Hoy se cumplen 200 años del nacimiento de Karl Marx y
en Tréveris, su ciudad natal, se descubrirá este sábado una estatua del
filósofo y economista alemán de cinco metros de altura y más de dos toneladas
de peso como parte del homenaje al autor de El Capital y El Manifiesto
Comunista. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, ha sido el orador principal de un acto previo en la
basílica de Constantino de Tréveris y ha dicho lo siguiente: «Karl Marx era un filósofo que pensaba en
el futuro, que tenía aspiraciones creativas y hoy se le acusa de cosas de las
que él no fue responsable y que no causó, porque muchas de las ideas que
escribió, se reinterpretaron con otro sentido». Sorprendente, el presidente de la Comisión
Europea no fue el único que elogió a Marx en su bicentenario. En Pekín también
se celebró un acto conmemorativo en el que participó el presidente chino Xi
Jinping.
Recapitulemos. Los herederos de la primera generación de los Rothschild
mantuvieron la oficina principal de la banca familiar fundada por su padre, Amschel
Meyer, en Fráncfort, pero abrieron sucursales en Viena, Londres, París y
Nápoles. Uno de sus hijos, Salomón (1774-1855), abrió un banco en Viena en
1821, que existió hasta 1938, cuando Alemania se anexionó Austria. Entonces, el
servicio secreto alemán se apoderó durante el Anschluss de una curiosa documentación elaborada por la policía austriaca
por encargo del antiguo canciller de ese país, Engelbert Dollfuss, según la
cual, en 1836 Salomón Rothschild, residente en Viena, tomó a su servicio a una
joven doncella de provincias llamada María Anna Schicklgruber. El banquero, que a la
sazón contaría unos 62 años, sedujo a la muchacha, quien por las mañanas le
hacía la cama y por las noches se la deshacía. El caso fue que la muchacha
quedó embarazada y al descubrirse su estado de gestación fue devuelta a la
ciudad de Spital, su localidad natal, donde se arregló un matrimonio de
conveniencia con un tal Johan Georg Hiedler. En 1837 nació un niño al que
pusieron por nombre Alois, que jamás fue reconocido por Georg Hiedler, el
esposo de Anna. Durante más de cuarenta años, Alois llevó el apellido de su
madre, hasta que decidió cambiar el apellido original de Hiedler por el de
Hitler. Este Alois Hitler, a su
vez, tuvo varios hijos. Entre ellos, Adolf. Nunca han aparecido todos los
documentos necesarios que probarían los hechos de forma concluyente, pero se
dice que cuando el Führer tuvo conocimiento del asunto, ordenó una
investigación exhaustiva sobre su ascendencia paterna para comprobarlo y, si
era cierto, eliminar todas las pistas y cualquier rastro de su ascendencia
judía.
Adolf Hitler participó
en la guerra mundial de 1914-1918 como cabo, encuadrado dentro del 1er Regimiento de
Infantería bávaro. Según sus biógrafos, se comportó con valentía en el frente,
casi con temeridad, por lo que fue promovido a cabo y condecorado con la Cruz
de Hierro de primera clase, la más alta condecoración para un militar de su
rango. Fue uno de los muchos combatientes alemanes que jamás entendieron por
qué finalizó el conflicto de aquella extraña manera, cuando tenían a los
aliados contra las cuerdas y, desde entonces, fue uno de los más firmes
partidarios de la teoría conspirativa de los judíos, a los que culpaba por la
derrota de Alemania en la guerra.
A lo largo del siglo XIX
y el primer cuarto del XX, se puede apreciar la enorme influencia de los
Rothschild en buena parte de los conflictos europeos. A propósito de esto, el
profesor de Economía, Stuart Crane, escribió lo siguiente: «Si uno mira hacia
atrás, se da cuenta de que cada guerra habida en Europa durante el siglo XIX,
terminaba con el establecimiento de una nueva balanza de poder. Cada vez que se
barajaban los naipes, había un balance de poder distinto y un nuevo
agrupamiento alrededor de la casa Rothschild en Inglaterra, Francia o Austria
[...] Los estados de deuda de las naciones en guerra, generalmente indicaban
quién iba a resultar vencedor, y quién iba a ser derrotado». A tenor de los
excelentes resultados cosechados por los Rothschild, otras familias de
banqueros se apuntaron al mismo juego de influencia sobre las naciones. Nos
referimos fundamentalmente a los Warburg, Schiff, Morgan, Kuhn, Loeb y
Rockefeller, verdaderos planificadores de la reciente historia de la humanidad
a lo largo siglo XX e, incluso, en los albores del aún joven siglo XXI. Como las algaradas de 2010 en la mayoría de los países árabes del norte de África conocidas como las Primaveras Árabes, las violentas revoluciones de
1848 en Europa, conocidas en varios países como las Primaveras de los Pueblos o el Año
de las Revoluciones estuvieron alentadas y sufragadas por los Rothschild y
otros banqueros. Estas revueltas se desencadenaron de forma sincronizada en el primer semestre
del año y se caracterizaron por su rápida expansión, virulencia y brevedad.
Estas revoluciones orquestadas tuvieron una gran repercusión en países como
Francia, Austria-Hungría, Alemania e Italia. Fueron un auténtico ultimátum a
diversos gobiernos de Europa: o se adoptaban las medidas liberales preconizadas por los banqueros, o los gobiernos que se opusiesen a ellas serían
derrocados. El pulso se mantuvo aún durante setenta años más, pero en 1919,
tras la finalización de la gran guerra europea, la mayoría de las monarquías que se oponían al Nuevo Orden Mundial habían
sido eliminadas. Terminada la contienda en Europa,
los banqueros impulsaron e impusieron la Sociedad de Naciones como eficaz
elemento disuasorio contra los nuevos gobiernos democráticos surgidos en las
potencias derrotadas, donde además se habían producido revoluciones de
inspiración marxista, y la monarquía había sido abolida violentamente: Alemania,
Rusia, Austria...
España, Portugal y Francia también
recibieron su toque de atención en 1917: la primera en forma de una violenta
Huelga General; Portugal tuvo que retirarse de la guerra ese año, el de las apariciones de la Virgen en Fátima, y Francia tuvo que hacer frente en octubre,
coincidiendo con la Revolución bolchevique, a una serie de motines en el
Ejército que llevaron a Francia al borde la derrota militar frente a Alemania.
Retrocedamos un siglo y cuarto en el tiempo. El famoso asalto a prisión de La
Bastilla del 14 de julio de 1789, que se ha retratado siempre como el acto espontáneo de
un grupo de ciudadanos parisienses dispuestos a poner fin a los abusos y a la
represión de las autoridades monárquicas, no fue tan romántico como nos lo han
pintado. Muchos historiadores han
demostrado que al populacho no se le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue
incitado a ello por alborotadores profesionales, muchos de ellos extranjeros.
De todos modos, cuando la turba se presentó ante los muros de aquella
impresionante fortaleza exigió la rendición incondicional de la guarnición y de
la plaza a su gobernador, el comandante De Launay. El militar se negó y la
muchedumbre inició el asalto, que en primera instancia fue fácilmente repelido
por el Batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión. Este
batallón estaba formado por soldados veteranos que habían sufrido heridas de
importancia o mutilaciones en las diferentes campañas militares en las que
habían participado. El propio comandante De Launay era cojo por esa causa.
La fortaleza era
inexpugnable, y una tropa profesional habría tenido problemas para tomarla al
asalto de no contar con las piezas de artillería adecuadas y un regimiento de
ingenieros que socavasen sus murallas. Tras reflexionar sobre sus escasas
posibilidades de éxito, los asaltantes decidieron negociar con los defensores:
respetarían sus vidas y les dejarían partir en paz si deponían las armas y les
dejaban entrar, evitando un derramamiento de sangre inútil. Teniendo en cuenta
la situación general de Francia, y sobre todo la imposibilidad de pedir ayuda,
pues París estaba tomada por los revolucionarios, De Launay aceptó ingenuamente
el trato. Ni que decir tiene que los amotinados, apenas pusieron los pies en el
interior de la fortaleza, despedazaron a los soldados y sus cabezas cortadas
fueron clavadas en picas y expuestas por las calles de París por la chusma
enardecida por su cruel victoria.
Todo esto para
liberar a un puñado de presos políticos que supuestamente agonizaban entre
sus muros. Según varios historiadores, en el momento de la destrucción de la
cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos llamados Tabernier y Whyte,
que fueron nuevamente recluidos por los republicanos poco después de su
liberación; un aristócrata, precisamente, el conde de Solages, un libertino
juzgado y encarcelado por diversos delitos, cuatro estafadores encarcelados por
falsificar letras de cambio en perjuicio de los banqueros parisienses. Y según
algunos historiadores, había un octavo preso, otro libertino, sodomita y
pederasta, llamado Donatien Alphonse François, más conocido como el marqués de
Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus obras. Poco después de la
destrucción de la cárcel un constructor privado, probablemente masón, propuso
desmantelar la prisión piedra a piedra para construir, con esos mismos bloques
de piedra, una pirámide parecida a las que construían los egipcios en la
Antigüedad. Finalmente el proyecto se desestimó por lo costoso del mismo, pero
casi dos siglos más tarde, la pirámide masónica acabó construyéndose en París,
es precisamente la Pirámide de Cristal del Grand Louvre.
Asimismo, existen numerosas
evidencias que demuestran que la Revolución bolchevique fue financiada por la
banca internacional liderada por el poderoso sindicato de banqueros judíos
instalados en Wall Street y Londres. El influyente Rabino
Wise declaraba lo siguiente en el New York Times del 24 de marzo de 1917: «Creo
que de todos los logros de mi pueblo, ninguno ha sido más noble que la parte
que los hijos e hijas de Israel han tomado en el gran movimiento que ha
culminado en la Rusia Libre (¡La Revolución!)». Del Registro de la Comunidad
Judía de la ciudad de Nueva York, se extrae el siguiente texto: «La empresa de Kuhn-Loeb
& Company sostuvo el préstamo de guerra japonés entre 1904 y 1905, haciendo
así posible la victoria japonesa sobre Rusia… Jacob Schiff financió a los
enemigos de la Rusia autocrática y usó su influencia para mantener alejada a
Rusia de los mercados financieros de los Estados Unidos».
En 1916 se celebró en
Nueva York un congreso de organizaciones marxistas rusas. Estos gastos fueron
sufragados por el banquero judío Jacob Schiff. Otros de los banqueros que
asistieron e hicieron generosas donaciones fueron Felix Warburg, Otto Kahn,
Mortimer Schiff y Olaf Asxhberg. Sin embargo, según la
historia oficial que se enseña en las escuelas y en las universidades se
asegura que las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia se debieron a un minúsculo
grupúsculo de revolucionarios marxistas que, liderados por Lenin y Trotsky
lucharon heroicamente contra la opresión y la tiranía zarista logrando alcanzar
el poder e implantar un sistema, el marxista, que había sido diseñado por un
judío alemán varias décadas antes para ser implantado en la Alemania
industrializado, y no en la paupérrima Rusia rural y desindustrializada.
Consecuencia: la revolución marxista creó más miseria y desheredados que el
propio sistema que pretendía erradicar. Para toda empresa,
incluida la implantación del marxismo, se necesita mucho dinero, un dinero cuya
procedencia jamás aclararon los líderes del marxismo. Sin dinero e influencias
no se puede lograr nada.
Sabemos que durante la
guerra de Crimea (1853-1856) James Rothschild se ofreció muy gentilmente para
su financiación y que la emperatriz Eugenia de Montijo intercedió en su favor
para convencer al emperador francés Napoleón III. Gracias a esto, Rothschild consiguió
un doble objetivo: accedió al consejo de administración del Banco de Francia, y
logró infligir un serio revés al zar, considerado ya entonces el tiránico
opresor de los judíos. El duque de Coburgo cuenta esto en sus memorias: «Esta actitud hostil
[contra el zar] debe atribuirse a que los israelitas sufrían una particular
opresión en Rusia». Muy caro le iban a
costar a Francia sus negocios con los Rothschild. Más tarde, la élite
financiera judía logró aislar diplomáticamente a Rusia, mientras, a través de
la banca Kuhn-Loeb & Co. of New York, cuyo jefe era Jacob Schiff, agente de
Rothschild, financió a Japón en 1905 y se ocupó de que el resto de banqueros
del sindicato internacional no concediesen créditos a Rusia para seguir adelante
con la guerra, lo que provocó la derrota rusa y la consiguiente revolución que
se desató en 1905. Otra vez se había
aplicado la fórmula Rothschild de cerrar el grifo del crédito al gobierno que
le interesaba derrocar, y concederlo al que convenía potenciar para eliminar al
primero. Aquella línea de crédito abierta por la banca judía a Japón le sirvió
para modernizar su Ejército y su Armada, cuyo expansionismo culminaría con la
invasión de China en 1937 y posteriormente con su intervención en la Segunda
Guerra Mundial contra Estados Unidos y Gran Bretaña, los mismos países que le
habían financiado a partir de 1905 para vencer a los rusos, y en 1914 para
frenar a los alemanes en el Extremo Oriente.
Hacia esa época, durante
la breve guerra ruso-japonesa de 1905, y la sangrienta revolución que agitó el
imperio ruso, hizo su aparición en escena un tal Leiba Davidovich Bronstein,
alias León Trotsky, que es encarcelado y logra huir de Siberia para residir
después en Suiza, París y Londres donde conoce a otros refugiados como Lenin,
Plejanov y Martov. Así lo cuenta el propio Trotsky en su autobiografía: «He vivido exiliado, en
conjunto, unos doce años, en varios países de Europa y América: dos años antes
de estallar la revolución de 1905 y unos diez después de su represión. Durante
la guerra, fui condenado a prisión por rebeldía en la Alemania gobernada por
los Hohenzollern (1905); al año siguiente fui expulsado de Francia y me
trasladé a España, donde, tras una breve detención en la cárcel de Madrid y un
mes de estadía en Cádiz bajo la atenta vigilancia de la Policía española, me expulsaron
de nuevo y embarqué con rumbo a Norteamérica. Allí, me sorprendieron las
primeras noticias de la Revolución rusa de febrero [1917]. De vuelta a Rusia,
en marzo de ese mismo año, fui detenido por los ingleses e internado durante un
mes en un campo de concentración en Canadá. Tomé parte activa en las
revoluciones de 1905 y 1917, y en ambas ocasiones fui presidente del Soviet de
Petrogrado. Como hijo de un
terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de los privilegiados que
al de los oprimidos. En mi familia y en la finca se hablaba el ruso ucraniano.
Y aunque en las escuelas sólo admitían a los chicos judíos hasta un cierto
cupo, por cuya causa hube de perder un año, como era siempre el primero de la
clase, para mí no regía aquella limitación».
Resulta que en ese
período tan convulso de la historia, Trotsky se convierte en un hombre de
élite, regresando a Rusia casado con la hija de Givotovsky uno de los socios menores
de los banqueros Warburg, socios y además parientes de Jacob Schiff, de ahí que
Trotsky se convierta en el principal revolucionario de 1905. La conexión de
Trotsky con la revolución bolchevique se realiza gracias a la mujer de Lenin,
Krupsakaya. Tanto peso tenía esta mujer que el movimiento bolchevique que
Trotsky señala su trabajo en el exilio. Por supuesto que, del misterioso origen
de sus fuentes de financiación, no se dice ni una sola palabra: «Lenin había ido
concentrando en sus manos las comunicaciones con Rusia. La secretaría de la
redacción estaba a cargo de su mujer, Nereida Kostantinovna Krupsakaya. La Krupsakaya era el
centro de todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los
camaradas que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que
partían, de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas,
cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi siempre a papel quemado, a
causa de las cartas y papeles que constantemente había que estar haciendo
desaparecer».
Los banqueros judíos
también apoyaron a la URSS durante la Guerra Fría, tanto económica como
tecnológicamente, gracias al traspaso de patentes e información técnica. Y la URSS eligió Inglaterra para depositar parte de sus reservas de oro a principios de los años 1960, lo que tuvo un efecto balsámico sobre la economía británica, muy superior a las ayudas del Plan Marshall. Por entonces, los banqueros judíos llevaban casi dos décadas apoyando y favoreciendo de todas las maneras
imaginables al Régimen comunista chino. Así, mientras las potencias
occidentales se gastaban miles de millones de dólares en armarse contra el ficticio enemigo soviético, los especuladores judíos controlaban a los dos bandos, como
ya lo habían hecho durante las guerras napoleónicas y la primera guerra
mundial. Su táctica era infalible. Ganara quien ganara, ellos nunca saldrían
perdiendo. Veamos algunos ejemplos concretos sobre esta cuestión: Después de la Revolución
bolchevique, la Standard Oil, unida a los intereses de los Rockefeller,
invirtió millones de dólares en negocios en la URSS. Entre otras adquisiciones,
se hizo con la mitad de los campos petrolíferos del Cáucaso. Según informes del
Departamento de Estado norteamericano, la banca Kuhn-Loeb financió los planes
de recuperación de los bolcheviques durante los cinco primeros años de la
Revolución (1917-1922), al tiempo que se desarrollaba una sangrienta guerra civil en la que los aliados fracasaron estrepitosamente al intentar frenar a los bolcheviques.
El exdirector de cambio
y divisas internacionales de la Reserva Federal admitió en una conferencia
pronunciada el 5 de diciembre de 1984 que la banca soviética influía
enormemente en el mercado interbancario a través de determinadas empresas análogas estadounidenses. Los soviéticos se
aliaron en 1980 con grandes empresas occidentales para controlar el mercado
mundial del oro. Según se desprende de
documentos del FBI desclasificados y del Departamento de Estado norteamericano,
apoyados por documentos del Kremlin filtrados tras la caída de la URSS (1991),
el magnate Armand Hammer financió y colaboró desde los primeros años de la
Revolución bolchevique en el establecimiento de la Unión Soviética. Albert
Gore, padre del exvicepresidente Al Gore, trabajó durante buena parte de su
vida para Hammer. Albert Gore, desde su puesto en la Comisión de Relaciones
Exteriores del Senado, abortó varias investigaciones federales sobre las
relaciones de Hammer con la URSS. Además, el multimillonario financió la
carrera política de Al Gore, candidato a la presidencia de EEUU en 2000, y que
finalmente fue polémicamente derrotado por George W. Bush. Posteriormente, Gore se convirtió en el profeta agorero de los peligros del cambio climático.
El Comité Reece del
Congreso de los Estados Unidos, encargado de investigar las operaciones de las
fundaciones libres de impuestos, descubrió la implicación de éstas,
dependientes de la banca, en la financiación de movimientos revolucionarios en
todo el mundo. El New York Times
publicó que el conocido magnate Cyrus Eaton, junto con David Rockefeller,
alcanzó varios acuerdos con los soviéticos para enviarles todo tipo de patentes
durante la época de la Guerra Fría. colaboraron activamente con los soviéticos como antes lo habían hecho con los nazis. Es decir, los especuladores internacionales
estuvieron durante años enviando a la URSS capacidad tecnológica estadounidense
para que los soviéticos pudiesen seguir la estela de EEUU en la carrera de armamentos. Súbitamente, en 1991, esa ayuda cesó y la URSS se desplomó como un castillo de naipes. Algo que
denunció el propio Richard Nixon ya en 1949 cuando Mao Zedong se hizo con el
poder en China. En 1972 los banqueros le obligaron a sellar la paz con el
tirano chino y dos años después le expulsaron de la Casa Blanca a través del
escándalo del Watergate.
Todo lo expuesto hasta
aquí sólo es la punta del iceberg. Podríamos extender este capítulo hasta
convertirlo en otro libro, no obstante, antes de dar un gran salto en el tiempo
para hacer una breve semblanza de George Soros, uno de los grandes
especuladores de nuestra época, digno continuador de los Rothschild,
Rockefeller y Warburg, resulta muy revelador recordar lo que el propio banquero
Paul Warburg declaró en cierta ocasión ante los miembros del Senado
estadounidense: «Nos guste o no,
tendremos un gobierno mundial único. La cuestión es, si se conseguirá mediante
consentimiento o por conquista». La instauración de la
Sociedad de Naciones, tras la Primera Guerra Mundial, precursora de la actual
Organización de las Naciones Unidas (ONU), refundada después de la Segunda
Guerra Mundial, fue el paso previo para el establecimiento de ese gobierno
mundial del que hablaba Warburg.
El brillante economista Hjalmar Schacht fue comisario
de asuntos monetarios (1923) y consiguió consiguieron frenar la inflación que
amenazaba con acabar con la República de Weimar. Luego, entre 1934 y 1937 fue
ministro de Economía del gobierno nacionalsocialista de Adolf Hitler. Más tarde fue acusado de estar implicado en el intento de asesinato
perpetrado contra el Führer el 20 de julio de 1944 y enviado a prisión. Tras la
ocupación aliada de Alemania, Schacht fue capturado y sometido a juicio como
criminal de guerra por el Tribunal Internacional de Núremberg. Pese a su
implicación en la ascensión y triunfo del nazismo, Schacht fue absuelto y durante la
década de los años cincuenta volvió a dedicarse a las finanzas, fundando su
propio banco en Düsseldorf y ejerciendo de asesor financiero para los gobiernos
de diversos países (Irán, Indonesia, Egipto y varios estados sudamericanos).
Los mismos especuladores
que financiaron la Revolución bolchevique, fueron los responsables de la
ascensión de Hitler al poder facilitándole el dinero para conseguirlo. Alguien
puede objetar diciendo que esos banqueros eran de origen judío casi todos, y
que los nazis eran marcadamente antijudíos. Las propias palabras de Rockefeller
(de origen judío) explican esta aparente contradicción: «Los negocios y las
empresas deben estar por encima de los conflictos entre Estados».
El Partido Nacional
Socialista obtuvo todo tipo de apoyos desde los grandes trusts financieros internacionales. Los
principales banqueros creían que sólo con Hitler en el poder se podría evitar
que se llevase a cabo el plan de recuperación económica ideado por el doctor
Wilhelm Lauterbach. El principal agente de los banqueros internacionales en
esta operación fue Hjalmar Schacht, presidente del Banco Central de Alemania, y
desde siempre vinculado a los intereses de la Banca J.P. Morgan. Con su polémica renuncia
al cargo, Schacht provocó una profunda inestabilidad política y en apenas
cuatro años Alemania tuvo otros tantos gobiernos. El último de ellos, presidido
por Von Schieicher, consiguió cierta estabilidad, desasosegando a los
especuladores. Con el apoyo de Schacht, los banqueros consiguieron que Von
Schieicher fuese destituido de su cargo de canciller y colocaron en su lugar a
Hitler, fuertemente apoyado por la gran banca judía con sede en Wall Street. En
1933 Hitler consiguió el apoyo de más del 90% de los votantes, erigiéndose en
Führer (caudillo) con una mayoría en las urnas apabullante.
En la famosa Noche de
los Cuchillos Largos, uno de los asesinados, por supuesto, fue Von Schleicher,
el único que podía hacer frente a los intereses oligárquicos de la banca
privada que, unidos a las ansias de poder del nuevo canciller alemán, provocaron
la Segunda Guerra Mundial en 1939. Pero Adolf Hitler no
siguió las consignas de los banqueros que le habían avalado, a los que
despreciaba por ser judíos, y provocó por su cuenta una guerra sin precedentes.
Una de las incógnitas de
esa guerra es por qué la aviación aliada, que contó con la supremacía aérea a
partir de 1943, no destruyó las vías férreas que transportaban a los deportados
judíos a los campos de exterminio. Tal vez una de las
razones sea que desde la segunda mitad del siglo XIX los judíos hasidim de
Europa oriental controlaban el mercado internacional de diamantes, que
amenazaba con desbancar al del oro, fiscalizado a nivel mundial por los
Rothschild de Londres. Otra de las razones pudo
ser que los cientos de miles de judíos europeos a los que los sionistas querían
convencer para que abandonasen sus hogares y emigrasen a Palestina para fundar
allí un Estado hebreo, no lo habrían hecho de no haberse visto obligados por la
amenaza de la persecución, primero, y por las dramáticas consecuencias del
Holocausto, después. Visto lo visto, quizá se comprenda mejor por qué Juncker, presidente de la Comisión Europea, rinde homenaje a Karl Marx, inspirador de las ideas de las que germinó el terror comunista, y en nombre de las cuales se cometieron los crímenes más atroces en la historia de la humanidad.
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