Un falso telegrama supuestamente enviado por el secretario de
Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, el 16 de Enero de 1917, a su
embajador en México, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial,
sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mexicano
estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir los
Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue
interceptado por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro
de Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador
estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al
presidente Woodrow Wilson. El contenido de aquel falso telegrama aceleró la entrada de los Estados Unidos en la guerra. Además, el
mensaje fue enviado en un momento en que los sentimientos belicistas se vivían
con particular intensidad en Estados Unidos: un submarino alemán había
torpedeado el RMS Lusitania, un barco de pasajeros británico, causando cientos de bajas entre el pasaje norteamericano. Muchos años
después, ya en la década de los años 1980, y cuando la historia del paquebote torpedeado ya no interesaba
a nadie, se demostró que el Lusitania, tal como había declarado el comandante
del sumergible alemán (por la implosión que se produjo en el buque),
transportaba munición de artillería. La misión de señuelo del Lusitania fue
planificada y aprobada por el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, deseoso de resarcirse tras la derrota sufrida en los Dardanelos en 1915.
Además de involucrar
hábilmente a los Estados Unidos en la contienda, los británicos prometieron a
los influyentes banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas
denunciados en los Protocolos, que si Gran Bretaña derrotaba a Turquía,
apoyaría la creación de un «hogar judío» en Palestina. Por supuesto, ese
«hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía internacional debía
contribuir al esfuerzo de guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour
prometió exactamente lo mismo a los árabes si combatían a los turcos en calidad
de aliados de Gran Bretaña. Cuando acabó la guerra, donde dije digo, digo
Diego, y aquí paz y después gloria. Los ingleses se apropiaron de los
territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que
aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que
no se correspondían con las etnias que los habitaban, sino con los ricos
yacimientos petrolíferos que contenían. A continuación crearon una serie de
maleables monarquías de opereta y se dedicaron a explotar tranquilamente sus
nuevos negocios.
El teniente Thomas E.
Lawrence (el Lawrence de Arabia de la película) se mostró siempre crítico con
aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de
varios años, hasta que en 1935, aquel molesto héroe de la guerra del desierto
falleció en un mortal accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por
la bucólica campiña inglesa. Entretanto, los judíos
se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos
del monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los
británicos permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran
rusos blancos y europeos del este, exciudadanos del disuelto Imperio austrohúngaro.
Terminada la Segunda
Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina
fue imparable. Viendo lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de
en medio y los judíos proclamaron el estado de Israel en 1948. El resto del
problema es de sobras conocido. Arthur Balfour creó un
terrible equívoco en 1917, y esa artimaña diplomática de los británicos tuvo
unos efectos catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los
estadounidenses, vendieron a los judíos algo que no les pertenecía para
saldar una vieja deuda de guerra.
En 1916 Wilson fue
reelegido presidente de los Estados Unidos. Uno de sus eslóganes durante la
campaña electoral fue: «Él nos mantuvo alejados de la guerra». Pero sus
intenciones eran bien distintas. El coronel Mandel House, agente del trust de
la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para lograr que
la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados motivos eran
estrictamente mercantilistas, pues la banca internacional
había prestado ingentes sumas de dinero a Gran Bretaña, implicándose en su
industria y en su comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se
veían frenados por la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato
internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte
de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio
militar estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus
agentes norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La mayoría de los
grandes periódicos de la época estaban en manos de banqueros que eran sus
principales accionistas. Si la excusa perfecta para declararle la guerra a
España en 1898 llegó con el hundimiento del Maine y la proporcionaron los
periódicos sensacionalistas de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra
europea llegó con el hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes
en 1915. La noticia fue
magnificada por la misma prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había
fomentado la intervención norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la
Embajada alemana en Washington había publicado reiterados avisos advirtiendo
que el RMS Lusitania transportaba armamento, y que su país y Gran Bretaña
estaban en guerra, situación que se daba también en alta mar, por lo que sus submarinos
tenían orden de hundir cualquier buque que transportase tropas o municiones con
destino a Gran Bretaña y sus aliados. Todo fue en balde. Casi
dos años después, en abril de 1917, bajo el remozado lema «La guerra que acabará con
todas las guerras» Estados Unidos entró en el conflicto.
Varios años después de acabada la guerra en Europa, el viernes 13 de
septiembre de 1929, escasamente un mes y medio antes antes de la debacle
financiera de Wall Street, desde el amanecer, grupos de extremistas judíos se
fueron reuniendo en torno al Muro de las Lamentaciones en Jerusalén. La mayoría
habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los pueblos que bordean el
mar de Galilea. Todos iban vestidos de
negro, cada uno llevaba un libro de rezos y se detenía ante el enorme muro, último vestigio del Templo de Herodes, a
recitar partes de las Escrituras. Los judíos habían venido haciéndolo desde
hacía siglos, aparentemente nada había de particular ese día. Nada, excepto el
número de fieles congregados. Los rabinos les habían exhortado para que tantos
hombres como fuera posible se unieran en un rezo colectivo y demostraran a los
árabes y al mundo su derecho a hacerlo. Pero no era solamente una expresión de
su fe religiosa, sino una demostración de fuerza visible y de su sionismo político, además de una
advertencia a los árabes, superiores en número, de que estaban dispuestos a
quedarse allí para refundar Israel, y que no se dejarían intimidar.
Desde hacía varios meses
venían circulando insistentes rumores de que crecía el descontento de los
musulmanes por lo que ellos interpretaban como una intolerable expansión
sionista. Los temores habían
comenzado con la Declaración Balfour en 1917 y el compromiso británico con un
«hogar judío» en Palestina cuando los turcos fuesen expulsados. Para los árabes
que vivían allí desde tiempo inmemorial, aquello era un ultraje y una
provocación. ¿Con qué derecho venían aquellos judíos nacidos en Europa a
expulsarles de sus tierras? ¿Qué derechos poseían sobre aquellas tierras que
sus antepasados habían venido cultivando desde los remotos tiempos del Profeta?
Desde la finalización de
la Primera Guerra Mundial, los ingleses gobernaban en Palestina por mandato de
la Sociedad de Naciones, e intentaban, como en otras partes de sus dominios,
contentar a unos y a otros. La fórmula, aunque bienintencionada, resultó ser
catastrófica por la obstinación de los judíos en crear un estado propio en
Palestina, y la oposición de los árabes a que lo hiciesen. Empezaron a
producirse las primeras escaramuzas con derramamiento de sangre en aquellos
lugares donde los judíos pretendían levantar sus sinagogas y escuelas
rabínicas. Los judíos, no obstante,
siguieron llegando desde Europa empecinados en ejercer sus «derechos de rezo»
en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.
Hacia el mediodía de
aquel fatídico Viernes 13, había cerca de mil judíos recitando a voz en cuello las
antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia inquietante para
los musulmanes residentes en la tercera ciudad santa del islam. Súbitamente, con
asombrosa rapidez, una lluvia de piedras cayó sobre los congregados ante el
Muro. Los árabes habían lanzado su improvisado ataque desde varios puntos
alrededor del mismo. Sonaron los primeros disparos al aire de los soldados
británicos. Algunos judíos resultaron heridos de levedad, alcanzados por las
pedradas o arrollados por sus secuaces. Afortunadamente no hubo muertos, pero
sí muchos heridos.
Esa misma noche se
reunieron de urgencia los líderes de la Yishuv, la comunidad judía en
Palestina. Convinieron que en lo sucesivo repelerían con la misma violencia empleada
contra ellos los ataques de los musulmanes. Entre dulces y café
turco se gestó lo que muy pronto sería una lucha armada organizada contra los
árabes y británicos que se opusiesen a la formación del anhelado «hogar judío»,
eufemismo para designar lo que acabó siendo el estado de Israel. En esa misma reunión se
acordó que, pasara lo que pasase, los judíos seguirían rezando en el Muro de
las Lamentaciones. No dependerían de los británicos para su protección, sino de
la Haganah, la recientemente creada milicia judía. Un grupo terrorista en
opinión de las autoridades británicas en Palestina.
Durante los cinco años
siguientes, los judíos de Europa oriental siguieron emigrando a Palestina para
instalarse y la Haganah se fue nutriendo de muchos jóvenes descontentos para
engrosar sus filas y crear una rudimentaria red de información y sabotaje que
con el tiempo se convertiría en el actual Mossad, el servicio secreto israelí. Los jefes de la Haganah
no sólo reclutaron simpatizantes entre los nuevos colonos llegados de Europa,
de Alemania sobre todo, sino entre muchos árabes que trabajaban para el
Ejército y la Administración británicos del Protectorado. Todos ellos pasaron a engrosar las
células de lo que entonces no era otra cosa que un grupo terrorista que
perseguía expulsar a los árabes y a los británicos de Palestina para crear un
estado teocrático exclusivamente judío basado en el sionismo político.
Poco a poco la Haganah
obtuvo datos de valor sobre sus principales vecinos árabes, pero también sobre
los militares y las autoridades británicas. La llegada al poder de
Hitler en 1933 marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes a Palestina. En
1936 más de trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos
llegaron sumidos en la miseria más absoluta. Pero las organizaciones sionistas
les consiguieron alojamiento y comida. En poco tiempo, los judíos eran ya un
tercio de la población en Palestina. Los árabes reaccionaron diciendo que les empujarían al
mar para impedir que les arrojasen de sus tierras y exigiendo a los británicos
que no les facilitasen armas y que frenasen el flujo migratorio.
Los judíos también
protestaron ante los ingleses acusándoles de instar a los árabes a arrebatarles
las tierras que habían adquirido legalmente. Los británicos siguieron
intentando apaciguar a unos y a otros, pero fracasaron. En 1936, los
enfrentamientos esporádicos se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos
y británicos. Éstos últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los
judíos entendieron que sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran de
nuevo con renovada furia. Fanáticos sionistas venidos
de todas partes de Europa oriental, y también de Estados Unidos, se unieron a
la Haganah y se convirtieron en el núcleo de una formidable organización
terrorista. Un ejército clandestino que acabaría echando a los
británicos y proclamando el estado de Israel en 1948.
Artilleros alemanes en el frente occidental en 1917 |
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