En el año 653 a.C., Ciáxares subió al trono como
sucesor de Fraortes, su padre. Este joven rey, valiente, emprendedor y
ambicioso, habría de trastornar con sus hazañas el orden político establecido
en la región. Se dedicó a reorganizar su ejército mediante la creación de
cuerpos formados por tropas escogidas, divididas en cuerpos de lanceros,
arqueros y tropas de caballería. Ese mismo año se lanzó contra Nínive, a la
cabeza de un poderoso ejército para vengar la muerte de su padre. Sin embargo,
de acuerdo con lo que consigna Heródoto, mientras asediaba la capital asiria,
las tropas escitas conducidas por el rey Madias, aliado de los asirios, lo
atacaron y derrotaron. Este episodio marcó el inicio de un periodo que duró
veintiocho años, en el cual los escitas dominaron en Media (653–625 a.C.).
Cuando Ciáxares consiguió finalmente expulsar de su reino a los invasores,
resolvió que Ecbatana fuera definitivamente la capital de los medos. Esta
ciudad, según el historiador griego, había sido fundada por Deyoces. Por lo
demás, Ciáxares no había abandonado sus proyectos de conquista de Asiria, y con
este propósito concertó una alianza con el rey babilonio Nabopolasar, cuyo
hijo, Nabucodonosor II, para cimentar esa alianza, recibió por esposa a una
princesa meda. La unión de las fuerzas medas y babilonias marcó el fin de
Asiria: en el 614, los medos conquistaron Assur, y en 612, los medos y
babilonios destruyeron Nínive. La caída de la capital asiria produjo gran
conmoción en todo el Próximo Oriente y hasta en la Biblia hallamos ecos de este
episodio trascendental.
En tiempos del faraón
Psamétiq I, los egipcios, conscientes de la necesidad de contener el avance de
los medos y babilonios, que podían poner en peligro también su territorio,
acudieron en ayuda de los asirios, pero, a su vez, fueron derrotados por las
tropas de Nabucodonosor II en Karkemish. El súbito revés de sus ocasionales
aliados selló la definitiva desaparición de los asirios de la Historia.
Lograda la primera
victoria importante, Ciáxares quiso extender sus conquistas y sometió a los
cadusos, que habitaban en las costas meridionales del mar Caspio,
posteriormente a las poblaciones de Armenia, prosiguiendo después hacia el
Este, a través de Capadocia, hasta las orillas del río Halys, tras el cual se
extendía Lidia gobernada por el rey Ayates (617–583 a.C.).
Heródoto hace una
relación legendaria de las causas de la guerra contra los lidios y narra que
hallándose un grupo de escitas en la corte de Ciáxares como instructores de sus
hijos, fueron duramente ofendidos por el rey medo al no haber traído para agasajarles presa
alguna de una batida de caza. Los escitas se vengaron cruelmente del escarnio dando muerte a uno de los hijos del rey y ofreciéndoselo como alimento a su
padre, después de haberlo cocinado y huyeron, refugiándose junto a Ayates. Ante
la negativa de éste de entregarle los fugitivos, Ciáxares le declaró la guerra.
Con toda probabilidad, la versión de Heródoto es legendaria. No obstante, el
conflicto tuvo lugar y se prolongó por espacio de cinco años hasta la llamada
«batalla del eclipse», que se libró el 28 de mayo del año 585 a.C., y en la que
no hubo vencedores ni vencidos. Entonces, mediante la intervención del rey
babilonio, se estipuló un acuerdo sobre la base del cual se fijaron los
confines entre Media y Lidia, delimitados por el río Halys, y se selló la paz
con el matrimonio entre la hija de Ayates y el hijo de Ciáxares, Astiages. De
esta manera el poder de los medos fue una realidad: con los lidios, egipcios y
babilonios se dividieron el dominio de todo el Próximo Oriente. El imperio medo
poseía los territorios más extensos y el ejército más aguerrido. Los babilonios
sabían esto muy bien y, aunque sus relaciones con Ciáxares y su sucesor
Astiages fueron amistosas, temían que tarde o temprano se llegaría a un
enfrentamiento armado con sus poderosos vecinos y, por lo tanto, tuvieron la
precaución de levantar fortificaciones a lo largo de la línea de demarcación
nororiental.
Lamentablemente, es poco
lo que se sabe acerca de la organización del imperio medo, pero podemos
conjeturar que tuvo características parecidas a las del imperio asirio. De este
último posiblemente se imitó la subdivisión en provincias con gobernadores que
con el tiempo se transformaron en las satrapías. Asimismo, los testimonios
arqueológicos de la arquitectura son muy pocos, pues consisten únicamente en
algunas tumbas rupestres, las primeras de este tipo descubiertas en el
altiplano, que anticipan los mismos rasgos distintivos que más tarde serían
propios de las tumbas de Darío y sus sucesores. Esta escasez de datos se agrava
por el hecho de que no todos los estudiosos coinciden en atribuir tales
monumentos al periodo del imperio medo. En cuanto a la apariencia física de los
medos y su manera de vestir, conviene referirse a los relieves del palacio de
Persépolis, aunque es casi un siglo posterior a los acontecimientos que
acabamos de narrar.
En todos estos relieves
ostentan largas barbas y cabellos cuidadosamente rizados, visten una corta
túnica, ceñida con un cinturón, sobre pantalones de piel; llevan en la cabeza
un gorro cónico de fieltro, con un lazo, y en los pies, calzado de cuero.
Seguramente hubo entre ellos orfebres de gran talento, que Darío llamó para la
decoración del nuevo palacio de Susa. El «tesoro de Oxus», que fue hallado en
los alrededores del río homónimo, en Bactriana, puede darnos una idea de la
orfebrería meda. A pesar de las escasas noticias acerca del imperio medo, se
puede afirmar, sin embargo, que la civilización que desarrolló este pueblo
cumplió una importante función de enlace entre la cultura autóctona del
altiplano, la cultura elamita, escita, asiria y la del futuro imperio
aqueménida.
Expansión de los
persas
El pequeño Estado persa
que se construyó durante el reinado de Aquemenes y de su hijo Teispes, pudo expandirse
mientras transcurrían los veintiocho años de la dominación escita en Media y
anexionar la provincia de Parsa, o sea, la actual Fars, a sus dominios, que
comprendían ya la región de Anzán. A la muerte de Teispes, el reino se dividió
entre sus dos hijos: Ariaramne, rey de Parsa, y Ciro I, rey de Parsumash. De
Ariaramne una tablilla de oro, escrita en lengua persa antigua, que se halló en
Hamadán, en la cual de proclama «Rey de Parsa, Gran Rey o Rey de Reyes», en
tanto que a su hermano Ciro le quedó el título de «Gran Rey de la ciudad de
Anzán». Algunos eruditos no creen que la tablilla sea auténtica y consideran
que es de época posterior, tal vez rehecha en tiempos de Artajerjes II.
En el mismo periodo
durante el cual reinaron Ariaramne y Ciro I, el monarca asirio Asurbanipal
decidió sofocar de una vez por todas la rebelión de los levantiscos elamitas,
que habían destronado a un soberano que les era fiel, avanzó con su poderoso
ejército sobre Susa, que fue totalmente destruida en el 649 a.C. En el curso de esta
misma campaña punitiva, el ejército asirio llegó hasta las fronteras de
Parsumash, cuyo rey Ciro I fue sojuzgado y obligado a entregar como rehén a su
hijo Araku.
Un cuarto de siglo más
tarde, en el –612, las tropas de los medos y los babilonios, sus aliados,
apoderaron de Nínive reduciéndola a cenizas, pero a los persas no les había
llegado aún el momento de su completa independencia, dado que el medo Ciáxares
impuso a los reinos aqueménidas su propia soberanía, si bien dejó en el trono a
los dinastas locales, que le juraron obediencia en calidad de reyes vasallos.
El sucesor de Ariaramne fue su hijo Arsames, de quien se conoce una segunda
tablilla de oro, también encontrada en Hamadán, donde se proclama rey de Parsa.
Arsames conservó su dominio hasta que fue destronado por Cambises I, sucesor de
Ciro I, quien reunificó bajo su autoridad, como en tiempos de Teispes, los
reinos de Anzán y Parsa.
La unión matrimonial de
Cambises I con Mandana, hija de Astiages, estableció lazos más estrechos entre
el reino aqueménida y el poderoso imperio medo. De este matrimonio nació Ciro
II, que era, por lo tanto, nieto de Astiages. Tenemos abundantes noticias sobre
su vida: se trata, sin embargo, de documentos muy alterados por el halo de
leyenda que rodeó muy pronto a la figura del fundador del imperio aqueménida.
Las fuentes griegas de Heródoto y Ctesias ofrecen versiones completamente
distintas acerca del nacimiento y la infancia de Ciro: la información de
Heródoto contiene elementos claramente legendarios y típicos de las narraciones
fabulosas acerca de los orígenes de los monarcas asiáticos que fundaron las grandes
dinastías.
En efecto, este autor
cuenta que Astiages, después de un sueño que presagiaba que sería destronado
por su nieto, ordenó a su ministro Harpago que matara al niño. Harpago, no
queriendo manchar sus manos de sangre, entregó el recién nacido a un pastor
para que lo abandonara en las montañas y fuera devorado por las alimañas. Mas tampoco el pastor cumplió el terrible encargo y prefirió criar a su lado al pequeño
Ciro, abandonando en cambio en el bosque el cuerpecito de su propio hijo, que
su esposa Spako (nombre que en medo significa «perra») había alumbrado muerto.
Cuando Ciro contaba diez años, jugando con otros niños que le habían asignado
el papel de rey, injurió y golpeó al hijo de un dignatario y por esta razón fue
llevado a presencia de Astiages en compañía de su padre adoptivo: a raíz del
altivo comportamiento del muchacho y por ciertos rasgos de su rostro el rey
reconoció en él a su nieto y resolvió que viviera en la corte. En esta
narración es fácil reconocer elementos que reaparecen con escasas variantes en
los relatos del nacimiento de Moisés y Rómulo y Remo. La diferencia estriba en
que la figura de Ciro es histórica, y las otras son legendarias. Heródoto
atribuye además al medo Harpago la iniciativa de instigar al joven Ciro a la
rebelión contra Astiages. En efecto, el consejero real, duramente castigado por
el soberano a causa de haber desobedecido sus órdenes de asesinar a Ciro cuando
era niño, habría incitado al joven a intitularse caudillo de los persas y
marchar contra los medos.
Ctesias, médico griego
de cierto renombre que ejerció su oficio en la corte aqueménida entre los años
404 y 397 a.C., refiere en cambio otra tradición, según la cual Ciro era hijo
de un bandido persa y de una mujer de humilde origen y no tenía lazo de
parentesco alguno con Astiages. Después de obtener un cargo de escasa
relevancia en la corte meda, organizó una revuelta, destituyó a Astiages y
contrajo matrimonio con su hija Amitis. El escritor griego Jenofonte, en su
Ciropedia, hace caso omiso del relato de Heródoto, pero reconoce en Ciro al
nieto de Astiages, si bien menciona a un tal Ciáxares que posiblemente habría
reinado antes de que el príncipe persa tomara el poder.
Más allá de la leyenda
sobre la infancia de Ciro, existe la seguridad de que el advenimiento al trono
de Anzán se produjo en el año –539 y que durante algún tiempo fue vasallo de
los medos. Ciro consiguió unificar bajo su gobierno a las diversas tribus que
constituían la nación persa y mandó que se construyera en Parsa la nueva
capital del reino, que se llamó Pasárgada. Estas empresas indican su clara
voluntad de emanciparse del dominio medo, que se hizo más evidente cuando el
joven rey se negó a trasladarse a Ecbatana, donde lo había convocado Astiages.
Justamente por aquellos días, el soberano babilonio Nabínides, aprovechando las
dificultades de los medos en sus relaciones con los persas, se lanzó a la
conquista de Harrán, ciudad asiria que Ciáxares había tomado en el 610 a.C.
Esta plaza, particularmente querida por Nabínides por ser su tierra de origen y
sede del culto al dios Isín, del que era devoto, cayó en poder de los
babilonios en el –556. Entre tanto, Ciro se había rebelado abiertamente contra
los medos; tras varios años de guerra, y con la ayuda de las tropas medas que
se pasaron a su bando, se apoderó de Ecbatana y depuso a Astiages en el año 550
a.C., concediendo al monarca destronado un trato benévolo.
Es probable que Ciro
obtuviese su primer éxito importante en sus campañas militares, mediante las
cuales anexionó a sus dominios los territorios orientales de Bactriana,
Drangiana, Aracosia y Margiana, sometiendo a los pueblos seminómadas que vivían
en la región comprendida entre el río Oxo y el Ixastes. Maracanda era la
capital de estas comarcas, convirtiéndose muchos siglos después en la fabulosa
Samarcanda medieval, transformada en una plaza fortificada para defender los
límites orientales del imperio. También durante este periodo se produjo la
anexión de Partia e Hircania, que antaño habían integrado los dominios de los
medos y que fueron reunidas en una sola satrapía bajo el gobierno de Histaspes,
hijo de Arsames, príncipe de la segunda rama de los Aqueménidas y padre del rey
de Persia, Darío I (522–486 a.C.).
Mientras Ciro lograba
reforzar sus fronteras orientales, en el otro extremo del imperio, Creso, rey
de Lidia, quiso reconquistar los territorios que le habían sido arrebatados por
Ciáxares, y con el pretexto de vengar a su hermano político Astiages atravesó
el río Halys al frente de sus tropas. Cuando llegaba a Ecbatana la noticia de
la invasión de los lidios, Ciro reunió su ejército, y en la primavera del año
–547 inició la marcha para aproximarse al enemigo, lo que no tardó en convertirse
en una verdadera campaña de conquista. En efecto, el ejército persa cruzó
Asiria, ocupó Assur, su capital, y organizó la región en satrapías, instalando
en Arbelas la nueva capital; inclusive Armenia, que ya era vasalla de los
medos, y Siria septentrional, tomada a los babilonios, fueron ocupadas por las
tropas persas, en tanto que, al acercarse Ciro, el rey de Cilicia protagonizó
un espontáneo acto de sumisión y logró así salvar el trono tras el pago de un
fuerte tributo.
Cuando los persas
arribaron finalmente a Anatolia y se produjeron las primeras escaramuzas con
los lidios, los acontecimientos se desarrollaron precipitadamente y la
situación de Creso fue ésta: después de una infructuosa batalla librada en
Pteria, cerca de la ribera del Halys, se retiró a su capital, Sardes, con
intención de reorganizar su ejército y esperar allí el auxilio de los egipcios,
los babilonios y los mercenarios espartanos que se habían convertido en sus
aliados. Dado que se aproximaba el invierno, Cresó pensó que los persas
aguardarían a la primavera para lanzar su ataque y que, por lo tanto, los
refuerzos llegarían a tiempo. Ciro, sin embargo, muy sagazmente, persiguió al
enemigo obligándole a entablar combate en la llanura anterior a Sardes. La
resistencia que opuso la reputada caballería lidia fue vana; los corceles se
encabritaron a la vista de los camellos y mulas que los medos situaron
astutamente en primera línea. Creso no tuvo más remedio que encerrarse en la
ciudad para defenderla. Después de un asedio que duró catorce días, Sardes fue
tomada al asalto y Creso fue hecho prisionero.
Existen dos versiones
distintas acerca del fin que tuvo el rey lidio: según lo relata Heródoto, Ciro
decidió quemarlo vivo en la hoguera, pero cuando las llamas eran ya demasiado
altas para salvarlo, se arrepintió de su actitud y solo una lluvia torrencial
que envió el dios Apolo, apagando las llamas, permitió que Creso se salvara
para convertirse, después, en el más fiel e íntimo consejero de Ciro, y hasta
de su sucesor, Cambises. En cambio, en la versión que se ofrece en las crónicas
del rey babilonio Nabónido, Creso fue asesinado.
Después de transformar
Lidia en una satrapía, confiada al persa Tabales, se le presentó a Ciro el
problema de cuál debía ser su actitud frente las colonias griegas del Asia
Menor. De hecho, con posterioridad a la victoria persa, estas ciudades habían
enviado sus embajadas a Ciro rogando que les permitiera mantener su
independencia a cambio del pago de un sustancioso tributo. No obstante, el
soberano rechazó esta propuesta y recordó a los griegos que antes de la derrota
de Creso él les había pedido su alianza y que todas las ciudades, salvo Mileto,
respondieron negativamente. Ante este rechazo, los jonios se dirigieron a
Esparta solicitándole que interviniera declarando la guerra a los persas. Era
una petición absurda, que obviamente los espartanos no tomaron en
consideración, limitándose a enviar al rey aqueménida una embajada que
conminaba a Ciro, estupefacto ante tamaño atrevimiento de parte de los dignatarios
de un pequeño reino de ultramar, que no emprendiera acciones bélicas contra
colonia o ciudad griega alguna. Según refiere Heródoto, su desdeñosa respuesta
fue que jamás había temido a «hombres de esa clase, que escogen un lugar en
medio de la ciudad para reunirse y confundirse unos con otros con juramentos»,
queriendo aludir con esto a la costumbre de los griegos de congregarse en la
plaza (ágora) centro de la vida pública y comercial, y terminó anunciando
desventuras a los griegos si osaban defender las ciudades jónicas de Asia.
Posiblemente en ese
momento se sembraron las semillas de las futuras Guerras Médicas, pero entonces
Ciro se vio obligado a retornar a Ecbatana, donde lo reclamaba la necesidad de
organizar una campaña punitiva contra los babilonios y los egipcios, cuya
osadía aumentaba en los confines del imperio. Se encomendó al general medo
Mazares la tarea de someter a las ciudades griegas, en tanto que al lidio
Pactias le correspondió la misión de transportar a Irán el fabuloso tesoro
acumulado por Creso. Pactias hizo uso de las inmensas riquezas que la confianza
del soberano pusiera a su disposición para hacer que los lidios se sublevaran
contra el sátrapa Tabales, sitiado en la acrópolis de Sardes. Mazares debió
acudir en su auxilio y aplastó la revuelta en breve tiempo, imponiendo después
a los lidios el desarme completo. Pactias, fugitivo, se ocultó primero en
Cumas, después en la isla de Mitilene y, por último, en Quíos, cuyos habitantes
lo entregaron a los persas. Arpago, sucesor de Mazares, muerto a causa de una
enfermedad, fue quien sojuzgó una a una las ciudades jónicas y también a Caria
y Licia, cuyos defensores opusieron una encarnizada resistencia hasta que,
asediados sin esperanza en la acrópolis de Xanto, y decididos a no rendirse, se
dieron muerte entre ellos, provocando en la ciudad un colosal incendio.
En consecuencia, el
primer enfrentamiento entre griegos y persas tuvo lugar en Asia Menor y se
resolvió a favor de estos últimos: Ciro impuso su dominio a las ciudades
jónicas y eólicas obligándolas a pagar un oneroso tributo; sin embargo, la
actividad económica de estas ciudades que conocían por primera vez una
dominación extranjera no fue sofocada y continuaron con sus actividades
comerciales sin que los persas interfiriesen. Frente a esta actitud permisiva y
conciliadora de los conquistadores, la posición inicial de rechazo de toda
propuesta de alianza con los persas halló numerosos opositores dentro de las
ciudades griegas, sobre todo entre los mercaderes y comerciantes, quienes veían
con buenos ojos la posibilidad que se les brindaba de extender sus áreas de
actuación comercial a un territorio sin límites como lo era el imperio persa.
Ciro se mostró muy hábil y utilizó como palanca estas disensiones para reforzar
mediante una acción de fuerza la política tendente a aumentar sus partidarios
entre los griegos. Obtuvo este resultado, en gran medida, corrompiendo a muchos
prohombres, poderosa herramienta disuasoria a la que no fueron insensibles ni
siquiera los sacerdotes, que pronunciaron, por lo menos en dos ocasiones,
vaticinios favorables a los persas. Esto sucedió por primera vez cuando el
famosísimo Oráculo de Delfos aconsejó a los habitantes Cnido que se rindieron a
los soldados de Arpago, y, en la segunda ocasión, el Oráculo de Mileto animó a
los habitantes de Cumas para que Pactias fuera entregado al persa Mazares.
Soldados asirios (siglo VII a.C.) |
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