Tras
la conversión del emperador Constantino a principios del siglo IV, los cristianos
habían anunciado que eliminarían el culto a los antiguos dioses de la faz de la
Tierra. Se había iniciado un camino sin retorno que forzaría la realidad del
mundo antiguo para que triunfase la retórica del absurdo y el culto a la
muerte, en lugar de la exaltación de la vida. Las consecuencias de la cristianización
del Imperio Romano fueron inmediatas. El gran historiador inglés Edward Gibbon
sostenía en su obra Declive y caída del
Imperio Romano que no fueron los bárbaros, sino los obispos cristianos, los
que precipitaron al mundo clásico tardío hacia su definitivo ocaso y
desaparición.
En esa época turbulenta de ambiente enrarecido, Damascio
estudió filosofía en Alejandría, la
ciudad de Hipatia. El asesinato de la filósofa, varios años antes, sólo había
sido el preludio del drama que se avecinaba. La
tortura, el homicidio y la destrucción a manos de los cristianos iban a cambiar
para siempre la fisonomía de la ciudad y el mundo clásico agonizaba bajo los
hachazos de los facinerosos. Después del asesinato de Hipatia (415) el número
de filósofos, matemáticos y físicos descendió raudamente, como era de esperar,
y en los escasos textos de los cronistas alejandrinos de la época que han
llegado hasta nosotros, se percibe un claro tono de depresión y pesimismo.
Todos intuían que el mundo, tal y como lo habían conocido, estaba extinguiéndose. El
helenismo estaba herido de muerte, y sus asesinos no fueron los bárbaros, como
a menudo se ha hecho creer, sino unos fanáticos iletrados armados con palos y
hachas que se hacían llamar «soldados de Cristo».
Damascio no llevaba mucho tiempo en Alejandría cuando
los cristianos se hicieron con el control de la situación, y se volvieron contra
los filósofos y los helenistas. En detonante fue el ataque a un joven cristiano
por parte, al parecer, de varios estudiantes paganos. Aquello desató una cadena
de violentas represalias cuyas víctimas fueron los no cristianos, ya fuesen paganos
o judíos. Los parabolanos, ayudados por monjes cristianos, entraron en las
casas de varios alejandrinos no cristianos para saquearlas. Tenían carta blanca
para cometer toda clase de desmanes. Bastaba con tener la sospecha de que en
una casa se seguía rindiendo culto a los antiguos dioses —a los que los
cristianos calificaban de ídolos demoníacos— para irrumpir en ella y dar una
paliza de muerte a sus moradores. No fueron pocas las casas demolidas hasta sus
cimientos e incendiadas en el decurso de aquellos actos de vandalismo. La
violencia se extendió rápidamente y los cristianos se dedicaron a reunir todas
las imágenes de los antiguos dioses que había en Alejandría: de las casas de
baños, de los hogares y de los templos. Las colocaron en una inmensa pira en el
centro de la ciudad y les prendieron fuego. Como observó con enfermiza satisfacción
el cronista cristiano Zacarías de Mitilene refiriéndose a los fanáticos «tenían
autoridad para aplastar a los enemigos de Cristo».
Hubo tantos muertos y se cometieron tantos
desmanes, que el emperador de Oriente envió a un funcionario para investigar lo
sucedido. Sin embargo, sus pesquisas se centraron, sobre todo, en las
actividades de los paganos, no en los excesos cometidos por los violentos facinerosos animados por las autoridades eclesiásticas. La investigación derivó
inmediatamente en una persecución contra los no cristianos. Entonces se empezó
a encarcelar y torturar a los filósofos; el
hermano de Damascio fue salvajemente apaleado con garrotes y cachiporras y a punto
estuvo de morir a causa de las heridas recibidas. Cuando las persecuciones se volvieron
intolerables, Damascio tomó la decisión de huir y embarcó en secreto en una nave
comercial que zarpó rumbo a Atenas, la cuna de la filosofía occidental.
En realidad, se trataba de un regreso. Cuatro
décadas antes, Damascio se había visto obligado a abandonar Atenas por motivos
similares a los que ahora le habían impulsado a marcharse de Alejandría. En ese
tiempo, muchas cosas habían cambiado. Cuando abandonó la ciudad era joven,
ahora regresaba convertido en un anciano de setenta años. A pesar de ello,
Damascio era un hombre enérgico y mientras paseaba por las calles de Atenas
vestido con su capa de filósofo, muchos ciudadanos lo reconocieron, pues era un
personaje célebre y admirado todavía por muchos. Damascio no tardó en
convertirse en director de la famosa Academia de Atenas, la más prestigiosa de
todas las escuelas donde se enseñara filosofía en la Antigüedad y que llevaba
funcionando casi mil años. Su fama no había decaído tras la incorporación de
Grecia al Imperio Romano, es más, emperadores como Adriano y Juliano la habían
favorecido. Pero todo aquello formaba ya parte del pasado. Un pasado glorioso
pero muerto que no habría de recuperarse jamás del golpe recibido. En la Atenas
del siglo V y principios del VI, la Iglesia era todopoderosa, aunque no tanto,
aún, como en Constantinopla o Alejandría. Sin embargo, aunque no era tan
agresiva, la presión se hacía sentir. Los filósofos e intelectuales en general
que se oponían abiertamente al cristianismo pagaban la discrepancia a un alto
precio. La ciudad estaba repleta de informantes y las autoridades locales les
prestaban oídos. Uno de los ilustres predecesores de Damascio había exasperado
tanto a las autoridades que había tenido que poner pies en polvorosa para
escapar a una muerte segura.
Varios años antes, cuando el emperador Juliano —tildado
de apóstata por los cristianos— anunció en Antioquía (361) que iría a Sebaste
de Samaria, donde se veneraba la tumba de Jesús, para abrirla y demostrar que
había muerto y que, por lo tanto, no era el hijo de Dios, los cristianos le
amenazaron abiertamente. Algo inaudito hasta entonces. De hecho, el joven emperador murió durante
la campaña de Persia dos años después en extrañas circunstancias. Posiblemente
asesinado por un soldado cristiano.
Con Juliano desaparecía la última
esperanza de salvación para el helenismo. Incluso en la propia Atenas, en un
acto que difícilmente habría podido ser más simbólico y anunciador de las lúgubres
intenciones que albergaban los cristianos, construyeron una basílica en medio
de lo que en el pasado había sido una biblioteca. La gloriosa Atenas de
Aristóteles y de Platón, estaba siendo silenciada para siempre en un mundo
tétrico donde sólo había espacio para pensar en la otra vida, despreciando los
placeres mundanos de la vida presente. La propuesta del cristianismo se
asemejaba a una suerte de muerte en vida, en un luto perpetuo que debía
acompañar a hombres y mujeres de la cuna a la tumba. Una «era de tiranía e
ignorancia» como escribió un autor amigo de Damascio.
Indudablemente, Atenas había cambiado. Los
festivales en honor de los antiguos dioses ya no se celebraban porque habían
sido prohibidos por los emperadores cristianos. Los antiguos templos habían
sido clausurados, o destruidos. Como en Alejandría, la fisonomía de la ciudad
había sido desfigurada profanando y retirando la gran escultura de Palas Atenea
obra de Fidias. Incluso las refinadas tradiciones filosóficas de la ciudad se
habían degradado cuando su enseñanza fue encomendada a los clérigos cristianos.
Damascio, no obstante, supo insuflarle a la
ciudad un último aliento vivificador y devolvió cierta gloria a la Academia llevándola de
la decrepitud al éxito. Como en sus mejores tiempos, la Academia
volvió a atraer a la flor y nata de los intelectuales que aún resistían el influjo de la cruz dispersados por el Imperio. De nuevo se produjeron obras que los eruditos han considerado las más excelsas de la Antigüedad tardía. Aun así, Damascio y
los suyos eran conscientes de que su esfuerzo sólo era como el canto del cisne
que presiente su muerte. Sabían que el tiempo apremiaba y se entregaron a una
actividad fabril para dar lecciones sobre Aristóteles y Platón y escribir una
serie de sutiles obras sobre filosofía metafísica; quizá pensasen que si
instruían a un número suficiente de filósofos, metafísicos y matemáticos, el
helenismo podría salvarse. Pero, a pesar del titánico esfuerzo, Damascio no podía olvidar
la barbarie que había presenciado en Alejandría y se preguntaba cuánto tardaría
en llegar a Atenas. Sus escritos mostraban un desdén supino hacia los cristianos
y sus creencias, que él calificaba sin ambages de «estupideces». Había visto el
poder del fanatismo cristiano en acción. Su hermano había sido víctima de aquellos
facinerosos. Su maestro había sufrido el exilio y, varios años antes, Hipatia
había sido despellejada viva por los «bondadosos» cristianos.
En aquel fatídico año 529, bajo la égida del
emperador Justiniano, el fanatismo era de nuevo evidente y públicamente los
cristianos se regodeaban en su ignorancia. Ese mismo año el ambiente en Atenas comenzó a empeorar cuando san Benito destruyó el santuario dedicado
a Apolo en Montecassino y erigió en su lugar un monasterio, que sería arrasado durante la II Guerra Mundial. ¿Justicia poética? Pocos años más tarde, el mismo monarca decidió
destruir el friso del hermoso templo de Isis en Filé de Egipto; un general
cristiano y sus tropas destrozaron metódicamente los rostros y las manos de las
bellas imágenes que aquellos mentecatos consideraron «diabólicas». Así es,
fueron cristianos fanatizados de los siglos IV y V los que causaron mayores daños
al acervo clásico en toda la cuenca del Mediterráneo. Mil seiscientos años antes
de que llegasen a Palmira (Siria) los energúmenos del Estado islámico para
destruir lo que quedaba de su antiguo esplendor, lo hicieron los monjes
cristianos. También pasaron por Grecia, Asia Menor y Egipto; por Roma, Italia y las demás provincias occidentales.
A partir de Teodosio, cada emperador cristiano había
ido un poco más allá a la hora de promulgar leyes represivas contra el
paganismo. Aquello ya no era una mera prohibición de las demás prácticas
religiosas. Había que extirpar a los antiguos dioses del corazón de los hombres
y mujeres de Imperio. Había que imponer el cristianismo a sangre y fuego a cada
pagano, porque cada uno de ellos era un enemigo de Cristo en potencia. Los
caminos hacia la herejía también se cerraban a cal y canto, y todos los cristianos, incluidos los arrianos y nestorianos, debían
abrazar la ortodoxia. Cualquier persona que no estuviese
bautizada tenía que presentarse inmediatamente en la iglesia más cercana para
hacerse bautizar y «abandonar por completo el error para acceder a la salvación
en Cristo». Los que se negaran, se verían desposeídos de todas sus propiedades,
muebles e inmuebles, perderían sus derechos civiles, quedarían en la penuria y
la indigencia y, además, sufrirían castigos físicos «apropiados» que podían
incluir la mutilación: manos cortadas, ojos arrancados, castración... Los
historiadores modernos —con Gibbon a la cabeza— han descrito las terribles
consecuencias de esa ley de manera contundente: «con el cristianismo las
tinieblas descendieron sobre Occidente y se inició la Edad Oscura».
Ciertamente, la oscuridad no descendió de
inmediato. Como lo describió Gibbon se trató más bien de un declive progresivo.
La noche no cayó de repente; el mundo no se fundió en negro al instante, pero
las consecuencias inmediatas de la ley fueron dramáticas. A pesar de todo,
durante algún tiempo, Damascio y sus colegas siguieron enseñando y la Academia
de Atenas siguió funcionando como si nada pasara. Pero la bestia sólo estaba
dormida y no tardó en despertar con renovados bríos. Entonces comenzaron las
persecuciones y las confiscaciones de bienes. Se prohibió la enseñanza a los
filósofos y helenistas, no podían practicar su religión y se les privaba de la
posibilidad de ganarse la vida con la enseñanza. Alrededor del año 532 la vida
se tornó intolerable para ellos y decidieron marcharse. Atenas ya no era una
ciudad tolerante y segura. Había que someterse a los cristianos o ponerse a
salvo de su férula.
Así fue como Damascio y sus compañeros filósofos
partieron hacia el exilio. El lugar de destino elegido fue Persia, donde
reinaba el rey de reyes Cosroes, enemigo acérrimo del cristianísimo emperador
de Oriente. Se le conocía por su amor a la literatura y se decía que era un gran
estudioso de la filosofía griega. El rey de los persas había ordenado que se
tradujeran libros enteros a su idioma para poder leerlos, y conocía bien las doctrinas
de Platón y Aristóteles. Además, según se decía, Persia era una tierra tan justamente
gobernada que no se cometían robos, asesinatos ni otros crímenes. Comparada con
la intolerancia cristiana, Persia parecía una alternativa idílica.
El viaje resultó decepcionante. Lejos de ser una
sociedad pastoril donde imperaba el amor fraternal y no se cometían crímenes, se
encontraron con un país donde se trataba a los pobres y desheredados con suma indiferencia,
incluso con brutalidad. Damascio y sus compañeros de viaje se quedaron
perplejos al descubrir algunas costumbres. El adulterio estaba permitido a los
hombres, pero las mujeres podían ser lapidadas por ello. La homosexualidad, que
se practicaba como en cualquier lugar del mundo, era severamente castigada y
los sodomitas eran empalados. Pero lo que más les impresionó a los griegos fue cómo trataban
los vivos a los muertos: de acuerdo con los preceptos zoroástricos, los cadáveres
no se enterraban, sino que se dejaban sobre la tierra para que los devoraran
los perros, o se los depositaba en altas torres para que sirviesen de alimento
a las aves del cielo. Los filósofos también quedaron decepcionados por la
fingida erudición de su anfitrión, el rey Cosroes. Más que un intelectual, era un patán crédulo al que podía engañar cualquier charlatán. Damascio y
sus compañeros se hallaron profundamente decepcionados y decidieron emprender
el camino de regreso a su patria. Sin embargo, según un cronista de la época,
Cosroes hizo cuanto pudo para retenerlos y convencerles de que se quedaran bajo su protección. Justo
cuando se disponían a partir, el rey estaba ultimando un tratado de paz con el
emperador Justiniano e incluyó una cláusula exigiéndole que garantizase la vida
de los filósofos a su regreso.
Poco más se sabe de Damascio y sus compañeros
después de abandonar Persia. No está claro si regresaron a Atenas. Han llegado
hasta nosotros retazos de algunos textos posiblemente escritos a su regreso.
Poco más. Después, como un lejano grito en la noche, su voz se fue
desvaneciendo hasta que se impuso el silencio. Un silencio sepulcral que habría de
durar mil años. Los últimos filósofos griegos, esparcidos por el mundo,
murieron en el anonimato y muchos de sus escritos fueron borrados para escribir
textos de los evangelios sobre los pergaminos. Palimpsestos los llaman y los
exegetas les atribuyen un valor «incalculable». Pero las palabras realmente
valiosas fueron raspadas y borradas hace siglos.
Palas Atenea |
No hay comentarios:
Publicar un comentario