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sábado, 2 de enero de 2016

El milagro de Empel

Dicho milagro fue un suceso acaecido en la batalla de Empel, los días 7 y 8 de diciembre de 1585 durante la guerra de los Ochenta Años, en la que se enfrentaron un Tercio de Flandes español, comandado por el Maestre de Campo don Francisco Arias de Bobadilla, y una flota de diez navíos de los rebeldes Estados Generales de los Países Bajos, bajo el mando del almirante Philip van Hohenlohe-Neuenstein; y a raíz del cual la Inmaculada Concepción fue proclamada patrona de los Tercios españoles. De acuerdo con la tradición, el 7 de diciembre de 1585, el Tercio del Maestre de Campo don Francisco Arias de Bobadilla, compuesto por unos cinco mil hombres, combatía en la isla de Bommel, situada entre los ríos Mosa y Waal, bloqueada por completo por la escuadra del almirante Filips van Hohenlohe-Neuenstein. La situación era desesperada para los Tercios, pues, además del estrechamiento del cerco, había que sumarle la escasez de víveres, munición y ropas de abrigo secas. El jefe enemigo propuso entonces una rendición honrosa pero la respuesta española fue clara: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Ante tal respuesta, Hohenlohe-Neuenstein recurrió a un método harto utilizado en ese conflicto: abrir los diques de los ríos para inundar el campamento español. Pronto no quedó más tierra firme que el montecillo de Empel, donde se refugiaron los soldados del Tercio aprestándose a vender caras sus vidas. Fue en ese crítico momento, de acuerdo con la tradición, cuando un veterano soldado del Tercio, cavando una trinchera, tropezó con un objeto de madera allí enterrado. Era una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción. Anunciado el hallazgo, colocaron la imagen en un improvisado altar y el maestre Bobadilla, considerando el hecho como señal de la protección divina, instó a sus soldados a luchar encomendándose a la Virgen Inmaculada. Según indica la citada tradición, un viento completamente inusual e intensamente frío se desató aquella noche, helando las aguas del río Mosa. Osadamente, los españoles marcharon sobre el hielo y atacaron por sorpresa a la escuadra holandesa al amanecer del día 8 de diciembre; y obtuvieron una victoria tan completa que el almirante Hohenlohe-Neuenstein llegó a decir: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro». Aquel mismo día, entre vítores y aclamaciones, la Inmaculada Concepción fue proclamada patrona de los Tercios de Flandes e Italia. Este patronazgo se consolidaría después que la bula papal «Ineffabilis Deus» del 8 de diciembre de 1854, proclamase como dogma de fe católica la Concepción Inmaculada de la Virgen Santísima. El 12 de noviembre de 1892, a solicitud del Inspector del Arma de Infantería del Ejército de Tierra Español, por Real Orden de la Reina Regente doña María Cristina de Habsburgo: «Se declara Patrona del Arma de Infantería a Nuestra Señora de la Purísima e Inmaculada Concepción».


Soldados de los Tercios cargando contra el enemigo

Los Tercios Españoles de los ss. XVI y XVII

Los Tercios eran las mejores unidades militares de su época. Creados por Carlos I, fueron decisivos para Felipe II en las victorias que obtuvo frente a los franceses, ingleses y holandeses en su reinado. Eran soldados expertos en tácticas como el combate cuerpo a cuerpo y técnicas de asedio a plazas fortificadas. El asedio de Amberes, que tuvo lugar entre el 3 de julio de 1584 y el 17 de agosto de 1585, fue un buen ejemplo de ello durante la guerra de los Ochenta Años. Este decisivo asedio fue consumado exitosamente por las tropas españolas al mando don Alejandro Farnesio, el Rayo de la Guerra, y se culminó una de las ofensivas españolas más importantes durante el conflicto, ya que en el plazo de dos años se cercaron y tomaron un gran número de ciudades estratégicas al mismo tiempo: Gante, Terra Munda, Dunkerque, Zutphen, Brujas, Nieuwpoort y Alost, además de Amberes, entre otras.
Entonces Amberes era la mayor ciudad flamenca y constituía el centro económico, cultural y financiero de las Diecisiete Provincias. Contaba con una población de más de 100.000 habitantes. Tras el asedio español, los rebeldes protestantes supervivientes fueron obligados a desalojar la ciudad. Con esta derrota militar de los rebeldes flamencos, se ponía punto final a la etapa dorada de la ciudad, que finalizó definitivamente con el saqueo de Amberes por las tropas españolas en 1585. Una década antes (1576) Amberes ya había sido saqueada por los españoles tras sofocar el motín que se había iniciado en el Ayuntamiento y el intento por parte de los rebeldes protestantes de apoderarse de la fortaleza de la ciudad. Durante el saqueo de Amberes por parte de soldados españoles amotinados, que se produjo entre el 4 y el 7 de noviembre de 1576, y es también conocido como la «Furia Española» en Holanda, Bélgica e Inglaterra, murieron varios miles de ciudadanos y fue el detonante para la sublevación de las provincias de Flandes que aún permanecían leales a la Corona española en la guerra de los Ochenta Años. El 1 de septiembre de 1575 se produjo la segunda quiebra de la Hacienda Real de Felipe II, lo cual hacía imposible el abono de las pagas que se debían a los soldados españoles del ejército de Flandes, algunas de cuyas unidades llevaban más de dos años y medio combatiendo sin cobrar, por lo que tenían que vivir de la población, a la que usualmente robaban. En julio de 1576 el Tercio de Valdés se amotinó por ese mismo motivo y ocupó la ciudad de Alost para saquearla. El Consejo de Estado, con los miembros leales a la Corona española arrestados por orden de los nobles flamencos Heese y Climes, y apoyándose en la indignación por los desórdenes y el cansancio de la guerra, autorizó a la población de los Países Bajos a que se armase para expulsar a todos los españoles, soldados o no, y puso bajo su mando a unidades valonas y alemanas para luchar junto a los rebeldes holandeses contra las tropas españolas. Aprovechando la situación, las tropas rebeldes intentaron apoderarse del castillo de Amberes. El 3 de octubre las tropas rebeldes (formadas por casi 20.000 hombres) entraron en la ciudad, cuyos gobernadores les habían abierto las puertas, y tomaron posiciones para asaltar el castillo defendido por tropas españolas al mando de don Sancho Dávila. Los amotinados de Alost (unos 1.600 hombres), que habían rehusado anteriormente obedecer cualquier orden sin haber cobrado antes las deudas, al tener noticia del ataque, marcharon sin descanso en dirección a Amberes para ayudar a los sitiados, llegando a la ciudad el día 4. En lugar de las banderas del Rey, para evitar profanarlas con su delito de rebelión, ondeaban imágenes de la Virgen María. Al pedirles el resto de los miembros de la fuerza de auxilio que recuperasen fuerzas con algo de comida, replicaron orgullosos que: «Venimos con propósito cierto de victoria, y así hemos de cenar en Amberes, o desayunar en los infiernos». Consiguieron entrar en el castillo y reunirse con otras unidades (600 hombres al mando de don Julián Romero y don Alonso de Vargas) que acudían desde diferentes lugares a socorrer a Dávila. A pesar de que las tropas rebeldes eran mucho más numerosas, los amotinados y la guarnición del castillo se lanzaron al ataque por las calles de la ciudad, haciendo huir a los holandeses. Algunos de ellos se refugiaron en el Ayuntamiento, escopeteando con mosquetes a los españoles. Éstos lo incendiaron, para quemar vivos a los rebeldes protestantes. A continuación las llamas se propagaron por la ciudad, y, aprovechando el pánico y el desorden provocado por el incendio, los españoles empezaron el saqueo de la ciudad. Éste se prolongó durante tres días, y los muertos entre los amotinados se contaron por millares.
La indignación de las Provincias Unidas y del Consejo de Estado por el saqueo no tuvo límites. El 8 de noviembre firmaron la Pacificación de Gante que exigía la salida de los soldados españoles de los Países Bajos, acuerdo que don Juan de Austria tuvo que aceptar para no perder totalmente el control de las provincias flamencas. Con el saqueo de Amberes y la retirada de los Tercios del ejército de Flandes, se perdió el fruto de diez años de esfuerzos por parte de la Corona para recuperar el dominio de las provincias rebeldes. Además, este incidente sirvió para alimentar la Leyenda Negra, aunque el prestigio militar de los Tercios se incrementó.
Felipe II, aparte de tener a los mejores soldados profesionales de su época, también disponía de los mejores generales y capitanes para mandarlos, tanto en tierra como en el mar. De todos estos destacaron don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, don Alejandro Farnesio, duque de Parma, don Álvaro de Bazán y don Juan de Austria, hermanastro del Rey, entre otros. Los Tercios incorporaron innovaciones militares en todos los sentidos, con la aparición de los arcabuceros y mosqueteros, que combatían junto con los piqueros y la caballería. Asimismo, se disponía de artillería: desde cañones de bronce o hierro colado, medios cañones, culebrinas hasta falconetes. En el aspecto táctico, destaca la utilización de ataques nocturnos por sorpresa o «encamisadas». Si se trataba de un asedio, los Tercios realizaban obras de zapa y atrincheramiento para rodear la plaza y acostar los cañones y minas a los muros para barrenarlos. Uno de los escuadrones se mantenía siempre en reserva para rechazar cualquier contraataque de los sitiados.
En el mar, destacaba la utilización masiva de galeones, ya que su combinación de tamaño, velamen y la posibilidad de transportar artillería pesada y tropas lo hacían idóneo para las largas travesías oceánicas, combinando así la capacidad de transporte de las naves de carga, con la potencia de fuego que requerían las nuevas técnicas de guerra naval, permitiendo disponer de barcos de transporte fuertemente armados. Carlos I creó el 27 de febrero de 1537 la Infantería de Marina de España, convirtiéndola en la más antigua del mundo al asignar de forma permanente a las escuadras de galeras del Mediterráneo las Compañías Viejas de Mar de Nápoles. Sin embargo, fue Felipe II el que creó el concepto actual de fuerza de desembarco, concepto que aún perdura en nuestros días.
El monarca también destinó gran cantidad de dinero para crear la mejor red de espionaje de la época. Es muy conocido el uso de la tinta invisible y de la escritura microscópica por parte de los servicios secretos de Felipe II. Don Bernardino de Mendoza, fue militar, embajador y jefe de los servicios secretos en diversas provincias del Imperio Español bajo Felipe II y durante este tiempo estuvo destinado como embajador español en París. Una de las acciones más importantes atribuidas a este antepasado de los actuales servicios secretos, fue el asesinato de Guillermo de Orange a manos de Baltasar Gérard. También se debe a Felipe II la creación del «Camino Español», una ruta terrestre segura para transportar dinero y tropas desde las posesiones españolas en Italia, hacia los Países Bajos. El «Camino Español» fue utilizado por primera vez en 1567 por don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, en su viaje a los Países Bajos, y el último ejército español en circular por él lo hizo en 1622.
La bandera con la Cruz de Borgoña es la más característica de las utilizadas por los Tercios Españoles. Durante más de un siglo, los Tercios gozaron de una fama similar a la que en su día pudieron tener las Legiones romanas. Roland de Guyond, un famoso capitán que luchó contra ellos, escribía que cuando atacaron la ciudad de Amberes, el 4 de noviembre de 1576, la dio por perdida, pues «yo conocía bien a toda aquella gente, soldados, capitanes y generales, y sabía de lo que eran capaces». Razón tenía. Amberes estaba defendida por 22.000 hombres, y se resguardaba tras muros de cinco metros. Sobre ellos cayeron 5.000 españoles y los aniquilaron. Sus victorias se basaban en una técnica mil veces ensayada, en un ánimo sin desmayo para soportar los sufrimientos y privaciones de la guerra, en un valor sereno para afrontar la muerte y en un afán de honor, reputación y mérito que les movía a acometer las mayores empresas y a correr cualquier peligro sorteando el riesgo.
Raffaele Puddu escribe: «Para fomentar el mérito y los servicios de los soldados españoles, y la oportunidad de que el soberano les favoreciese con respecto a sus otros súbditos, que también le servían con las armas, se les recordaba que ellos constituían el principal nervio sobre el que reposaba el poderío y la seguridad del Imperio». La búsqueda de oportunidades fuera de las yermas tierras mesetarias, el afán de conocer otros lugares y correr aventuras prodigiosas, tal como prometían quienes realizaban las levas, muchos de ellos veteranos capitanes de los Tercios, animaban a los hombres a alistarse. Una vez alistados, difícilmente se abandonaban las filas, salvo en caso de muerte, heridas o enfermedad graves. Prestigio, honra y ascensos fueron el gran motor de los Tercios, a cuyos soldados ha querido asimilar la Leyenda Negra bravuconería, matonismo y violencia. Habría casos, sin duda, pero no era ni mucho menos la tónica general. Por el contrario, según François de la Noue, el famoso general francés conocido como Brazo de Hierro, que disputó varias batallas a los Tercios y fue prisionero suyo: «Entre los españoles, en seis meses, no asistimos ni a un litigio, ya que estos desprecian a los pendencieros y se vanaglorian de ser moderados. Y si se suscita una lid, hacen todo lo posible por componerla, mejor, hasta cuando es necesario dirimirla por las armas, salen de ella con honor»· Los Tercios no eran lugar para espadachines y matones. Según observa don Miguel de Cervantes a través de su personaje el Licenciado Vidriera: «tales tipos, cuando llegan al campo de batalla olvidan de repente un arte que han ostentado con orgullo en cien duelos y riñas de taberna»

Infante y jinete de los Tercios españoles con perro de caza

La batalla de Carras o de Carrhae

Este fue un importante enfrentamiento militar que tuvo lugar en el año 53 a.C. en la ciudad del mismo nombre que entonces formaba parte del territorio de la Gran Armenia (actualmente Turquía). Se enfrentaron el ejército romano del general Marco Licinio Craso, gobernador de Siria, y el ejército parto al mando del Spahbod Surena. La batalla culminó en una de las derrotas más severas que sufrió la República romana.
Marco Licinio Craso era el hombre más rico de Roma y miembro del Primer Triunvirato formado con Cneo Pompeyo y Julio César. Deseoso de la gloria militar y riquezas que prometía una campaña exitosa contra Partia, antigua Persia, Craso decidió invadirla con 39.000 hombres sin el consentimiento del Senado.
El rico Craso era un hombre de sesenta años y con impedimentos auditivos cuando se embarcó en su campaña militar. Plutarco dice que la avaricia y su falta de popularidad fueron los motivos de la guerra. Otros historiadores modernos sostienen que fue la rivalidad con sus aliados del Triunvirato. Craso no tenía gran renombre como militar, su carrera fue eclipsada por Pompeyo y por las recientes y exitosas campañas de César. Sin embargo, Craso había derrotado a Espartaco en la batalla del río Silario y fue el factor clave en la victoria contra los populares en la batalla de la Puerta Colina. Recuerda Plutarco que César, que estaba en la Galia, apoyó los planes de Craso. Otro factor para llevar a cabo la guerra era que se esperaba que fuera una campaña militar relativamente corta; anteriormente las legiones romanas habían aplastado a las fuerzas coaligadas del Ponto y Armenia.
Algunos senadores y patricios romanos se opusieron a la guerra; Cicerón la llamó nulla causa (sin justificación), ya que los partos tenían un acuerdo de paz con Roma. El tribuno de la plebe Gayo Ateyo Capitón se opuso enérgicamente, llegando a llevar a cabo una execración pública contra el excónsul por partir. A pesar de las protestas y de los malos presagios, Craso dejó Roma el 14 de noviembre del 54 a.C. y llegó a Siria a finales del 55 a.C. y usó sus riquezas para levantar un gran ejército. Reunió siete legiones (35.000 hombres), 4.000 auxiliares y 4.000 jinetes. Pronto contó con el apoyo del rey armenio Artavasdes II, que le aconsejó avanzar por su reino al encuentro de los partos. Pero Craso rechazó la oferta, quizá para no tener que compartir el botín de su campaña con el monarca, y marchó directamente sobre Mesopotamia. Enterado de su maniobra, el rey Orodes II de Partia dividió su ejército y envió la mayoría de sus tropas a castigar a Artavasdes II, mientras dejaba solo a 10.000 hombres al mando de Surena protegiendo Mesopotamia, pues el monarca esperaba que la fuerza inferior de su general sería incapaz de detener a Craso y le encargó la misión de retrasarlo.
Craso recibió la ayuda del jeque árabe Ariamnes, que ya había apoyado a Pompeyo en sus campañas orientales, y que aportó un contingente de 6.000 jinetes. Craso confió en Ariamnes, pero éste era leal a los partos y le convenció para que atacase a los partos asegurándole que sus tropas estaban desorganizadas y que carecían de suministros y refuerzos. Finalmente Craso condujo a las legiones por las zonas más desoladas del desierto, lejos de los pozos de agua. El general romano recibió entonces una carta de Artavasdes en la que éste se excusaba por no poder acudir en su ayuda, aduciendo que Armenia también estaba siendo atacada por Orodes, y le aconsejaba que retrocediera para luchar juntos en Armenia. Craso no solo ignoró el consejo, sino que lo consideró una traición y siguió su marcha hasta que, cerca de la ciudad de Carras, encontró al grueso del ejército de Surena.
Tras ser informado de la presencia del ejército parto, su general Casio Longino le recomendó desplegar el ejército al estilo tradicional romano, con la infantería en el centro y la caballería a los flancos. Aunque inicialmente estuvo de acuerdo, Craso terminó por formar un cuadrado con cada lado formado por doce cohortes. Esta era la formación usual en caso de ser desbordado, pero coartaba la movilidad. Las fuerzas romanas avanzaron hasta un arroyo. Sus lugartenientes aconsejaron a Craso levantar un campamento y atacar a la mañana siguiente, con el fin de dar a sus hombres la oportunidad de descansar. Publio Craso, sin embargo, estaba deseoso por luchar y convenció a su padre de iniciar la batalla.
Los partos se esforzaron mucho por intimidar a los romanos. Comenzaron con un redoble de un gran número de tambores huecos para asustar a sus rivales, haciéndoles creer que los partos eran muchos más de los que eran. Luego, al llegar a la vista de las legiones, dejaron caer sus telas para que se vieran sus brillantes armaduras; sin embargo, Surena notó que no había podido intimidarlos. El general parto, a pesar de que inicialmente había planeado romper las líneas romanas con sus catafractos, rápidamente se dio cuenta de la inutilidad de aquella maniobra. Por ello envió a sus arqueros a caballo a rodear el cuadrado enemigo. La densidad de tropas romanas garantizó rápidamente que cada flecha conseguiría dar en un objetivo; gracias a sus arcos compuestos cada flecha llevaba suficiente fuerza para penetrar la coraza y, en parte, los escudos romanos. Los legionarios estaban bien protegidos por sus largos escudos (scutum), pero éstos no podían cubrir todo el cuerpo. Debido a esto, la mayoría de las heridas no fueron letales, aunque afectaron a las extremidades. Los romanos avanzaron varias veces contra sus enemigos, pero éstos retrocedían disparando flechas. Los legionarios formaron entonces un testudo o formación en tortuga para mejor protegerse de las flechas, pero esto restringía su capacidad de combate cuerpo a cuerpo, hecho que fue aprovechado por los catafractos para cargar contra grupos aislados, rompiendo las líneas romanas en distintos puntos y causando muchas bajas. Cuando los romanos abandonaban dicha formación, los catafractos huían y los jinetes ligeros volvían a disparar sus arcos.
Craso confiaba en que los partos terminaran por agotar sus flechas, pero Surena había traído consigo un millar de camellos cargados con munición, a fin de tener siempre abastecidos a los arqueros. Ante esto, el general romano envió a su hijo Publio con sus galos a ahuyentar a los partos, pero los arqueros montados se retiraron sin cesar de dispararles y, después de sufrir graves bajas, los catafractos les atacaron. Los arqueros a caballo rodearon a los galos y les cortaron la retirada, con lo que los galos acabaron masacrados. Craso, sin saber lo sucedido a su hijo, ordenó un avance general para rescatarlo, pero entonces vio la cabeza de Publio en la punta de una lanza. Entonces los arqueros a caballo empezaron a rodear a la infantería romana disparándoles desde todas las direcciones mientras los catafractos cargaban contra los grupos de legionarios desorganizados y aislados. El ataque de los jinetes no cesó hasta la noche. El triunviro, desconcertado por la pérdida de su hijo, ordenó la retirada a la ciudad de Carras dejando tras de sí a 4.000 heridos que fueron rematados o capturados por los partos al amanecer.
Al día siguiente Surena envió un mensaje a los romanos ofreciéndose a negociar con Craso y propuso una tregua, permitiendo a las tropas romanas retirarse a Siria a salvo a cambio de que Roma renunciara a avanzar más allá del río Éufrates. Craso era reacio a reunirse con los partos, pero sus tropas amenazaron con amotinarse si no lo hacía. Durante la reunión un parto tiró de las riendas del caballo de Craso, lo que inició una discusión que pronto se tornó violenta, terminando muertos el mismo triunviro y los generales que le acompañaban. Después de eso los partos, supuestamente, vertieron oro fundido en la garganta de Craso como símbolo de burla por su fama de avaro. Los legionarios que estaban en Carras intentaron huir. Ariamnes prometió guiarlos por el camino a Siria, pero Casio Longino, con 500 jinetes y 5.000 infantes, desconfió de él y siguió su propio camino hacia Siria. Los que sí lo siguieron fueron conducidos a una nueva trampa, donde los rodearon los partos y terminaron muertos o prisioneros.
Las cifras que da Plutarco de la derrota indican la magnitud del desastre: 20.000 muertos y 10.000 prisioneros. Las pérdidas partas son desconocidas, pero es muy probable que fueran mínimas en comparación. Los romanos sobrevivientes llegaron en pequeños grupos a Siria por su cuenta. Entre tanto, Orodes invadió con éxito Armenia y la sometió, pero al serle imposible asediar las ciudades enemigas, decidió negociar la paz con Artavasdes II y le forzó a entregarle una de sus hermanas, a la que casó con su hijo Pacoro.
La cabeza y la mano derecha de Craso fueron enviadas al rey parto. Se cuenta que Orodes II estaba viendo una obra teatral —en la que uno de los actores fingía tener en sus manos una cabeza humana— cuando el mensajero lanzó al escenario la cabeza de Craso, diciéndoles que mejor usaran aquélla. El destino de Surena no fue mejor que el de Craso: su victoria provocó los celos del rey, que decidió ordenar su asesinato para deshacerse de un posible rival. La cabeza de Craso fue exhibida en la corte de Orodes II y los siete estandartes romanos expuestos en los templos de Partia. Tres décadas después, en 19 a.C., el emperador Augusto negoció la devolución de éstos y el regreso de los cautivos que habían sobrevivido.
Los partos no atacaron inmediatamente Siria, lo que dio tiempo al cuestor Casio a preparar las defensas de las ciudades y rechazar las incursiones fronterizas, cuando en el 51 a.C. un ejército parto, al mando del príncipe Pacoro y el general Osaces, irrumpió en la provincia. Casio, que apenas disponía de dos legiones, se refugió tras los muros de Antioquia. Los partos avanzaron y saquearon la provincia pero no conquistaron tomar ninguna plaza importante y tuvieron que retroceder a Antigonea, que tampoco lograron expugnar. En el camino de regreso, Casio emboscó a las avanzadillas partas y Osaces resultó muerto. Al año siguiente el nuevo gobernador romano de Siria, Marco Calpurnio Bíbulo, logró firmar una paz de diez años con Pacoro.
Para Roma, la principal consecuencia de esta batalla fue la muerte de Craso y, por consiguiente, la desaparición del Primer Triunvirato, pasando de un gobierno de tres a otro de dos para el gobierno de la República: el camino quedaba despejado para el inicio de la guerra civil entre Julio César y Cneo Pompeyo, ya que el balance de poder quedó roto. Otra de las consecuencias de esta batalla fue el hecho de que Europa se abriera a un nuevo y preciado material: la seda. Los romanos que lograron sobrevivir a la batalla describieron unas oriflamas brillantes usadas por los partos mientras les perseguían. Estas banderolas estaban hechas con seda. Así, al mismo tiempo que crecía el interés en el Imperio por este tejido, se extendía la Ruta de la Seda entre Europa y China, dando comienzo a una de las rutas comerciales más grandes y prósperas de la Historia, hasta que fue clausurada por los turcos otomanos en el siglo XV.