Darío, que pertenecía a una rama colateral de la
dinastía de los aqueménidas, al enterarse de la muerte de Cambises y de la toma
del poder del presunto príncipe Bardiya, acordó con otros seis nobles persas
matar al usurpador. La conjura tuvo éxito y Gaumata fue asesinado el 29 de septiembre del 522 a.C., tras sólo siete meses de reinado.
Se había logrado el propósito inicial de la conjura, o sea la eliminación
física de Gaumata. Los siete nobles debían establecer ahora cuál de ellos era el
más digno de convertirse en el nuevo soberano. El criterio que se siguió para
realizar esta difícil elección consistió en fiarse al azar, acordando que sería
rey aquel cuyo caballo fuese el primero en relinchar al salir el sol. Oebares,
el astuto escudero de Darío, forzó sin embargo la mano del destino mediante una
estratagema, haciendo que, apenas los primeros rayos del sol tiñeron el
horizonte, el caballo de su señor husmeara la mano con la cual había tocado
antes los órganos genitales de una yegua: el corcel relinchó y Darío fue rey.
Éste, con el fin de legitimar su ascensión al trono, debió sofocar peligrosas
rebeliones que estallaron en su contra en todas partes. Pero la más grave fue
la de Media, donde reinaba el llamado Fraortes.
También era crítica la
situación en Asiria; en Egipto, donde Darío aplicó los mismos principios que
Cambises en sus buenos tiempos, la población sublevada había eliminado al
sátrapa Ariandes acusado de haberse empleado con excesiva dureza. Entre fines
del año 522 y comienzos del 521 a.C., en casi todo el imperio cundía la
agitación; en muchas satrapías habían resurgido las esperanzas nacionalistas y
el nuevo soberano no podía contar con que sus exiguas huestes medas y persas se
mantuvieran fieles. No obstante, a partir de diciembre del año –522, los
acontecimientos empezaron a dar un vuelco en favor de Darío con la derrota que
el sátrapa Dadarshi infligió a Fradas, usurpador de Margiana. En adelante hubo
una serie ininterrumpida de victorias alcanzadas por los generales de Darío, y
éste mismo, sobre los rebeldes. Por último, después de haber reconquistado
Babilonia, Darío avanzó en auxilio de un contingente enviado contra Fraortes y
el cabecilla rebelde fue derrotado y ajusticiado, después de someterle a
terribles torturas, en Ecbatana. Desde ahí, el grueso del ejército persa,
conducido siempre por Darío, se dirigió al norte, y mientras una columna se
encaminaba a Partia, en ayuda de Histaspes, que pudo dominar finalmente la
rebelión, Darío llegó a Arbelas, al oeste del lago Urmia, tras haber logrado
victorias decisivas contra los rebeldes asirios y arameos. En tanto, el sátrapa
de Ecbatana sofocó con las tropas dejadas en la guarnición un nuevo
levantamiento producido en Sagartia, mientras que en Parsa se derrotaba y
capturaba a otro falso Bardiya: los jefes de estas dos últimas rebeliones
corrieron la misma infausta suerte del usurpador Fraortes.
En septiembre del –521,
cuando Darío había retomado ya en gran parte el control de la situación del
imperio, un ciudadano armenio, que adoptó el nombre de Nabucodonosor IV,
ayudado por algunos nobles, se hizo con el poder en Babilonia, pero su reinado
fue efímero: a fines de noviembre fue hecho prisionero y ajusticiado por orden
del soberano, al igual que sus cómplices. El propio Darío, en las inscripciones
de Behistum, se refiere detenidamente a los tormentos que se infligieron a los
falsos reyes, y esta insistencia, que contrasta con los calificativos de justo
y bueno que se atribuye Darío, es un indicio de los dura y despiadada que fue
la lucha por el poder, a pesar de las tentativas de las fuentes oficiales de
dar escasa importancia a la amenaza de los rebeldes.
Pese a la tentativa de
amoldar la realidad de los hechos en provecho propio, la imagen que Darío da de
sí mismo en la inscripción de Behistum contiene elementos genuinos: este
soberano comprendió que la manera acertada de gobernar un reino de límites tan
extensos residía en una rigurosa reforma administrativa. A este efecto concedió
alguna autonomía a las satrapías, pero las insertó en un sistema centralizado,
donde los dos ejes de la vida del imperio (las finanzas y el ejército) se
hallaban sujetos a su control directo. Con el fin de centralizar de la mejor
manera posible el poder en la persona del soberano y en la corte de Susa,
ciudad que se transformó en capital imperial, Darío se cuidó de elegir a los
sátrapas entre los miembros de la familia real, o entre los dignatarios medos y
persas en quienes más confiaba. Las satrapías se organizaron siguiendo el
modelo del gobierno central y, a su vez, fueron divididas en unidades
territoriales menores, regidas la mayoría de las veces por funcionarios
nativos.
Según la reforma fiscal
que efectuó Darío, el tributo impuesto a cada una de las satrapías debía pagarse
en oro o plata, y se modificaba de año en año. Por tratarse de la etnia
dominante, los persas estaban eximidos de pagar impuestos, pero debían
suministrar tropas. El ejército, cuyo núcleo central se hallaba constituido por
huestes medas y persas, permitía mantener el orden en el vasto imperio. Con el
devenir del tiempo, la caballería y la infantería se convirtieron en los
cuerpos más importantes, en tanto que se redujo el número de fuerzas en las
unidades de carros de combate, debido a su escasa maniobrabilidad en terrenos
accidentados. De los sátrapas dependía una milicia integrada por tropas nativas
que, dado el caso, se unían al ejército regular. El sátrapa en cuyo territorio
se encontraban las guarniciones pagaba a la soldadesca, y en general en especie,
por lo menos durante el reinado de los primeros aqueménidas, salvo a los
mercenarios griegos, presentes en cantidades considerables en las filas del
ejército, a los que se pagaba en moneda. Rodeaba al soberano una guardia real,
constituida por tropas de caballería y 10 000 arqueros, que los historiadores
llamaron «los inmortales». El nombre deriva tal vez del hecho de que el número
de estos hombres se mantuvo siempre inalterable: en efecto, un nuevo recluta
sustituía a cada soldado muerto o licenciado.
En todos los sectores de
la vida del Estado se manifestó la voluntad de unificación de Darío: entre
otras cosas, éste quiso que se ampliara y reorganizara la red de caminos para
unir su sede con los lugares más distantes del imperio. Una de las carreteras más
importantes partía de Susa, llegaba a Sardes tras un recorrido de 2 500
kilómetros aproximadamente, y seguía después hasta Éfeso; otra unía a Susa con
el valle del Indo, pasando por Behistum y Hamadán. A lo largo de estas vías de
comunicación había muchas postas, con caballos de refresco a disposición de los
correos y emisarios imperiales. Merced a este sistema de postas, heredado de
los asirios y que los aqueménidas desarrollaron al máximo, se aseguraron
comunicaciones veloces con todas las satrapías; las guarniciones y patrullas de
soldados garantizaban la seguridad de los caminos, y de esta manera
favorecieron también el desarrollo del comercio.
Para facilitar la
recaudación de los tributos, Darío ordenó la reorganización del sistema
monetario, acuñando una moneda, el famoso «dárico» de oro, que pudiera circular
en todo el territorio del imperio, fijando por primera vez una relación de
cambio precisa entre el oro y la plata. En tiempos de Creso, los lidios
introdujeron la acuñación de monedas efectuada por el Estado, pero Darío
perfeccionó este sistema y se reservó el derecho de hacerlo en oro. El dárico
de oro y las otras monedas tenían grabada la figura de un arquero arrodillado.
La adopción de un doble sistema de monedas de oro y plata facilitó también el
comercio con el occidente griego, donde circulaban principalmente las de plata.
En cuanto se refiere a
la administración de justicia, las fuentes griegas destacan especialmente el
amor por la justicia y el orden y el odio por la mentira, característicos de
los persas. En las diversas inscripciones que dejó, Darío reafirmó muchas veces
estos principios; permitió que siguieran en vigencia los sistemas legislativos
locales, sobre todo el que concernía a los asuntos de derecho privado. Los
castigos más frecuentes, en particular cuando se trataba de delitos contra el
Estado, eran las mutilaciones, el garrote y la proscripción.
Durante el reinado de
Darío se emprendió la construcción de dos conjuntos monumentales, en Susa y
Persépolis, de los cuales se conservan ruinas imponentes. Ambos constan de un
palacio real y de una «apadana» o sala del trono. Mientras que en el primer
edificio son evidentes las influencias arquitectónicas de Babilonia, el segundo
se ajusta más bien a la concepción del templo egipcio, pues está constituido
por una sala inmensa, cuyo techo está sostenido por decenas de columnas: al
fondo de la sala, en la penumbra, se encuentra el trono.
En Susa, al lado de las
dos construcciones principales se alzaba la ciudad, circundada de murallas y de
un foso cubierto de agua. Persépolis se construyó sobre una explanada, adosada
a una pared rocosa que se obtuvo, en parte, usando bloques gigantescos de
piedras en escuadra, unidas por garfios de metal, según un sistema ya en uso
entre los primeros aqueménidas. Este segundo complejo monumental se inició
apenas terminada la construcción del de Susa (521 a.C.) y en su realización
participaron en gran parte los mismos artesanos. En ambos casos se enviaron
hombres, recursos y materiales desde los territorios más lejanos del imperio,
como se desprende de la «carta de fundación del palacio» hallada en Susa, en la
cual se relata la obra realizada tanto en la antigua capital elamita como en
Persépolis.
La grandiosa obra de
organización que Darío llevó a cabo no agotó el emprendedor espíritu del
soberano, que fue también un rey guerrero. Durante el periodo de las rebeliones
se había visto obligado ya a que se diera muerte al sátrapa de Sardes, Orestes;
al de Dascilio, Mitróbates, y a un emisario del mismo Darío. Entre los
prisioneros de Sardes que fueron llevados a Susa, se encontraba el médico
griego Democedes, que fue destinado exclusivamente al servicio de Darío, si
bien el galeno no abandonó jamás la esperanza de regresar a Cratenas, su ciudad
natal. Sardes, Dascilio y Jonia fueron unificadas en una sola provincia que
constituyó el baluarte del Imperio Persa en Asia Menor.
Mientras Darío
permanecía en la frontera oriental dirigiendo una exitosa campaña contra los
masagetas, se vio obligado a encarar una difícil situación en Egipto, donde
habían estallado graves conflictos entre los nativos y el sátrapa Ariandes.
Darío resolvió marchar personalmente a Egipto, tanto más cuanto que también era
necesaria su intervención en Judá, donde el fanatizado partido nacionalista —de
inspiración religiosa— había recobrado fuerza. El soberano apeló a la hábil
táctica que ya había aplicado Ciro, que consistía en favorecer la tolerancia
religiosa a los pueblos subyugados, y en Egipto facilitó cien talentos de oro para
la búsqueda de un nuevo animal que reemplazara al buey sagrado Apis, muerto en
aquellos aciagos días. Sus excelentes dotes diplomáticas le permitieron retomar
por completo el control de la situación.
Antes de regresar a
Persia, a finales del año 518 a.C., Darío ordenó que se realizara una nueva
obra, que consistió en la conexión fluvial entre el mar Rojo y el Mediterráneo
a través de un canal que comunicó el mar Rojo con los lagos Amares, y a éstos
con el Nilo.
En tanto, los límites
del imperio se habían ensanchado aún más: las tropas persas habían conquistado
el valle del Indo. El envío de varias expediciones de exploración propició la
conquista. La más importante, en lo que concierne a los proyectos de expansión
que acariciaba Darío fue la de Ariaramne, sátrapa de Capadocia, sobre las
costas del mar Negro. En el año –513, después de haber preparado una gigantesca
expedición, de la que formaba parte una escuadra confiada casi por completo a
marinos griegos, el soberano se dispuso a pisar suelo europeo por primera vez.
Para los griegos, esta actitud de querer prolongar más allá de sus fronteras
naturales los límites del imperio constituía una demostración de arrogancia que
merecía desencadenar la intervención de los dioses: en esta ocasión, el Imperio
Persa sufrió un duro revés militar. En un primer momento, la campaña se
desarrolló de un modo favorable a los persas: la ciudad de Bizancio —futura
Constantinopla— hizo acto de sumisión, y los persas atravesaron el Helesponto
—hoy conocido como estrecho de los Dardanelos que comunica el mar Egeo con el
mar interior de Mármara—, sobre un puente de barcas que proyectó el ingeniero
jónico Mandrocles, y luego el Danubio, a través de otro puente de barcas que
construyeron los jonios; pero los escitas se retiraron, incendiando las tierras
delante del enemigo, y la flota no pudo suministrar ayuda alguna porque las
tropas expedicionarias habían tenido que alejarse de la costa a causa de la
insalubridad de los pantanos. Darío tuvo que ordenar la retirada; Milcíades el Joven,
señor del Quersoneso de Tracia, que había debido someterse a los persas,
exhortó inútilmente a los jonios para que destruyeran el puente del Danubio:
éstos no quisieron exponerse a las represalias del soberano, y Darío pudo así
volver a atravesar el río, y después el Helesponto, tras dejar en Europa un
contingente de tropas con el fin de consolidar las conquistas efectuadas. Los
escitas no habían sido vencidos, pero Tracia Oriental y el territorio de los
getas se encontraban bajo el control de los persas, que extendieron su dominio
hasta las ciudades griegas de la costa por las cuales pasaba el comercio de
cereales procedentes del Ponto. Grecia se encontraba ante una amenaza
inminente.
En esos años, la
injerencia de los persas en la vida política de las polis griegas se fue
profundizando cada vez más. Darío y sus emisarios se ocupaban activamente de
sembrar la discordia en el campo enemigo, favorecidos por las riquezas que
podían prodigar para comprar aliados y por las rivalidades que dividían a los
helenos. En el año 508 a.C. se produjo una intervención armada del rey
espartano Cleomenes contra Atenas, donde el partido democrático de Clístenes
llevaba las de ganar. Esta primera agresión fue rechazada, pero, frente a la
amenaza de nuevos ataques, los atenienses enviaron embajadores a Sardes con el
propósito de concertar una alianza con Artafernes, el sátrapa de esa ciudad.
Sin embargo, al disolverse las fuerzas armadas conjuntas de la Liga del
Peloponeso el peligro espartano disminuyó, y se soslayó el tratado concertado
con los persas en los momentos de necesidad.
Algunos años más tarde,
Artafernes intervino junto a Aristágoras, tirano de Mileto, en una tentativa de
conquista de las islas Cícladas que resultó fallida. Esta empresa de expansión
fracasó por los desacuerdos que se suscitaron entre los persas y los griegos de
la flota, y, según lo que afirma Heródoto, Aristágoras, temiendo la cólera de
Darío, incitó a las ciudades jónicas a la rebelión. Siguiendo el ejemplo de
Mileto, en el 499 a.C., todas las ciudades de la costa se sublevaron contra
Darío y no tardaron en ser imitadas por las islas de Samos, Lesbos y Quíos. El
ejército aliado avanzó sobre Sardes, que fue incendiada, pero los últimos
defensores de la ciudad, cercados en la ciudadela, siguieron resistiendo
heroicamente al mando del sátrapa. Este primer triunfo alimentó las esperanzas
griegas de poder conquistar la independencia por las armas: Milcíades el Joven,
ya aliado reacio de Darío en la campaña contra los escitas, se puso a la cabeza
de una rebelión en el Quersoneso, y, al igual que él, se sublevaron los griegos
de la Propóntide y del Bósforo, los carios, licios y griegos de la isla de
Chipre, pero el poderoso soberano persa no tardó en responder poniendo en macha
su colosal ejército.
La primera en caer fue
Chipre, en el año 496 a.C.: luego los aliados sufrieron otras derrotas, hasta
que la propia Mileto, que era la instigadora de la rebelión, quedó cercada por
los ejércitos enemigos. Durante el desarrollo de estos dramáticos sucesos,
Atenas, cuya ayuda habían esperado en vano los rebeldes, se hallaba ocupada en
resolver los conflictos que estallaron intramuros entre los que propugnaban la
democracia como forma de gobierno, y los partidarios de la tiranía, y no prestó
apoyo alguno a los jonios, ordenando incluso la retirada de la escuadra que
había sido mandada en su ayuda; tampoco quiso intervenir en este conflicto
ninguna otra ciudad importante de la Grecia continental.
Los aliados, como
tentativa extrema, decidieron presentar al enemigo una batalla naval en el
brazo de mar frente a Mileto, en las cercanías de la isla de Lades. No
obstante, la flota fenicia de Darío resultó vencedora, incluso porque la de los
griegos estuvo dividida por ásperas discordias entre los marinos de las
diversas ciudades. Mileto también cayó en el año 494 a.C. Sus habitantes fueron
deportados a la desembocadura del Tigris y se devastaron sus templos,
trasladándose a Susa como botín de guerra las estatuas de los dioses.
Inicialmente, la
represión persa fue feroz. Los ejércitos vencedores sembraron el terror,
asolaron las comarcas y se impusieron a las ciudades rebeldes tributos de tal
magnitud que comprometieron su economía por espacio de largo tiempo. Darío
adoptó más tarde una actitud menos severa, se rebajaron los tributos y se
obligó a las ciudades a formalizar tratados para solucionar las controversias
existentes entre ellas.
A estas alturas era
inevitable que, una vez reprimidos los desórdenes dentro de sus confines, los
persas quisieran vengarse de las ciudades de Grecia que, como Atenas y Eretria,
habían concedido su ayuda a los insurrectos o se habían limitado solamente a
prometerla. La expedición que envió Darío a Grecia con este propósito se confió
al mando del general Artafernes, sobrino del rey. Fue el inicio de las Guerras
Médicas.
Darío dispuso que se lo
sepultara en Nakshi-Rustam, lugar que los elamitas ya habían considerado
sagrado, en una tumba excavada en la roca. El monumento consta de una cámara
sepulcral, de techo a dos aguas, y en una fachada en forma de cruz, que también
está cavada en la roca, en cuyo brazo horizontal se ha esculpido la
representación de la entrada al palacio, con las columnas que sostenían el
techo, mientras que en el vertical aparece la figura del Gran Rey, sentado en
el trono, en actitud de adoración al dios Ahura-Mazda, y debajo los
representantes de los pueblos que componían su vasto Imperio.
Batalla entre griegos y persas |
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