La
aviación militar inició su andadura en la Primera Guerra Mundial para mejorar
la efectividad de la artillería, ya fuera por medio de la observación directa (utilizada
muy pronto por los británicos en la batalla de Aisne de septiembre de 1914), ya
fuera por medio de fotografías aéreas, práctica que empezó a llevarse a cabo en
la primavera de 1915. En los primeros meses de la guerra la aviación había
desempeñado un notable papel en misiones de reconocimiento —un avión francés,
por ejemplo, observó cómo el 1er Ejército de Von Kluck se dirigía hacia el este
de París, y los aviones alemanes controlaron los movimientos de los rusos antes
de enfrentase a ellos en Tannenberg—, pero este tipo de operaciones perdieron
relevancia cuando los frentes se estabilizaron. La función de los aparatos
aéreos como medio independiente de ataque terrestre se encontraba en su fase
inicial, esencialmente porque los aviones no estaban preparados para llevar
cargamentos pesados, aunque la aviación alemana lanzó bombas al inicio de la
batalla de Verdún, y la británica bombardeó cinco trenes enemigos durante la de
Loos, ametralló a las tropas alemanas y soltó cinco toneladas de explosivos
durante la batalla del Somme. Por último, otro medio estratégico de bombardeo
también se encontraba en una fase inicial, y no estaba relacionado con el
avión, sino con un dirigible de la Marina de Guerra alemana, el zepelín, que no se
utilizaba debido a la inactividad de la Flota de Alta Mar. Tras llevar a cabo
una serie de incursiones preliminares en la costa oriental británica, estos
aparatos atacaron Londres por primera vez en mayo de 1915, matando a 128
personas e hiriendo a 352 a lo largo de ese año. Aparecían invariablemente en
noches de luna nueva, y aunque los británicos no tardaron en aprender cómo
detectar sus movimientos interceptando los mensajes por radio, al principio no
encontraban la manera de destruirlo. En 1916 los dirigibles alemanes ampliaron
su radio de acción y llegaron a las Midlands y a Escocia, obligando a las
autoridades locales a decretar el apagón general en numerosas ocasiones. A
partir de septiembre de 1916, sin embargo, los defensores supieron calibrar el
problema y empezaron a localizar las aeronaves escuchando en secreto sus
mensajes de radio para luego derribarlas con la recién creada artillería antiaérea
y con aviones de caza que disparaban unos proyectiles nuevos de cabeza explosiva.
En 1917 los bombarderos Gotha
sustituyeron a los dirigibles como principal arma aérea contra Gran Bretaña.
Los zepelines sentaron un precedente para nuevas formas de ataque contra
civiles y vinieron a reforzar la propaganda belicista británica y la sensación
de la opinión pública de que la actitud del enemigo era absolutamente
inaceptable por querer ganar la guerra por todos los medios a su alcance.
El papel fundamental que debía desempeñar la
nueva arma consistía, pues, en ayudar a la artillería. En 1915 los aviones
británicos disponían de radio y desarrollaron códigos especiales para
comunicarse con la artillería de campo y controlar la efectividad de los
disparos, pero la observación directa era una tarea de la que se encargaban
principalmente los globos anclados a tierra, que estaban unidos a sus baterías
por cables telefónicos. Estos globos, no obstante, constituían un blanco fácil
para los cazas enemigos, y en poco tiempo se convirtieron en el centro de
encarnizadas combates aéreos. Los aviones defendían a las tripulaciones de los
globos y llevaban a cabo misiones de reconocimiento en las que tomaban
fotografías. En general, la ventaja que ofrecían este tipo de operaciones la
explotaron, sobre todo, los franceses, que en 1914 disponían de muchos más
aparatos aéreos que los británicos o los rusos y contaban con la mayor
industria aeronáutica del mundo. El Royal
Flying Corps (RFC) fue a la zaga de franceses y alemanes durante los dos
primeros años del conflicto. Sin embargo, no puede decirse que al principio hubiera una auténtica guerra aérea en el sentido estricto, pues los aviones de los
bandos contendientes no llevaban ametralladoras montadas, y las bajas que se
produjeron no fueron tanto por la acción del enemigo, como por accidentes, muchos de
ellos a consecuencia de deslumbramientos provocados por el sol que cegaba a los
pilotos que acababan estrellándose. Casi todos aquellos rudimentarios cazas llevaban un
motor de propulsión situado detrás del piloto, aunque éste proporcionara menor
potencia y maniobrabilidad que una hélice de tracción colocada en la parte
frontal del avión. El problema consistía en que una ametralladora fija podía dañar
fácilmente las palas de la hélice. En la primavera de 1915 el aviador francés
Roland Garros equipó su aparato con una ametralladora que disparaba a través de
la hélice, cuyas palas estaban recubiertas con una placa metálica para desviar
las balas que pudieran impactar en ellas. Los alemanes derribaron y capturaron
su avión para estudiarlo, y la compañía de Anthony Fokker utilizó la información
obtenida para comenzar a fabricar un mecanismo de sincronización que permitió
colocar una ametralladora de tiro frontal que disparaba a través de la hélice
de un nuevo monoplano con un solo motor sin dañar las palas. A lo largo de
varios meses, durante el invierno y la primavera de 1915–1916, el «azote de
Fokker» permitió que los alemanes llevaran la delantera en el aire, aunque más
por la intimidación que suponía su monopolio de la nueva tecnología que por el
número de aviones derribados. Con la concentración de su aviación en el área de
Verdún, los alemanes lograron ocultar parcialmente sus preparativos para la
batalla, y durante las primeras semanas de acción fueron los dueños del cielo.
Pero en mayo todo cambió, pues los aliados capturaron uno de los Fokker, idearon su propio sistema de
sincronización e introdujeron nuevos modelos con hélices propulsoras que no
necesitaban ese equipamiento y superaban a los aparatos enemigos. En las fases
iniciales de la sangrienta batalla del Somme, el comandante en
jefe de RFC, Hugh Trenchard, se adhirió a la propuesta de Haig de lanzar «una
ofensiva implacable y constante» para expulsar a los alemanes de su espacio
aéreo, aunque esto significara dejar indefensos a los aviones de observación
británicos y aceptar un elevado número de bajas entre sus tripulaciones. Tras
iniciar la batalla con 426 pilotos, el RFC perdió 308 entre muertos, heridos y
desaparecidos; otros 268 fueron enviados de vuelta a casa, siendo sustituidos
por novatos poco adiestrados cuya esperanza de vida en otoño era poco más de un
mes. En septiembre, sin embargo, una nueva generación de cazas alemanes Albatros D.III volvió a equilibrar la
balanza, y durante la «semana sangrienta» de abril de 1917 los «circos volantes»
o grupos de caza alemanes causaron una cantidad de bajas sin precedentes al RFC
en Arras y dominaron el cielo en el Chemin de Dames, impidiendo prácticamente a
los franceses llevar a cabo cualquier misión de reconocimiento con fotografías
aéreas o de observación desde un globo. No fue hasta mayo y junio cuando los
aliados pudieron volver a tomar la delantera, gracias a la llegada de una nueva
generación de aviones, como, por ejemplo, los Sopwith Pup británicos y
los Spad franceses. En el cielo y en
tierra, la iniciativa iba alternándose entre uno y otro bando, aunque en último
término el combate aéreo siguiera siendo marginal. Su aplastante superioridad
aérea no fue de mucha utilidad para los británicos aquel 1 de julio de 1916
cuando se inició la batalla del Somme en la que cosecharon uno de los mayores
reveses militares de su historia. La superioridad aérea de los alemanes
propició el estrepitoso fracaso de la ofensiva británica que, según habían anunciado
pomposamente los generales aliados, iba a poner fin a la guerra.
La observación y la fotografía aérea
contribuyeron, sin embargo, a una tendencia menos fascinante, pero más
significativa, hacia una mayor efectividad de la artillería. En 1917 franceses
y británicos alardeaban de disponer de más cañones pesados disparaban un número infinitamente mayor de proyectiles más seguros, y que tenían
más bombas detonantes que de metralla. Los alemanes resistieron a pesar de ello
y de que la precisión de los disparos de la artillería aliada había mejorado
enormemente. Buen ejemplo de ello era el «tiro al mapa», esto es, la capacidad
de dar en el blanco con las coordenadas de un mapa sin alertar previamente al
enemigo y sin desvelar la propia posición durante las operaciones preliminares
para delimitar el objetivo. Este tipo de acciones se vieron facilitadas cuando
la BEF pudo preparar mapas nuevos a gran escala de todo el frente británico y
se mejoró el fuego contrabatería, pues los ingleses comenzaron a utilizar técnicas
novedosas, como, por ejemplo, la detección por sonidos o por destellos para ponerse
a la altura de los expertos franceses a la hora de localizar los cañones enemigos.
Eran unas técnicas que requerían mucha pericia y que un civil podía tardar
meses, e incluso años, en dominarlas. Otra novedad fue la introducción de
cortinas de fuego para despejar el camino a la infantería cuando se lanzaba al
asalto de las posiciones enemigas, operación que se puso en marcha por primera
vez en Loos y se generalizó en las últimas fases de la batalla del Somme. Los
soldados caminaban tras una cortina de fuego que iba avanzando despacio, apenas
a unos veinte metros de distancia, no tanto con la finalidad de destruir las
defensas enemigas como para neutralizarlas, obligando a los alemanes a buscar
refugio hasta que los atacantes hubieran caído sobre ellos e impidiendo que
pudieran aprovechar el momento en el que cesaba el fuego para retornar a sus
posiciones de tiro en los parapetos. En los ataques aliados llevados a cabo a
finales de 1917, estas tácticas obtuvieron algunos éxitos, más por el
agotamiento de las tropas alemanas, que por la efectividad de estas tácticas.
En cualquier caso, la aviación militar no experimentaría grandes cambios hasta
el final de la contienda el 11 de noviembre de 1918. Sería durante el próximo conflicto
bélico cuando la aviación alcanzase un papel determinante en combinación con
los carros de combate que protagonizaron la Blitzkrieg
de 1939–1940 que sirvió de prólogo a la Segunda Guerra Mundial.
El célebre triplano alemán Fokker DR.I |
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