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viernes, 17 de diciembre de 2010

Las mentiras de la Comisión Warren

La Comisión Warren fue creada poco después del asesinato de Kennedy a instancias del nuevo presidente, Lyndon B. Johnson, para esclarecer las circunstancias del mismo.
Esta comisión de investigación estaba presidida por el juez del Tribunal Supremo, Earl Warren (en la foto) y, de ahí el nombre. De ella formaban parte, entre otros, Allen Dulles, ex jefe de la CIA (cargo del que fue cesado por Kennedy en septiembre de 1961), y el entonces senador republicano Gerald Ford, que más tarde sería presidente de los Estados Unidos y que en 1976 ordenaría reabrir las investigaciones por el asesinato de Kennedy.
Poco antes de las elecciones presidenciales de 1964, en las que Lyndon Johnson arrasó obteniendo un 61,1% de los votos contra apenas un 38,5% que obtuvo su rival republicano Barry Goldwater, la Comisión Warren publicó las conclusiones finales de las investigaciones, según las cuales, Lee Harvey Oswald había sido el asesino de John Fitzgerald Kennedy, que había actuado “solo” y que lo había hecho movido por un insaciable anhelo de notoriedad y fanatismo político.
Pero el esfuerzo y la curiosidad de muchos investigadores, periodistas y gente anónima, que sucumbieron ante la atracción de un caso tan fuera de lo común, considerado aún “el asesinato del siglo” y ante las evidentes contradicciones de los resultados de la Comisión Warren, impidieron que todo quedara en el olvido, aunque muchos pagaron con su vida su insistencia.
Además de la periodista Dorothy Mae Kilgallen, que entrevistó a Jack Ruby en la cárcel, hay otros casos llamativos de periodistas muertos en extrañas circunstancias, especialmente el de dos periodistas de Dallas: James Koethe y Bill Hunter.
James Koethe era el periodista que estaba en el apartamento de Jack Ruby el sábado 23 de noviembre de 1963, el día siguiente al asesinato de Kennedy. Murió de un terrible golpe (le partieron el cuello) en septiembre de 1964.
Bill Hunter, se encontraba también en el apartamento de Ruby, en compañía de James Koethe, el día siguiente al asesinato. Falleció a consecuencia del disparo “accidental” de un policía en abril de 1964. Por lo visto, tanto él como Koethe tenían pensado escribir un libro acerca de las circunstancias que envolvieron el asesinato de Kennedy. Los apuntes que Koethe había tomado para escribir el libro, desparecieron. ¿Qué buscaban ambos periodistas en el apartamento de Ruby?
Pero aún hay más muertes misteriosas: Tom Howard, el primer abogado de Jack Ruby; Arlene Roberts, la casera que había alquilado una habitación a Oswald en Dallas, y que testificó que el mismo día del asesinato del presidente vio llegar un coche de la policía que se detuvo en la puerta de su vivienda y que, tras hacer sonar el claxon a modo de aviso, Oswald salió de la casa; Nancy Jane Mooney, bailarina del club de Ruby, que certificó que Ruby y Oswald se conocían desde bastante antes del asesinato; Nancy Hamilton, otra de las bailarinas del club de Ruby y que testificó que cada noche pasaban decenas de policías de Dallas por ese local, algunos aún en horas de servicio; William Whaley, el taxista que llevó a Oswald a su casa después del asesinato; Lee Bowers, el ferroviario que “vio cosas extrañas” detrás de la valla del montículo de tierra, donde se encontraron varias colillas de cigarrillo, de distintas marcas, como si varios hombres hubiesen estado allí durante bastante tiempo fumando, haciendo tiempo, como si esperasen algo.
El caso de Bowers, el ferroviario, es muy significativo, porque él, sin saberlo, fue uno de los testigos más importantes del caso. Bowers era un ferroviario que trabajaba en la estación que estaba justo detrás del montículo de hierba, desde donde decenas de testigos habían oído disparos, visto salir humo y haber percibido olor a pólvora. Bowers declaró a la Comisión Warren que unos treinta minutos antes del atentado vio llegar un vehículo, cubierto de polvo hasta las ventanillas y conducido por un solo hombre. El automóvil se detuvo unos instantes y le pareció ver que aquel hombre hablaba por radio o través de un walkie-talkie. En aquella época, este tipo de aparatos eran de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas y los Cuerpos de Seguridad.
Poco después, Bowers vio llegar un grupo de personas (tres o cuatro) entre los que había un policía, el cual echó a varios curiosos que querían ver desde allí el desfile. Luego dijo que cuando tuvo lugar el atentado “le pareció ver algo extraño” y añadió que “tuvo la certeza de que algo raro había ocurrido detrás de aquella valla”. Sin duda, Bowers, aunque no vio disparar a nadie, fue testigo de la actuación del segundo francotirador, el que acabó con la vida de Kennedy.
Para la Comisión Warren tampoco tuvo importancia que 52 testigos de la plaza Dealey declararan haber oído disparos desde la valla del montículo de hierba. Para la CW esto no encajaba con su teoría del asesino solitario. Pero vayamos por partes.
Según la Comisión Warren, hubo tres disparos. El primero falló, el segundo alcanzó a Kennedy en el cuello (según la CW entró por detrás del cuello, salió por la parte frontal, alcanzando al gobernador Connally en la espalda, mano y muslo) y la tercera es la bala fatídica que alcanzó a Kennedy en la cabeza. El cráneo del presidente reventó como una sandía, y buena parte de la masa encefálica se desparramó. El impacto era mortal de necesidad.
Pero fue la segunda bala, la que fue apodada irónicamente por Garrison como la “bala mágica” la que registró una trayectoria más inusual, por decirlo de alguna manera.
Según los médicos de Dallas que atendieron a Kennedy, los primeros en hacerlo antes de la autopsia oficial de Betesda, la herida del cuello de Kennedy era una herida de entrada frontal, por tanto, disparada frontalmente. De esta declaración de los médicos tenemos constancia gracias a la rueda de prensa que ofrecieron poco después del anuncio oficial de la muerte del presidente. El cirujano jefe del Hospital Parkland Memorial de Dallas fue preguntado dos veces y en ambas ocasiones ratificó que la herida de bala era entrante, por lo tanto, disparada de cara a él. Esto es muy importante porque contradice de lleno la teoría de la Comisión Warren. Tenemos constancia de esta declaración gracias a las imágenes de aquella rueda de prensa y a las declaraciones escritas de los periódicos locales del día siguiente al atentado. Pero a la Comisión Warren todo esto no le importó, porque el proceso de falsificación ya estaba en marcha. Es también muy importante el hecho de que en esa rueda de prensa, el cirujano jefe del Parkland Memorial de Dallas dijese que Connally (el gobernador de Texas) estaba en esos momentos a punto de ser operado para extraerle una bala que tenía alojada en el muslo. De esa bala no hay constancia, desapareció. Hubiera añadido una bala más a la lista.
En cambio, la “bala mágica” aparece casi intacta en la camilla del gobernador Connally. Según la Comisión Warren es la bala mágica que ha realizado nada menos que 7 heridas consecutivas a Kennedy y Connally, apareciendo después en la camilla del gobernador casi intacta. ¡Qué casualidad!
Los médicos de Dallas también declararon que Kennedy había sido herido en la espalda, unos 15 centímetros por debajo de la base del cuello. Todos estos detalles quedaron registrados en imágenes con sonido y fueron recogidos por escrito en la declaración de prensa ofrecida inmediatamente después del asesinato. Al día siguiente, sábado 23 de noviembre, los médicos del Hospital Parkland de Dallas que habían inspeccionado el cuerpo del presidente destruyeron todas sus notas. Cosa inexplicable tratándose, nada menos, que del asesinato del presidente de los Estados Unidos. ¿Por qué actuaron de un modo tan irregular?
En opinión de muchos especialistas que han revisado el caso desde entonces, la autopsia de Kennedy debió hacerse, por imperativo legal, en Dallas aquel mismo día, pero hoy está claro que los autores del golpe de Estado, pues se trató exactamente de eso, no podían consentir una autopsia legal en regla. La historia preparada por los conspiradores no hubiera superado la “prueba” de la autopsia reglamentaria en el Hospital Parkland Memorial de Dallas. Por eso secuestraron el cadáver de Kennedy y se lo llevaron a Betesda, cerca de Washington.
Esa autopsia oficial fue llevada a cabo por cirujanos militares sin experiencia en heridas de bala, al contrario que en Dallas, donde había muchos heridos de bala y los médicos civiles sí tenían amplia experiencia en ese tipo de heridas debido a las frecuentes reyertas entre rancheros, accidentes de caza y tiroteos que solían producirse en los atracos. Los cirujanos militares, subordinados a las órdenes de almirantes y generales, cumplieron escrupulosamente con las instrucciones recibidas a la hora de practicar la autopsia y confirmaron las conclusiones de la misma, establecidas de antemano. Así pues, la herida de bala entrante en Dallas, en Betesda era de salida, para que casara como herida producida por un disparo desde atrás, es decir, desde el depósito de libros. Si en Dallas la herida de la espalda estaba 15 centímetros por debajo de la base del cuello, en Betesda estaba en la misma base del cuello, y se especifica como el orificio de entrada de la herida en el cuello. Por lo tanto, dos heridas diferentes se manipulan para que parezcan una sola y se cambian las direcciones de las trayectorias para que coincidan con la teoría del disparo desde atrás, desde el depósito de libros.
También las proporciones de la herida de la cabeza cambian. En Betesda serán el doble de grandes que en Dallas y además el cerebro del presidente ha desaparecido. Esto se sabrá años después, cuando el fiscal general de Nueva Orleans, Jim Garrison, pida un análisis del cerebro para sus investigaciones y al final los militares tengan que admitir que el cerebro del presidente ha desaparecido. ¡Algo inaudito!
El análisis del cerebro habría determinado, de modo incontrovertible, la trayectoria del proyectil que lo atravesó. Esta prueba hubiese sido concluyente e insuperable para la CW, que no habría podido desestimarla fácilmente.
Pero el cuerpo de John Kennedy fue alterado quirúrgicamente en el avión presidencial durante el vuelo de Dallas a Washington, y luego fue cambiado a otro féretro. Todo esto fue realizado mientras su esposa Jacqueline asistía al juramento del nuevo presidente, Lyndon B. Johnson. Hasta entonces no había querido separarse del cuerpo de su difunto esposo, pero ahora tenía que ser testigo del juramento y a duras penas lograron convencerla. El cuerpo de John Fitzgerald Kennedy estuvo unos 20 minutos solo, durante los cuales se le practicó una incisión en forma de estrella en la parte superior del cráneo, siéndole extraído el cerebro. Agentes del FBI que participaron en la autopsia de Betesda reconocieron en su informe que el cuerpo daba la impresión de haber sido manipulado.
También en la autopsia oficial de Betesda se extrajo una bala del cuerpo de Kennedy. El proyectil fue entregado a dos agentes del FBI (hay constancia documental de esta entrega) pero esa bala desapareció y no sabremos jamás si era o no del mismo calibre que la utilizada en el atentado. Si hubo un fuego cruzado, con participación de más de un tirador, es factible que se empleasen fusiles distintos y con diferentes calibres. Esa bala podría haber aportado importante información a este respecto. Información determinante.
Los médicos que realizaron la autopsia quemaron sus notas y se les ordenó que no hicieran comentarios sobre ningún aspecto de la misma. Las pruebas y las radiografías de la autopsia permanecerán selladas hasta el 2038. ¿A quién interesará entonces la verdad?
Si empezamos a contar balas, tenemos la bala que falló (la que hirió a James Teague en el puente del tren), la bala mágica, la bala de Connally (desaparecida), la bala de Betesda (desaparecida) y la bala del cerebro de Kennedy, desaparecida también junto con el cerebro. Tenemos cinco balas como mínimo, pero podrían haber sido más. Un fotógrafo de Dallas tomó unas fotografías aquel día en la plaza Dealey donde se ve a un adjunto del sheriff recoger una bala del pavimento de la calle y guardársela en el bolsillo. La limusina de Kennedy fue inmediatamente limpiada y reparada por orden de Johnson. El traje de Kennedy fue seguidamente enviado a la tintorería. Está claro que alguien tenía prisa por borrar todas las huellas del asesinato y del consiguiente golpe de Estado.
En el informe final con las conclusiones de la Comisión Warren, se incluyen varias fotografías en las que se observan impactos de bala o fragmentos de proyectil en la limusina descapotada. En una de ellas se advierte perfectamente que uno de los proyectiles impactó en el parabrisas.
Tampoco la Comisión Warren tuvo en cuenta el relato de una mujer que había visto a Jack Ruby (el asesino de Oswald) pocos minutos antes del atentado conduciendo una furgoneta. De ésta salió un hombre con lo que a la testigo le pareció un fusil enfundado. Pensó que debía pertenecer al Servicio Secreto, cuyos hombres estaban tomando posiciones en los lugares estratégicos por donde debía pasar la comitiva presidencial.
Ese mismo día, viernes 22 de noviembre de 1963, después del asesinato, acudió al FBI para aportar el testimonio de lo que había visto. El FBI le enseñó varias fotografías de supuestos sospechosos y ella identificó a Jack Ruby inmediatamente, sin titubear. Cuando el domingo día 24 Jack Ruby asesinó a Oswald ante las cámaras de televisión, la testigo se quedó perpleja y dijo a su familia que ésa era la persona que ella había visto el viernes conduciendo una furgoneta. Ella lo había identificado para los agentes del FBI antes de que asesinara a Oswald, pero cuando apareció publicado el Informe Warren, la testigo lo leyó y vio como habían manipulado su declaración, según la cual ella había sido incapaz de identificar a Jack Ruby.
La bala mágica fue uno de los mayores engaños, si no fue el mayor, de la Comisión Warren para tratar de convencer a propios y extraños de que el asesinato de Kennedy fue obra de una mente trastornada, de un asesino solitario. Según la Comisión Warren, basándose en la asombrosa teoría de un abogado llamado Aarón Specter, la bala encontrada en la camilla del gobernador Connally (¡qué curioso, una bala encontrada fuera del cuerpo del herido!) había provocado siete heridas, dos a Kennedy y cinco a Connally. Esto podría parecer posible aunque muy difícil, pero hay varias evidencias que acompañan a la lógica. Aunque fuera posible que una bala causara siete heridas, está claro que esta debería quedar totalmente deformada. Cuando se dispara un proyectil y éste impacta contra el objetivo, se deforma. Se dispararon balas comparativas contra la muñeca de un cadáver y el proyectil quedó totalmente deformado. En el caso de la bala mágica, ésta estaba prácticamente intacta. Además, según la película que grabó Abraham Zapruder, es fácil ver cómo la bala que hirió a Kennedy no tiene nada que ver con la que hirió a Connally, puesto que transcurrieron 1,5 segundos entre ambos disparos. Dos disparos, dos armas distintas, dos balas distintas. El propio gobernador Connally declaró en rueda de prensa que la Comisión Warren se equivocaba porque él mismo estaba seguro de que la misma bala que hirió a Kennedy no pudo herirle a él. Pero a la Comisión Warren, que ya tenía sus conclusiones preparadas de antemano, poco o nada le importaban las evidencias, siquiera las que pudiesen aportar testigos presenciales del atentado como el gobernador Connally o la propia esposa del presidente asesinado, Jackie Kennedy, que viajaban en la limusina.
Por último, tenemos la prueba definitiva, las trayectorias de las heridas de Kennedy y Connally eran totalmente diferentes, pero la Comisión Warren quiso hacer creer al gran público lo siguiente: una bala que entra por la parte posterior del cuello de Kennedy, sale por la garganta, queda suspendida un segundo y medio en el aire, gira a la derecha, entra por la espalda de Connally, sale por el pecho izquierdo, vuelve a girar para alcanzar la muñeca de Connally, rebota y le hiere en el muslo (la bala que el médico de Dallas dijo que iba a extraer) y aparece intacta, en la camilla de Connally. Para la Comisión Warren es más creíble esta teoría, claro está, que no la idea de más disparos.
Como también es más creíble desechar el testimonio de 52 testigos que oyeron disparos desde el montículo, situado detrás de la valla. También hay que destacar que no sólo las imágenes y la razón desmienten la teoría de la bala mágica; así, en la película de Abraham Zapruder se ve claramente que la bala que hiere a Kennedy no es la misma que hiere a Connally. Éste había testificado ante la Comisión Warren que estaba seguro de que la bala que le hirió a él no era la misma que alcanzó mortalmente a Kennedy.
Ahora bien, si no hubo disparos desde el montículo, ¿por qué cientos de personas corrieron hacía allí después del atentado? ¿Por qué varios policías que acompañaban a la comitiva pararon sus motocicletas y fueron, pistola en mano, hacía allí? ¿Por qué Lee Bowers, el empleado ferroviario, vio cosas y gente extraña detrás de la valla? ¿Quiénes eran los individuos que según varios testigos presenciales y un policía de Dallas, les abordaron identificándose como miembros del Servicio Secreto? Lo cual aún resulta más insólito si tenemos en cuenta que el propio Servicio Secreto, durante las investigaciones de la CW declaró que “no tenía a ninguno de sus agentes custodiando la valla o situado en aquella parte de la ciudad”.
Ya resulta raro que unas Fuerzas de Seguridad no se preocuparan de colocar allí a ninguno de sus agentes, cumpliendo con las más elementales normas de protección a una personalidad de la importancia del presidente de los Estados Unidos. Pero si eso fue así realmente, entonces, ¿quiénes eran aquellos individuos que se identificaron con las placas del Servicio Secreto? ¿Qué pasó con los supuestos vagabundos sacados del vagón de un tren de mercancías en la estación situada justo detrás de la valla, y que fueron conducidos a la Comisaría de Dallas?
Existen varias fotografías obtenidas por un fotógrafo de Dallas, nunca publicadas, en las que se ve a tres vagabundos conducidos por dos policías. Han sido sacados del furgón ferroviario y son llevados a las dependencias policiales para su identificación. En la fotografía se ve claramente que de los tres individuos, el único vagabundo auténtico es el último, un anciano con las ropas raídas y aspecto de pordiosero. Los dos primeros, sin embargo, llevan ropas limpias, zapatos nuevos, el rostro afeitado y el pelo bien cortado. Además, no hay constancia de que los supuestos vagabundos fuesen finalmente interrogados por la policía de Dallas. Entonces, ¿quiénes eran esos individuos? ¿Por qué un testigo de la plaza Dealey vio a un hombre correr desde la valla hacia los vagones de la estación de ferrocarril justo después de los disparos?
La Comisión Warren jamás hizo nada para investigar todos estos detalles. Tampoco le importó la sospechosa actitud del misterioso “hombre del paraguas” (en un día radiante y soleado) ni la del hombre que había junto a él, levantando la mano a modo de saludo. Aunque posiblemente estaba realizando una señal convenida a otro individuo. ¿Una señal para qué? ¿Quiénes eran esos individuos?

(Continuará…)

Nixon: de Cuba al Watergate, pasando por Vietnam

Las operaciones encubiertas conocidas como Mangosta y Northwoods fueron actos de sabotaje pergeñados por la CIA en 1959 contra el nuevo régimen socialista prosoviético de La Habana, y preveían acciones terroristas similares a las que recientemente se han atribuido al terrorismo islámico. Los servicios secretos del Ejército habían diseñado un plan maestro para movilizar definitivamente a la opinión pública mundial contra Castro, de tal modo que hasta las Naciones Unidas apoyasen la intervención militar norteamericana en la isla caribeña. A este fin de preparó una última provocación, la Madre de todas las Provocaciones. Un remake del hundimiento del USS Maine en 1898 imputado a los españoles: «Un falso avión de caza cubano, de fabricación soviética, derribaría en pleno vuelo a un avión chárter civil procedente de Estados Unidos y con destino a Jamaica, Panamá, Guatemala o Venezuela». La ejecución de estas operaciones encubiertas implicaba necesariamente la muerte de numerosos ciudadanos estadounidenses. Pero sería precisamente el alto coste en vidas humanas lo que conferiría credibilidad a tales acciones de sabotaje para convertirlas en eficaces herramientas de propaganda y que cumpliesen su misión de manipulación de la opinión pública norteamericana atacando precisamente su fibra más sensible. Como consecuencia del sabotaje y hundimiento del acorazado USS Maine en La Habana el 15 de febrero de 1898, atribuido a los españoles, murieron 266 marinos norteamericanos. Pero cabe resaltar un detalle importante: el capitán del buque, Charles Dwight Sigsbee, y la oficialidad dormían plácidamente en esos momentos en el castillo de popa, en el otro extremo del buque, motivo por el cual salvaron la vida. Los 266 muertos del USS Maine, entre suboficiales y marinería, eran prescindibles: ¡daños colaterales! Como también los fueron los 34 muertos y los 173 heridos de diversa gravedad de la tripulación del USS Liberty, atacado el 8 de junio de 1967 por la Aviación israelí cuando navegaba por aguas internacionales cercanas a la península del Sinaí, durante la Guerra de los Seis Días. Lo curioso del caso es que el USS Liberty navegaba en solitario, alejado del grueso de la flota norteamericana que se encontraba más hacia el este. Como si alguien le hubiese dado instrucciones precisas al comandante del navío de permanecer en un lugar convenido a una hora determinada. Para el presidente John Kennedy, el general Lemnitzer era un fanático peligroso respaldado por los grupos ultrarreligiosos, los lobbies de la industria del armamento y el cártel petrolero texano que cerraba suculentos contratos para el abastecimiento de combustible a las Fuerzas Armadas que podían quintuplicarse en caso de conflicto, ya que entonces se contrataba el combustible con varios meses de antelación, con lo cual, al disminuir la oferta en el mercado, subían los precios para los consumidores civiles, y los magnates de la industria del petróleo veían aumentar sus ganancias en los negocios de un plumazo. Era así de sencillo. ¡Sólo hacía falta un enemigo creíble y una guerra razonablemente larga! Kennedy entendió enseguida que las advertencias de su predecesor, Dwight Eisenhower, en su Discurso de Despedida a la Nación en enero de 1961, no eran simples metáforas o recursos retóricos, el peligro y la amenaza eran muy reales cuando el presidente saliente declaró lo siguiente: «Los responsables del Gobierno, tenemos que estar atentos a la adquisición de una influencia ilegítima, que sea o no proyectada por el complejo militar e industrial. El riesgo de poder desarrollar o utilizar un poder usurpado existe y persistirá. Jamás debemos permitir que el peso de esta amenaza nos impida o nos arrebate nuestras libertades democráticas. Nada debe considerarse como absolutamente ganado. Sólo una vigilancia y una consciencia ciudadana pueden garantizar el equilibrio entre la influencia de la gigantesca maquinaria industrial y militar que hemos desarrollado y nuestros métodos y objetivos pacíficos, de forma que la seguridad y la libertad puedan desarrollarse armoniosamente». Tras tomar posesión de su cargo en enero de 1961, Kennedy deja claro que no está por la labor de dejarse mangonear por los radicales, al margen de que él mismo pudiese tener ya sus propios compromisos adquiridos, no comparte los anhelos belicistas de los generales Walker y Lemnitzer y se niega a verse envuelto en una guerra abierta en Vietnam, Kennedy sabe además, después de la amarga experiencia de los Estados Unidos en Corea (1950-1953), que políticamente tiene mucho que perder y poco o nada que ganar si implica al país en una guerra apenas inaugurado su mandato. Tanto Woodrow Wilson en 1917, durante la Primera Guerra Mundial, como Franklin Roosevelt en 1941 para intervenir en la Segunda, habían esperado a su segundo mandato para meterse en guerras. Luego no es que Kennedy no quisiese la guerra en el sudeste asiático, tal como había declarado, lo que no deseaba era verse involucrado en ella antes de 1965, al inicio de su previsible segundo mandato, tal como habían hecho antes que él Wilson y Roosevelt en sus respectivas guerras mundiales, después de haber prometido en sus campañas para la reelección que si eran elegidos como presidentes, mantendrían a los Estados Unidos alejados del conflicto europeo. La misma mentira, repetida una y otra vez, seguía encandilando al pueblo norteamericano. Como consecuencia directa de sus ambiciones políticas, que antepuso a las prioridades de otros, Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963, y finalmente, ya bajo la batuta de Lyndon Johnson, en 1965 Estados Unidos intervino directamente en la guerra civil vietnamita, tal como estaba previsto de antemano, al margen de quién ocupase la Casa Blanca.

En agosto de 1974, tras el escándalo Watergate, Nixon es forzado a dimitir y el vicepresidente Gerald Ford asume la presidencia. En abril de 1975 los Estados Unidos, la primera superpotencia mundial, son estrepitosamente derrotados en Vietnam, cuando apenas dos años antes (1973) los norvietnamitas habían estado dispuestos a firmar la paz. Cuando más cerca estaban los norteamericanos de ganar la guerra y de conseguir, según Nixon, una paz honrosa, estalla el caso Watergate que debilita al presidente, obligándole a concentrarse en el frente doméstico, y la guerra en el sudeste asiático se reaviva. Muchos militares norteamericanos empiezan a preguntarse si han sido traicionados. El caso Watergate y la defenestración de Nixon suponen un punto de inflexión; se producen cambios en los círculos más recónditos del poder que propician, por así decirlo, un relevo generacional. Los nuevos actores están esperando impacientes entre bastidores. En 1976 el presidente Gerald Ford reabre el caso por el asesinato de Kennedy y encarga una nueva comisión de investigación. El vicepresidente Nelson Rockefeller y algunos “peces gordos” empiezan a ponerse nerviosos, entre ellos el viejo general Lemnitzer (apartado del servicio activo en 1969) cuando es citado para testificar en el Senado. Muchos de los veteranos que fueron piezas clave en los servicios secretos militares (National Security Agency) y en la CIA (Central Intelligence Agency), incluido Richard Helms, director de la CIA entre 1966 y 1973, son convocados también para declarar ante el Senado. Nixon había cesado a Helms en febrero de 1973 acusándole de deslealtad por su actuación en la trama del Watergate. Entre 1974, tras la dimisión del presidente Nixon el 8 de agosto, y la reapertura del caso Kennedy en 1976 por iniciativa del presidente Ford desaparecen varios testigos clave de la conjura que culminó con el magnicidio de Dallas el 22 de noviembre de 1963: Sam Giancana, Johnny Rosselli, Jimmy Hoffa, Clay Shaw… ¿Fue la reapertura del caso JFK la última jugada, ya entre bastidores, de Richard Nixon para vengarse de quienes le habían perjudicado urdiendo la trama del Watergate? Entre los desaparecidos inmediatamente antes, o inmediatamente después de la reapertura del Caso Kennedy por parte de la Comisión de Investigación de Asesinatos del Senado, que actuó entre los años 1976-1979, se encontraba, nada menos, que el que fuera director adjunto del FBI, William Sullivan, que dirigió las investigaciones de esta agencia por los asesinatos de Kennedy y Luther King. A su vez, Sullivan moriría en un absurdo accidente de caza en 1978. Otro de los “ilustres” conspiradores desaparecidos por esas fechas, un año antes que Sullivan, fue el aristocrático criminal de guerra George De Mohrenschildt, destacado miembro del cártel petrolero de Texas y uno de los históricos “delegados” de la Standard Oil que negociaron con el canciller Adolf Hitler los contratos para el suministro de combustible para las Fuerzas Armadas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Este destacado nazi fue encontrado muerto de un disparo. En su caso no se molestaron en disimular el asesinato encubriéndolo como un accidente. A mediados de 2006, tras el nombramiento del nuevo director de la CIA, el general Michael Hayden, la Agencia desclasificaba cientos de páginas de archivos desde los años 50 hasta los 70. El general Michael Hayden declaraba poco después de su nombramiento, al hacerse pública la desclasificación de estas 693 páginas, que «los documentos ofrecen una visión de un tiempo muy distinta y de una Agencia (CIA) muy diferente». La decepción por el escaso valor del material desclasificado no se hizo esperar y, además, gran parte del mismo había sido censurado. Sin embargo, entre los legajos apareció parte de la documentación que demostraba que la CIA planeó a principios de los años sesenta envenenar a Fidel Castro con ayuda de hampones procedentes del crimen organizado expulsado de Cuba en 1959. En 2006 la CIA hacía público el contenido de todo el documento: 693 páginas en formato PDF, que se pueden descargar desde internet. Aunque estos textos no lo cuentan todo. De hecho, el primero de los ocho casos que analizan está censurado en su totalidad, por lo que ni siquiera es posible saber de qué se trata. La información contenida en los demás manuscritos también había sido “intervenida” y la Universidad George Washington explicaba en su página web que las referencias a las operaciones de espionaje a los activistas contrarios a la guerra de Vietnam estaban más censuradas en el texto que acababa de ser divulgado que en la versión publicada en 1977. Esas alteraciones de los textos originales restan credibilidad a la afirmación de los portavoces de la CIA según las que “con la desclasificación, el servicio de espionaje de EEUU da un paso decisivo a la hora de reforzar su transparencia”. En definitiva… mucho ruido y pocas nueces. Eso no significa que el documento carezca de interés. Sobre todo, por algunos de los detalles que contiene. De hecho, el segundo caso –en la práctica el primero, dada la censura antes mencionada– sería toda una joya para el guión de una película de Hollywood.

La contratación por parte la CIA de los gánsteres Johnny Rosselli (alias El Guapo), Santos Trafficante y Momo Giancana –este último sucesor de Al Capone en Chicago– para que envenenasen al presidente cubano Fidel Castro. El acuerdo, realizado por medio de un empleado del excéntrico multimillonario Howard Hughes, incluía la promesa de 150.000 dólares de la época –un millón de dólares actuales–, aunque, con gran espíritu patriótico, Rosselli se comprometió a hacerlo “gratis”. El plan, sin embargo, nunca fue puesto en práctica. La mafia, que controlaba gran parte de la economía de Cuba antes de la llegada de Castro al poder, no tuvo la oportunidad de envenenar al líder revolucionario cubano, y toda la operación fue suspendida tras la catastrófica invasión de la bahía de los Cochinos (abril 1961), promovida por la CIA. Finalmente, aunque esto no figura en los documentos, el FBI, dirigido aún por Edgar Hoover, y la propia CIA, dirigida todavía por Allen Dulles, culpaban al presidente Kennedy por el fracaso de la operación en playa Girón, y estaban convencidos de que una indiscreción del presidente a su amante de entonces, la actriz Marilyn Monroe, había propiciado el desastre al alertar a los agentes comunistas infiltrados en Estados Unidos, y éstos a Castro, del lugar y la hora exactos del desembarco. Tampoco se dice en esos documentos desclasificados que el cadáver de Johnny Rosselli, hombre de confianza de Sam Giancana, antiguo “protector” de Marilyn, apareció en 1976 descuartizado y en avanzado estado de descomposición dentro de un barril de petróleo flotando en el mar frente a la costa de Florida. Rosselli fue asesinado en algún momento entre el 28 de julio y 9 de agosto de 1976. Rosselli había sido un prominente gánster a las órdenes de Sam Giancana (éste, a su vez, a las de Al Capone) que dirigió el mundo del espectáculo en Hollywood y Las Vegas en los años cuarenta y cincuenta. Él era el enlace entre Hoover, jefe del FBI, y la mafia, y también colaboró con la CIA en el reclutamiento de los mercenarios de playa Girón, y se cree que estuvo en el complot de la CIA para asesinar a Fidel Castro en 1961, y al propio presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy en 1963. Rosselli, además, pudo ser el hombre que dirigiera el espionaje a Marilyn y los hermanos Kennedy actuando para Edgar Hoover (FBI) y el sindicalista Jimmy Hoffa, todos ellos enemigos acérrimos de los Kennedy, especialmente de Robert Kennedy, que usando de su cargo de fiscal general del Estado, nombrado por su hermano John, les hizo la vida imposible a Jimmy Hoffa y fue el artífice de su encarcelamiento y posterior caída en desgracia. Otras informaciones que afloran en los informes desclasificados en 2006 parecen surgidas de un pésimo guión para una película de serie B, lo que sugiere que puedan haber sido incluidos deliberadamente para distraer a sus posibles lectores: mientras se persiguen marcianitos verdes, se desvía la atención lejos de lo que realmente importa. El más espectacular de los informes (apenas censurado), hace referencia a la utilización de LSD para alterar el comportamiento de los ciudadanos. El LSD era la droga alucinógena favorita de los hippies y los músicos psicodélicos de los años sesenta. Era también la droga predilecta de Charles Manson y su secta de asesinos, luego conviene no tomar el asunto a la ligera. La CIA también explica en el documento cómo colaboró con la policía de Miami para espiar a personas en esa ciudad durante la Convención del Partido Republicano de 1971, en la que Richard Nixon fue reelegido como candidato a la presidencia. Este capítulo, sin embargo, se encuentra tan censurado que resulta imposible determinar quién estaba siendo espiado y por orden de quién. Entre los documentos desclasificados, 693 páginas mecanografiadas que confirman de forma fehaciente una serie de proyectos de terrorismo y diversas operaciones encubiertas en el extranjero que incluyen, además del intento de asesinato del líder cubano Fidel Castro, la intervención directa de la CIA en las elecciones chilenas de 1973 y en el asesinato del presidente de aquel país, Salvador Allende.

En el «Informe Hinchey» sobre las actividades de la CIA en Chile queda clara la relación del candidato Alessandri con el dinero de la Agencia y que empresas norteamericanas como la ITT fueron utilizadas para “canalizar” el dinero de la CIA para Alessandri. En 1970 la ITT era dueña de un 70% de Chitelco, la Compañía de Teléfonos de Chile y financiaba el periódico ultraconservador El Mercurio, que también sirvió para hacer llegar los fondos reservados de la CIA a Alessandri. Todas estas operaciones se realizaron con el beneplácito del presidente Richard Nixon que se había fijado como una de sus prioridades “eliminar” al candidato socialista Salvador Allende si éste vencía en las elecciones presidenciales de 1973. Cosa que acabó sucediendo. En los informes desclasificados en 2006 se detalla además la negociación de contratos secretos entre la CIA y la industria farmacéutica para probar en seres humanos determinados medicamentos, no aptos para ser comercializados por sus nocivos efectos secundarios, desarrollados con el objeto de controlar la voluntad y el libre albedrío de los seres humanos a través de su utilización experimental en determinadas instituciones psiquiátricas sometidas a control gubernamental, sobre todo en cárceles y demás centros de internamiento donde se utilizaron como “técnicas experimentales para la rehabilitación de delincuentes peligrosos”. La aplicación de esas técnicas experimentales sobre ciudadanos indefensos (delincuentes comunes, prisioneros de guerra, disminuidos psíquicos…) incluía métodos de lavado de cerebro mediante drogas, lobotomías, electrochoques, así como otras técnicas de control mental y aislamiento del individuo. No muy distintas, aunque puedan parecer propias de la ciencia-ficción más descabellada, de las empleadas en el tristemente célebre centro de internamiento de Abu Gurayb, más conocido por la transcripción inglesa de Abu Ghraib, una prisión iraquí construida en los años ochenta por el dictador Sadam Husein, cuando era un “valioso” aliado de EEUU en la zona, donde se torturaba y asesinaba impunemente a los opositores del régimen, y que los norteamericanos han reutilizado después de la segunda guerra del Golfo en 2003, rebautizándola cínicamente como Camp Redemption.

En febrero de 1975, es decir, dos años después del cese de Richard Helms como director de la Agencia, Víctor Marchetti, agente de la CIA durante catorce años confirmó algunas de estas operaciones secretas concebidas en el seno de la Agencia en un libro que escribió junto con John D. Mark y titulado “La CIA y el culto del espionaje” en el que se ponían de manifiesto algunas de las sórdidas interioridades de la CIA. Según el propio Marchetti, escribió el libro presa de profundos remordimientos por las atroces actividades en las que él mismo había participado como miembro de la Agencia y enfatizaba en su libro que “la CIA no estaba fuera de control sino bajo órdenes precisas del presidente Gerald Ford y del secretario Henry Kissinger” precisando que “cuando la agencia derrocaba a un Gobierno en Chile o apoyaba a una dictadura militar en Grecia, lo hacía con la aprobación del presidente de los Estados Unidos y con la del secretario de Estado. El pueblo norteamericano ignora lo que hace la CIA exactamente y que las actividades de la Agencia no se proyectan pensando en el bien común de los ciudadanos de los EEUU, sino para proteger los intereses políticos de las oligarquías empresariales privadas”. En 1975, cuando ya se barruntaba la debacle de Saigón, se pone en marcha el Committee of the Present Danger (CPD) un nuevo engendro de la CIA para reactivar la Guerra Fría que recibe un gran impulso entre enero de 1976 y enero de 1977 coincidiendo con el breve período en el que George H. Bush es director de la CIA. Bush, futuro vicepresidente con la administración Reagan, hace campaña para convencer a la opinión pública norteamericana del peligro que representa el comunismo soviético. Entre los flamantes miembros del CPD está Paul Wolfowitz, futuro secretario de Defensa en la primera administración de George W. Bush cuando se desencadenó la guerra en Afganistán después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Coincidiendo con la formación del CPD el presidente Gerald Ford promueve al rango de general de brigada al general William H. Craig, que como director de la National Security Agency (NSA) había supervisado la operación Northwoods, un conjunto de acciones terroristas y de sabotaje contra Cuba que incluían algunos atentados casi idénticos a los que se llevarían a cabo muchos años más tarde en otros países y por diferentes motivos. El general Lyman L. Lemnitzer, uno de los grandes impulsores de la guerra de Vietnam, moría el 12 de noviembre de 1988, trece años después de la finalización del conflicto en el sudeste asiático que se saldó con el trágico balance de 58.000 soldados norteamericanos muertos, la mayoría de ellos muy jóvenes y pertenecientes a las clases más desfavorecidas; dos millones de asiáticos que también perdieron la vida; 220 billones de dólares invertidos en la guerra, buena parte de los cuales fueron a parar a empresas privadas; se lanzaron seis millones y medio de toneladas de bombas sobre Vietnam y Camboya y se emplearon más de 5.000 helicópteros, casi todos fabricados por Bell Helycopters, la compañía que se hallaba al borde de la quiebra financiera en 1963. ¿Quién se benefició entonces con esa guerra? La pregunta se contesta sola y la terrible ecuación siempre arroja el mismo resultado: unos pocos se lucraron con el sufrimiento de muchos. Y afirmarlo no es hacer demagogia y fomentar la paranoia de la conspiración, es constatar la realidad. Podemos alterar los factores de la ecuación y cambiar Vietnam por Iraq, o por Afganistán. O hablar de Ahmadineyad donde antes se decía Fidel Castro. Pero el resultado de la ecuación sigue siendo el mismo. Y a los españoles, particularmente, nos conviene no olvidar al USS Maine ni a los trenes de Atocha, porque llevamos demasiado tiempo durmiendo con el enemigo.

Richard Nixon, 37º presidente de los Estados Unidos (1969-1974)