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sábado, 3 de noviembre de 2018

La odisea de Damascio, el último filósofo griego


Tras la conversión del emperador Constantino a principios del siglo IV, los cristianos habían anunciado que eliminarían el culto a los antiguos dioses de la faz de la Tierra. Se había iniciado un camino sin retorno que forzaría la realidad del mundo antiguo para que triunfase la retórica del absurdo y el culto a la muerte, en lugar de la exaltación de la vida. Las consecuencias de la cristianización del Imperio Romano fueron inmediatas. El gran historiador inglés Edward Gibbon sostenía en su obra Declive y caída del Imperio Romano que no fueron los bárbaros, sino los obispos cristianos, los que precipitaron al mundo clásico tardío hacia su definitivo ocaso y desaparición.
En esa época turbulenta de ambiente enrarecido, Damascio estudió  filosofía en Alejandría, la ciudad de Hipatia. El asesinato de la filósofa, varios años antes, sólo había sido el preludio del drama que se avecinaba. La tortura, el homicidio y la destrucción a manos de los cristianos iban a cambiar para siempre la fisonomía de la ciudad y el mundo clásico agonizaba bajo los hachazos de los facinerosos. Después del asesinato de Hipatia (415) el número de filósofos, matemáticos y físicos descendió raudamente, como era de esperar, y en los escasos textos de los cronistas alejandrinos de la época que han llegado hasta nosotros, se percibe un claro tono de depresión y pesimismo. Todos intuían que el mundo, tal y como lo habían conocido, estaba extinguiéndose. El helenismo estaba herido de muerte, y sus asesinos no fueron los bárbaros, como a menudo se ha hecho creer, sino unos fanáticos iletrados armados con palos y hachas que se hacían llamar «soldados de Cristo».
Damascio no llevaba mucho tiempo en Alejandría cuando los cristianos se hicieron con el control de la situación, y se volvieron contra los filósofos y los helenistas. En detonante fue el ataque a un joven cristiano por parte, al parecer, de varios estudiantes paganos. Aquello desató una cadena de violentas represalias cuyas víctimas fueron los no cristianos, ya fuesen paganos o judíos. Los parabolanos, ayudados por monjes cristianos, entraron en las casas de varios alejandrinos no cristianos para saquearlas. Tenían carta blanca para cometer toda clase de desmanes. Bastaba con tener la sospecha de que en una casa se seguía rindiendo culto a los antiguos dioses —a los que los cristianos calificaban de ídolos demoníacos— para irrumpir en ella y dar una paliza de muerte a sus moradores. No fueron pocas las casas demolidas hasta sus cimientos e incendiadas en el decurso de aquellos actos de vandalismo. La violencia se extendió rápidamente y los cristianos se dedicaron a reunir todas las imágenes de los antiguos dioses que había en Alejandría: de las casas de baños, de los hogares y de los templos. Las colocaron en una inmensa pira en el centro de la ciudad y les prendieron fuego. Como observó con enfermiza satisfacción el cronista cristiano Zacarías de Mitilene refiriéndose a los fanáticos «tenían autoridad para aplastar a los enemigos de Cristo».
Hubo tantos muertos y se cometieron tantos desmanes, que el emperador de Oriente envió a un funcionario para investigar lo sucedido. Sin embargo, sus pesquisas se centraron, sobre todo, en las actividades de los paganos, no en los excesos cometidos por los violentos facinerosos animados por las autoridades eclesiásticas. La investigación derivó inmediatamente en una persecución contra los no cristianos. Entonces se empezó a encarcelar y torturar a los filósofos; el hermano de Damascio fue salvajemente apaleado con garrotes y cachiporras y a punto estuvo de morir a causa de las heridas recibidas. Cuando las persecuciones se volvieron intolerables, Damascio tomó la decisión de huir y embarcó en secreto en una nave comercial que zarpó rumbo a Atenas, la cuna de la filosofía occidental.
En realidad, se trataba de un regreso. Cuatro décadas antes, Damascio se había visto obligado a abandonar Atenas por motivos similares a los que ahora le habían impulsado a marcharse de Alejandría. En ese tiempo, muchas cosas habían cambiado. Cuando abandonó la ciudad era joven, ahora regresaba convertido en un anciano de setenta años. A pesar de ello, Damascio era un hombre enérgico y mientras paseaba por las calles de Atenas vestido con su capa de filósofo, muchos ciudadanos lo reconocieron, pues era un personaje célebre y admirado todavía por muchos. Damascio no tardó en convertirse en director de la famosa Academia de Atenas, la más prestigiosa de todas las escuelas donde se enseñara filosofía en la Antigüedad y que llevaba funcionando casi mil años. Su fama no había decaído tras la incorporación de Grecia al Imperio Romano, es más, emperadores como Adriano y Juliano la habían favorecido. Pero todo aquello formaba ya parte del pasado. Un pasado glorioso pero muerto que no habría de recuperarse jamás del golpe recibido. En la Atenas del siglo V y principios del VI, la Iglesia era todopoderosa, aunque no tanto, aún, como en Constantinopla o Alejandría. Sin embargo, aunque no era tan agresiva, la presión se hacía sentir. Los filósofos e intelectuales en general que se oponían abiertamente al cristianismo pagaban la discrepancia a un alto precio. La ciudad estaba repleta de informantes y las autoridades locales les prestaban oídos. Uno de los ilustres predecesores de Damascio había exasperado tanto a las autoridades que había tenido que poner pies en polvorosa para escapar a una muerte segura.
Varios años antes, cuando el emperador Juliano —tildado de apóstata por los cristianos— anunció en Antioquía (361) que iría a Sebaste de Samaria, donde se veneraba la tumba de Jesús, para abrirla y demostrar que había muerto y que, por lo tanto, no era el hijo de Dios, los cristianos le amenazaron abiertamente. Algo inaudito hasta entonces. De hecho, el joven emperador murió durante la campaña de Persia dos años después en extrañas circunstancias. Posiblemente asesinado por un soldado cristiano.
Con Juliano desaparecía la última esperanza de salvación para el helenismo. Incluso en la propia Atenas, en un acto que difícilmente habría podido ser más simbólico y anunciador de las lúgubres intenciones que albergaban los cristianos, construyeron una basílica en medio de lo que en el pasado había sido una biblioteca. La gloriosa Atenas de Aristóteles y de Platón, estaba siendo silenciada para siempre en un mundo tétrico donde sólo había espacio para pensar en la otra vida, despreciando los placeres mundanos de la vida presente. La propuesta del cristianismo se asemejaba a una suerte de muerte en vida, en un luto perpetuo que debía acompañar a hombres y mujeres de la cuna a la tumba. Una «era de tiranía e ignorancia» como escribió un autor amigo de Damascio.
Indudablemente, Atenas había cambiado. Los festivales en honor de los antiguos dioses ya no se celebraban porque habían sido prohibidos por los emperadores cristianos. Los antiguos templos habían sido clausurados, o destruidos. Como en Alejandría, la fisonomía de la ciudad había sido desfigurada profanando y retirando la gran escultura de Palas Atenea obra de Fidias. Incluso las refinadas tradiciones filosóficas de la ciudad se habían degradado cuando su enseñanza fue encomendada a los clérigos cristianos.
Damascio, no obstante, supo insuflarle a la ciudad un último aliento vivificador y devolvió cierta gloria a la Academia llevándola de la decrepitud al éxito. Como en sus mejores tiempos, la Academia volvió a atraer a la flor y nata de los intelectuales que aún resistían el influjo de la cruz dispersados por el Imperio. De nuevo se produjeron obras que los eruditos han considerado las más excelsas de la Antigüedad tardía. Aun así, Damascio y los suyos eran conscientes de que su esfuerzo sólo era como el canto del cisne que presiente su muerte. Sabían que el tiempo apremiaba y se entregaron a una actividad fabril para dar lecciones sobre Aristóteles y Platón y escribir una serie de sutiles obras sobre filosofía metafísica; quizá pensasen que si instruían a un número suficiente de filósofos, metafísicos y matemáticos, el helenismo podría salvarse. Pero, a pesar del titánico esfuerzo, Damascio no podía olvidar la barbarie que había presenciado en Alejandría y se preguntaba cuánto tardaría en llegar a Atenas. Sus escritos mostraban un desdén supino hacia los cristianos y sus creencias, que él calificaba sin ambages de «estupideces». Había visto el poder del fanatismo cristiano en acción. Su hermano había sido víctima de aquellos facinerosos. Su maestro había sufrido el exilio y, varios años antes, Hipatia había sido despellejada viva por los «bondadosos» cristianos.
En aquel fatídico año 529, bajo la égida del emperador Justiniano, el fanatismo era de nuevo evidente y públicamente los cristianos se regodeaban en su ignorancia. Ese mismo año el ambiente en Atenas comenzó a empeorar cuando san Benito destruyó el santuario dedicado a Apolo en Montecassino y erigió en su lugar un monasterio, que sería arrasado durante la II Guerra Mundial. ¿Justicia poética? Pocos años más tarde, el mismo monarca decidió destruir el friso del hermoso templo de Isis en Filé de Egipto; un general cristiano y sus tropas destrozaron metódicamente los rostros y las manos de las bellas imágenes que aquellos mentecatos consideraron «diabólicas». Así es, fueron cristianos fanatizados de los siglos IV y V los que causaron mayores daños al acervo clásico en toda la cuenca del Mediterráneo. Mil seiscientos años antes de que llegasen a Palmira (Siria) los energúmenos del Estado islámico para destruir lo que quedaba de su antiguo esplendor, lo hicieron los monjes cristianos. También pasaron por Grecia, Asia Menor y Egipto; por Roma, Italia y las demás provincias occidentales.
A partir de Teodosio, cada emperador cristiano había ido un poco más allá a la hora de promulgar leyes represivas contra el paganismo. Aquello ya no era una mera prohibición de las demás prácticas religiosas. Había que extirpar a los antiguos dioses del corazón de los hombres y mujeres de Imperio. Había que imponer el cristianismo a sangre y fuego a cada pagano, porque cada uno de ellos era un enemigo de Cristo en potencia. Los caminos hacia la herejía también se cerraban a cal y canto, y todos los cristianos, incluidos los arrianos y nestorianos, debían abrazar la ortodoxia. Cualquier persona que no estuviese bautizada tenía que presentarse inmediatamente en la iglesia más cercana para hacerse bautizar y «abandonar por completo el error para acceder a la salvación en Cristo». Los que se negaran, se verían desposeídos de todas sus propiedades, muebles e inmuebles, perderían sus derechos civiles, quedarían en la penuria y la indigencia y, además, sufrirían castigos físicos «apropiados» que podían incluir la mutilación: manos cortadas, ojos arrancados, castración... Los historiadores modernos —con Gibbon a la cabeza— han descrito las terribles consecuencias de esa ley de manera contundente: «con el cristianismo las tinieblas descendieron sobre Occidente y se inició la Edad Oscura».
Ciertamente, la oscuridad no descendió de inmediato. Como lo describió Gibbon se trató más bien de un declive progresivo. La noche no cayó de repente; el mundo no se fundió en negro al instante, pero las consecuencias inmediatas de la ley fueron dramáticas. A pesar de todo, durante algún tiempo, Damascio y sus colegas siguieron enseñando y la Academia de Atenas siguió funcionando como si nada pasara. Pero la bestia sólo estaba dormida y no tardó en despertar con renovados bríos. Entonces comenzaron las persecuciones y las confiscaciones de bienes. Se prohibió la enseñanza a los filósofos y helenistas, no podían practicar su religión y se les privaba de la posibilidad de ganarse la vida con la enseñanza. Alrededor del año 532 la vida se tornó intolerable para ellos y decidieron marcharse. Atenas ya no era una ciudad tolerante y segura. Había que someterse a los cristianos o ponerse a salvo de su férula.
Así fue como Damascio y sus compañeros filósofos partieron hacia el exilio. El lugar de destino elegido fue Persia, donde reinaba el rey de reyes Cosroes, enemigo acérrimo del cristianísimo emperador de Oriente. Se le conocía por su amor a la literatura y se decía que era un gran estudioso de la filosofía griega. El rey de los persas había ordenado que se tradujeran libros enteros a su idioma para poder leerlos, y conocía bien las doctrinas de Platón y Aristóteles. Además, según se decía, Persia era una tierra tan justamente gobernada que no se cometían robos, asesinatos ni otros crímenes. Comparada con la intolerancia cristiana, Persia parecía una alternativa idílica.
El viaje resultó decepcionante. Lejos de ser una sociedad pastoril donde imperaba el amor fraternal y no se cometían crímenes, se encontraron con un país donde se trataba a los pobres y desheredados con suma indiferencia, incluso con brutalidad. Damascio y sus compañeros de viaje se quedaron perplejos al descubrir algunas costumbres. El adulterio estaba permitido a los hombres, pero las mujeres podían ser lapidadas por ello. La homosexualidad, que se practicaba como en cualquier lugar del mundo, era severamente castigada y los sodomitas eran empalados. Pero lo que más les impresionó a los griegos fue cómo trataban los vivos a los muertos: de acuerdo con los preceptos zoroástricos, los cadáveres no se enterraban, sino que se dejaban sobre la tierra para que los devoraran los perros, o se los depositaba en altas torres para que sirviesen de alimento a las aves del cielo. Los filósofos también quedaron decepcionados por la fingida erudición de su anfitrión, el rey Cosroes. Más que un intelectual, era un patán crédulo al que podía engañar cualquier charlatán. Damascio y sus compañeros se hallaron profundamente decepcionados y decidieron emprender el camino de regreso a su patria. Sin embargo, según un cronista de la época, Cosroes hizo cuanto pudo para retenerlos y convencerles de que se quedaran bajo su protección. Justo cuando se disponían a partir, el rey estaba ultimando un tratado de paz con el emperador Justiniano e incluyó una cláusula exigiéndole que garantizase la vida de los filósofos a su regreso.
Poco más se sabe de Damascio y sus compañeros después de abandonar Persia. No está claro si regresaron a Atenas. Han llegado hasta nosotros retazos de algunos textos posiblemente escritos a su regreso. Poco más. Después, como un lejano grito en la noche, su voz se fue desvaneciendo hasta que se impuso el silencio. Un silencio sepulcral que habría de durar mil años. Los últimos filósofos griegos, esparcidos por el mundo, murieron en el anonimato y muchos de sus escritos fueron borrados para escribir textos de los evangelios sobre los pergaminos. Palimpsestos los llaman y los exegetas les atribuyen un valor «incalculable». Pero las palabras realmente valiosas fueron raspadas y borradas hace siglos.

Palas Atenea

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