentarios del traductor al ruso de
una homilía de San Gregorio Magno. En España, en la región
catalana del Alto Ampurdán (Gerona), se originó en el siglo XII una leyenda un
poco olvidada pero que quizá sea la más importante sobre vampiros en la península
Ibérica, y es la del Conde Estruga, un anciano caballero feudal defensor de la
cristiandad, que vivió en el Castillo de Lleras, destruido durante la Guerra Civil de 1936-1939, y de quien se decía que murió asesinado y, como consecuencia de una
maldición por su represión de las costumbres paganas que persistían en la comarca,
se convirtió en vampiro, aterrorizando durante mucho tiempo a los habitantes de
la región, seduciendo a jóvenes mujeres que quedaban preñadas para
dar a luz engendros monstruosos que morían al nacer. En la población catalana de Pratdip en Tarragona, existen aún las
ruinas de un castillo que la tradición oral asegura que fue la morada de
Onofre de Dip, un señor feudal presuntamente convertido en vampiro.
Cataluña es una de las regiones de Europa Occidental donde más extendida está la tradición del vampiro, y fue allí también donde
el sistema feudal estuvo vigente durante más tiempo y donde más abusos
cometieron los señores feudales sobre el campesinado. Ejemplo de ello fueron
las guerras de los remenses que devastaron Cataluña en el siglo XV, obligando a
intervenir al rey de Aragón. En Escocia existe una
leyenda que se remonta al reinado de Jacobo VI en el siglo XVI, sobre Sawney
Beane, quien fundó una incestuosa familia de caníbales salvajes y vampiros que
asoló la comarca de East Lothian durante muchos años, hasta que fueron descubiertos
en la cueva en que vivían y ajusticiados en Leith Walk. El escritor esloveno
Janez Vajkard Valvasor escribió a fines del siglo XVI sobre un vampiro de Istría llamado Jure Grandor Alilovich (1579-1656), al que se
considera el primer vampiro documentado. Y desde el siglo
XVIII las menciones del vampiro pasaron de las tradiciones populares a las
publicaciones eruditas en Europa, apareciendo descripciones y relatos exhaustivos de casos específicos, de los cuales el más emblemático es el de un
hajduk serbio llamado Arnoldo Paoli que motivó la inquietud de las autoridades
del Imperio Austrohúngaro a tal punto, que la Policía comisionó sucesivas
investigaciones conducidas por médicos militares austriacos que incluyeron la
exhumación y examen de varios cadáveres. a principios de 1731, el
padre de uno de los investigadores, el doctor vienés Johann Friedrich Glasee,
corresponsal del diario Commercium Litterarium de Núremberg, remitió al
periódico una carta describiendo el caso tal y como se lo relató su hijo
mediante una misiva fechada el 18 de enero. Más tarde el médico Johannes
Flückinger, que dirigió la segunda investigación, publicó en Belgrado la obra
Visum et Repertum (1732). Este libro, que circuló con profusión por Europa, popularizó el
vocablo latino vampirus que no se había empleado con normalidad hasta
entonces y junto con la carta de Glasee fueron difundidos, citados y reproducidos en
numerosos tratados y artículos, contribuyendo así a la propagación de la
creencia en los vampiros entre los europeos más cultos y sofisticados. Los errores en estos informes
médicos que dieron origen a la leyenda, se explican hoy en día por la poca
comprensión que se tenía en la época sobre el proceso de descomposición de los
cadáveres.
En el siglo XVIII, el llamado Siglo de
las Luces, cuando se propugna el triunfo de la razón y el desprestigio de las
supersticiones y la superchería judeocristiana fomentadas por la Iglesia católica durante siglos, se intenta, asimismo, desvirtuar las leyendas sobre vampiros. En 1746 el
fraile benedictino de la abadía de Xenones y exégeta de la Biblia, Dom Agustín Calumet,
publicó su obra Dissertations sur les apparitions des anges, des démons &
des esprits et sur les revenans et vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie
& de Silesie... (Más conocido como Tratado sobre los Vampiros y traducido al
español por Lorenzo Martín del Burgo) con la intención de desacreditar el mito
mediante argumentos fundamentados en los principios cristianos; pero tanto ésta como otras obras piadosas que nacieron a
la sombra de la Ilustración en contra del mito de los vampiros, como la
Dissertatione sopra i vampiri (1774) de Giuseppe Davanzati, arzobispo de
Florencia, sólo consiguieron incrementar aún más la creencia popular en ellos. La Iglesia había perdido definitivamente su monopolio sobre el Saber y la Ciencia y ya no volvería a recuperarlos. Los europeos del siglo XVIII preferían creer en vampiros, duendes y trasgos, antes que en santos, mártires y milagros. ¡Estaban hartos de las engañifas de los frailes después de haber tenido que soportarlas durante siglos!
Del mismo modo, el
español Benito Jerónimo Feijoo, que siempre escribe en cursiva y con
mayúsculas la palabra vampiro, pues en el siglo XVIII, a pesar de
estar generalizado su uso apenas comenzaba a ser un término aceptado por la
Academia, en su ensayo comentando la obra de Agustino Calumet desecha la
existencia de los vampiros afirmando lo siguiente: «Por otra parte, pretender que, por
verdadero milagro, los vampiros se conservan vivos en los sepulcros y resucitan, es una extravagancia, indigna de que aún se
piense en ella. ¿Qué fin se puede imaginar para esos milagros? ¿Se han visto estas estas resurrecciones milagrosas? Sólo se deben creer las que constan en los Evangelios, ya que en estas resurrecciones se ha manifestado el espíritu de Dios para obrarlas. En las de los vampiros ninguna voluntad divina se descubre, sino, más bien, la del diablo». Resulta irónico que sea un clérigo católico quien
ponga en duda la realidad del vampirismo tratándola de superchería. ¿Acaso religión
y superchería no han caminado siempre de la mano? ¿No se fundamenta la religión cristiana en la resurrección de Cristo, que regresó de entre los muertos al tercer día de haber sido inhumado en un sepulcro nuevo excavado en la roca? ¿Dónde termina la religión y empieza la superchería?
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