Powered By Blogger

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El Informe Iron Mountain

Retrocedamos unas cuantas décadas, hasta los años sesenta, en plena Guerra Fría. Iron Mountain es la localidad del estado de Nueva York donde estaba ubicado el famoso refugio antinuclear subterráneo que se suponía algún día usaría el Gobierno de los Estados Unidos para protegerse en caso de un ataque nuclear soviético. En 1967, la aparición de un pequeño libro titulado ‘El informe de Iron Mountain’ que versaba sobre la posibilidad y la conveniencia misma de la paz, originó un considerable escándalo en un momento ciertamente delicado para el Gobierno estadounidense, asediado por el movimiento de los derechos civiles de los afroamericanos y el de oposición mayoritaria a la guerra de Vietnam. No era para menos, ya que el texto se presentaba como un informe de carácter confidencial, encargado por el Gobierno, y que finalmente, de modo incomprensible, había sido filtrado al público.

En la introducción, Leonard Lewin relataba su encuentro con John Doe, profesor de una conocida universidad del Medio Oeste y especialista en Ciencias Sociales, que le transmitió su deseo de ver publicadas las conclusiones de una investigación secreta en la que había participado junto con otros catorce científicos. Según Doe, todo empezó en agosto de 1963, cuando recibió una misteriosa llamada telefónica informándole de que había sido seleccionado para participar en una comisión investigadora formada por el Gobierno. El objetivo no era otro que el de analizar un hipotético escenario de “paz permanente” y estudiar las diversas implicaciones de distinto orden –político, económico y social– que ello acarrearía para la sociedad estadounidense. La idea no era descabellada, ya que por aquellas fechas, solucionada la crisis de los misiles con Cuba y en los albores de la nueva fase de distensión entre los dos bloques, un progresivo desarme como consecuencia de las conversaciones en curso con la URSS se presentaba como una seria posibilidad a tener en cuenta.

La primera cita a la que acudió John Doe (se trata de un alias equivalente en español a Juan Nadie) en compañía de sus colegas, en agosto de 1966, tuvo lugar en Iron Mountain, en el estado de Nueva York, un gigantesco refugio antinuclear que alojaba las sedes de varias compañías multinacionales preparadas para sobrevivir y continuar funcionando tras la hipotética hecatombe de un ataque termonuclear. Fue allí donde quedó constituida formalmente la comisión con el nombre de Special Estudy Group, formada por quince destacados miembros de la comunidad científica, todos hombres. El énfasis en la metodología interdisciplinar de sus impulsores aparecía claramente de manifiesto en sus criterios de selección: el que hacía las veces de presidente del grupo en las reuniones, se encargaba de los contactos con la agencia gubernamental de la que dependía la comisión y facilitaba los honorarios a sus miembros era un conocido historiador y teórico político, con experiencia en la administración del Estado.

Los restantes científicos abarcaban prácticamente todas las disciplinas académicas: un psicólogo-educador; un psiquiatra; un sociólogo; un economista y crítico social; un abogado, profesor de derecho internacional y asesor del Gobierno; un antropólogo; un químico; un bioquímico; un matemático; un físico y astrónomo; un analista de sistemas y planificador militar y un crítico literario. El decimoquinto miembro era un empresario privado relacionado con el Gobierno.

Al parecer, y siempre según John Doe, el proyecto se remontaba a 1961, en los comienzos de la administración Kennedy, y había sido concebido por la nueva generación de funcionarios de mentalidad tecnócrata que accedieron al poder por aquel entonces: Robert McNamara, Dean Rusk, George McBundy y otros que, poco después, se significarían como los grandes impulsores de la guerra de Vietnam. Doe suponía que el grupo de científicos había sido nombrado por una comisión gubernamental ad hoc, dependiente de los departamentos de Defensa, de Estado o del Consejo de Seguridad Nacional.

El objetivo del estudio encargado era claro: analizar de una manera racional y objetiva las consecuencias de un escenario de paz permanente en los Estados Unidos, con una perspectiva última de desarme total en el horizonte –abolición del Ejército, desmantelamiento del servicio militar obligatorio y de la industria de armamento– y prever, llegado el caso, las diferentes medidas que sería deseable adoptar. La metodología utilizada encajaba perfectamente en el modelo científico neopositivista predominante en la época: una exacerbada pasión por una racionalidad y un objetivismo pretendidamente absolutos, a salvo de cualquier interferencia subjetiva o juicio de valor alguno, moral o social. De hecho, en el informe final que posteriormente fue elaborado, se subrayaba como principal criterio de estudio una objetividad de estilo militar: esto es, el análisis de un hipotético escenario de desarme como si fuera una “contingencia de guerra” aplicando las mismas técnicas con las que hasta el momento se habían estudiado los escenarios previstos de una hipotética conflagración termonuclear.

Esta comisión de estudio sobrevivió al asesinato del presidente Kennedy, que supuestamente la había convocado, y que bien pudo ser el motivo, o uno de los motivos, por los que fue asesinado.

Durante dos años y medio, los integrantes del equipo de estudio de Iron Mountain mantuvieron citas regulares hasta que a finales de marzo de 1966 quedó redactado el informe final, destinado inicialmente a funcionarios gubernamentales de alto rango. Inmediatamente el grupo pasó a debatir la conveniencia de su ocultación o publicación, algo que solamente podía explicarse por el carácter informal que desde el principio había tenido el proyecto: aunque los científicos no se habían comprometido formalmente a guardar en secreto las conclusiones de dicho estudio, en la práctica se habían comportado como si así hubiera sido. La mayoría abogó contra su publicación por miedo a los “explosivos efectos políticos” que pudiera generar en la sociedad estadounidense. John Doe fue el único que no se opuso ya que consideraba su difusión un deber cívico, de manera que entregó el texto a una editorial –a través de Leonard Lewin– sin desvelar la identidad de sus antiguos compañeros.

Quizá uno de los aspectos más escandalosos del estudio fueran las premisas teóricas de las que se servían los autores para analizar cuáles eran las funciones de la guerra –militares y civiles– y su significado en las sociedades occidentales. En el informe, frente a la concepción tradicional de la guerra como un instrumento al servicio de la política de los Estados –según la famosa frase de Clausewitz como “continuación de la política por otros medios” – se afirmaba que...

“La guerra no es, como se suele pensar, principalmente un instrumento de la política utilizado por las naciones para extender o defender sus proclamados valores políticos o sus intereses económicos. Al contrario, es en sí misma la principal base de organización sobre la cual están edificadas todas las sociedades modernas. La causa común de todas las guerras es la aparente oposición de una nación a las aspiraciones de otra. Pero en la raíz de cualquier ostensible diferencia entre los intereses nacionales descansan las exigencias dinámicas del sistema fundado sobre la guerra misma, que obligan a recurrir periódicamente a los conflictos armados. La disposición para la guerra caracteriza a los sistemas sociales contemporáneos de una manera mucho más exacta que las estructuras económicas y políticas a las cuales se someten”.

Según estas conclusiones, la guerra es el principal eje vertebrador de las sociedades modernas, desempeñando una serie de funciones militares y, sobre todo, no militares –económicas, políticas, sociales y culturales– indispensables para su estabilidad y supervivencia. Bien entendido que los autores del informe no se referían única y específicamente a las sociedades en estado de guerra entonces, sino a las sociedades organizadas en torno a la posibilidad –en tanto que hay una amenaza constante– de un conflicto armado, como era el caso de la nación estadounidense sumida en el largo período de Guerra Fría y de enfrentamiento permanente con el bloque soviético. Según estas premisas teóricas, todo quedaba invertido: los conflictos políticos no son causa de las guerras, sino al contrario. La guerra –o más específicamente el sistema social fundamentado en la preparación de la misma– genera los conflictos que necesita:

“Las guerras no son causadas por los conflictos internacionales. Según un razonamiento lógico adecuado, sería más acertado afirmar que las sociedades militaristas exigen, y por consiguiente suscitan, tales conflictos”.

Desde esta perspectiva, y a partir del estudio de las diversas “funciones no militares de la guerra” todo lo que antes podía carecer de sentido desde planteamientos de simple sentido común –como el exorbitado gasto militar de Estados Unidos– se justificaba en función de una racionalidad o de una lógica propia, aunque desquiciada. Así, el ejemplo citado se explicaba por las llamadas funciones económicas de la guerra, pergeñadas en el estudio: el aparente “despilfarro” de las inversiones en armamento no solamente permitía dar salida a los excedentes de producción, sino que además funcionaba en la práctica como un mecanismo regulador de la economía, indispensable para la sociedad civil. La posibilidad de inducir demanda privada, de equilibrar la economía con inversiones públicas –mayoritariamente en gasto militar– o de estimular ciertas industrias que carecerían de impulso privado suficiente para su sostenimiento –como la del acero– otorgarían una singular utilidad social a lo que en apariencia no era más que un derroche sin sentido.

Las funciones políticas de la guerra, apuntadas en el estudio, no resultaban menos sorprendentes, al asociar inextricablemente los términos “guerra” y “nación”:

“En primer lugar, la existencia de una sociedad como ‘nación política’ requiere, como parte de su definición, una actitud de relación hacia las otras naciones. Esto es lo que generalmente llamamos la política exterior. Pero la política exterior de una nación no puede tener entidad alguna si carece de medios para hacer valer su actitud frente a las otras naciones. Esto se puede conseguir de una manera creíble solamente si ello implica la amenaza de utilizar la máxima organización política para este propósito, es decir, si está organizada en mayor o menor grado para la guerra. La guerra, por tanto, definida de manera que incluya todas las actividades de una nación que reconozcan la posibilidad de un conflicto armado, es en sí misma el elemento definidor de la existencia de cualquier nación frente a otra”.

Así, dada la virtual relación de analogía entre ‘guerra’ y ‘nación’ la eliminación de la guerra implicaría la inevitable eliminación de la soberanía nacional y del Estado-Nación tradicional. Pero el sistema social fundamentado en la guerra no solamente hacía posible, según los autores del estudio, la existencia y el mantenimiento de un Estado frente a otros en la arena internacional, sino también la propia estabilidad interna de la estructura política de la sociedad en cuestión. Presentaba, pues, tanta utilidad en términos de política interior como exterior, habida cuenta de que un Estado siempre podía recurrir a una amenaza externa de agresión, por tanto de guerra, para cohesionar a su propia sociedad en situaciones de crisis:

“La posibilidad de una guerra proporciona la sensación de amenaza externa sin la cual ningún Gobierno puede conservar durante mucho tiempo el poder. La historia recoge numerosos ejemplos de que el fracaso de un régimen a la hora de mantener la credibilidad de una amenaza de guerra ha llevado a su disolución, por la acción de fuerzas de intereses privados, de reacciones ante la injusticia social, o de otros elementos desintegradores. La organización de una sociedad en función de la posibilidad de una guerra es la fuente principal de su estabilidad política”.

Las funciones sociológicas de la guerra, se cifraban y expresaban en el lenguaje más frío y aséptico posible, en el control de los sectores más ‘rebeldes’ y ‘peligrosos’ de la población joven de una sociedad dada a través de la institución del servicio militar obligatorio. Los autores del informe se apoyaban principalmente en el caso estadounidense, esto es, en el Selective Service System, que discriminaba claramente a la población susceptible de ser movilizada en función de criterios sociales, reclutando en primer lugar a jóvenes desempleados, sin estudios o de escasa cualificación laboral: de ahí la gran presencia de minorías de afroamericanos o latinoamericanos en el contingente movilizado a la sazón en la guerra de Vietnam. Desde esta perspectiva, la verdadera justificación del servicio militar para un Estado-Nación cualquiera, no descansaba tanto en su presunta necesidad para defender la patria en tiempo de guerra, sino en su propia utilidad en tiempo de paz, como mecanismo regulador y de control social.

Pero, aparte de esto, el sistema social fundamentado en la guerra no sólo servía, según el informe, para controlar a sus elementos más díscolos, sino para vertebrar y asegurar todo el cuerpo social. Entroncando con las funciones políticas de la guerra más arriba apuntadas, la percepción de la amenaza, o el concepto de un enemigo invisible y poderoso, se convertía en la piedra angular de cualquier sociedad:

“En general, el sistema fundamentado en la guerra proporciona el móvil básico para una organización social estricta y refleja fielmente cuáles son los incentivos necesarios para asegurar el comportamiento individual adecuado para el correcto funcionamiento de esa sociedad. El más importante de estos incentivos para los intereses sociales, es la motivación psicológica individual de lealtad hacia una sociedad y sus valores. La lealtad requiere una causa; una causa requiere un enemigo. Esto es obvio; el punto decisivo es que el enemigo que define la causa debe ser realmente temible. Por así decirlo, el presunto poder del enemigo capaz de asegurar un sentido individual de lealtad a una sociedad, debe ser proporcional al tamaño y la complejidad de la propia sociedad. Hoy, por supuesto, ese poder debe poseer una magnitud y una capacidad aterradora sin precedentes”.

De este modo, y aunando las funciones políticas, económicas y sociológicas de la guerra, la existencia de una amenaza externa aceptada es, por consiguiente, esencial tanto para la cohesión social como para la aceptación de la autoridad política. La amenaza debe ser creíble, de una magnitud adecuada a la complejidad de la sociedad amenazada, y debe ser presentada como una amenaza que pesa sobre toda la sociedad sin excepción de ninguno de los individuos que la componen.

Trasladando estos viejos conceptos de la Guerra Fría al mundo actual, vemos que encajan con el terrorismo islámico: una amenaza constante, invisible y omnipresente. Habría sido imposible leer este texto en 1967 y no asociarlo con la amenaza de un hostil universo comunista pendiendo sobre las cabezas del Mundo Libre.

Fue precisamente en aquel lejano año 1967 cuando la OTAN adoptó la llamada “estrategia de respuesta flexible” que preveía un complejo escenario de pequeñas guerras limitadas, con posible utilización de armamento nuclear táctico en diversos lugares del mundo: desde Vietnam, donde tropas estadounidenses venían combatiendo desde 1963, hasta la propia Europa occidental, llegado el caso de una hipotética invasión por parte de tropas del Pacto de Varsovia. Y esto era así porque las amenazas al poder estadounidense, desde finales de los años cincuenta, parecían haberse multiplicado y diversificado en todos los continentes: incluso la emergencia de gobiernos más o menos autónomos en antiguos territorios colonizados por sus aliados europeos –el Egipto de Nasser, el Irán de Mossadegh, la Indonesia de Sukarno– se contemplaban como enemigos aliados con el poder soviético.

Pero las conclusiones del Informe Iron Mountain destilaban una escalofriante sospecha: que tales enemigos quizá no fueran realmente tan horrendos y peligrosos como proclamaba el Gobierno de Estados Unidos. O que tal vez ni siquiera fueran reales, aunque convenía, sin embargo, que fueran percibidos como tales. Lo cual insinuaba una distinción fundamental entre la entidad real de la amenaza y la percepción de la misma que el Gobierno procuraba inocular en sus ciudadanos. De hecho, en el informe se incidía en su carácter artificioso y alambicado:

“Debe subrayarse que la prioridad otorgada por una sociedad a su capacidad para hacer la guerra, por delante de sus otras características, no es el resultado de la supuesta amenaza que pueda existir en un momento dado por parte de otras sociedades. Es lo contrario de la situación de partida; la amenaza extranjera contra el interés nacional es habitualmente creada o acelerada para adaptarse a las necesidades en continuo cambio del sistema de guerra. Sólo en tiempos relativamente recientes se ha juzgado políticamente útil recurrir al eufemismo de necesidades de Defensa para renombrar los presupuestos de guerra. La necesidad por parte de los gobiernos de distinguir entre agresión (mala) y defensa (buena) ha sido un subproducto de la extensión de la educación y de la aceleración de las comunicaciones. Pero la distinción es solamente táctica, una concesión a la creciente inadaptación de las antiguas justificaciones políticas del sistema fundamentado en la guerra”.

La explicación cuestionaba de paso un concepto, el de defensa, manipulado para justificar y legitimar ante la opinión pública de una sociedad determinada todo tipo de aventuras bélicas. En apoyo de esta afirmación podría citarse el fenómeno generalizado del cambio de nombre de los antiguos Ministerios de la Guerra de los países occidentales, que tras la Segunda Guerra Mundial, y sin excepción, habían pasado a llamarse Ministerios de Defensa. El tono cínico del informe alcanzaba, sin embargo, sus mayores cotas en el estudio de las llamadas funciones ecológicas de la guerra, como medio regulador de la superpoblación mundial, sobre todo a partir de la invención y uso de armamento de destrucción masiva, no necesariamente nuclear, las opciones de guerra biológica y química eran muchos más económicas, al no destruir las infraestructuras, y, en cierto modo, más eficaces. O en los comentarios de tintes grotescos sobre las llamadas funciones culturales o científicas, donde los autores se extendían sobre las relaciones entre ciencia y guerra, destacando los avances científicos que acompañaban cada conflicto armado, por ejemplo en medicina, lo cual, no deja de ser cierto:

“Sólo la guerra de Vietnam ha conducido a progresos espectaculares en técnicas de amputación de miembros, de transfusiones sanguíneas y logística quirúrgica. Ha incentivado nuevas y amplias investigaciones sobre la malaria y otras enfermedades parasitarias típicas…”

El informe concluía, como no podía ser menos después de lo apuntado, que un escenario de paz permanente a partir de unas hipotéticas conversaciones exitosas con el bloque soviético, generaría unos efectos absolutamente demoledores sobre la sociedad estadounidense, amenazando con desintegrar sus propios fundamentos. A cada uno de los beneficios de una paz prolongada, le correspondería un efecto pernicioso y demoledor en diversos órdenes: crisis de la economía, pérdida de legitimidad del Gobierno establecido, inestabilidad social, desaparición de incentivos científicos y culturales, etcétera. De ahí que, frente a las múltiples utilidades del sistema social basado en la guerra, el establecimiento de otro sistema distinto fundamentado en la paz, asumiendo que ello fuera posible...

“(...) significaría una aventura hacia lo desconocido que comportaría los inevitables riesgos de lo imprevisto, por muy pequeños que fueran éstos y muchas las precauciones que se tomasen para minimizarlos”.

La paz, por tanto, no era plato de buen gusto. De hecho, representaba una amenaza mayor que cualquier guerra, o estado de preguerra permanente, como era el que se vivía en aquellos momentos de Guerra Fría. Pero el escenario no era nuevo. En los años previos a la Primera Guerra Mundial se vivió en Europa una situación similar que se conoció como Paz Armada. Las principales potencias incrementaban sus arsenales con el pretexto de que sólo así, preparándose para la guerra, podrían mantener la paz. El maniqueo argumento saltó en pedazos con los primeros cañonazos en un caluroso verano de 1914.

Los Rothschild y la Revolución francesa

A lo largo del siglo XIX y el primer cuarto del XX, se puede apreciar la enorme influencia de los Rothschild en buena parte de los conflictos europeos. A propósito de esto, el profesor de Economía, Stuart Crane, escribió lo siguiente:

“Si uno mira hacia atrás, se da cuenta de que cada guerra habida en Europa durante el siglo XIX, terminaba con el establecimiento de una nueva balanza de poder. Cada vez que se barajaban los naipes, había un balance de poder distinto y un nuevo agrupamiento alrededor de la casa Rothschild en Inglaterra, Francia o Austria [...] Los estados de deuda de las naciones en guerra, generalmente indicaban quién iba a resultar vencedor, y quién iba a ser derrotado”.

A tenor de los excelentes resultados cosechados por los Rothschild, otras familias de banqueros se apuntaron al mismo juego de influencia sobre las naciones. Nos referimos fundamentalmente a los Warburg, Schiff, Morgan, Kuhn, Loeb y Rockefeller, verdaderos planificadores de la reciente historia de la humanidad a lo largo siglo XX.

Las revoluciones de 1848, conocidas en varios países como “La Primavera de los Pueblos” o “El Año de las Revoluciones” estuvieron alentadas y sufragadas por los Rothschild y otros banqueros. Se desencadenaron de forma sincronizada en el primer semestre del año y se caracterizaron por su rápida expansión, virulencia y brevedad. Estas revoluciones “orquestadas” tuvieron una gran repercusión en países como Francia, Austria-Hungría, Alemania e Italia. Fueron un auténtico “ultimátum” a diversos gobiernos de Europa: o se adoptaban las medidas “liberales” preconizadas por los banqueros, o los gobiernos que se opusiesen a ello serían derrocados. El pulso se mantuvo aún durante setenta años más, pero en 1919, tras la finalización de la guerra europea, la mayoría de las monarquías habían sido eliminadas.

Terminada la contienda, los banqueros impulsaron e impusieron la Sociedad de Naciones como eficaz elemento disuasorio contra los nuevos gobiernos “democráticos” surgidos en las potencias derrotadas, donde además se habían producido revoluciones de inspiración marxista, y la monarquía había sido abolida violentamente: Alemania, Rusia, Austria...

España y Francia también recibieron su “toque de atención” en 1917: la primera en forma de una violenta Huelga General, y la segunda tuvo que hacer frente en octubre de ese mismo año, coincidiendo con la Revolución bolchevique, a una serie de motines en el Ejército que llevaron a Francia al borde de la derrota militar frente a Alemania.

El famoso asalto a La Bastilla del 14 de julio que se ha retratado siempre como el acto espontáneo de un grupo de ciudadanos parisienses, dispuestos a poner fin a los abusos y a la represión de las autoridades monárquicas, no fue tan romántico como nos lo han pintado. Muchos historiadores han demostrado que al populacho no se le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue incitado a ello por alborotadores profesionales, muchos de ellos extranjeros. De todos modos, cuando la turba se presentó ante los muros de aquella impresionante fortaleza exigió la rendición incondicional de la guarnición y de la plaza a su gobernador, el comandante De Launay. El militar se negó y la muchedumbre inició el asalto, que en primera instancia fue fácilmente repelido por el Batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión. Este batallón estaba formado por soldados veteranos que habían sufrido heridas de importancia o mutilaciones en las diferentes campañas militares en las que habían participado. El propio comandante De Launay era cojo por esa causa.

La fortaleza era inexpugnable, y una tropa profesional habría tenido problemas para tomarla al asalto de no contar con las piezas de artillería adecuadas y un regimiento de ingenieros que socavasen sus murallas. Tras reflexionar sobre sus escasas posibilidades de éxito, los asaltantes decidieron negociar con los defensores: respetarían sus vidas y les dejarían partir en paz si deponían las armas y les dejaban entrar, evitando un derramamiento de sangre inútil. Teniendo en cuenta la situación general de Francia, y sobre todo la imposibilidad de pedir ayuda, pues París estaba tomada por los revolucionarios, De Launay aceptó ingenuamente el trato. Ni que decir tiene que los amotinados, apenas pusieron los pies en el interior de la fortaleza, despedazaron a los soldados y sus cabezas cortadas fueron clavadas en picas y expuestas por las calles de París por la chusma enardecida por su cruel victoria.

Todo aquello para liberar a un puñado de “presos políticos” que supuestamente agonizaban entre sus muros. Según varios historiadores, en el momento de la destrucción de la cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos llamados Tabernier y Whyte, que fueron nuevamente recluidos por los republicanos poco después de su liberación; un aristócrata, precisamente, el conde de Solages, un libertino juzgado y encarcelado por diversos delitos, cuatro estafadores encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de los banqueros parisienses. Y según algunos historiadores, había un octavo preso, otro libertino, sodomita y pederasta, llamado Donatien Alphonse François, más conocido como el marqués de Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus obras.

Poco después de la destrucción de la cárcel, un constructor privado, probablemente masón, propuso desmantelar la prisión piedra a piedra para construir, con esos mismos bloques de piedra, una pirámide parecida a las que construían los egipcios en la Antigüedad. Finalmente el proyecto se desestimó por lo costoso del mismo, pero casi dos siglos más tarde, la pirámide masónica acabó construyéndose en París, es precisamente la Pirámide de Cristal del Grand Louvre.

Los Rothschild fueron los principales instigadores de la Revolución francesa de 1789 que acabó con el binomio Monarquía-Iglesia, lo que se conocía entonces como el Antiguo Régimen. La banca, ya internacionalizada, había apoyado el proceso revolucionario desde el principio. Pero además, algunos historiadores como Albert Matiez, señalan a Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro con Luis XVI, Étienne Delessert, fundador y propietario de la Compañía Aseguradora Francesa, Nicolas Cindre, agente de Cambio y Bolsa, y un tal Boscary, presidente de la Caisse D”Escompte y titular de varios cargos políticos, como algunos de los más destacados banqueros que tomaron parte en la conjura. Agotado el período de la Convención, los hombres de negocios ocuparon la práctica totalidad de los puestos de importancia en la administración republicana que no tardó en degenerar en un auténtico baño de sangre.

La dictadura impuesta por el Terror jacobino, consagrada en el Decreto del 14 de Frimario o diciembre de 1793, suspendía la Constitución, la división de poderes y los derechos individuales. Todo ello sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario Sumarísimo, llevó al primer “ensayo” de instauración de un régimen totalitario en la Europa moderna, aunque ese dislate ha pasado a la historia como uno de los mayores hitos en la consecución de la democracia.

Pese a alardear de su carácter anticlerical y antimonárquico, lo que incluía la persecución de la nobleza (sólo de la que permaneció fiel al catolicismo), una selecta élite contraria al ideario de igualdad, se hizo con el poder tras la caída de la monarquía. Se calcula que el número de víctimas mortales durante ese período revolucionario rondó las 40000 personas, de las cuales más de dos tercios fueron campesinos y obreros, y en torno a un 10% gente de clase media: médicos, artesanos, granjeros, etcétera. Un escaso 6% fueron de origen “aristocrático” y un porcentaje similar pertenecía al clero. Buen ejemplo del tratamiento “igualitario” que los revolucionarios concedieron a las mismas clases sociales a las que supuestamente pretendían rescatar de la tiránica monarquía.

Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó devorando a sus propios inspiradores y el ideal de fraternidad estalló definitivamente en mil pedazos cuando empezaron a sucederse las traiciones entre sus dirigentes y cabecillas. Herbert, por ejemplo, fue guillotinado con el visto bueno de Danton, y éste subió al patíbulo poco más tarde empujado por Saint-Just y Robespierre, quien, según algunas investigaciones posteriores, había sido designado en persona por el banquero Rothschild para acaudillar el movimiento revolucionario, al menos durante un tiempo. Las cabezas de Saint-Just y Robespierre también rodarían en la denominada Reacción de Termidor, que a su vez desembocó en el Directorio, constituido por masones como Joseph Fouché o el vizconde de Barrás. Este último, según varias fuentes, fue el encargado de designar a Napoleón para dirigir al Ejército francés, pese a su juventud e inexperiencia militar.

Después vendría el golpe de Estado del 18 y 19 de Brumario, 9 y 10 de noviembre de 1799, en el que el protagonista absoluto fue el propio Napoleón, cuya popularidad estaba en todo su apogeo tras sus victorias en las campañas militares en Italia contra los enemigos de la Revolución, es decir, los patriotas italianos que luchaban por su propia independencia.

Esas mismas fechas de noviembre fueron elegidas en 1918 para derrocar al káiser en Alemania, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Por esas mismas fechas cayó el Muro de Berlín en 1989. Parece mucha casualidad. Más aún si tenemos en cuenta que el famoso Putsch de Múnich de 1923, el golpe de Estado fallido que prepararon Adolf Hitler, Ernst Hanfstaengl y Erich Ludendorff, también tuvo lugar en esas mismas fechas de noviembre. ¿Casualidad?

Coincidiendo con su estancia en Italia, Napoleón Bonaparte había ingresado en la logia masónica Hermes de rito egipcio, aunque según otros autores ya había sido iniciado en una logia marsellesa de rito escocés cuando sólo era un insignificante teniente del Ejército. Durante su dictadura siempre se rodeó de francmasones. Su hermano alcohólico, José, al que impuso como rey en España, donde recibió el apelativo popular de Pepe Botella, llegó a ser gran maestre masón. En una fecha tan simbólica como la Nochebuena del mismo año 1799, Napoleón impulsó la nueva Constitución, que estableció el Consulado (una dictadura dentro de un régimen aparentemente republicano, según el antiguo patrón romano) y permitió que una paz relativa se fuese instalando en el interior del país, una paz impuesta por la fuerza de las armas. A cambio, el dictador utilizó el fervor popular aún latente por las recientes victorias militares en el extranjero, en su propio beneficio, fomentando un poderoso Ejército que asegurase su gobierno y lanzándolo después contra Europa para imponer en todos los países regidos por monarquías sus ideales revolucionarios es decir: someterse a la misma dictadura que había impuesto ya en Francia.

Al principio, Napoleón sumó varias victorias, no todas de índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó de forma absolutamente ilegítima uno de los mayores tesoros documentales, si no el mayor, de Europa: los Archivos Vaticanos, que fueron trasladados a París para ser puestos a disposición de la francmasonería. Se ha estimado que fueron miles de valijas y legajos los que se trasladaron a París. La mayor parte fue devuelta al Vaticano tras la caída de Napoleón, pero no toda. Después de haber derrotado a todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en los dos extremos de Europa: en España y Rusia.

La campaña de Napoleón en Rusia concluyó en el desastre más absoluto cuando los propios rusos incendiaron Moscú recién ocupada por los franceses, obligando así al ejército invasor a iniciar una retirada forzosa. Los granaderos franceses fueron aniquilados por el terrible frío.

El historiador británico McNair Wilson, asegura que la verdadera razón que propició la caída de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses comerciales de los banqueros al organizar un bloqueo naval total contra Inglaterra, a la que siempre consideró su principal enemiga. En esto coincide con otros investigadores, según los cuales, Bonaparte no fue más que un instrumento, uno de tantos, en manos de los especuladores de la banca internacional. La misión encomendada a Napoleón consistía en edificar una Europa Unida bajo su autoridad, basada en los principios liberales que inspiraron la Revolución francesa, pero fue retirado del juego cuando fracasó en las campañas de Rusia y España y empezó a tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que recibía en secreto.

Es un hecho fehaciente que los hermanos Nathan y James Rothschild financiaron los ejércitos del duque de Wellington, a la postre, vencedor de Napoleón en el campo de batalla. Hay que decir también que esos banqueros fueron los mismos que en su día financiaron el fenomenal ejército napoleónico.

Durante el breve y sobredimensionado imperio napoleónico, un auténtico Reino del Terror en media Europa, comenzó un nuevo ciclo político que permitió la expansión de los supuestos ideales revolucionarios, que no eran otros que los del mercantilismo y la banca privada internacionalizada. Exactamente los mismos que ahora se intentan imponer de nuevo desde la Unión Europea, un engendro político casi tan abominable como la dictadura napoleónica.