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miércoles, 10 de noviembre de 2010

El Informe Iron Mountain

Retrocedamos unas cuantas décadas, hasta los años sesenta, en plena Guerra Fría. Iron Mountain es la localidad del estado de Nueva York donde estaba ubicado el famoso refugio antinuclear subterráneo que se suponía algún día usaría el Gobierno de los Estados Unidos para protegerse en caso de un ataque nuclear soviético. En 1967, la aparición de un pequeño libro titulado ‘El informe de Iron Mountain’ que versaba sobre la posibilidad y la conveniencia misma de la paz, originó un considerable escándalo en un momento ciertamente delicado para el Gobierno estadounidense, asediado por el movimiento de los derechos civiles de los afroamericanos y el de oposición mayoritaria a la guerra de Vietnam. No era para menos, ya que el texto se presentaba como un informe de carácter confidencial, encargado por el Gobierno, y que finalmente, de modo incomprensible, había sido filtrado al público.

En la introducción, Leonard Lewin relataba su encuentro con John Doe, profesor de una conocida universidad del Medio Oeste y especialista en Ciencias Sociales, que le transmitió su deseo de ver publicadas las conclusiones de una investigación secreta en la que había participado junto con otros catorce científicos. Según Doe, todo empezó en agosto de 1963, cuando recibió una misteriosa llamada telefónica informándole de que había sido seleccionado para participar en una comisión investigadora formada por el Gobierno. El objetivo no era otro que el de analizar un hipotético escenario de “paz permanente” y estudiar las diversas implicaciones de distinto orden –político, económico y social– que ello acarrearía para la sociedad estadounidense. La idea no era descabellada, ya que por aquellas fechas, solucionada la crisis de los misiles con Cuba y en los albores de la nueva fase de distensión entre los dos bloques, un progresivo desarme como consecuencia de las conversaciones en curso con la URSS se presentaba como una seria posibilidad a tener en cuenta.

La primera cita a la que acudió John Doe (se trata de un alias equivalente en español a Juan Nadie) en compañía de sus colegas, en agosto de 1966, tuvo lugar en Iron Mountain, en el estado de Nueva York, un gigantesco refugio antinuclear que alojaba las sedes de varias compañías multinacionales preparadas para sobrevivir y continuar funcionando tras la hipotética hecatombe de un ataque termonuclear. Fue allí donde quedó constituida formalmente la comisión con el nombre de Special Estudy Group, formada por quince destacados miembros de la comunidad científica, todos hombres. El énfasis en la metodología interdisciplinar de sus impulsores aparecía claramente de manifiesto en sus criterios de selección: el que hacía las veces de presidente del grupo en las reuniones, se encargaba de los contactos con la agencia gubernamental de la que dependía la comisión y facilitaba los honorarios a sus miembros era un conocido historiador y teórico político, con experiencia en la administración del Estado.

Los restantes científicos abarcaban prácticamente todas las disciplinas académicas: un psicólogo-educador; un psiquiatra; un sociólogo; un economista y crítico social; un abogado, profesor de derecho internacional y asesor del Gobierno; un antropólogo; un químico; un bioquímico; un matemático; un físico y astrónomo; un analista de sistemas y planificador militar y un crítico literario. El decimoquinto miembro era un empresario privado relacionado con el Gobierno.

Al parecer, y siempre según John Doe, el proyecto se remontaba a 1961, en los comienzos de la administración Kennedy, y había sido concebido por la nueva generación de funcionarios de mentalidad tecnócrata que accedieron al poder por aquel entonces: Robert McNamara, Dean Rusk, George McBundy y otros que, poco después, se significarían como los grandes impulsores de la guerra de Vietnam. Doe suponía que el grupo de científicos había sido nombrado por una comisión gubernamental ad hoc, dependiente de los departamentos de Defensa, de Estado o del Consejo de Seguridad Nacional.

El objetivo del estudio encargado era claro: analizar de una manera racional y objetiva las consecuencias de un escenario de paz permanente en los Estados Unidos, con una perspectiva última de desarme total en el horizonte –abolición del Ejército, desmantelamiento del servicio militar obligatorio y de la industria de armamento– y prever, llegado el caso, las diferentes medidas que sería deseable adoptar. La metodología utilizada encajaba perfectamente en el modelo científico neopositivista predominante en la época: una exacerbada pasión por una racionalidad y un objetivismo pretendidamente absolutos, a salvo de cualquier interferencia subjetiva o juicio de valor alguno, moral o social. De hecho, en el informe final que posteriormente fue elaborado, se subrayaba como principal criterio de estudio una objetividad de estilo militar: esto es, el análisis de un hipotético escenario de desarme como si fuera una “contingencia de guerra” aplicando las mismas técnicas con las que hasta el momento se habían estudiado los escenarios previstos de una hipotética conflagración termonuclear.

Esta comisión de estudio sobrevivió al asesinato del presidente Kennedy, que supuestamente la había convocado, y que bien pudo ser el motivo, o uno de los motivos, por los que fue asesinado.

Durante dos años y medio, los integrantes del equipo de estudio de Iron Mountain mantuvieron citas regulares hasta que a finales de marzo de 1966 quedó redactado el informe final, destinado inicialmente a funcionarios gubernamentales de alto rango. Inmediatamente el grupo pasó a debatir la conveniencia de su ocultación o publicación, algo que solamente podía explicarse por el carácter informal que desde el principio había tenido el proyecto: aunque los científicos no se habían comprometido formalmente a guardar en secreto las conclusiones de dicho estudio, en la práctica se habían comportado como si así hubiera sido. La mayoría abogó contra su publicación por miedo a los “explosivos efectos políticos” que pudiera generar en la sociedad estadounidense. John Doe fue el único que no se opuso ya que consideraba su difusión un deber cívico, de manera que entregó el texto a una editorial –a través de Leonard Lewin– sin desvelar la identidad de sus antiguos compañeros.

Quizá uno de los aspectos más escandalosos del estudio fueran las premisas teóricas de las que se servían los autores para analizar cuáles eran las funciones de la guerra –militares y civiles– y su significado en las sociedades occidentales. En el informe, frente a la concepción tradicional de la guerra como un instrumento al servicio de la política de los Estados –según la famosa frase de Clausewitz como “continuación de la política por otros medios” – se afirmaba que...

“La guerra no es, como se suele pensar, principalmente un instrumento de la política utilizado por las naciones para extender o defender sus proclamados valores políticos o sus intereses económicos. Al contrario, es en sí misma la principal base de organización sobre la cual están edificadas todas las sociedades modernas. La causa común de todas las guerras es la aparente oposición de una nación a las aspiraciones de otra. Pero en la raíz de cualquier ostensible diferencia entre los intereses nacionales descansan las exigencias dinámicas del sistema fundado sobre la guerra misma, que obligan a recurrir periódicamente a los conflictos armados. La disposición para la guerra caracteriza a los sistemas sociales contemporáneos de una manera mucho más exacta que las estructuras económicas y políticas a las cuales se someten”.

Según estas conclusiones, la guerra es el principal eje vertebrador de las sociedades modernas, desempeñando una serie de funciones militares y, sobre todo, no militares –económicas, políticas, sociales y culturales– indispensables para su estabilidad y supervivencia. Bien entendido que los autores del informe no se referían única y específicamente a las sociedades en estado de guerra entonces, sino a las sociedades organizadas en torno a la posibilidad –en tanto que hay una amenaza constante– de un conflicto armado, como era el caso de la nación estadounidense sumida en el largo período de Guerra Fría y de enfrentamiento permanente con el bloque soviético. Según estas premisas teóricas, todo quedaba invertido: los conflictos políticos no son causa de las guerras, sino al contrario. La guerra –o más específicamente el sistema social fundamentado en la preparación de la misma– genera los conflictos que necesita:

“Las guerras no son causadas por los conflictos internacionales. Según un razonamiento lógico adecuado, sería más acertado afirmar que las sociedades militaristas exigen, y por consiguiente suscitan, tales conflictos”.

Desde esta perspectiva, y a partir del estudio de las diversas “funciones no militares de la guerra” todo lo que antes podía carecer de sentido desde planteamientos de simple sentido común –como el exorbitado gasto militar de Estados Unidos– se justificaba en función de una racionalidad o de una lógica propia, aunque desquiciada. Así, el ejemplo citado se explicaba por las llamadas funciones económicas de la guerra, pergeñadas en el estudio: el aparente “despilfarro” de las inversiones en armamento no solamente permitía dar salida a los excedentes de producción, sino que además funcionaba en la práctica como un mecanismo regulador de la economía, indispensable para la sociedad civil. La posibilidad de inducir demanda privada, de equilibrar la economía con inversiones públicas –mayoritariamente en gasto militar– o de estimular ciertas industrias que carecerían de impulso privado suficiente para su sostenimiento –como la del acero– otorgarían una singular utilidad social a lo que en apariencia no era más que un derroche sin sentido.

Las funciones políticas de la guerra, apuntadas en el estudio, no resultaban menos sorprendentes, al asociar inextricablemente los términos “guerra” y “nación”:

“En primer lugar, la existencia de una sociedad como ‘nación política’ requiere, como parte de su definición, una actitud de relación hacia las otras naciones. Esto es lo que generalmente llamamos la política exterior. Pero la política exterior de una nación no puede tener entidad alguna si carece de medios para hacer valer su actitud frente a las otras naciones. Esto se puede conseguir de una manera creíble solamente si ello implica la amenaza de utilizar la máxima organización política para este propósito, es decir, si está organizada en mayor o menor grado para la guerra. La guerra, por tanto, definida de manera que incluya todas las actividades de una nación que reconozcan la posibilidad de un conflicto armado, es en sí misma el elemento definidor de la existencia de cualquier nación frente a otra”.

Así, dada la virtual relación de analogía entre ‘guerra’ y ‘nación’ la eliminación de la guerra implicaría la inevitable eliminación de la soberanía nacional y del Estado-Nación tradicional. Pero el sistema social fundamentado en la guerra no solamente hacía posible, según los autores del estudio, la existencia y el mantenimiento de un Estado frente a otros en la arena internacional, sino también la propia estabilidad interna de la estructura política de la sociedad en cuestión. Presentaba, pues, tanta utilidad en términos de política interior como exterior, habida cuenta de que un Estado siempre podía recurrir a una amenaza externa de agresión, por tanto de guerra, para cohesionar a su propia sociedad en situaciones de crisis:

“La posibilidad de una guerra proporciona la sensación de amenaza externa sin la cual ningún Gobierno puede conservar durante mucho tiempo el poder. La historia recoge numerosos ejemplos de que el fracaso de un régimen a la hora de mantener la credibilidad de una amenaza de guerra ha llevado a su disolución, por la acción de fuerzas de intereses privados, de reacciones ante la injusticia social, o de otros elementos desintegradores. La organización de una sociedad en función de la posibilidad de una guerra es la fuente principal de su estabilidad política”.

Las funciones sociológicas de la guerra, se cifraban y expresaban en el lenguaje más frío y aséptico posible, en el control de los sectores más ‘rebeldes’ y ‘peligrosos’ de la población joven de una sociedad dada a través de la institución del servicio militar obligatorio. Los autores del informe se apoyaban principalmente en el caso estadounidense, esto es, en el Selective Service System, que discriminaba claramente a la población susceptible de ser movilizada en función de criterios sociales, reclutando en primer lugar a jóvenes desempleados, sin estudios o de escasa cualificación laboral: de ahí la gran presencia de minorías de afroamericanos o latinoamericanos en el contingente movilizado a la sazón en la guerra de Vietnam. Desde esta perspectiva, la verdadera justificación del servicio militar para un Estado-Nación cualquiera, no descansaba tanto en su presunta necesidad para defender la patria en tiempo de guerra, sino en su propia utilidad en tiempo de paz, como mecanismo regulador y de control social.

Pero, aparte de esto, el sistema social fundamentado en la guerra no sólo servía, según el informe, para controlar a sus elementos más díscolos, sino para vertebrar y asegurar todo el cuerpo social. Entroncando con las funciones políticas de la guerra más arriba apuntadas, la percepción de la amenaza, o el concepto de un enemigo invisible y poderoso, se convertía en la piedra angular de cualquier sociedad:

“En general, el sistema fundamentado en la guerra proporciona el móvil básico para una organización social estricta y refleja fielmente cuáles son los incentivos necesarios para asegurar el comportamiento individual adecuado para el correcto funcionamiento de esa sociedad. El más importante de estos incentivos para los intereses sociales, es la motivación psicológica individual de lealtad hacia una sociedad y sus valores. La lealtad requiere una causa; una causa requiere un enemigo. Esto es obvio; el punto decisivo es que el enemigo que define la causa debe ser realmente temible. Por así decirlo, el presunto poder del enemigo capaz de asegurar un sentido individual de lealtad a una sociedad, debe ser proporcional al tamaño y la complejidad de la propia sociedad. Hoy, por supuesto, ese poder debe poseer una magnitud y una capacidad aterradora sin precedentes”.

De este modo, y aunando las funciones políticas, económicas y sociológicas de la guerra, la existencia de una amenaza externa aceptada es, por consiguiente, esencial tanto para la cohesión social como para la aceptación de la autoridad política. La amenaza debe ser creíble, de una magnitud adecuada a la complejidad de la sociedad amenazada, y debe ser presentada como una amenaza que pesa sobre toda la sociedad sin excepción de ninguno de los individuos que la componen.

Trasladando estos viejos conceptos de la Guerra Fría al mundo actual, vemos que encajan con el terrorismo islámico: una amenaza constante, invisible y omnipresente. Habría sido imposible leer este texto en 1967 y no asociarlo con la amenaza de un hostil universo comunista pendiendo sobre las cabezas del Mundo Libre.

Fue precisamente en aquel lejano año 1967 cuando la OTAN adoptó la llamada “estrategia de respuesta flexible” que preveía un complejo escenario de pequeñas guerras limitadas, con posible utilización de armamento nuclear táctico en diversos lugares del mundo: desde Vietnam, donde tropas estadounidenses venían combatiendo desde 1963, hasta la propia Europa occidental, llegado el caso de una hipotética invasión por parte de tropas del Pacto de Varsovia. Y esto era así porque las amenazas al poder estadounidense, desde finales de los años cincuenta, parecían haberse multiplicado y diversificado en todos los continentes: incluso la emergencia de gobiernos más o menos autónomos en antiguos territorios colonizados por sus aliados europeos –el Egipto de Nasser, el Irán de Mossadegh, la Indonesia de Sukarno– se contemplaban como enemigos aliados con el poder soviético.

Pero las conclusiones del Informe Iron Mountain destilaban una escalofriante sospecha: que tales enemigos quizá no fueran realmente tan horrendos y peligrosos como proclamaba el Gobierno de Estados Unidos. O que tal vez ni siquiera fueran reales, aunque convenía, sin embargo, que fueran percibidos como tales. Lo cual insinuaba una distinción fundamental entre la entidad real de la amenaza y la percepción de la misma que el Gobierno procuraba inocular en sus ciudadanos. De hecho, en el informe se incidía en su carácter artificioso y alambicado:

“Debe subrayarse que la prioridad otorgada por una sociedad a su capacidad para hacer la guerra, por delante de sus otras características, no es el resultado de la supuesta amenaza que pueda existir en un momento dado por parte de otras sociedades. Es lo contrario de la situación de partida; la amenaza extranjera contra el interés nacional es habitualmente creada o acelerada para adaptarse a las necesidades en continuo cambio del sistema de guerra. Sólo en tiempos relativamente recientes se ha juzgado políticamente útil recurrir al eufemismo de necesidades de Defensa para renombrar los presupuestos de guerra. La necesidad por parte de los gobiernos de distinguir entre agresión (mala) y defensa (buena) ha sido un subproducto de la extensión de la educación y de la aceleración de las comunicaciones. Pero la distinción es solamente táctica, una concesión a la creciente inadaptación de las antiguas justificaciones políticas del sistema fundamentado en la guerra”.

La explicación cuestionaba de paso un concepto, el de defensa, manipulado para justificar y legitimar ante la opinión pública de una sociedad determinada todo tipo de aventuras bélicas. En apoyo de esta afirmación podría citarse el fenómeno generalizado del cambio de nombre de los antiguos Ministerios de la Guerra de los países occidentales, que tras la Segunda Guerra Mundial, y sin excepción, habían pasado a llamarse Ministerios de Defensa. El tono cínico del informe alcanzaba, sin embargo, sus mayores cotas en el estudio de las llamadas funciones ecológicas de la guerra, como medio regulador de la superpoblación mundial, sobre todo a partir de la invención y uso de armamento de destrucción masiva, no necesariamente nuclear, las opciones de guerra biológica y química eran muchos más económicas, al no destruir las infraestructuras, y, en cierto modo, más eficaces. O en los comentarios de tintes grotescos sobre las llamadas funciones culturales o científicas, donde los autores se extendían sobre las relaciones entre ciencia y guerra, destacando los avances científicos que acompañaban cada conflicto armado, por ejemplo en medicina, lo cual, no deja de ser cierto:

“Sólo la guerra de Vietnam ha conducido a progresos espectaculares en técnicas de amputación de miembros, de transfusiones sanguíneas y logística quirúrgica. Ha incentivado nuevas y amplias investigaciones sobre la malaria y otras enfermedades parasitarias típicas…”

El informe concluía, como no podía ser menos después de lo apuntado, que un escenario de paz permanente a partir de unas hipotéticas conversaciones exitosas con el bloque soviético, generaría unos efectos absolutamente demoledores sobre la sociedad estadounidense, amenazando con desintegrar sus propios fundamentos. A cada uno de los beneficios de una paz prolongada, le correspondería un efecto pernicioso y demoledor en diversos órdenes: crisis de la economía, pérdida de legitimidad del Gobierno establecido, inestabilidad social, desaparición de incentivos científicos y culturales, etcétera. De ahí que, frente a las múltiples utilidades del sistema social basado en la guerra, el establecimiento de otro sistema distinto fundamentado en la paz, asumiendo que ello fuera posible...

“(...) significaría una aventura hacia lo desconocido que comportaría los inevitables riesgos de lo imprevisto, por muy pequeños que fueran éstos y muchas las precauciones que se tomasen para minimizarlos”.

La paz, por tanto, no era plato de buen gusto. De hecho, representaba una amenaza mayor que cualquier guerra, o estado de preguerra permanente, como era el que se vivía en aquellos momentos de Guerra Fría. Pero el escenario no era nuevo. En los años previos a la Primera Guerra Mundial se vivió en Europa una situación similar que se conoció como Paz Armada. Las principales potencias incrementaban sus arsenales con el pretexto de que sólo así, preparándose para la guerra, podrían mantener la paz. El maniqueo argumento saltó en pedazos con los primeros cañonazos en un caluroso verano de 1914.

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