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sábado, 27 de mayo de 2017

Lucio Ahenobarbo Nerón (54-68 d.C.)

Al desaparecer Claudio, su hijastro Nerón quedaba como heredero designado; poseía el imperium proconsular y formaba parte de los grandes colegios religiosos. El Senado, por odio hacia la administración de los libertos, no veía con malos ojos el cambio de gobernante. El único peligro posible podía haber venido de parte de los pretorianos, pero se habían tomado precauciones por ese lado, y Afranio Burro, prefecto del Pretorio –y hombre de confianza de Agripina–, había preparado el terreno. Llegado el momento, Burro hizo que los soldados prestasen juramento al nuevo emperador, y Nerón fue reconocido en todas partes sin grandes dificultades. Fue un cambio completo de personal y de política; los libertos desaparecieron del poder y, bajo la influencia de Séneca y de Burro, los dos hombres fuertes del nuevo régimen, la política de colaboración con el Senado –la de Augusto y la de Tiberio en sus mejores años–, volvió a ponerse en práctica. En un discurso que Séneca había compuesto, y que él mismo leyó ante el Senado a su advenimiento, Nerón expuso su programa, en el cual ocupaba un lugar preferente el respeto a los privilegios del Senado y de Italia. Los actos siguieron a las palabras. El nuevo gobierno parecía sólido, y durante los cinco primeros años se esforzó en cumplir sus compromisos. Pero la ejecución de este programa siempre contó con dos grandes obstáculos: las pretensiones de Agripina, primero, y luego, la personalidad del emperador.
Los años de moderación se debieron en gran parte a la influencia que en Nerón ejercían su tutor personal, el filósofo español Séneca, y el prefecto del Pretorio, Sexto Afranio Burro, de origen galo. Entre sus medidas estuvo intentar frenar la corrupción que se había instalado en el Senado. Sin embargo, Nerón pronto quiso tomar las riendas del poder y fue arrebatando a su madre la influencia política que poseía. Agripina, al proyectar a Nerón al principado, había trabajado tanto para ella como para su hijo; daba por descontado, si no controlar el gobierno, sí, al menos, ejercer una influencia importante. Quiso tomar parte en los Consejos de Estado, asistir a las sesiones del Senado y a la recepción de los embajadores extranjeros. Su efigie apareció en las monedas junto a la del emperador. Desarrolló, en fin, su política personal a la sombra de su hijo. Aprovechó su posición para dar rienda suelta a su sed de venganza; así, obligó a Narciso a suicidarse, pues siempre había obstaculizado su camino y, en el momento decisivo, estuvo a punto de hacer fracasar sus planes. Contra las pretensiones de Agripina, Séneca y Burro, los hombres fuertes, se apoyaron en el emperador; pero pronto hallaron por este lado un obstáculo insoslayable, y no menos grave que el primero: la propia personalidad de Nerón, que en el momento de su entronización era todavía un adolescente y, como tal, había sido maleable en manos de sus consejeros. Ahora el muchacho había crecido dejando al descubierto los vicios y las perversiones de su retorcida naturaleza.
Perezoso y frívolo, no se interesaba por los asuntos públicos; se reunía con jóvenes libertinos y, favorecido por el orgullo de la omnipotencia, se mostraba cada vez más autoritario y malvado. Así las cosas, no tardaron en agriarse las relaciones con su madre, ebria de poder, mientras en él crecían las ansias de desembarazarse de su agobiante tutela, para dar rienda suelta a sus inclinaciones. En su megalomanía, había algo que le torturaba: Británico, a pesar de haber sido suplantado en el imperium, seguía viviendo, y podía cualquier día convertirse en un peligro para él. Llegó hasta a imaginar una inteligencia entre Agripina y Británico para arrebatarle el principado. Nerón se decidió a quitarle a su madre este recurso que podía utilizar contra él. Ciertamente, Agripina conspiró contra Nerón, intentando derribar a su hijo y reemplazarlo por Británico. Sin embargo, Nerón, adelantándose a su madre, mandó envenenar a Británico en un banquete que le ofreció para celebrar su 14º cumpleaños, acabando con el único sucesor legítimo. La muerte de Británico (55) supuso un duro golpe para Agripina; Nerón consideró esto sólo un primer paso. Otro vínculo le ataba al pasado: su matrimonio con Octavia, hija de Claudio. No iba a tardar en llegarle su turno. Por el momento, se conformó con un sonado romance con una de sus libertas, Actea. Cuando se aburrió de ella en el 58, inició otro flirteo con la célebre Popea Sabina, esposa del general Marco Salvio Otón, crápula y compañero de correrías, e hizo de ella su amante. Pero Popea tenía más altas miras, quería ser emperatriz, y para ello precisaba que Octavia desapareciese. La tarea no era fácil, sobre todo por ser Octavia una mujer de costumbres intachables, por lo que no podía ser objeto de reproche alguno, y, además, el pueblo y los soldados la querían. Agripina se puso de su parte. También lo hicieron Séneca y Burro, alarmados, viendo los derroteros que estaban tomando los caprichos del emperador. Los acontecimientos se precipitaron: Nerón expulsó a Agripina de la residencia del Palatino, y redujo el papel de Burro y Séneca al de meros observadores. En el 59, queriendo librarse de su madre, la mandó asesinar, consiguiéndolo al tercer intento. Con ello, comenzó a bajar su popularidad. 
En medio de estas intrigas palaciegas y de estos crímenes, la situación de los dos hombres fuertes se hacía por momentos más delicada. Prodigaban los buenos consejos, pero sin obtener ningún resultado positivo y, entregado ya Nerón a sus más bajos instintos, Burro y Séneca fueron perdiendo progresivamente influencia sobre él. Los asesinatos de Británico y Agripina habían sido perpetrados a espaldas de ellos; tuvieron que resignarse ante el hecho consumado, con esperanzas de limitar el mal, y este deseo, loable en sí, les llevó a complacencias aún más lamentables. El asesinato de Agripina fue el último golpe asestado; el último recurso del que disponían contra Nerón se les iba para siempre. Se mantuvieron todavía algunos años, pero su protagonismo había terminado. Burro murió en 62, probablemente envenenado por órdenes del emperador, y Séneca fue acusado de corrupción, de manera que se retiró de la vida pública para no regresar jamás. Después de esto, el mismo año, Nerón nombró a Cayo Tigelino prefecto del Pretorio.
Nerón nombró a dos prefectos del Pretorio. Tigelino fue uno de ellos. Intrigante y capaz de todas las infamias, se iba a convertir durante los seis años últimos de su principado en el genio maléfico de Nerón; el otro, Fenio Rufo, elegido para satisfacer a la opinión pública, era un hombre honrado pero completamente irrelevante. Libre de su madre y de sus consejeros de los primeros años, apoyándose en los pretorianos bajo el mando de Tigelino, a Nerón solo le quedaba un último obstáculo para dar satisfacción a sus caprichos: Octavia. La hizo acusar de adulterio, la repudió y se casó con Popea. Un movimiento popular le obligó a llamarla de nuevo a su lado. No fue por mucho tiempo; poco después la desterraba a la isla de Pandataria y ordenaba su asesinato (62). Enardecido por el éxito, Nerón no tuvo ya freno alguno. Palas también fue ejecutado y sus inmensas riquezas sirvieron para aliviar la bancarrota del Tesoro. Comienza así la funesta epopeya neroniana, que por espacio de seis años va a ofrecer al mundo el horror de sus asesinatos y el escándalo de sus locuras. Se ve a Nerón cantar en los escenarios y conducir cuadrigas en el hipódromo, en medio de las aclamaciones que le prodiga una nube de aduladores, mientras que el Imperio, desamparado, en pleno abandono, parece hundirse en el abismo y está seriamente amenazado en Oriente. Se acerca la gran crisis del principado, quizá la más grave desde la época de Augusto. En el 64, se produce el gran incendio de Roma. Dura nueve días y arrasa nueve de los catorce distritos de la ciudad. La mayoría de los historiadores modernos coinciden en afirmar que la catástrofe tuvo un origen accidental, pero el rumor público no tardó en acusar a Nerón de haber provocado el incendio para poder reconstruir la ciudad de acuerdo con un nuevo y ambicioso plan urbanístico. Hubo testigos –tal vez sobornados por los detractores del emperador– que aseguraron haber visto a los guardias pretorianos prendiendo fuego en distintos puntos de la ciudad. Nerón, tratando librarse de las sospechas y de la inquina popular, achacó la autoría del colosal incendio a los cristianos, una nueva secta que ya constituía una comunidad importante en Roma; libertos y esclavos en su mayoría.
Entretanto, en Jerusalén estaba a punto de estallar una revuelta generalizada contra la ocupación romana orquestada por los fanáticos zelotes y otros grupos fundamentalistas judíos. Nerón proscribió a los judeocristianos y decretó una persecución contra ellos. Muchos hallaron la muerte en el circo devorados por las fieras, ajusticiados «ad gladium», o crucificados y quemados vivos. También fue ejecutado uno de los principales jefes facciosos, un iracundo santón que se hacía llamar Saúl de Tarso y alardeaba de ser ciudadano romano. Apenas se había calmado la alarma social desencadenada por la catástrofe, las sospechas recayeron sobre Nerón y fueron confirmadas cuando éste comenzó una serie de remodelaciones en el Palatino, tras el incendio, con un coste de más de 100 millones de sestercios. En el 65 fue descubierta una conjura del senador Cayo Calpurnio Pisón para derrocarlo a causa del mal gobierno y su despotismo criminal. Entre los conjurados estaban, además de Pisón, el cónsul Plaucio Laterano y el poeta Lucano. Tras ser ejecutados muchos patricios, Séneca admitió que estaba al corriente de la conjura, aunque no participó en ella. Nerón le invitó a suicidarse y éste así lo hizo abriéndose las venas en el baño (65). La conjura de Pisón es el acontecimiento definitivo que prepara la caída de Nerón, que se entrega a la depravación aconsejado por individuos como Tigelino. 
En esa época muere Popea, después de recibir una patada de Nerón en el vientre estando embarazada. Lejos de mostrar el menor arrepentimiento o aflicción por la pérdida de su esposa, Nerón mantiene impúdicas relaciones sexuales con prostitutas y sodomitas que no se molesta en mantener en privado. Nerón se hace odioso a patricios y plebeyos por sus excesos sexuales y su afición a las actuaciones teatrales improvisadas. Mientras, los crímenes se suceden sin interrupción: Trasea Peto, uno de los líderes del Senado; Rufo Crispido, antiguo prefecto del Pretorio; Aneo Mella, padre de Lucano; el célebre poeta Petronio… son algunas de las víctimas. Ni siquiera se libran de las purgas los más afamados generales; Corbulón, vencedor de los partos, recibe en Corinto la orden de suicidarse (67). La administración del Estado, privada de sus mejores representantes, se resquebraja mientras el Tesoro se arruina sufragando prodigalidades absurdas o construcciones innecesarias y extravagantes, como el nuevo palacio Imperial, o la Casa Dorada o «Domus Aurea», un grandioso palacio construido tras el gran incendio del 64 que ocupaba, según se ha calculado, alrededor de 50 hectáreas entre las colinas del Palatino y el Esquilino.
En el 66 estalla en Judea una sangrienta revuelta que será aplastada por el general Tito Flavio Vespasiano cuatro años después con la toma de Jerusalén. Entre el 67 y el 68, el gobernador de la Galia Lugdunense, Vesoncio Vindex, subleva a sus tropas contra Nerón: España y África se suman a la rebelión. El ejército de Germania Superior, en cambio, permanece fiel a Nerón, y su comandante, Lucio Virginio Rufo, derrota al rebelde Vesoncio Vindex, que se suicida tras la derrota. A pesar de este triunfo momentáneo de Nerón, en junio del 68, el gobernador de la Hispania Tarraconense, Servio Sulpicio Galba, cruzó los Pirineos y marchó sobre Italia con sus legiones. En la misma Roma causaba estragos la traición; el prefecto del Pretorio, Ninfidio, sublevaba a los pretorianos; el pueblo, reducido a la miseria, se pronunciaba contra Nerón. Declarado por el Senado «enemigo público» y abandonado por todos, Nerón huyó y, para no caer en manos de sus perseguidores, se hizo matar en una villa de la Vía Nomentana el 9 de junio del 68, y el Senado declaró emperador a Galba. Pero esto sólo sirvió para iniciar una desastrosa guerra civil que se prolongó un año.


Nerón en Anzio (64 d.C.)

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