Powered By Blogger
Mostrando entradas con la etiqueta WWI. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta WWI. Mostrar todas las entradas

lunes, 5 de noviembre de 2018

El legado de la Primera Guerra Mundial


El próximo día 11 se cumplirá el centenario de la finalización de la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento más importante de su época, no solo por lo que sucedió durante el conflicto, sino por el impacto posterior que tuvo. Sus repercusiones globales se prolongaron hasta 1945, y, según muchos, hasta la disolución de la Unión Soviética surgida tras la revolución de 1917 y la posterior guerra civil rusa. La Gran Guerra de 1914–1918, como se la conoció entonces, marcó el inicio de una era de grandes catástrofes que jalonaron el siglo XX hasta la finalización de la «guerra fría» en 1991.
Pero para los combatientes y sus familias, la guerra no terminó aquel lejano 11 de noviembre de 1918. Las tropas que combatieron en el último tramo del conflicto en el Frente Occidental apenas contaban dieciocho años, tenían la edad del siglo, joven todavía. En 2003 aún vivían treinta y siete veteranos del Ejército Expedicionario británico, y en 2007 falleció el último superviviente francés de la batalla de Verdún. La guerra marcó de forma indeleble a todos los que combatieron en ella. Con el paso de los años —sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial— los efectos del conflicto europeo desencadenado en el caluroso verano de 1914, quedaron relegados a un segundo plano. Conceptos como «Imperio austrohúngaro» o «la Rusia de los zares» parecían excesivamente lejanos en el tiempo, más propios del siglo XIX que del XX. A medida que han ido disipándose las ondas expansivas, su impacto ha desaparecido. La historia de su legado no es solo la de los estragos que causaron los combates en las trincheras y sus repercusiones políticas en las sociedades occidentales de los años inmediatamente posteriores, sino también la de los procesos que contribuyeron a cerrar las heridas y a aliviar el dolor. Cuando empezó la guerra en 1914, los ejércitos se lanzaron a la contienda con conceptos tácticos que apenas habían cambiado desde la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Grandes batallones de infantería, la caballería como arma de asalto y la artillería desempeñando un papel muy parecido al que había tenido en las guerras napoleónicas. En apenas un año, todos estos conceptos quedaron obsoletos: surgió la aviación militar, la guerra submarina y la guerra química hizo su aparición en los campos de batalla aterrorizando a los combatientes.
A finales de la década de 1920, Europa todavía se estaba rehaciendo de los estragos de la guerra, y estaba produciéndose una recuperación tardía pero tangible, incluso en Alemania, excesivamente castigada por las cláusulas revanchistas impuestas en el Tratado de Versalles por las potencias vencedoras, especialmente por Francia. Fue este espíritu de revanchismo el que provocó una respuesta nacionalista en la humillada Alemania que explotó Adolf Hitler, desencadenando un nuevo conflicto armado cuyas terribles consecuencias perduraron más allá de 1945.
Se ha venido diciendo que las causas que provocaran la Segunda Guerra Mundial, hay que buscarlas en las consecuencias directas de la de 1914–1918 y, sobre todo, en los tratados de paz que se firmaron entre 1919–1920. Pero también tuvo mucho que ver la fallida recuperación económica de la década 1919–1929 que desembocó en el crack bursátil de Wall Street y en la subsiguiente Gran Depresión que, iniciada en Estados Unidos, se traslado a Europa y al resto del mundo y ensombreció la década 1929–1939.
La Conferencia de Paz de París se inauguró en enero de 1919 y en ella se esperaba que el presidente de EEUU tuviese un papel relevante por ser este país la nueva potencia emergente surgida tras el conflicto. No sería así. Las negociaciones dieron lugar a cinco tratados de paz firmados con las potencias derrotadas: uno con Alemania, el de Versalles, el 28 de junio de 1919; otro con Austria, el de Saint-Germain-en-Laye, el 10 de septiembre; otro con Bélgica, el de Neully, el 27 de noviembre; otro con Hungría, el del Trianon, el 4 de junio de 1920; y otro con Turquía, el de Sèvres, el 10 de agosto de 1920. Las dificultades de las conferencias de paz no se debieron solo a la incoherencia administrativa, sino que fueron también reflejo de discrepancias políticas más profundas. Así pues, los Aliados europeos fueron reacios a considerar vinculantes el acuerdo político del armisticio y los Catorce Puntos de Wilson, mucho más conciliadores con Alemania, de modo que los vencedores se presentaron en París sin unanimidad de criterios sobre los términos que deberían figurar en los tratados. Además, el caos que asolaba buena parte de Europa desde la Revolución bolchevique de 1917, hacía que la pacificación fuera intrínsecamente deseable, pero inabordable con garantías de éxito.
Gran Bretaña puso especial cuidado en mantener su estatus de potencia hegemónica obtenido en el Congreso de Viena de 1815 tras la derrota de Napoleón. Y mostró tanta reticencia a que Alemania pudiese rearmarse, como al hecho de que, aprovechando el resultado de su derrota, Francia y Estados Unidos, pudiesen arrebatarle ese estatus. Los otros dos grandes vencedores en 1815, Austria y Prusia (Alemania) ahora eran los grandes derrotados, y la situación en Rusia era una preocupante incógnita. Las sesiones de Versalles fueron muy farragosas y los representantes de las grandes potencias no llegaron a ninguna conclusión. En febrero de 1919, Wilson y Lloyd George se marcharon para efectuar dilatadas visitas a sus respectivos países y Clemenceau quedó temporalmente imposibilitado a causa de un fallido atentado terrorista. La verdadera tragedia que marcaría los años de entreguerras fue que las condiciones del tratado que se impusieron a Alemania, sobre todo, fueron impracticables o injustas. Por su parte, los territoritos del antiguo Imperio austrohúngaro fueron desmembrados creando nuevos estados que no se correspondían con las realidades étnicas y culturales de los pueblos que los componían: Checoslovaquia, Yugoslavia… Las potencias vencedoras no tardaron en dividirse en dos grupos: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, por un lado, e Italia, Rusia y Japón, por otro. Esto provocó que las discrepancias se exacerbaran en torno a los términos del tratado. Asimismo, las tres grandes potencias también llegaron al límite de su capacidad de entendimiento y cooperación. Surgió así un modelo de desunión que contrastaba nítidamente con la cohesión que había mostrado la coalición antialemana durante la guerra, y estas divergencias serían aprovechadas por Hitler.
El legado que dejó la guerra en Rusia fue el régimen bolchevique, lo que provocó la intervención militar de los Aliados. Ésta comenzó como una continuación de la lucha contra el káiser, pero la opinión pública ya no se mostró tan receptiva y dispuesta al esfuerzo militar como en 1914. Alemania tuvo que retirarse de los territorios rusos. Los aliados decidieron permanecer en ellos porque ahora temían una alianza entre Alemania y Rusia, aunque el gobierno revolucionario de Berlín rechazó las insinuaciones de Moscú, mostrando su mejor cara hacia Washington a fin de conseguir alimentos y un apoyo diplomático que suavizara las duras condiciones de reparaciones e indemnizaciones que pretendía introducir Francia en el tratado de paz. El ejército japonés quería asegurarse el control de la parte oriental de Siberia, y Lloyd George hacía grandes esfuerzos para que Gran Bretaña no se viese arrastrada a una nueva guerra, esta vez en el Extremo Oriente. De todos modos, los británicos esperaban debilitar a Rusia lo suficiente como para que no fuese un rival en la zona, arrebatándole sus provincias periféricas en Europa del Este, el Báltico y el Cáucaso. Por último, Clemenceau, el mandatario aliado que más decididamente se oponía a los bolcheviques, envió una expedición militar a Odesa con la esperanza de salvar las inversiones francesas en Ucrania y sustituir a Alemania como potencia protectora del país. En ese momento el resultado de la guerra civil rusa todavía era incierto, pues los avances del ejército Rojo en invierno, se veían contrarrestados por los de los Blancos en verano. Por todo esto, los Aliados intentaron soslayar a los bolcheviques y, después, apostaron abiertamente por los Blancos.
A pesar de su decisiva contribución en la derrota de Alemania, sobre todo en la primera fase de la guerra en agosto de 1914, Rusia fue marginada y apartada de las negociaciones de paz, con lo cual se perdió una excelente ocasión de construir un escenario de paz duradera. La opinión pública de los principales países aliados se oponía a la firma de cualquier acuerdo con los bolcheviques porque el recuerdo del brutal asesinato del zar y su familia seguía vivo en el recuerdo. Además, los bolcheviques habían firmado un tratado de paz con los alemanes en Brest-Litovsk, retirándose de la guerra y abandonando a los Aliados a su suerte.
Ciertamente, la disposición de Lenin a hablar con los aliados era puramente táctica, quería ganar tiempo mientras derrotaba a los Blancos en la guerra civil. El líder bolchevique se oponía a un alto el fuego permanente y tenía la intención de extender la Revolución a Europa del Este una vez hubiesen sido derrotados los Blancos. Hasta mediados de la década de 1920, los bolcheviques consideraron su estrategia principal para lograr la «revolución mundial» establecer partidos comunistas en los países occidentales y fomentar los anhelos independentistas en sus colonias. A lo largo de 1919, el Ejército Rojo creció hasta los tres millones de hombres. En Folkestone las tropas británicas se amotinaron para no ser enviadas a Rusia, y cuando los marinos franceses de la flota del mar Negro también se amotinaron, Clemenceau se vio obligado a ordenar su regreso a Odesa. Los reclutas que se habían mostrado dispuestos a combatir a los alemanes en Francia y Bélgica, no querían ser enviados a Rusia. De todos modos, los gobiernos occidentales estaban exhaustos tras cuatro años de esfuerzo bélico y no podían afrontar una larga campaña militar en Rusia con garantías de éxito.
Las decisiones de la conferencia también dificultaron la cooperación entre las potencias occidentales y Tokio. Sin embargo, Japón obtuvo más beneficios de su entrada en la guerra que Estados Unidos. Consiguió un superávit de su balanza de pagos y se convirtió en un acreedor internacional neto. Había ocupado las islas que poseía Alemania en el Pacífico y la base de Tsingtao (Qingdao) en la provincia de Shandong, y mientras los europeos estaban distraídos en la conferencia de paz, los nipones reforzaron su posición en China. Al comienzo de las conversaciones de paz, se concedió a Japón la misma representación que a las grandes potencias. Pero luego no fue incluido en el Consejo de los Cuatro y su influencia quedó reducida a los acuerdos sobre Asia y el Pacífico. Sin embargo, la principal disputa con Tokio en la Conferencia de París tuvo que ver con Shandong. Los japoneses pretendían que los derechos de Alemania en la península de Shandong les fueran transferidos a ellos, sin condiciones. Los chinos, por su parte, deseaban recuperar inmediatamente la soberanía sobre este territorio peninsular. Para mantener a los japoneses en la conferencia y en la Sociedad de Naciones, el presidente Wilson, después de largas meditaciones y consultas, accedió a llegar a un compromiso por el cual les concedía a los nipones lo que querían. La prensa estadounidense denunció el acuerdo, lo que finalmente supuso que el Senado se negara a ratificar el Tratado de Versalles y que Estados Unidos se mantuviera fuera de la Sociedad de Naciones, a pesar de haber sido uno de sus impulsores. En cualquier caso, Japón logró reforzar su posición en China y el resto de Asia oriental. La hegemonía japonesa en la región se mantuvo hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.
Como los japoneses, los italianos acabaron la guerra ocupando una posición de fuerza en su región, pues el poderío militar austrohúngaro desapareció y fue sustituido en su frontera por una nueva Austria que apenas contaba con siete millones de habitantes. Esto hizo que los italianos ya no necesitasen a británicos y franceses para preservar su seguridad frente a Austria, como los habían necesitado frente al poderoso Imperio austrohúngaro. Entretanto, el ayuntamiento de la ciudad de Fiume, en la costa de la península de Istría, celebró un referendo solicitando su anexión a Italia. Los tratados no habían asignado Fiume a Italia, pero los italianos hicieron valer la política de hechos consumados e incluyeron en sus reclamaciones los territorios de Trentino, Istría y Dalmacia, anexionándose unos territorios en los que vivían 230.000 austriacos de lengua alemana, y un número similar de eslovenos y croatas. Apoyando sus exigencias en una incoherente combinación de derecho de autodeterminación, necesidades de seguridad y derechos concedidos por el Tratado de Londres, los italianos se desmarcaron de las líneas maestras de los acuerdos de paz, olvidando la decisiva aportación militar de franceses y británicos para frenar a los austriacos. La derrota del ejército italiano en Caporetto (frente del río Isonzo) fue una de las más estrepitosas de toda la guerra. Más de 270.000 italianos fueron capturados por los austriacos, y otros 300.000 que lograron huir del desastre tuvieron que ser reequipados porque en su huida había abandonando todo su armamento y equipamiento militar.
El criterio fundamental esgrimido por los forjadores de la paz fue encontrar el equilibrio entre coerción y conciliación. Lo que se ha venido en llamar «palo y zanahoria». Wilson y Lloyd George intentaron que la situación surgida tras la guerra se tradujera en una paz duradera. Pero las exigencias, sobre todo, de Francia y Bélgica en lo tocante a reparaciones de guerra y compensaciones económicas hicieron que el Tratado de Versalles adoleciese de consideraciones progresistas y humanitarias. No sólo se castigaba a Alemania, se condenaba al pueblo alemán a la indigencia y a la vergüenza por la derrota, con lo que la caja de Pandora no tardaría en abrirse de nuevo. Desde la perspectiva que nos ofrece el siglo transcurrido desde la finalización de la contienda, podemos decir que la derrota de las tesis conciliadoras de Wilson en las negociaciones de paz fue el principal motivo de los defectos congénitos del Tratado de Versalles, y los alemanes, por su parte, sostendrían que habían sido traicionados en él los Catorce Puntos de Wilson.
Es exacto decir que Wilson hizo muchas concesiones respecto a su programa de paz, aunque es cuestionable si esto debilitó o no el tratado en sí mismo. El acuerdo político inicial que acompañó al armisticio del 11 de noviembre había constituido un enorme éxito personal para el mandatario, pero alcanzada la paz, el presidente quedó en una posición muy vulnerable para cumplirlo, sobre todo en su propio país. No olvidemos que a Wilson se le reprochaba haber incumplido la promesa electoral hecha en 1916 en el sentido de mantener a Estados Unidos fuera del conflicto europeo. En materia económica Wilson preveía un rápido abandono de los controles gubernamentales sobre el comercio internacional y una reconstrucción europea basada en el libre comercio y en la empresa privada. Wilson deseaba mantener la distancia con los gobiernos europeos que, según él, no representaban adecuadamente a sus ciudadanos y creía, erróneamente, que podría obligarlos a someterse a su voluntad mediante la presión económica y controlando la opinión pública. Como demostraron los hechos, se equivocó diametralmente.


viernes, 2 de noviembre de 2018

La aviación militar en la Primera Guerra Mundial (1914–1918)

La aviación militar inició su andadura en la Primera Guerra Mundial para mejorar la efectividad de la artillería, ya fuera por medio de la observación directa (utilizada muy pronto por los británicos en la batalla de Aisne de septiembre de 1914), ya fuera por medio de fotografías aéreas, práctica que empezó a llevarse a cabo en la primavera de 1915. En los primeros meses de la guerra la aviación había desempeñado un notable papel en misiones de reconocimiento —un avión francés, por ejemplo, observó cómo el 1er Ejército de Von Kluck se dirigía hacia el este de París, y los aviones alemanes controlaron los movimientos de los rusos antes de enfrentase a ellos en Tannenberg—, pero este tipo de operaciones perdieron relevancia cuando los frentes se estabilizaron. La función de los aparatos aéreos como medio independiente de ataque terrestre se encontraba en su fase inicial, esencialmente porque los aviones no estaban preparados para llevar cargamentos pesados, aunque la aviación alemana lanzó bombas al inicio de la batalla de Verdún, y la británica bombardeó cinco trenes enemigos durante la de Loos, ametralló a las tropas alemanas y soltó cinco toneladas de explosivos durante la batalla del Somme. Por último, otro medio estratégico de bombardeo también se encontraba en una fase inicial, y no estaba relacionado con el avión, sino con un dirigible de la Marina de Guerra alemana, el zepelín, que no se utilizaba debido a la inactividad de la Flota de Alta Mar. Tras llevar a cabo una serie de incursiones preliminares en la costa oriental británica, estos aparatos atacaron Londres por primera vez en mayo de 1915, matando a 128 personas e hiriendo a 352 a lo largo de ese año. Aparecían invariablemente en noches de luna nueva, y aunque los británicos no tardaron en aprender cómo detectar sus movimientos interceptando los mensajes por radio, al principio no encontraban la manera de destruirlo. En 1916 los dirigibles alemanes ampliaron su radio de acción y llegaron a las Midlands y a Escocia, obligando a las autoridades locales a decretar el apagón general en numerosas ocasiones. A partir de septiembre de 1916, sin embargo, los defensores supieron calibrar el problema y empezaron a localizar las aeronaves escuchando en secreto sus mensajes de radio para luego derribarlas con la recién creada artillería antiaérea y con aviones de caza que disparaban unos proyectiles nuevos de cabeza explosiva. En 1917 los bombarderos Gotha sustituyeron a los dirigibles como principal arma aérea contra Gran Bretaña. Los zepelines sentaron un precedente para nuevas formas de ataque contra civiles y vinieron a reforzar la propaganda belicista británica y la sensación de la opinión pública de que la actitud del enemigo era absolutamente inaceptable por querer ganar la guerra por todos los medios a su alcance.
El papel fundamental que debía desempeñar la nueva arma consistía, pues, en ayudar a la artillería. En 1915 los aviones británicos disponían de radio y desarrollaron códigos especiales para comunicarse con la artillería de campo y controlar la efectividad de los disparos, pero la observación directa era una tarea de la que se encargaban principalmente los globos anclados a tierra, que estaban unidos a sus baterías por cables telefónicos. Estos globos, no obstante, constituían un blanco fácil para los cazas enemigos, y en poco tiempo se convirtieron en el centro de encarnizadas combates aéreos. Los aviones defendían a las tripulaciones de los globos y llevaban a cabo misiones de reconocimiento en las que tomaban fotografías. En general, la ventaja que ofrecían este tipo de operaciones la explotaron, sobre todo, los franceses, que en 1914 disponían de muchos más aparatos aéreos que los británicos o los rusos y contaban con la mayor industria aeronáutica del mundo. El Royal Flying Corps (RFC) fue a la zaga de franceses y alemanes durante los dos primeros años del conflicto. Sin embargo, no puede decirse que al principio hubiera una auténtica guerra aérea en el sentido estricto, pues los aviones de los bandos contendientes no llevaban ametralladoras montadas, y las bajas que se produjeron no fueron tanto por la acción del enemigo, como por accidentes, muchos de ellos a consecuencia de deslumbramientos provocados por el sol que cegaba a los pilotos que acababan estrellándose. Casi todos aquellos rudimentarios cazas llevaban un motor de propulsión situado detrás del piloto, aunque éste proporcionara menor potencia y maniobrabilidad que una hélice de tracción colocada en la parte frontal del avión. El problema consistía en que una ametralladora fija podía dañar fácilmente las palas de la hélice. En la primavera de 1915 el aviador francés Roland Garros equipó su aparato con una ametralladora que disparaba a través de la hélice, cuyas palas estaban recubiertas con una placa metálica para desviar las balas que pudieran impactar en ellas. Los alemanes derribaron y capturaron su avión para estudiarlo, y la compañía de Anthony Fokker utilizó la información obtenida para comenzar a fabricar un mecanismo de sincronización que permitió colocar una ametralladora de tiro frontal que disparaba a través de la hélice de un nuevo monoplano con un solo motor sin dañar las palas. A lo largo de varios meses, durante el invierno y la primavera de 1915–1916, el «azote de Fokker» permitió que los alemanes llevaran la delantera en el aire, aunque más por la intimidación que suponía su monopolio de la nueva tecnología que por el número de aviones derribados. Con la concentración de su aviación en el área de Verdún, los alemanes lograron ocultar parcialmente sus preparativos para la batalla, y durante las primeras semanas de acción fueron los dueños del cielo. Pero en mayo todo cambió, pues los aliados capturaron uno de los Fokker, idearon su propio sistema de sincronización e introdujeron nuevos modelos con hélices propulsoras que no necesitaban ese equipamiento y superaban a los aparatos enemigos. En las fases iniciales de la sangrienta batalla del Somme, el comandante en jefe de RFC, Hugh Trenchard, se adhirió a la propuesta de Haig de lanzar «una ofensiva implacable y constante» para expulsar a los alemanes de su espacio aéreo, aunque esto significara dejar indefensos a los aviones de observación británicos y aceptar un elevado número de bajas entre sus tripulaciones. Tras iniciar la batalla con 426 pilotos, el RFC perdió 308 entre muertos, heridos y desaparecidos; otros 268 fueron enviados de vuelta a casa, siendo sustituidos por novatos poco adiestrados cuya esperanza de vida en otoño era poco más de un mes. En septiembre, sin embargo, una nueva generación de cazas alemanes Albatros D.III volvió a equilibrar la balanza, y durante la «semana sangrienta» de abril de 1917 los «circos volantes» o grupos de caza alemanes causaron una cantidad de bajas sin precedentes al RFC en Arras y dominaron el cielo en el Chemin de Dames, impidiendo prácticamente a los franceses llevar a cabo cualquier misión de reconocimiento con fotografías aéreas o de observación desde un globo. No fue hasta mayo y junio cuando los aliados pudieron volver a tomar la delantera, gracias a la llegada de una nueva generación de aviones, como, por ejemplo, los Sopwith Pup británicos y los Spad franceses. En el cielo y en tierra, la iniciativa iba alternándose entre uno y otro bando, aunque en último término el combate aéreo siguiera siendo marginal. Su aplastante superioridad aérea no fue de mucha utilidad para los británicos aquel 1 de julio de 1916 cuando se inició la batalla del Somme en la que cosecharon uno de los mayores reveses militares de su historia. La superioridad aérea de los alemanes propició el estrepitoso fracaso de la ofensiva británica que, según habían anunciado pomposamente los generales aliados, iba a poner fin a la guerra.
La observación y la fotografía aérea contribuyeron, sin embargo, a una tendencia menos fascinante, pero más significativa, hacia una mayor efectividad de la artillería. En 1917 franceses y británicos alardeaban de disponer de más cañones pesados disparaban un número infinitamente mayor de proyectiles más seguros, y que tenían más bombas detonantes que de metralla. Los alemanes resistieron a pesar de ello y de que la precisión de los disparos de la artillería aliada había mejorado enormemente. Buen ejemplo de ello era el «tiro al mapa», esto es, la capacidad de dar en el blanco con las coordenadas de un mapa sin alertar previamente al enemigo y sin desvelar la propia posición durante las operaciones preliminares para delimitar el objetivo. Este tipo de acciones se vieron facilitadas cuando la BEF pudo preparar mapas nuevos a gran escala de todo el frente británico y se mejoró el fuego contrabatería, pues los ingleses comenzaron a utilizar técnicas novedosas, como, por ejemplo, la detección por sonidos o por destellos para ponerse a la altura de los expertos franceses a la hora de localizar los cañones enemigos. Eran unas técnicas que requerían mucha pericia y que un civil podía tardar meses, e incluso años, en dominarlas. Otra novedad fue la introducción de cortinas de fuego para despejar el camino a la infantería cuando se lanzaba al asalto de las posiciones enemigas, operación que se puso en marcha por primera vez en Loos y se generalizó en las últimas fases de la batalla del Somme. Los soldados caminaban tras una cortina de fuego que iba avanzando despacio, apenas a unos veinte metros de distancia, no tanto con la finalidad de destruir las defensas enemigas como para neutralizarlas, obligando a los alemanes a buscar refugio hasta que los atacantes hubieran caído sobre ellos e impidiendo que pudieran aprovechar el momento en el que cesaba el fuego para retornar a sus posiciones de tiro en los parapetos. En los ataques aliados llevados a cabo a finales de 1917, estas tácticas obtuvieron algunos éxitos, más por el agotamiento de las tropas alemanas, que por la efectividad de estas tácticas. En cualquier caso, la aviación militar no experimentaría grandes cambios hasta el final de la contienda el 11 de noviembre de 1918. Sería durante el próximo conflicto bélico cuando la aviación alcanzase un papel determinante en combinación con los carros de combate que protagonizaron la Blitzkrieg de 1939–1940 que sirvió de prólogo a la Segunda Guerra Mundial.

El célebre triplano alemán Fokker DR.I

lunes, 7 de mayo de 2018

Así se forjó el «hogar judío» en Palestina


Un falso telegrama supuestamente enviado por el secretario de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann, el 16 de Enero de 1917, a su embajador en México, Heinrich von Eckardt, durante la Primera Guerra Mundial, sirvió para convencer al pueblo norteamericano de que el Gobierno mexicano estaba ultimando una alianza con el káiser Guillermo II para invadir los Estados Unidos y recuperar los territorios perdidos en 1848. El telegrama fue interceptado por los británicos y entregado por el almirante Hall al ministro de Relaciones Exteriores, Arthur James Balfour, que se lo dio al embajador estadounidense en Gran Bretaña, Walter Page, quien a su vez se lo envió al presidente Woodrow Wilson. El contenido de aquel falso telegrama aceleró la entrada de los Estados Unidos en la guerra. Además, el mensaje fue enviado en un momento en que los sentimientos belicistas se vivían con particular intensidad en Estados Unidos: un submarino alemán había torpedeado el RMS Lusitania, un barco de pasajeros británico, causando cientos de bajas entre el pasaje norteamericano. Muchos años después, ya en la década de los años 1980, y cuando la historia del paquebote torpedeado ya no interesaba a nadie, se demostró que el Lusitania, tal como había declarado el comandante del sumergible alemán (por la implosión que se produjo en el buque), transportaba munición de artillería. La misión de señuelo del Lusitania fue planificada y aprobada por el primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, deseoso de resarcirse tras la derrota sufrida en los Dardanelos en 1915.
Además de involucrar hábilmente a los Estados Unidos en la contienda, los británicos prometieron a los influyentes banqueros judíos, próximos a los postulados sionistas denunciados en los Protocolos, que si Gran Bretaña derrotaba a Turquía, apoyaría la creación de un «hogar judío» en Palestina. Por supuesto, ese «hogar» tenía un precio, así que la comunidad judía internacional debía contribuir al esfuerzo de guerra británico. Paralelamente, Arthur Balfour prometió exactamente lo mismo a los árabes si combatían a los turcos en calidad de aliados de Gran Bretaña. Cuando acabó la guerra, donde dije digo, digo Diego, y aquí paz y después gloria. Los ingleses se apropiaron de los territorios turcos, establecieron unas fronteras trazadas con tiralíneas (que aún se mantienen) y dividieron aquellas tierras árabes en países ficticios que no se correspondían con las etnias que los habitaban, sino con los ricos yacimientos petrolíferos que contenían. A continuación crearon una serie de maleables monarquías de opereta y se dedicaron a explotar tranquilamente sus nuevos negocios.
El teniente Thomas E. Lawrence (el Lawrence de Arabia de la película) se mostró siempre crítico con aquellos planes del Gobierno británico, y así se lo hizo saber a lo largo de varios años, hasta que en 1935, aquel molesto héroe de la guerra del desierto falleció en un mortal accidente de tráfico cuando pilotaba su motocicleta por la bucólica campiña inglesa. Entretanto, los judíos se sentían estafados por los ingleses. Sin embargo, y para paliar los efectos del monumental engaño, durante la época de entreguerras (1919-1939), los británicos permitieron a los judíos instalarse en Palestina. La mayoría eran rusos blancos y europeos del este, exciudadanos del disuelto Imperio austrohúngaro.
Terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945, la marea de colonos judíos desembarcando en Palestina fue imparable. Viendo lo que se les venía encima, los británicos se quitaron de en medio y los judíos proclamaron el estado de Israel en 1948. El resto del problema es de sobras conocido. Arthur Balfour creó un terrible equívoco en 1917, y esa artimaña diplomática de los británicos tuvo unos efectos catastróficos en la zona. Luego, en 1948, secundados por los estadounidenses, vendieron a los judíos algo que no les pertenecía para saldar una vieja deuda de guerra.
En 1916 Wilson fue reelegido presidente de los Estados Unidos. Uno de sus eslóganes durante la campaña electoral fue: «Él nos mantuvo alejados de la guerra». Pero sus intenciones eran bien distintas. El coronel Mandel House, agente del trust de la banca y mano derecha de Wilson, tenía instrucciones precisas para lograr que la nación participase en aquella guerra global cuyos solapados motivos eran estrictamente mercantilistas, pues la banca internacional había prestado ingentes sumas de dinero a Gran Bretaña, implicándose en su industria y en su comercio exterior. Sin embargo, los negocios británicos se veían frenados por la competencia cada vez más dura de Alemania. Al sindicato internacional de banqueros le interesaba una guerra para no perder buena parte de sus intereses en el Reino Unido. Además, necesitaban urgentemente el auxilio militar estadounidense. En ese empeño, el cártel financiero utilizó a todos sus agentes norteamericanos, sobre todo a Mandel House, y todo su poder mediático.
La mayoría de los grandes periódicos de la época estaban en manos de banqueros que eran sus principales accionistas. Si la excusa perfecta para declararle la guerra a España en 1898 llegó con el hundimiento del Maine y la proporcionaron los periódicos sensacionalistas de Hearst, el pretexto para entrar en la guerra europea llegó con el hundimiento del paquebote RMS Lusitania por los alemanes en 1915. La noticia fue magnificada por la misma prensa amarilla del magnate Randolph Hearst que había fomentado la intervención norteamericana en Cuba, y en cuyos periódicos la Embajada alemana en Washington había publicado reiterados avisos advirtiendo que el RMS Lusitania transportaba armamento, y que su país y Gran Bretaña estaban en guerra, situación que se daba también en alta mar, por lo que sus submarinos tenían orden de hundir cualquier buque que transportase tropas o municiones con destino a Gran Bretaña y sus aliados. Todo fue en balde. Casi dos años después, en abril de 1917, bajo el remozado lema «La guerra que acabará con todas las guerras» Estados Unidos entró en el conflicto.
Varios años después de acabada la guerra en Europa, el viernes 13 de septiembre de 1929, escasamente un mes y medio antes antes de la debacle financiera de Wall Street, desde el amanecer, grupos de extremistas judíos se fueron reuniendo en torno al Muro de las Lamentaciones en Jerusalén. La mayoría habían hecho un largo viaje desde Haifa, Tel Aviv y los pueblos que bordean el mar de Galilea. Todos iban vestidos de negro, cada uno llevaba un libro de rezos y se detenía ante el enorme muro, último vestigio del Templo de Herodes, a recitar partes de las Escrituras. Los judíos habían venido haciéndolo desde hacía siglos, aparentemente nada había de particular ese día. Nada, excepto el número de fieles congregados. Los rabinos les habían exhortado para que tantos hombres como fuera posible se unieran en un rezo colectivo y demostraran a los árabes y al mundo su derecho a hacerlo. Pero no era solamente una expresión de su fe religiosa, sino una demostración de fuerza visible y de su sionismo político, además de una advertencia a los árabes, superiores en número, de que estaban dispuestos a quedarse allí para refundar Israel, y que no se dejarían intimidar.
Desde hacía varios meses venían circulando insistentes rumores de que crecía el descontento de los musulmanes por lo que ellos interpretaban como una intolerable expansión sionista. Los temores habían comenzado con la Declaración Balfour en 1917 y el compromiso británico con un «hogar judío» en Palestina cuando los turcos fuesen expulsados. Para los árabes que vivían allí desde tiempo inmemorial, aquello era un ultraje y una provocación. ¿Con qué derecho venían aquellos judíos nacidos en Europa a expulsarles de sus tierras? ¿Qué derechos poseían sobre aquellas tierras que sus antepasados habían venido cultivando desde los remotos tiempos del Profeta?
Desde la finalización de la Primera Guerra Mundial, los ingleses gobernaban en Palestina por mandato de la Sociedad de Naciones, e intentaban, como en otras partes de sus dominios, contentar a unos y a otros. La fórmula, aunque bienintencionada, resultó ser catastrófica por la obstinación de los judíos en crear un estado propio en Palestina, y la oposición de los árabes a que lo hiciesen. Empezaron a producirse las primeras escaramuzas con derramamiento de sangre en aquellos lugares donde los judíos pretendían levantar sus sinagogas y escuelas rabínicas. Los judíos, no obstante, siguieron llegando desde Europa empecinados en ejercer sus «derechos de rezo» en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén.
Hacia el mediodía de aquel fatídico Viernes 13, había cerca de mil judíos recitando a voz en cuello las antiguas Escrituras. El sonido de sus voces tenía una cadencia inquietante para los musulmanes residentes en la tercera ciudad santa del islam. Súbitamente, con asombrosa rapidez, una lluvia de piedras cayó sobre los congregados ante el Muro. Los árabes habían lanzado su improvisado ataque desde varios puntos alrededor del mismo. Sonaron los primeros disparos al aire de los soldados británicos. Algunos judíos resultaron heridos de levedad, alcanzados por las pedradas o arrollados por sus secuaces. Afortunadamente no hubo muertos, pero sí muchos heridos.
Esa misma noche se reunieron de urgencia los líderes de la Yishuv, la comunidad judía en Palestina. Convinieron que en lo sucesivo repelerían con la misma violencia empleada contra ellos los ataques de los musulmanes. Entre dulces y café turco se gestó lo que muy pronto sería una lucha armada organizada contra los árabes y británicos que se opusiesen a la formación del anhelado «hogar judío», eufemismo para designar lo que acabó siendo el estado de Israel. En esa misma reunión se acordó que, pasara lo que pasase, los judíos seguirían rezando en el Muro de las Lamentaciones. No dependerían de los británicos para su protección, sino de la Haganah, la recientemente creada milicia judía. Un grupo terrorista en opinión de las autoridades británicas en Palestina.
Durante los cinco años siguientes, los judíos de Europa oriental siguieron emigrando a Palestina para instalarse y la Haganah se fue nutriendo de muchos jóvenes descontentos para engrosar sus filas y crear una rudimentaria red de información y sabotaje que con el tiempo se convertiría en el actual Mossad, el servicio secreto israelí. Los jefes de la Haganah no sólo reclutaron simpatizantes entre los nuevos colonos llegados de Europa, de Alemania sobre todo, sino entre muchos árabes que trabajaban para el Ejército y la Administración británicos del Protectorado. Todos ellos pasaron a engrosar las células de lo que entonces no era otra cosa que un grupo terrorista que perseguía expulsar a los árabes y a los británicos de Palestina para crear un estado teocrático exclusivamente judío basado en el sionismo político.
Poco a poco la Haganah obtuvo datos de valor sobre sus principales vecinos árabes, pero también sobre los militares y las autoridades británicas. La llegada al poder de Hitler en 1933 marcó el comienzo del éxodo de judíos alemanes a Palestina. En 1936 más de trescientos mil habían hecho el largo viaje cruzando Europa; muchos llegaron sumidos en la miseria más absoluta. Pero las organizaciones sionistas les consiguieron alojamiento y comida. En poco tiempo, los judíos eran ya un tercio de la población en Palestina. Los árabes reaccionaron diciendo que les empujarían al mar para impedir que les arrojasen de sus tierras y exigiendo a los británicos que no les facilitasen armas y que frenasen el flujo migratorio.
Los judíos también protestaron ante los ingleses acusándoles de instar a los árabes a arrebatarles las tierras que habían adquirido legalmente. Los británicos siguieron intentando apaciguar a unos y a otros, pero fracasaron. En 1936, los enfrentamientos esporádicos se transformaron en un levantamiento árabe contra judíos y británicos. Éstos últimos reprimieron la rebelión sin compasión. Pero los judíos entendieron que sólo era cuestión de tiempo que los árabes atacaran de nuevo con renovada furia. Fanáticos sionistas venidos de todas partes de Europa oriental, y también de Estados Unidos, se unieron a la Haganah y se convirtieron en el núcleo de una formidable organización terrorista. Un ejército clandestino que acabaría echando a los británicos y proclamando el estado de Israel en 1948.

Artilleros alemanes en el frente occidental en 1917


miércoles, 2 de mayo de 2018

La Gripe española de 1918


El virus que provocó la muerte de millones de personas en 1918 sigue siendo un ejemplo de lo devastadoras que pueden ser estas pandemias. La influenza está considerada la pandemia más mortal de la historia de la humanidad, y en solo un año, el último de la Primera Guerra Mundial, mató entre 20 y 40 millones de personas. Esta impresionante cifra de muertos, incluía una alta mortalidad entre hombres jóvenes en edad militar, mayor que entre ancianos y niños. Aunque se bautizó como Gripe española, fue en Estados Unidos donde la enfermedad se observó por primera vez. Concretamente en Fort Rilley (Kansas) el 3 de marzo de 1918, aunque ya en octubre del año anterior se había producido un primer brote que afectó a más de catorce campamentos militares.
Luego la enfermedad reapareció en el condado de Haskell, en la primavera de 1918, y, en algún momento del verano el virus sufrió una mutación o grupo de mutaciones que lo transformó en un agente infeccioso letal; el primer caso confirmado de la mutación se dio el 22 de agosto de 1918 en Brest, el puerto francés por el que entraba la mitad de las tropas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial. Fue injustamente llamada Gripe española porque la pandemia recibió una mayor atención de la prensa en España que en el resto de Europa, ya que España no se vio involucrada en la guerra y por tanto no censuró la información sobre la enfermedad. La Gripe española tenía algo que la hacía letal: mientras el virus influenza se cebaba habitualmente en niños o ancianos, la Gripe española atacaba sin remisión a jóvenes de entre 20 y 40 años, y además violentamente: muchos acababan muriendo en sus propios fluidos tras severos sangrados nasales.
Entre 1918-1919 la enfermedad acabó con más de 50 millones de personas en todo el mundo —en España fueron unas 250.000 víctimas según las estimaciones de la época— y redujo la esperanza de vida en todo el mundo. Algunos historiadores sugieren que incluso pudo tener un papel determinante en el desenlace de la Primera Guerra Mundial, ya que las tasas de mortalidad fueron mayores en los imperios centrales, lo que pudo decantar la balanza a favor de los Aliados. Cuando el ejército estadounidense desembarcó en Brest (Francia) para dar su apoyo a los aliados, introdujeron en el continente europeo esta gripe que pronto empezó a afectar a soldados de todos los bandos contendientes. Pero los periodistas en esos países no escribieron una línea al respecto: estaban atados de pies y manos, ya que sus gobiernos temían que pudiera suponer un golpe a la moral y a la opinión pública, cada vez más contraria a proseguir con la guerra.
Fueron los reporteros destinados en España, nacionales y extranjeros, los que empezaron a publicar información sobre aquella devastadora pandemia. Pero en lugar de elogiar la libertad de expresión en España, país neutral en el conflicto armado, la prensa anglosajona, sobre todo, empezó a llamar a la pandemia Gripe española para ocultar el hecho de que eran sus queridos aliados norteamericanos los que la habían llevado a las islas Británicas y al Continente. Se calcula que un brote de Gripe española a día de hoy sería capaz de provocar entre 188.000 y 337.000 muertes, solo en los Estados Unidos, donde los científicos han logrado reconstruir la secuencia genética exacta del virus, apuntando a una gripe aviar que llegó a los cerdos y luego a los humanos. Hoy serían la mitad del más de medio millón de cadáveres que dejó la Gripe española hace un siglo, pero aun así causaría una mortandad de proporciones apocalípticas.


sábado, 14 de abril de 2018

La primera ofensiva con blindados: Cambray, noviembre de 1917


Cambray, en el departamento francés de Nord-Pas-de-Calais, fue un punto clave en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial en 1917. La sangrienta batalla de Passchendaele, librada desde julio hasta noviembre de 1917, había conseguido avances y reducir notablemente el tamaño del saliente de Yprés, inmóvil desde 1914, pero apenas se habían producido cambios estratégicos en el frente occidental. La conquista de una escasa franja de terreno había costado a los aliados un enorme número de bajas. Toda una generación de jóvenes británicos había sido exterminada en la batalla del Somme en el verano de 1916.
Tras los desastres de Verdún y el Somme, algunos mandos aliados fueron conscientes de la inutilidad de las tácticas que se estaban siguiendo y comenzaron a introducir nuevos conceptos estratégicos. La aparición del carro de combate, llamado tanque por los británicos para despistar a los espías alemanes, en las fases finales de la batalla del Somme, y el uso que se hizo de ellos en la conquista de Messines, había demostrado la gran utilidad que podían tener estas nuevas armas si se usaban de manera eficaz. En el verano de 1917, ante la visión de las inútiles cargas de infantería en Passchendaele, el coronel británico John Frederick Charles Fuller, elaboró un plan de ataque en el que abogaba por hacer un uso masivo de los rudimentarios carros de combate. Según su plan, los blindados deberían usarse como punta de lanza del ataque y no como soporte de los batallones de infantería, como se habían usado hasta el momento. Con su concurso se lograría atravesar fácilmente las alambradas y trincheras del enemigo. El mayor general Henry Tudor, de la Artillería Real, elaboró también su propio plan sobre nuevas tácticas para el uso combinado de la infantería y la artillería. Aunque Fuller fue desautorizado por sus superiores, su plan llegó a manos del general sir Julian Byng, nuevo comandante al mando del III Ejército británico, quien decidió combinar ambos planes.
A pesar de que el alto mando británico había dado carpetazo inicial a la idea de un uso masivo de tanques, a finales del verano de 1917, cuando las perspectivas de una victoria decisiva en Passchendaele se alejaban, se decidió aceptar el plan. El éxito británico en el primer día de la ofensiva, quedó eclipsado por la lluvia, que hizo que el campo de batalla se convirtiera en un inmenso barrizal y los alemanes lograron hacerse con muchos tanques atrapados en el lodo. El suelo arcilloso agravó la miseria de los combatientes y reveló las debilidades mecánicas de los carros de combate, luego, la acción combinada de la artillería y las fuerzas de infantería alemanas, pusieron de manifiesto las carencias del tanque Mark IV, de más de 30 tm. En el segundo día, sólo la mitad de los blindados estaba disponible y los posteriores avances británicos fueron muy limitados por el exitoso contraataque alemán, con lo que la guerra se prolongaría un año más en el frente occidental.


domingo, 24 de diciembre de 2017

La tregua de Navidad de 1914

En las Navidades de 1914 Europa ya llevaba inmersa más de medio año en una terrible guerra. En el fragor de aquella hecatombe que no había hecho más que comenzar, hubo un paréntesis capaz de detener por unas pocas horas la barbarie de la guerra y hacer olvidar a los soldados las razones por las que se enfrentaban. La tregua de Navidad, fue un alto el fuego espontáneo en el que las tropas alemanas y británicas se unieron para celebrar la Nochebuena a espaldas de sus oficiales y jefes de Estado Mayor. Todo empezó cuando los alemanes en sus trincheras se prepararon para la Nochebuena colocando árboles de Navidad, mientras los británicos entonaban villancicos. El día de Navidad por la mañana ambos bandos salieron de sus trincheras y acataron de buen grado esta tregua que sirvió para enterrar a los muertos y confraternizar, pues los soldados intercambiaron chocolate, aguardiente, whisky y cigarrillos. También se disputaron partidos de fútbol y se celebraron improvisadas misas en las que participaron soldados de ambos bandos. Sin duda, este hecho se llevó a cabo porque la guerra todavía no se había endurecido y no existía aún un odio visceral entre los adversarios. La tregua duró más en unos frentes de batalla que en otros pero, finalmente, tras intervenir los mandos de uno y otro ejército contendiente, se adoptaron severas medidas para que esto no volviera a ocurrir y los oficiales dieron órdenes de reanudar inmediatamente los bombardeos sobre las posiciones enemigas. La tregua de la Navidad de 1914 fue un acto de paz que en ocasiones es recordado como una suerte de milagro cuando los soldados empezaron a cantar villancicos y abandonaron los fusiles y las bayonetas para salir de las trincheras y abrazarse con los soldados enemigos en medio de la tierra de nadie en aquella lejana Nochebuena. La brutalidad de la Primera Guerra Mundial aún no había alcanzado su punto álgido en lo tocante a la brutalidad del conflicto. A su finalización en noviembre de 1918, más de 10 millones de personas, entre combatientes y civiles, habían perdido la vida en un conflicto europeo que acabó mundializándose, y que tendría su siniestra secuela una generación más tarde involucrando a casi todos los países del mundo. 
Soldados alemanes y británicos se encuentran en la tierra de nadie

miércoles, 9 de agosto de 2017

El desastre de los Dardanelos en 1915

Más de un siglo después, el vendaval de la Historia aún no se ha llevado los ecos de la batalla de Galípoli, para las fuerzas aliadas, campaña de los Dardanelos para las tropas turcas que se enfrentaron ferozmente al invasor por el control de una pequeña península bañada por el mar Egeo, y un estratégico Estrecho que era la llave para doblegar al Imperio Otomano. Más de cien mil muertos y medio millón de heridos entre febrero y diciembre de 1915 que cambiaron el curso de la Primera Guerra Mundial y contribuyeron a prolongarla tres años más. Nunca tantos cayeron por tan poco terreno. Las insignificantes barrancas y playas, las mínimas lomas y mesetas escenario de la batalla de Galípoli estarían condenadas al olvido si no fuera por los mitos que germinaron entre las calaveras de los caídos: el nacimiento de la identidad nacional australiana y los cimientos fundacionales de la moderna Turquía, en la que tuvo un papel primordial Kemal Atatürk, padre de la República de Turquía, y héroe en la batalla de Galípoli.

El primer lord del Almirantazgo, a la sazón un bisoño Winston Churchill de apenas 40 años, aprobó la orden de apoderarse de los Dardanelos. Se trataba de una operación naval relámpago: cañonear las defensas artilleras otomanas en la embocadura del Estrecho. Una pequeña fuerza terrestre se ocuparía de controlar después los fuertes y los puertos turcos para poder retirar las minas colocadas en el paso marítimo. Franquear el paso a las flotas británica y francesa hasta el mar de Mármara conduciría a la conquista de Estambul en pocos días y, con ello, a la derrota del Imperio Otomano. Al mismo tiempo quedaría despejada una vía vital de suministros a Rusia en el este para que las potencias centrales aflojaran la presión en el frente occidental, estancado en el barro de las trincheras desde el comienzo del conflicto. Sin embargo, los buques de guerra aliados se estrellaron una y otra vez contra la tenacidad turca, pero sobre todo también contra sus propios errores. A partir del 19 de febrero de 1915, sus cañones hicieron mella en las fortalezas otomanas, algunas erigidas en el siglo XV tras la conquista de Constantinopla. Pero sus dragaminas fueron incapaces de aproximarse a la entrada del Estrecho para desmontar las sucesivas líneas de minas que lo bloqueaban. A pesar de los vuelos de reconocimiento de los hidroaviones británicos, las piezas móviles de los artilleros turcos cambiaban de localización cada noche para castigar con su fuego de artillería cada misión de limpieza de los dragaminas. Los grandes cruceros y acorazados aliados se arriesgaron a ponerse a tiro de las baterías costeras –que estaban también asistidas por fuerzas alemanas a las órdenes del general Liman von Sanders, asesor militar del Imperio Otomano y luego jefe de Operaciones en los Dardanelos– para desalojar a la artillería turca de las costas. Varios buques se fueron a pique al entrar en contacto con las minas o resultaron gravemente dañados por las baterías turcas.

El 18 de marzo, la escuadra aliada lanzó sin éxito su última ofensiva. Desde entonces los cañones dejaron de disparar desde los fuertes del Estrecho y los turcos conmemoran cada año en esa fecha su gran victoria sobre británicos y franceses en la batalla de los Dardanelos. El general británico Ian Hamilton, jefe de la Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, telegrafió a Londres: «Muy a mi pesar, me veo obligado a llegar a la conclusión de que no es probable que los Estrechos del Bósforo sean forzados por nuestros acorazados […]. Ha de ser una operación militar pausada y metódica, llevada a cabo con nuestras fuerzas al completo, para así poder abrir un paso seguro a la Flota». Pero los combates no acabaron el 18 de marzo. A partir de entonces, la guerra sólo cambió de escenario. Para los australianos, que acababan de irrumpir en 1901 en la historia como país semiindependiente del Imperio Británico, la fecha de recuerdo de Galípoli es el 25 de abril, cuando se produjo el desembarco de las fuerzas terrestres aliadas. Es una fiesta nacional: el Día del ANZAC (así llamado por las siglas en inglés del Cuerpo Australiano y Neozelandés del Ejército).

Winston Churchill, primer lord del Almirantazgo, fue el responsable del desastre y el gran perdedor político tras la derrota británica en la batalla de Galípoli. El 25 de abril de 1915 se produjo el que está considerado primer gran desembarco militar del siglo XX, el primer precedente del Día D en Normandía el 6 de junio de 1944, pero sin olvidar tampoco el exitoso desembarco llevado a cabo el 8 de septiembre de 1925 en Alhucemas por el Ejército y la Armada española y que propiciaría el fin de la Guerra del Rif. La Armada empleó varias lanchas de desembarco británicas que habían sido utilizadas en Galípoli diez años antes. Asimismo, el carguero River Clyde, que fue embarrancado a propósito en la playa de Heles, al sur de la Península, para que los soldados se quedaran a sólo a unos 30 metros de la costa, expuestos al fuego enemigo el menor tiempo posible. Sin embargo, de los 1.000 soldados irlandeses de los Fusileros de Dublín que desembarcaron, sólo sobrevivieron 400. Acabada la guerra, el River Clyde acabó en manos de una naviera española que operaba en el Mediterráneo y fue rebautizado como «Aurora». Fue desguazado en Avilés en 1966. En realidad hubo cuatro desembarcos simultáneos en Galípoli realizados poco después de las cuatro de la madrugada. Dos de ellos, el de la 29ª División Británica en el cabo Heles y una zona adyacente, y el del ANZAC en la costa occidental de Gaba Tepe, tenían como objetivo establecer cabezas de puente para la invasión terrestre aliada. Los otros dos, el del Cuerpo Francés del Ejército en la parte asiática de Kum Kale, no lejos de las ruinas de Troya, y el de la Real División Naval en el golfo de Saros, al norte de Galípoli, fueron meras maniobras de distracción para dividir la capacidad de respuesta de las fuerzas otomanas. A pesar del alto número de bajas en el sur, el frente quedó pronto consolidado gracias al apoyo de la artillería naval franco-británica. Pero la zona del ANZAC estuvo marcada desde el principio por la desgracia y la tragedia. Nadie esperaba que los turcos fueran a luchar tan fieramente, pero no hay que olvidar que la mayoría de esos hombres procedían de la región del mar de Mármara. Luchaban para defender su propia tierra frente a una invasión extranjera, todos luchaban por el control de la meseta de Kilitbahír, en el corazón de la Península. Esos cerros eran la piedra angular de la batalla y la bóveda que aún sostenía al Imperio Otomano. Si los aliados los ocupaban, tendrían vía libre para cañonear el palacio del sultán en Topkapi. Hoy las banderas turcas dan una impresionante tintura roja a la memoria histórica por todo Galípoli. Marcan las líneas del frente, los cementerios donde reposan sus caídos, monumentos conmemorativos que emulan el clímax nacionalista crece en la embocadura de los Dardanelos, pero no en mayor medida que pueda hacerlo en los cementerios aliados de Francia. Sin embargo, siempre parece políticamente correcto alabar el nacionalismo anglosajón, e incorrecto hacer lo propio con el orgullo patrio de otros países. El paroxismo de la celebración de la gran victoria militar obtenida por los turcos sobre británicos y franceses es aún más patente en Chinuk Bar. El nacionalismo turco se apropió durante décadas de la memoria histórica del campo de batalla. Más de dos millones de turcos visitan ahora cada año el Parque Histórico Nacional de Galípoli, creado en 1973. La paradoja es que el nacionalismo islamista del Gobierno de Tayip Erdogán lo ha reconvertido en un parque temático de exaltación de la victoria de tropas musulmanas que cargaban a la bayoneta invocando a Alá contra los cruzados invasores.

Los cementerios británicos, franceses, australianos y neozelandeses fueron los primeros en conservar el recuerdo de los caídos. Hoy mantienen una apacible distancia histórica. Sólo el monolito del memorial británico apunta a un pasado imperial, con la mención de los buques hundidos y demás unidades navales que intervinieron en la batalla. En el muro exterior que lo rodea están grabados los nombres de sus muertos. El cementerio turco es meramente simbólico, con inscripciones en lápidas de metacrilato. Los cuerpos de los combatientes turcos fueron enterrados en fosas comunes, y no fueron exhumados después de la guerra, como hicieron los aliados para identificar a sus caídos, porque esta práctica no se contempla entre los musulmanes. No obstante, el Gobierno turco sí celebró por todo lo alto el centenario de la batalla en 2015, y los guías turcos explican desde entonces las peripecias del Mustafá Kemal Atatürk en la batalla de Galípoli. El entonces teniente coronel comandaba con 32 años el 57º Regimiento, estacionado en Bigali, al norte de la Península. Cuando llegaron noticias del desembarco de las fuerzas del ANZAC, otros comandantes se mantuvieron en sus posiciones y sólo él se atrevió a marchar hacia la costa occidental. Según este relato, envió a sus tropas por la carretera mientras él marchaba con su caballo campo a través. Al llegar a la zona de combates se encontró con dos centenares de soldados turcos que se retiraban tras ser arrollados por el avance australiano. Les ordenó que le siguieran con estas palabras: «No les pido que ataquen, les pido que mueran. Eso dará tiempo para que otros turcos ocupen nuestro lugar». Kemal resistió hasta la llegada de su regimiento para hacer retroceder a las fuerzas del ANZAC hacia la playa. Su proverbial intervención determinó el fracaso del primer desembarco aliado.

La reputación de Atatürk como gran estratega militar se fraguó en las colinas y barrancos de Galípoli, no en los despachos. De ahí surgió el jefe militar que dirigió la guerra de Independencia tras la derrota en la Gran Guerra de 1914-1918 y que fundó la República de Turquía en 1923. Las condiciones durante la batalla fueron muy duras para ambos bandos: los heridos graves en el frente solían ser dados en seguida por muertos, pues no había medios para trasladarlos a los puestos de socorro en retaguardia. No tenían ninguna oportunidad. Y la falta de suministros, sobre todo de agua, acabó causando más bajas entre los combatientes que las balas enemigas. El éxito inicial de algunos submarinos aliados al burlar el bloqueo del Estrecho y hostigar a los buques de guerra y mercantes turcos en el mar de Mármara sirvió para maquillar la debacle británica, pero no para ocultar el sentimiento de derrota absoluta que debía acompañar a las tropas aliadas que se retiraron de la Península en diciembre de 1915 con el rabo entre las piernas. La evacuación fue la operación mejor ejecutada de toda la campaña de los Dardanelos. El mando militar turco tendió un puente de plata al enemigo y quedo patente, una vez más, que Inglaterra no era invencible. Las cabezas del primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill y la del comandante en jefe del Ejército Expedicionario, Hamilton, rodaron tras una rápida investigación en Londres que puso de manifiesto que la campaña fue planeada de forma deficiente por Churchill. Kemal. Atatürk fue ascendido al grado de pashá o general, y su leyenda no dejó de crecer hasta convertirse en Padre de la Patria.
Soldados turcos dirigiéndose al frente de Galípoli en 1915



viernes, 4 de agosto de 2017

1914: La destrucción de la paz y el fin de la Belle Époque

En la actualidad viajar por los países que componen la Unión Europea supone atravesar un paisaje determinado por la prosperidad y la abundancia. Entre las zonas comerciales, residenciales, las autopistas y los grandes bloques de apartamentos en las ciudades-dormitorio construidas a partir de los años 1960 en los extrarradios de las grandes urbes, se encuentran las fábricas, los ferrocarriles y las casas de vecindad de la industrialización del siglo XIX, y en medio de todo esto subsisten las huellas de un pasado ancestral hecho de iglesias, palacios, casas coloniales, mausoleos, monumentos y edificios lujosos: mudos testigos de un pasado glorioso que despareció hace mucho tiempo. Al contemplar este paisaje, un viajero americano, por ejemplo, podría concebir la historia de Europa como una apacible carrera hacia el desarrollo económico y la integración supranacional que hoy imperan, aunque con diferentes niveles de entusiasmo. Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, el Viejo Continente sufrió las calamitosas consecuencias de dos guerras mundiales que se desarrollaron en suelo europeo y que involucraron a casi todas las naciones, casi con la única excepción de España que no participó en ninguno de los dos conflictos. 
En el llamado «periodo de entreguerras», Europa sufrió la ruina de la posguerra a partir de 1919, el empobrecimiento, la miseria, el estancamiento industrial y el cataclismo político con la aparición de los regímenes totalitarios: el fascismo y el comunismo. Las huellas de aquella época trágica han quedado grabadas en el escenario actual, aunque distinguirlas requiere un examen más atento. La impronta dejada en las generaciones que vivieron en la primera mitad del siglo XX, no se borraría en toda su vida. Supuso dos grandes guerras separadas por veinte de años de una paz precaria, aunque a medida que se alejan de nosotros parecen mezclarse como si fueran episodios de un único conflicto que empezó en 1914, y que no finalizó hasta 1945.

La Primera Guerra Mundial, que se originó en el corazón de Europa, se convirtió en un conflicto mundial que puso fin a casi un siglo entero de paz desde la derrota de Napoleón y la celebración del Congreso de Viena en 1815. Congreso al que no fue invitada España, del mismo modo que fue excluida del las conversaciones de paz en Utrecht en 1714. Sin proponérselo, las potencias europeas le hicieron un gran favor a España excluyéndola del nuevo diseño de Europa y de los imperios centrales, pues las raíces del conflicto de 1914 se remontaban varios siglos en el tiempo y tenían su origen en el antagonismo secular que enfrentó a franceses y alemanes desde los tiempos del Sacro Imperio, y que acabaría heredando Austria-Hungría. En su afán por eliminar a España del escenario continental en 1714, rubricándolo en 1815, franceses, austriacos y británicos dejaron las manos libres a un estado alemán que habría de convertirse en la potencia germánica hegemónica: Prusia. Austria fracasaría en su intento de unificar a todos los pueblos germánicos bajo la corona de los católicos Habsburgo, pero la protestante Prusia, que salió vencedera de Austria en 1866, y que derrotó a Francia en 1871, se convertiría en flamante primera potencia continental, y en 1914 su Ejército y su Armada estaban en disposición de desafiar a los integrantes de la triple alianza formada por Gran Bretaña, Francia y Rusia. 
En 1914, no obstante, nada hacía presagiar a los confiados europeos que iba a desencadenarse una terrible tragedia a partir del asesinato de un archiduque austriaco en Sarajevo, una ciudad bosnia que pocos habrían sabido situar en los mapas de la época. A pesar de las décadas de tensa paz que precedieron al conflicto, una época conocida como «Paz Armada», los europeos no habían eliminado de su memoria las guerras anteriores y su recuerdo, más o menos idealizado, formaba parte de la cultura y el folclore popular. Hasta el siglo XVIII, Europa había conocido pocos años de paz y era habitual que alguna de las grandes potencias iniciara un conflicto. A la finalización de las guerras napoleónicas a principios del siglo XIX, surgió el concepto actual de largas décadas de paz interrumpidas periódicamente por conflictos localizados de baja intensidad, o por guerras coloniales que se desarrollaban en Asia o África. Tanto las declaraciones de guerra, como los tratados de paz del siglo XVIII, solían incluir a los territorios europeos de ultramar en América. Por lo que puede decirse que América era una extensión de Europa, más que una colonia al uso.

La paz que se impuso en 1815, incluso en el sentido más simple de ausencia de matanzas, era un fenómeno absolutamente nuevo en Europa. No se había conocido nada parecido desde los mejores tiempos del Imperio Romano. Quizá por ello, los europeos no eran conscientes de lo que estaban a punto de perder en aquel caluroso verano de 1914. 
Aquella «Paz Armada», sin embargo, era frágil. A mediados del siglo XIX se produjeron cinco conflictos armados de alcance medio: la guerra de Crimea de 1854-1856; la guerra de Italia de 1859; la guerra de las siete Semanas en 1866; la guerra franco-prusiana de 1870-1871; y la guerra ruso-turca de 1877-1878. España, por su parte, se enfrentó al desafío de las guerras civiles carlistas; a la guerra del Pacífico en América; a la guerra de África de 1859-1860; y a la guerra en Cuba y Filipinas que culminaría en 1898 con la intervención de Estados Unidos contra España. 
Además, durante los años anteriores a 1914 varias potencias europeas se enzarzaron en guerras coloniales, más o menos importantes, localizadas fuera del continente: Gran Bretaña contra los bóers de Sudáfrica en 1899-1902; Rusia contra Japón en 1904-1905; España en el Rif en 1909, y de nuevo en 1921; e Italia contra los turcos en Libia en 1911-1912. Los países balcánicos lucharon unidos contra Turquía y luego unos con otros en el decurso de las guerras de los Balcanes de 1912-1913. 
Queda patente con este breve repaso a los conflictos bélicos previos a la Gran Guerra de 1914-1918, que la paz en Europa nunca fue absoluta, sino más bien la ausencia de grandes conflictos armados continentales como lo habían sido en su día la guerra de los Treinta Años (1618-1648), la guerra de Sucesión Española (1700-1714), la guerra de los Siete Años (desarrollada también en América entre 1756-1763) y las guerras napoleónicas de 1799-1815. 
Las décadas anteriores a la guerra se vieron salpimentadas con abundantes crisis diplomáticas cada vez que las potencias europeas chocaban con lo que consideraban que eran sus intereses vitales y los hombres de Estado discutían si debían conformarse con soluciones de compromiso o combatir. A veces las crisis no eran más que incidentes aislados que se producían en una rápida sucesión de airadas disputas que solían ser calificadas de «provocaciones». Así fue en la década de 1880 y luego de nuevo entre 1905 y 1914. 
Desde la unificación de Alemania en 1871, este país aspiraba a crear un gran imperio colonial en África como Francia y Gran Bretaña lo habían hecho a lo largo del siglo XIX. El primer choque importante se produjo en el Norte de África, y para evitar una guerra las grandes potencias reunidas en Algeciras en 1906 acordaron que la zona del Rif se convirtiese en un Protectorado español. Francia, y sobre todo Gran Bretaña, no querían que Alemania se hiciese con territorios en Marruecos que pudiesen servirle a su Flota de guerra de base de operaciones que pusiese en peligro la base naval británica de Gibraltar y el control de Estrecho por parte de la Royal Navy. Anteriormente, Alemania había intentando apropiarse de las islas Marianas y del archipiélago de las Carolinas, bajo soberanía española. La mediación del papa Benedicto XV evitó una guerra entre Alemania y España en el Pacífico Sur.

Aunque España no intervino finalmente en el conflicto, ocasiones no le faltaron. De todos modos, sólo seis estados europeos se reconocían como grandes potencias en aquellos momentos: Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria-Hungría (imperio dividido a partir de 1867 en dos mitades, Austria y Hungría, que compartían un mismo soberano), Italia (unificada bajo la hegemonía del Piamonte en 1861), y Alemania (forjado bajo el dominio de Prusia en 1871). Aunque desiguales por su influencia política y su poderío militar, todas ellas (al menos sobre el papel) eran más fuertes que cualquiera de sus vecinas. Todas eran fruto de la violencia y todas estaban dispuestas a utilizarla. Esta predisposición a la guerra acabó siendo el detonante que la hizo estallar en agosto de 1914. 
El consenso por la paz alcanzado en Viena en 1815, se vino abajo un siglo después en la Conferencia de Londres de 1912-1913, que se reunió para discutir las consecuencias de las guerras de los Balcanes. Austria-Hungría y Alemania no tardaron en levantarse de la mesa de negociaciones, negándose a que Gran Bretaña actuase como árbitro de Europa. En 1914, tras el asesinato del archiduque austriaco Francisco-Fernando el 28 de junio, el gobierno de Londres intentó mediar de nuevo entre austriacos y serbios. Los primeros rechazaron de nuevo la invitación al diálogo porque deseaban anexionarse la antigua provincia otomana de Bosnia-Herzegovina, de mayoría musulmana, y contaban con el apoyo del káiser Guillermo II de Alemania. 
En algunos aspectos, el mundo en 1914 no era muy distinto del actual. El progreso tecnológico, económico y social había estimulado lo que hoy llamaríamos globalización y democratización. No eran pocos los que pensaban que una guerra de proporciones mundiales era impensable, precisamente debido a los vínculos comerciales y financieros que unían a las grandes potencias, y que se suponía que estaban muy por encima de los intereses políticos de las naciones y del bienestar debido a sus ciudadanos. Los hechos acabarían desmintiéndoles; la industrialización hizo que la guerra tuviera consecuencias devastadoras, y la democratización de la guerra sólo sirvió para que más obreros y campesinos fuesen reclutados para morir en las trincheras al lado de sus aristocráticos oficiales.


jueves, 31 de diciembre de 2015

1914: invasión alemana de Francia y Bélgica

Al inicio de la Primera Guerra Mundial, el Ejército alemán ejecutó una versión modificada del Plan Schlieffen, diseñado para atacar con rapidez a Francia a través de Bélgica antes de girar hacia el sur para rodear al Ejército francés en la frontera alemana. Los ejércitos bajo el mando de los generales Alexander von Kluck y Karl von Bülow atacaron Bélgica el 4 de agosto de 1914. Luxemburgo había sido ocupada sin oposición el 2 de agosto. La primera batalla en Bélgica fue el asedio de Lieja, que se prolongó desde el 5 al 16 de agosto. Lieja estaba bien fortificada y sorprendió al Ejército alemán, al mando de Von Bülow, por su capacidad de resistencia. Tras la caída de Lieja, la mayor parte del Ejército belga se retiró hacia Amberes y Namur. Aunque el Ejército alemán circunvaló Amberes, siguió siendo una amenaza para su flanco. Luego tuvo lugar otro asedio a Namur, que duró aproximadamente del 20 al 23 de agosto. Cinco días después culminaría el asedio de Amberes con la caída de esa ciudad.
El plan ofensivo francés de preguerra, el Plan XVII, tenía por objetivo capturar Alsacia-Lorena tras el estallido de las hostilidades, para ello preparó un enorme ejército de 1.250.000 hombres. La ofensiva principal se lanzó el 14 de agosto, con ataques a Saarburg en Lorena y Mulhouse en Alsacia. Siguiendo el Plan Schlieffen, los alemanes se retiraron lentamente infligiendo las máximas pérdidas a los franceses, que avanzaron hacia el río Sarre e intentaron capturar Saarburg antes de ser rechazados. Los franceses habían conquistado Mülhausen, pero la abandonaron para ir en auxilio de las debilitadas fuerzas de Lorena.
Tras marchar sobre Bélgica, Luxemburgo y el bosque de las Ardenas, un ejército alemán de 1.300.000 hombres avanzó a partir del 24 de agosto hacia el interior del norte de Francia, donde se encontraron con el Ejército francés, bajo el mando de Joseph Joffre, y las primeras divisiones de la Fuerza Expedicionaria Británica, a las órdenes de sir John French. A continuación se libraron varias batallas conocidas como las «batallas de las Fronteras». Los combates clave fueron los de Charleroi y Mons. Seguidamente se produjo una retirada general aliada, dando como resultado más enfrentamientos, como la batalla de Le Cateau, el asedio de Maubeuge y la batalla de St. Quentin.
El Ejército alemán llegó a menos de 70 kilómetros de París, pero en la primera batalla del Marne (6–12 de septiembre), las tropas francesas y británicas consiguieron forzar una retirada alemana, dando fin a su avance hacia el interior de Francia. El Ejército alemán se replegó hacia el norte del río Aisne y se atrincheró, estableciendo un frente occidental estático que perduraría tres años. Tras esta retirada alemana, ambas fuerzas intentaron flanquear a la otra en la carrera hacia el mar, y extendieron rápidamente su sistema de trincheras desde el canal de la Mancha hasta la frontera suiza.